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sábado, 21 de septiembre de 2024

Herman Melville / Moby Dick / Introducción de Andrew Delbanco


Ilustración de Rockwell Kent




Herman Melville
MOBY DICK
Introducción de Andrew Delbanco


    No hace muchos años, en una universidad de élite del nordeste de Estados Unidos, preguntaron a un destacado crítico literario inglés cuál era la gran novela inglesa. La sala tenía las paredes revestidas de paneles de madera y estaba iluminada por una lámpara de araña, en las ventanas colgaban recargadas cortinas y en las estanterías se alineaban clásicos encuadernados en cuero: todo el mobiliario se había dispuesto cuidadosamente para reproducir la atmósfera del Viejo Mundo. No se respiraba el menor aroma a brisa marina en aquella sala. Con esa combinación de entusiasmo y recelo con la que se recibe a veces la proclamación de un estándar, los estudiantes se inclinaron hacia delante para escuchar la respuesta del eminente invitado: «Middlemarch sería mi candidata —dijo, vacilante—, a no ser que con “novela inglesa” se refieran a novela en inglés, en cuyo caso sería, por supuesto, Moby Dick».


    Que un árbitro del gusto literario declarase como algo obvio que Moby Dick, ese monstruo marino de libro, es la obra narrativa más importante de la lengua inglesa habría dejado asombrado a Herman Melville; no porque no creyera que fuera verdad, sino porque dudaba de que su verdad fuese del gusto de todos. Melville era un artista sumamente ambicioso, pero se consideraba un autor cuya insolencia y franqueza no serían nunca moneda corriente en los salones de la gente refinada. «Una nave ballenera fue mi Universidad de Yale y mi Harvard», decía en Moby Dick, un libro lleno de personajes salvajes e indomables —«mestizos renegados, parias», los llamaba Melville— y escrito con franco desprecio por la vida elegante:
El puerto está dispuesto a darle amparo; el puerto es misericordioso; en el puerto están la seguridad, la comodidad, el hogar, la cena, las tibias mantas, los amigos, todo lo que nos es grato a los mortales. Pero en esa tempestad, el puerto, la tierra, es el peligro más cruel para la nave. La nave debe huir de toda hospitalidad. […] Con todas sus fuerzas, despliega todas sus velas para apartarse; […] busca la ausencia de tierra del mar turbulento y en pos de refugio, se precipita obstinadamente hacia el peligro: ¡su único amigo es su enemigo más feroz!
    Estas líneas sobre la fatalidad de todo lo que sea cómodo y acogedor llevan la inconfundible firma estilística de Melville. Nunca nadie en América había escrito con una prosa de una intensidad tan condensada ( the lashed sea’s landless , «la ausencia de tierra del mar») y de contradicciones tan irónicas ( for refuge’s sake forlornly rushing into peril , «en pos de refugio, se precipita obstinadamente hacia el peligro»). Como descubrirá todo aquel que se enfrente a Moby Dick por primera vez, es una novela que lucha por mantener su ímpetu narrativo frente al impulso de la digresión, la meditación, el juego. Una de las razones es que Melville estaba infatigablemente alerta a lo que podríamos llamar los estadios en la vida de una palabra; como, por ejemplo, en el uso que hace de pitiful , «misericordioso», una palabra que vibra entre su antiguo significado (lleno de compasión) y el significado más moderno que estaba adquiriendo en tiempos de Melville: patético, consumido, impotente. Melville no emplea las palabras en Moby Dick: las saborea.
    Moby Dick , un libro vocinglero y escrito en tono fanfarrón («¡Denme una pluma de cóndor! ¡Denme el cráter del Vesubio como tintero!»), es también una obra de un refinamiento exquisito. Aun con toda su extensión y arrogancia, es capaz de sumirse de repente en la calma de «los segadores [que] duermen entre el heno fresco» y evocar «las alas, blancas como la nieve, de pequeños pájaros inmaculados: […] los pensamientos delicados de la atmósfera femenina». Hasta los capítulos más dramáticos rara vez terminan en crescendo, sino que tienden a desembocar en una quietud reflexiva que subyuga como el sonido de los instrumentos de cuerda después de los de metal.
    A pesar de sus gracias manifiestas, la novela de Melville era, como Hojas de hierba de Whitman, un «experimento con el lenguaje» que a muchos de sus primeros lectores les resultó recargado y desconcertante. «No vale el precio que piden por ella, ni como obra literaria ni como montón de papel impreso», fue el juicio del Boston Post , y aunque otros reseñistas valoraron la «libertad, fluida y vital, del lenguaje y la estructura», Moby Dick se consideró en el mejor de los casos una curiosidad, y en el peor, un bodrio. En algunos momentos Melville afirmó que no le afectaba aquella reprimenda pública; estaba, le decía por carta a Hawthorne, «satisfecho de que no se comprendan nuestras alegorías en papel». Pero en otros se sentía devastado por no haber logrado tocar la fibra del público estadounidense. Que Melville se sintiera decepcionado no es en absoluto sorprendente, pero el hecho de que estuviese amargamente consternado es una señal de lo que había en juego. Había escrito Moby Dick con fervor mesiánico porque quería salvar a su país de sí mismo.
    Una forma de aproximarse al imponente texto de Melville es considerarlo parte de la reflexión en torno a Estados Unidos que le ocupó toda su vida. El país en el que Melville había nacido en 1819 era una nación en la que los vestigios de la aristocracia se estaban desvaneciendo y en el que todo aquel que defendiera la idea de los privilegios hereditarios corría el peligro de ser acusado de traición. La política nacional, cuya dirección se habían ido pasando de unos a otros los nobles de Nueva Inglaterra y la pequeña aristocracia de Virginia, se estaba convirtiendo en el escenario de un combate encarnizado entre héroes populistas como Andrew Jackson y políticos profesionales como Martin van Buren. Pero aun cuando a Melville le irritara ese país vulgar en el que se sentía un ciudadano de segunda, le encantaba su intolerancia frente a las pretensiones y la liberación que  prometía respecto de la losa del pasado. En Pierre o las ambigüedades , la novela que escribió justo después de Moby Dick, señalaba:

… en países como América del Norte, donde no existe una casta definida y hereditaria de caballeros, quedando las leyes de la sucesión perpetuadas de modo ficticio al igual que los caballos de carreras y los Lores en tierras monárquicas; y en particular en las zonas rurales, donde, de entre cien manos que depositan una papeleta en la urna electoral para la presidencia, noventa y nueve están ennegrecidas y fortalecidas por el trabajo, la exquisitez de los dedos unida a un aspecto eminentemente viril adquiere una notoriedad incomprensible para los europeos.
    Melville dedicó los primeros años al esfuerzo de reconciliarse con su propia «notoriedad». Fue una tarea agotadora, en la que el joven luchó contra un temperamento bilioso e insurgente que le desagradaba ver en sí mismo. Sus dos abuelos habían sido héroes de la Guerra de Independencia, y cuando murió su padre, no tan distinguido —un fracasado dedicado al comercio de artículos de confección—, el joven Melville se vio obligado a combatir su resentimiento por que lo dejaran atrás hombres de linaje inferior. Entre las novelas que precedieron a Moby Dick, varias plasmaban esta lucha: en Redburn (1849), un joven abandona la otrora gloriosa residencia solariega y se embarca río abajo por el Hudson, donde sufre la vergüenza de no poder pagarse el billete; en Chaqueta Blanca (1850), otro joven gentil se introduce en el mundo de los marineros, donde la única medida del estatus es el dominio de los aparejos. Estas obras eran reflexiones retrospectivas en torno a los años errabundos de Melville: primero a bordo de un buque mercante que lo llevó a Europa, y luego como tripulante de una fragata estadounidense en ruta por el Pacífico.
    A través de estos libros, Melville empezó a ampliar el alcance de sus tribulaciones personales para convertirlas en una alegoría de las tribulaciones de la nación. En Liverpool, Redburn, que trata en vano de explorar la ciudad con la ayuda de la guía desfasada de su padre, se topa cara a cara con el lado más oscuro del poder industrial de Inglaterra. Cuando encuentra la figura demacrada de una mujer famélica, amoratada por el frío, y la oye emitir un débil quejido desde las alcantarillas, le parece un augurio para los estadounidenses, que aún reclamaban quedar exentos de tales horrores al tiempo que se disponían a desafiar a Gran Bretaña para hacerse con la supremacía mundial. En Chaqueta Blanca, a través del dilema alegórico de un marino a punto de ser azotado por una infracción que no ha cometido, Melville pasó a explorar qué supone verse despojado como un esclavo de todos los recursos legales y sentir en el odio hacia el amo imperial la afirmación misma del yo que la ley prohíbe. Preparado para abalanzarse sobre el capitán y arrojarlo al mar, Chaqueta Blanca piensa:
La naturaleza no ha implantado en el hombre ningún poder que no esté destinado a ser ejercido en alguna ocasión, si bien con demasiada frecuencia se ha abusado de estos poderes. El privilegio, innato e inalienable, que todo hombre tiene de darse muerte a sí mismo y de infligírsela a otro no se nos dio sin un propósito. Son el último recurso de una existencia injuriada e insoportable.
    Fue en Redburn y en Chaqueta Blanca donde Melville comenzó a afrontar la crisis inminente de su tiempo: la colisión inevitable entre la cultura industrial y la cultura esclava en Estados Unidos, si bien los libros en los que se había descubierto como escritor fueron sus aventuras previas en los Mares del Sur, Taipi (1846) y Omú (1847). Éstas, obras seudobiográficas que relataban (con algún adorno) su breve estancia en las islas Marquesas y sus días vagabundeando por Tahití, estaban llenas de mujeres impúdicas de piel aceitunada y chicos nativos cercanos y atentos. Las novelas, recibidas como relatos verídicos de la vida tribal en el mundo tropical, establecieron la reputación de Melville (muy a su eterno pesar) como «el hombre que vivió entre caníbales». En realidad, eran exploraciones sofisticadas de la experiencia de la dislocación cultural, escritas por un narrador prodigioso que buscaba cuidadosamente el punto justo entre la lascivia del público y su mojigatería. Sin embargo, en la Cambrigde History of American Literature de 1917 sólo se dedicaba a Melville un párrafo elogioso en el capítulo «Viajeros y exploradores», y de no ser por Taipi y Omú ni siquiera aparecería mencionado.
    En otras palabras, cuando Melville comenzó a trabajar en Moby Dick era un escritor joven (sólo tenía treinta y un años) que había experimentado ya la euforia de la fama literaria y la veleidad de un público que lo rechazó cuando se puso serio en su monumental novela metafísica de 1849: Mardi. Melville se refería a Redburn y Chaqueta Blanca como a «dos trabajos que hice por dinero…, me vi obligado, como otros hombres se ven obligados a serrar madera», y aunque en 1847, cuando ya había dejado atrás sus días de marinero, se casó con la hija de un distinguido jurista, nunca logró escapar por completo de una agotadora presión económica. En 1850, cuando estaba llevando una vida hogareña en una casa de campo en Berkshire, escribió a Hawthorne que «la calma, la templanza, ese ánimo como de hierba creciendo en silencio con el que un hombre debería escribir siempre; eso, me temo, rara vez está a mi alcance. Los dólares son mi maldición, y el Diablo, malicioso, está siempre riéndose de mí y sosteniendo la puerta abierta de par en par». Melville se equivocaba en lo de la fertilidad de la calma: en los meses agobiantes que transcurrieron entre el comienzo de la primavera de 1850 y el otoño de 1851, produjo la mayor obra de ficción que se ha escrito en la historia de la literatura estadounidense.
    Moby Dick comienza de un modo bastante convencional. Recurriendo a su antiguo estilo comercial, Melville arranca con la intención de complacer a ese público que le ha dado la espalda. Pero pronto se desvía de las aventuras de un joven que huye de su propio abatimiento y se ve barrido él mismo por un relato de mayor envergadura acerca de un capitán lisiado y de la prodigiosa ballena blanca que lo ha «desarbolado». Aunque los especialistas siguen sin ponerse de acuerdo en la evolución que siguió el manuscrito, todos coinciden en que pasó por varias versiones radicalmente diferentes. El influyente crítico Evert Duyckinck, amigo de Melville, leyó y dio su aprobación a un primer borrador, pero tildó el texto definitivo de «potaje intelectual»; y hay otras pruebas de que Moby Dick avanzó a tumbos, y no siguiendo sistemáticamente un plan inicial. Así, a pesar de los esfuerzos por enlazar ciertas alusiones con sucesos contemporáneos, y de intentar rastrear el proceso de revisión, sigue siendo imposible ver exactamente cómo Moby Dick pasó de ser un relato de aventuras a la obra gigantesca en que se convirtió. Algunos de los acontecimientos que prendieron la imaginación de Melville son rescatables: en particular, su apasionada amistad con Hawthorne, cuya persona y obra lo inspiraron a ponerse a trabajar en el verano de 1850, y su renovada exposición a Shakespeare, cuyo sublime verso blanco lo incitó a emularlo. Pero, como ese cuadro que contempla Ismael en la posada El chorro de la ballena, Moby Dick seguirá siendo siempre «un cuadro viscoso, encenagado, pantanoso, capaz de enloquecer a un hombre que no tuviera los nervios bien firmes», al menos si uno tiene intención de desentrañar la historia de su composición.
    Está bastante claro que, mientras avanzaba a la carrera, Melville no se preocupó especialmente por poner orden en el libro borrando las huellas de los pasajes reemplazados. En el tercer capítulo, por ejemplo, conocemos a un personaje llamado Bulkington, «medía por lo menos seis pies de altura, tenía nobles hombros y el pecho como una caja fuerte», que parece un candidato con probabilidades de desempeñar un papel importante en la historia por su capacidad para infundir en sus compañeros de tripulación una reverencia que no es ni adoración ni miedo. Pero Bulkington desaparece de nuestra vista hasta pasados veinte capítulos: después de que Ismael se haya hecho amigo de Queequeg y haya llegado al Pequod, a las órdenes de Ahab, Melville lo entierra en un «capítulo de seis pulgadas [que] es [su] tumba sin lápida». Es, no obstante, una tumba abierta. Melville no esconde a Bulkington: le rinde homenaje y lo deja a la vista como una alternativa insinuada a Ahab. No cae eliminado en alguna revisión del manuscrito, sino que se queda ahí, como un temblor en el texto: una concepción de liderazgo democrático cuyas ondas siguen oscilando dentro de los límites de nuestra conciencia pero que no encuentra un lugar realmente definido en el mundo salido de la imaginación de Melville.
    Más que una novela trabajada, Moby Dick es el estallido de una conciencia fluida en el que las ideas y las personas aparecen y colisionan y dan lugar a nuevas combinaciones y a veces quedan descartadas. Pese a que comienza como las aventuras de un joven, cuando llegamos al capítulo XIII Ismael se ha esfumado por completo y la voz narrativa no está ya sujeta a las leyes que gobiernan la narración convencional. Ismael describe a Ahab, por ejemplo, almorzando con los oficiales y, más tarde, en la cabina, «sentado junto al ojo de buey de popa, […] solo». Poco después, Starbuck, humillado en su intento de que Ahab se ciña a los propósitos comerciales del barco, pronuncia un soliloquio junto al palo mayor, donde nadie puede oírlo; sin embargo, Ismael lo reproduce todo con la seguridad de un confidente. Tras estos testimonios inexplicables, la narración, como si se quebrara bajo el peso de sus inverosimilitudes, da paso a pedazos de canciones de la tripulación desperdigada.
    Moby Dick es, sencillamente, un libro demasiado grande para contenerlo de principio a fin en una sola conciencia sujeta a las leyes de la identidad y la verosimilitud física. La mente narradora (que al comienzo se llama Ismael) se precipita al exterior para atracarse de historias de ballenas y de los recuerdos privados de hombres que apenas dicen palabra. En ocasiones, esta voz narrativa escapa en una efusión coral, o se escinde en el parloteo competitivo de los marineros. Pero el principio compositivo de Moby Dick es más que simple capricho; es como si Melville creara a Ismael a imagen de versiones anteriores de sí mismo y luego nos invitara a compartir la emoción de verlo autodestruirse.
    Moby Dick es en este sentido un libro letal. Hostil a toda convención, revela el sofocante hermetismo de la conciencia inicial de Ismael, que pasa a reconocerse como poco más que una colección de opiniones heredadas. Mirando el cuadro «viscoso, encenagado», Ismael llega a la conclusión de que «el propósito del artista parecía ése: teoría a la que al fin llegué basándome en parte sobre las opiniones sumadas de muchos ancianos con los cuales he hablado sobre el asunto». Ismael es al principio un gazmoño y un mojigato que se escandaliza ante la costumbre de Queequeg de lavarse el pecho pero no frotarse la cara, por no hablar de las genuflexiones del salvaje ante su pequeño ídolo de madera, Yojo, que a Ismael le parece que tiene «el mismo color que una criatura congolesa de tres días de edad». Pero si algo salva a Ismael es su capacidad para reírse de sí mismo. Cada vez le divierten más sus propias absurdidades, y para cuando embarca en el Pequod , bajo la compañía protectora de su ahora queridísimo Queequeg, ha apartado ya casi todas sus ideas heredadas —religiosas, sociales, políticas y hasta lingüísticas— de la categoría de lo sagrado y lo prudente y las ha trasladado a la categoría de lo arbitrario. Libre de ataduras, todo se vuelve vulnerable, prescindible.
    Este proceso de liquidación aparece plasmado en un capítulo extraordinario, titulado «El cubrecama», en el que Melville examina lo que fue en efecto la construcción del yo de Ismael. Dormidos en la cama que comparten en la posada El chorro de la ballena, Queequeg ha dejado caer su brazo tatuado sobre el cubrecama de retazos, encima del pecho de Ismael. Y justo al despertar, cuando la línea entre la conciencia y la inconciencia sigue difusa, Ismael siente que se disuelve en la carne y la tela que lo cubren. No es capaz de distinguir entre el brazo de Queequeg y la colcha, ni siquiera entre su propio cuerpo y eso que presiona contra él. Por medio de esta confusión liberadora, revive una experiencia de la infancia (si es sueño o realidad, no lo sabemos) en la que despertó en plena noche después de que lo mandaran castigado a la cama por haber intentado trepar por la chimenea. A oscuras, distinguiendo apenas su mano colgando de la cama, no la había reconocido como suya; parecía un objeto extraño sujeto entre los dedos de un fantasma amenazante, y no había osado moverse para comprobar si era posible retirarla. Tuvo miedo de romper la incertidumbre tanto como de rendirse a ella y, bajo el hechizo del espanto y la fascinación, transformó el enfado de su madrastra en culpa. Ése fue el momento, parece comprender ahora, en que descubrió la otredad proscrita de su propio cuerpo y del mundo que anhelaba.
    Una vez revivido este descubrimiento, es a través de la intimidad inesperada con Queequeg como Ismael empieza a borrar su culpa. La inversión se produce rápidamente, y esta nueva libertad hace que se sienta al mismo tiempo aterrorizado y entusiasmado. En una frase con tintes sexuales, Melville le hace observar «[cuán] elásticos se vuelven nuestros más rígidos prejuicios cuando el afecto empieza a ablandarlos» y, de ese momento en adelante, Ismael toma cierta distancia respecto de la empecinada misión del Pequod . El tema central de Moby Dick comienza a emerger en este contraste implícito entre el Ismael transfigurado, cuya conciencia se ha disuelto en un gusto promiscuo por toda experiencia, y el devastado capitán de «ojos encendidos» que rechaza cualquier cosa que lo distraiga de su cruzada. A medida que el libro avanza, apenas podemos localizar a Ismael, mientras que Ahab permanece inamovible, con la pata de marfil anclada en su «punto de apoyo»: ese agujero perforado en la cubierta que lo mantiene estable cuando hay temporal. «En la energía fija, intrépida y resuelta de esa mirada había una infinita fortaleza, una voluntad obstinada e indomable»; mientras que Ismael tiene una mirada distraída y errante. Se ha liberado del miedo y la rabia y de la sed de venganza que éstas alimentan («Mi corazón desgarrado, mi mano exasperada ya no se volvían contra este mundo de lobos»), mientras que Ahab no puede ser disuadido de la conquista, la posesión y la venganza: ni por Pip, ni por Starbuck, ni siquiera por los ruegos del capitán del Rachel , que le implora ayuda para buscar a su hijo, perdido en el mar.
    Es en el enfrentamiento de estos dos principios —el abrazo cada vez más amplio de Ismael y la «monomanía» de Ahab— cómo Moby Dick toma forma. Aun así, el libro nunca se convierte en una mera lucha entre ambos, porque el propio Melville es quien los incorpora y responde a sus demandas con igual fervor. El ensanchamiento y la flexibilización de la mente de Ismael son cada vez más patentes en los alborozados juegos de palabras de Melville, en su picardía general y en las asociaciones irreverentes: el pellejo desollado del pene de la ballena (el «grandísimo», lo llaman los marineros) es la sobrepelliz que se coloca el tripulante que trincha la carne; y el rey de Inglaterra, informa Melville con regocijo, se unta sin saberlo el pelo con aceite de cachalote «en su estado impoluto, intocado». Pero a pesar de su amor por este tipo de juegos imaginativos, a Melville le fascina también su capitán, inhumano y carente por completo de humor. Al igual que Milton con Satán, Melville da muchas de las mejores frases al adusto Ahab, cuyo desprecio por la vulgar avaricia de los propietarios del Pequod es inmensamente atractivo, y cuya cólera, si bien fatal, es sencillamente magnífica:
¡Sí, sí! ¡Fue esa maldita ballena blanca la que me cercenó, la que me convirtió para siempre en un inútil inválido! […] ¡Sí, sí! ¡Y la perseguiré más allá del Cabo de Buena Esperanza, y más allá del Cabo de Hornos, y más allá del gran Maelstrom de Noruega, y más allá de las llamas de la perdición, antes de abandonarla! ¡Para esto se han embarcado ustedes, marineros! ¡Para perseguir a esa ballena blanca a través del mundo entero, en cada lugar de la tierra, hasta que arroje sangre negra y se revuelque con las aletas al aire! ¿Qué dicen ustedes, marineros? ¿Me darán ustedes una mano para esta tarea? Creo que tienen coraje…
    Ahab habla con lo que Melville denomina en otra parte un rugido del «Niágara», y lo dignifica hasta en su momento más espantoso. Él está embarcado en una misión; Ismael, en un crucero, y Moby Dick es la plasmación de este enfrentamiento irresoluble.
    Si bien este conflicto se representaba de manera autónoma en la mente de Melville, también tenía consecuencias específicas en el panorama real de la política de su país. En una de sus dimensiones, Moby Dick era una profecía que afirmaba que el experimento estadounidense de entidades políticas independientes «confederadas en un mismo navío» estaba en peligro; que la nave del Estado (una metáfora muy común en la oratoria contemporánea) se iba a pique. Cuando Melville se puso seriamente manos a la obra con Moby Dick a principios de 1850, los debates en el Congreso en torno a las disposiciones de lo que se conocería como el Compromiso de 1850 resonaban en todos los periódicos y salones de la época. A comienzos de marzo, un moribundo John Calhoun compareció en silencio en el Senado mientras su discurso era leído por un colega senador: un discurso lleno de presentimientos y predicciones de catástrofe a menos que cesara la agitación antiesclavista. La réplica de Daniel Webster («Hoy no hablo como un hombre de Massachusetts, ni como un hombre del Norte, sino como americano»), en la que defendía el Compromiso —incluidas las disposiciones que exigían la manumisión de los esclavos fugitivos—, le costó el respeto de muchos intelectuales del Norte pero salvó la situación, al menos por el momento. Sin embargo, las verdaderas noticias que llegaban de Washington eran que la fisura en el país se estaba haciendo insalvable, y que los últimos esfuerzos de los grandes supervivientes del origen de la república —Clay, Calhoun y Webster— acabarían por demostrarse inútiles. La nación seguiría intacta unos años más, hasta que la Ley Kansas-Nebraska y la resolución del caso Dred Scott sentaron las bases para una guerra civil; pero para un observador sagaz en 1850 era ya evidente que no había forma de mediar en la disputa.
    Ése era el caso de Melville. Moby Dick puede verse como una larga meditación sobre la crisis de secesión y, como tal, algunos lectores han tratado de asignar correspondencias políticas específicas a su elenco de personajes: Ahab sería el implacable Calhoun; Starbuck, la prudencia de Nueva Inglaterra; Stubb, el hombre entusiasta del Oeste; Flask, a quien Daggoo, «el buen negro», carga «sobre sus anchas espaldas [como] un copo de nieve», un ejemplar del Sur esclavo; hasta la propia Moby Dick encarnaría el principio de blancura cuya búsqueda llevaría la nación a la ruina.
    Atribuir este tipo de etiquetas alegóricas permanentes al texto de Melville es una manera tentadora de organizar y adquirir control sobre su inventario de personajes ingobernables, y no cabe duda de que Melville estaba atento a la política nacional. Su hermano Gansevoort había tenido un papel activo en el Partido Demócrata, y él mismo se había consentido largos pasajes de crítica política mal disimulada en Mardi . Pero Moby Dick no es una obra moral medieval con una iconografía descifrable. Es una enrevesada elegía a la democracia, que Melville veía amenazada desde diversos frentes: por el espíritu del utilitarismo (que encarnan cómicamente Bildad y Peleg), por el ritmo acelerado del expansionismo (el Pequod se llama así por una tribu india que fue exterminada en una guerra con los puritanos en el siglo XVII ), y por el impulso hacia el poder industrial (en el gran capítulo titulado «Las refinerías», el barco se convierte en una fábrica flotante), que degrada a los hombres a meras herramientas del proceso tecnológico. «Para cumplir su propósito, Ahab debía emplear instrumentos; y de todos los instrumentos que se emplean en este mundo sublunar, los hombres son los que se estropean más pronto», se nos dice. Y aun así, pese a la repugnancia que le causaban la ola de mercantilismo y la sed de tierras de su época, Melville recelaba en la misma medida de los motivos y la eficacia de los reformistas que gimoteaban desde los márgenes. «¿Y con qué pluma escribía sus circulares el secretario de la Sociedad para la Supresión de la Crueldad contra los Gansos?», pregunta con un desdén propio de Emerson.
    Melville, en pocas palabras, extrajo una muestra humana de una cultura que amaba y aborrecía al mismo tiempo, e hizo del Pequod una especie de arca de Noé. Los tripulantes y oficiales son los representantes de una nación para la que «los norteamericanos nativos [blancos] suministran generosamente el cerebro y el resto del mundo [Fedallah, de “tez color amarillo tigre”, y Daggoo, “gigantesco salvaje, negro como el carbón”], con la misma generosidad, el músculo». Pero no es exactamente la coacción lo que mantiene sometido a ese músculo; no hay ni rastro de hosquedad en la obediencia que la tripulación le rinde a Ahab una vez da su palabra. Stubb, por ejemplo, es una especie de mala copia de Ahab; está siempre correteando frenéticamente como un roedor, pero posee también una «invulnerable despreocupación y ligereza» que Ahab ve como un complemento a su propia inmunidad a la prudencia. Y no sólo los oficiales, también los hombres sienten una solidaridad incondicional hacia su capitán: una solidaridad que Ahab sella con la desbocada oratoria a la que se encarama cuando Starbuck lo cuestiona en «El alcázar»:
Óyeme una vez más, te daré la explicación más profunda. Todos los objetos visibles, amigo, no son sino máscaras de cartón. Pero en cada acontecimiento, en el acto vivo, en la acción resuelta, algo desconocido pero siempre razonable proyecta sus rasgos tras la máscara que no razona. ¡Y si el hombre quiere golpear, ha de golpear sobre la máscara! ¿Cómo puede salir el prisionero, si no atraviesa el muro? Para mí, la ballena blanca es ese muro que me aprisiona. A veces pienso que no hay nada más allá de él. Pero es bastante para mí. Me obsesiona, me desborda: veo en la ballena una fuerza atroz poseída de una perversidad inescrutable. Ese algo inescrutable es lo que odio por encima de todo: sea la ballena blanca el mero agente, sea la ballena blanca el amo ordenador, contra ella descargaré mi odio. No me hables de impiedad, amigo; abofetearía al sol, si me insultara.
    Esta metafísica va dirigida contra el primer oficial (que precisa de una «explicación más profunda» que venza sus resistencias), pero es lo bastante clara para que la inculta tripulación la entienda. Aun cuando los manipula, Ahab conoce su humanidad; sabe que no hay un hombre entre ellos que no cargue con algún agravio (hasta el gentil Queequeg es un rey desposeído) y que todos disponen de una reserva de dolor a la que puede apelar un líder que eleve un resentimiento ordinario al nivel extraordinario de la virtud heroica. Como Ahab, cada uno de los hombres se siente lisiado y espera encontrar consuelo señalando un culpable:
La Ballena Blanca nadaba frente a él como la encarnación monomaníaca de todas esas fuerzas perversas por las cuales algunos hombres profundos se sienten devorados en su interior […] Todo lo que atormenta y enloquece más la razón humana; todo lo que trastrueca las cosas; toda verdad contaminada de malicia; todo lo que enturbia la mente; todo el sutil demonismo de la vida y el pensamiento; todo el mal estaba encarnado en Moby Dick para el enloquecido Ahab y, por lo tanto, en ella le era posible atacarlo.
    Posiblemente la demostración más brillante del poder de la demagogia en la literatura moderna, «El alcázar» no es tanto una profecía de acontecimientos que fueran a tener lugar de inmediato en Estados Unidos como un anticipo de las políticas de masas de nuestro propio siglo. Moby Dick es además un análisis del liderazgo cuya primera y esperanzadora hipótesis es Bulkington, pero en el que acaba imponiéndose Ahab.
    El genio político de Ahab se expresa en lo que Melville considera en algunas ocasiones una indecencia sin parangón: «Pero es preciso omitir aquí las palabras que el inescrutable Ahab decía a sus hombres color amarillo tigre, porque tú, lector, vives bajo la luz bendita de la tierra evangélica». Al igual que todos esos gestos retóricos, esta aprensión también está pensada para incitar el deseo. Moby Dick arrastra al lector hasta el campo magnético de Ahab aun cuando nos insta a alejarnos; leer Moby Dick es caer en el hechizo de ese tipo de olvido de sí mismo del que despierta Ismael después de haberse perdido en la conciencia fusionada de la tripulación:
Yo, Ismael, formé parte de esta tripulación; mis gritos se elevaron con los demás; mi juramento se mezcló al de ellos; y grité más fuerte, y sellé con más fuerza mi juramento, a causa del terror que sentía en mi alma. En mí había un sentimiento de simpatía místico y vehemente; el odio inextinguible de Ahab parecía mío.
    Cabe decir que no hay nada irreductiblemente norteamericano en este sentimiento salvaje; del mismo modo que no hay nada local, ni siquiera definitivamente nacional en el radio de alcance de la imaginación política de Melville. De hecho, como sugirió hace ya mucho tiempo el escritor de Trinidad C. L. R. James, esta visión política que aplica Melville al fanatismo especular de gobernante y gobernado se comprendería en toda su dimensión en Europa, mientras que en Estados Unidos se abordaría sólo torpemente. Moby Dick es un libro de alcance universal acerca del estado de necesidad de los hombres cuando se les niega el apoyo del rango y las costumbres; un libro acerca de lo que puede ocurrirles a los seres humanos en condiciones de exposición absoluta. Relata la desenvoltura de los hombres en el sanguinario oficio de matar ballenas, y no está en absoluto ciego a su libertinaje y crueldad…, pero también rinde homenaje a su valentía. Es un libro ceñido a su tiempo y con un acento distintivamente norteamericano, sobre todo en el sentido de que Melville comprendió, junto a sus grandes contemporáneos Emerson, Whitman, Hawthorne y Thoreau, que la idea de América comportaba en sí misma una destrucción del pasado que depositaba unas exigencias sin precedentes sobre los recursos del yo.
    Esta novedad fue el tema central de la explosión literaria que tuvo lugar entre 1835 y 1855 y que ha acabado conociéndose como renacimiento americano: el movimiento en cuyo nombre Thoreau cacareó «como un gallo de buena mañana» al tomar conciencia de su independencia radical; en el que Whitman se regocijó con la disolución de todas las barreras: temporales, sexuales, lingüísticas…; y cuyo portavoz principal, Emerson, reprendió a sus compatriotas por demorarse tanto en romper la red de convenciones que confundían con el yo. «El […] terror que nos aleja de la confianza en nosotros mismos es nuestra consistencia: esa reverencia que sentimos por nuestras acciones y palabras pasadas, porque a ojos de los demás no disponemos de más datos con que calcular nuestra órbita que nuestras acciones pasadas, y nos resistimos por tanto a traicionarlas», decía Emerson en Confianza en uno mismo (1840).
    Entre los escritores del renacimiento americano no había, sin embargo, uniformidad respecto a esta cuestión de dar al traste con la construcción del yo. Hawthorne, que tenía un temperamento básicamente conservador, en reacción a sus colegas llegó a obsesionarse con la forma en que la historia pervive como fuerza restrictiva en un país tan ahistórico. Y más que ningún otro de estos destacados autores, Melville dio voz tanto a la euforia como a los malos presagios frente a las posibilidades de este yo sin ataduras:
Pero esta augusta dignidad de que hablo no es la dignidad de los reyes y de los ropajes, sino esa dignidad rebosante que no tiene investidura de ornamentos. Puedes verla resplandecer en el brazo que levanta una pica o hunde una clavija: es esa dignidad democrática que, en todos los hombres, irradia incesantemente de Dios, ¡de Él, el gran Dios absoluto! ¡El centro y la circunferencia de toda democracia! ¡Su omnipresencia, nuestra divina igualdad!
    Ni en Whitman hay un himno más exultante a la democracia. Pero Melville revela también en Moby Dick un ánimo alicaído que Whitman ocultaba; lo hace, por ejemplo, en el gran capítulo «La blancura de la ballena», en el que se pregunta en voz alta si la idea misma de «el centro y la circunferencia» no será más que una vana ilusión:
¿Será acaso que la blancura ensombrece con su vaguedad el vacío, las despiadadas inmensidades del universo, y nos apuñala por la espalda con el pensamiento de la nada, cuando contemplamos las albas profundidades de la vía láctea? ¿O acaso ocurre que en su esencia la blancura no es tanto un color cuanto la ausencia visible de color y, a la vez, la fusión de todos los colores, lo cual explica que exista tal vacuidad —muda y a la vez plena de significado— en un panorama nevado, y ateísmo de todos los colores tal que nos estremece? Y cuando consideramos esa otra teoría de los filósofos naturalistas, según la cual todos los demás colores terrenos, toda ornamentación majestuosa o encantadora —los dulces matices del cielo crepuscular y los bosques, el dorado terciopelo de las mariposas, esas otras mariposas que son las mejillas de las muchachas— serían tan sólo astutos embelecos no inherentes a las sustancias reales, mas superpuestos a ellas desde el exterior, de manera que la divina Naturaleza estaría pintada como una prostituta cuyos incentivos sólo cubren el sepulcro interior; y cuando vamos aún más lejos y pensamos que el cosmético místico que produce cada uno de sus matices, el gran principio de la luz, es blanco o incoloro y si no obrara sobre las cosas a través de un medio lo revestiría todo, hasta las rosas y los tulipanes, de su tinte neutro: cuando meditamos acerca de todo esto, el universo paralizado surge ante nosotros como un leproso; y a semejanza de esos resueltos exploradores en Laponia que se niegan a llevar anteojos coloreados, el desventurado incrédulo contempla hasta enceguecerse el monumental sudario blanco que envuelve la perspectiva tendida a su alrededor. La ballena era el símbolo de todas estas cosas. ¿Cómo puede asombrarte, lector, la ferocidad de la caza?
    Como pone de manifiesto este asombroso pasaje, Moby Dick es un libro furioso temperado por una compasión que Melville practicaba consigo mismo. No podía invocar esa hidalguía de Ahab ante la posibilidad de que no hubiera nada más allá de la máscara de cartón. Incapaz de hacer frente a esta posibilidad con ecuanimidad, en Moby Dick la encaró convirtiéndola en ficción, como una sospecha de Ahab, y observando sus efectos en una psique que no era del todo la suya. En su siguiente novela, Pierre (1852), que emprendió sin tomarse ninguna pausa después de Moby Dick , y que terminó en pleno desconsuelo por la recepción de ésta, la sospecha de Ahab asalta al propio Melville ya como una certeza:
Con enormes esfuerzos penetramos en la pirámide, avanzando terriblemente a tientas llegamos a la sala central; alegres inspeccionamos el sarcófago, pero cuando levantamos la tapa, ¡no había nadie allí! ¡El alma de un hombre es un vacío tan enorme como aterrador!
    Pierre es la novela con la que Melville pone a prueba los límites del conocimiento tolerable, y puede que sea, por tanto, un libro más angustioso que Moby Dick , en el que Melville mantenía aún cierta distancia clínica hacia el dolor insoportable sobre el que estaba escribiendo. En Pierre , Melville aborda frontalmente la posibilidad de que la idea de trascendencia —la idea de una verdad permanente que existe al margen del tiempo y que revela un sentido comprensible en la constitución del universo— sea no sólo indemostrable sino fatal para nuestra capacidad de vivir en un mundo contingente. Pierre es el grito de Melville ante esta toma de conciencia, y a la mayoría de los lectores la urgencia de la prosa les parece no sólo implacable sino frenética. En Moby Dick , no obstante, Melville se las apaña para mantener el juego intelectual de Ismael con la idea de un universo contingente lejos de la furia visceral de Ahab. El resultado es esa estructura de contrapunto de la novela: un triunfo estético y, creo yo, autoterapéutico que Melville no volvió a lograr.
    En Moby Dick , es Ahab quien yace «tendido junto a su angustia en una hamaca», y es Ahab cuyo «cuerpo herido y su alma desgarrada sangran el uno en el otro». Dado que Ahab es un personaje grotesco, su dolor es sólo una patología sobre la que podemos especular, y no una angustia articulada que identifiquemos como parte constituyente de nuestra propia experiencia. Melville, además, nos deja oír, mediante grandes soliloquios, cómo Ahab pelea consigo mismo. Cuando mira el mar, Ahab sólo ve fragmentos de un mundo humano; y sin embargo, cuando recita el inventario de pérdidas bajo las olas, «donde nombres y navíos olvidados se herrumbran, donde anclas y esperanzas mudas se pudren», es consciente de su resentida ceguera al «intacto mundo primitivo» que comprende el océano. Anhela tal mundo, pero es invisible para él.
    Plagado como está de personajes fuera de lo común y de crípticos términos náuticos, Moby Dick no permite en ningún momento que el mundo extraño del ballenero se deslice hacia lo meramente exótico. Antes de que Moby Dick acabe con nosotros, los cálculos que hace Ahab sobre el recorrido de la ballena blanca hora tras hora están llenos de sentido. Para que no dejemos que nuestra imaginación se relaje y ceda al voyerismo que permiten los relatos exóticos, Melville convierte las imágenes familiares en algo sorprendente insertándolas en contextos curiosamente acogedores: tras aplastar los botes de Stubb y de Flask, la ballena, «sumergiéndose en un vórtice hirviente, desapareció en el mar. Los restos de los botes, olorosos a cedro, danzaron algún tiempo sobre las aguas, como el polvo de nuez moscada en una ponchera agitada con rapidez». Después de leer este pasaje, ¿puede uno remover la sopa con un cucharon sin que piense en él?
    Desplegando este tipo de imágenes, que borran en un instante la enorme distancia entre dos mundos aparte, Moby Dick se revela como un ejemplo de puro virtuosismo literario. Aporta una solución deslumbrante tras otra al persistente problema literario de mostrarle a un lector inocente la realidad palpable de un mundo desconocido, y así, al menos en potencia, nos hace sentir la angustia de Ahab como si fuera nuestra. Moby Dick no es, por último, una declaración ni un rompecabezas ni una representación, ni ninguna de las cosas a las que podría reducirla la crítica literaria. Es una novela que comienza negándose a comenzar, que pospone su propio relato exigiéndole al lector que se abra camino a la fuerza por entre «extractos» que son los restos de otros relatos. Es una novela que socava sus propias conclusiones —instruyéndonos en la anatomía y la historia de las ballenas, que son maravillosas «hasta que sabemos la explicación»—, de modo que no podemos decir verdaderamente que termine. Moby Dick es una obra casi sin fin, tanto como pueda serlo un artefacto. Era, y sigue siendo, un regalo a la democracia, pues nos exige respeto por los «hombres [con] caras viles y miserables» tanto como por el «hombre, como ideal, [que] es tan noble y espléndido, es una criatura tan graciosa y radiante que todos sus compañeros deberían precipitarse sobre cada mancha de ignominia para cubrirla con sus mantos más preciosos».
    Leer Moby Dick supone adquirir de nuevo este conocimiento, que, a pesar de ser indispensable para una cultura democrática, puede perderse con la experiencia. Como ocurre con la ballena, es un libro del que, si queremos leerlo realmente, «jamás debería hacerse un retrato». Para cualquiera que haya experimentado Moby Dick supone un privilegio presentárselo a otro lector, pero un privilegio del que se abusa si uno se extiende demasiado en la invitación. Como dice Melville del esperma de la frente del cachalote: «Me limito a poner esa frente ante ustedes. Léala quien pueda».

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