Vivian Gornik Ilustración de T.A. |
Vivian Gornik
«NO SOY SINCERA, NUNCA ESCRIBO SOBRE NADA EN LO QUE ME PUEDA SENTIR VULNERABLE, TENGO QUE ASEGURARME DE QUE NO ME VOY A INMOLAR NI A DESTRUIR EN EL INTENTO»
El pasado 18 de noviembre, la editorial Sexto Piso nos convocó a los medios literarios más importantes del país a una rueda de prensa con Vivian Gornick (1935) por la reciente traducción al español de su libro Cuentas pendientes, después de los éxitos editoriales Apegos feroces (2017), La mujer singular y la ciudad (2018) y Mirarse de frente (2019). En este nuevo ensayo memorístico revisita las lecturas que le impresionaron de joven y las analiza desde la nueva perspectiva que le han ido proporcionando los años.
–¿Cuál fue la idea que dio origen a este ensayo?
– Cuentas pendientes empecé a escribirlo como un libro de crítica literaria, pero mi editor insistió en que lo combinara con mis memorias, y es cierto que yo soy escritora de temas personales, pero me preocupo constantemente por la proporción que hago del uso de mí misma y del tema en sí. Desde el principio de mi vida como escritora siempre me han visto como una periodista personal, hace cuarenta años ya supe que me utilizaba a mí misma para hablar de otras cosas y no al revés. En todos estos años de docencia, he enseñado a mis alumnos que sus sentimientos no son un instrumento. Si esta fórmula no se utiliza correctamente, entonces el trabajo no sale bien. Es algo que me preocupa de forma incansable: la relación entre lo personal y el tema en cuestión. Cómo lo utilizo en Cuentas pendientes empezó porque me releí Howards End de E. M. Forster. Es una novela bastante misteriosa en muchos sentidos. Cuando la leí de joven en la universidad percibí el misterio del libro y me quedé con él, y ya está. La verdad es que me revolqué en el misterio, a todos nos encanta un buen misterio, pero no pude desentrañar lo que tenía el autor en la cabeza. Ahora que lo leí cuarenta años después, entendí que ese misterio tenía que ver con una incapacidad de decir abiertamente lo que tenía en la cabeza.
Esto lo escribí, como os acabo de contar, como un pequeño ensayo que se publicó en el New York Times. El editor me llamó y me dijo: «Mira, esto es un libro, ponte a escribirlo». «¿Qué quieres decir?», le pregunté, y me contestó que lo que acababa de describir era la relación entre un libro y el paso por la vida de una persona. Con esta frase en la cabeza me senté a escribir. Me di cuenta de que, si iba a utilizarme a mí misma, tenía que ser para revelar el libro del modo que un libro se nos revela a todos. Cuando lees un libro a distintas edades, ves cosas muy distintas en cada lectura. Como profesora descubrí, a lo largo de los años, que hay muchos libros que no se les pueden dar a los jóvenes, porque hay libros que exigen experiencia vital. Empecé con D. H. Lawrence porque fue Hijos y amantes el primer libro que identifiqué abiertamente como literatura cuando estaba en la universidad. Llevaba toda la vida leyendo, pero nunca supe qué era la literatura hasta que llegué a Hijos y amantes. En los siguientes quince años lo releí tres veces, y cada vez me identifica con un personaje distinto del libro, porque cada personaje lleva su propio peso de experiencia. Yo, como lectora, tenía que dar con el ritmo para estar a la altura de sus personajes en su propio terreno. Me descubrí releyendo libros que habían significado mucho para mí. Este era el requisito: libros que hubieran significado mucho para mí y un poco la obligación literaria de utilizarme a mí misma, es decir, cada vez que dijera algo sobre mí misma tenía que llevar el peso hacia el libro.
Vivian Gornik Foto de Josh Libatique |
– ¿Cómo decidió qué libros iba a incluir en este ensayo?, ¿cómo decidió que relecturas iba a emprender?
-Es difícil responder porque no lo sé. Dejé que un libro se me sugiriera y, después, otro. Por ejemplo, sabía que Colette tenía que estar y esta me llevó a Marguerite Duras. Me venían este tipo de conexiones. Me parecieron correctas a nivel intuitivo. Fue mi intuición la que me dijo que eran las transiciones correctas. No sé cómo explicarlo: presté mucha atención a la lectura de un libro sabiendo que luego tenía que venir otro. Intentaba darle un poco de unidad, también porque no tenía que ser una colección de cosas separadas. La lucha es siempre cómo sacar un libro de todo esto, no de las historias o los ensayos, porque si es un compendio, una colección aleatoria, es mucho menos potente y no tiene tanto calado en el lector. El lector tiene que sentir la unidad de tu pensamiento, y esta es la parte interesante, la parte que me entusiasma: prestar mucha atención a las transiciones de modo que el lector las perciba como naturales. Hay novelas que envejecen mejor y otras que envejecen peor, o somos nosotros, los lectores, quienes cambiamos. Lees un libro y te quedas satisfecha; diez años después, lees el mismo libro y no sientes lo mismo. No significa que el libro sea malo, sino que ya no es tu libro. Para otra persona seguro que ese libro sigue siendo relevante. Así que no podemos decir que esté pasado de moda, simplemente ya no me ofrece lo que yo le exijo a un libro.
–Teniendo en cuenta que la memoria es fraccionaria, y en cierta manera subjetiva, ¿hasta qué punto un libro de memorias constituye un ejercicio de autoficción?
-Una memoria es una pieza de experiencia compartida. La diferencia principal entre una memoria y una novela —aunque la novela esté contada en primera persona, aunque el narrador sea yo— es que el lector sabe que en una memoria el narrador es el escritor, es decir, que la narración emana del escritor. El trabajo del narrador es crear dramas sobre sí mismo. En una novela tenemos más personajes que interactúan entre ellos y que son los que generan el drama necesario para que la narrativa avance; en una memoria solo te tienes a ti misma para producir dicho drama. A menudo tienes que verte a ti misma en aquello que se esté debatiendo, que se esté tratando. Te tienes que implicar. Primero tienes que aislar la experiencia, que es lo más complicado. Cuando empecé a escribir, pensaba que estaba todo en el pasado, que yo estaba escribiendo una historia sobre mi madre y que era agua pasada. Al cabo de cuarenta páginas, me di cuenta de que tenía muchas cuentas pendientes con mi madre y que no podía simplemente escribir sobre el pasado. Recordaréis el libro: paseo con mi madre por Nueva York y luego hablo de mi madre, mi hermano y yo cuando éramos pequeños. Me di cuenta de que quería que las mujeres hablaran entre ellas, que se reconocieran las unas y las otras, y ahí entendí que era una pieza sobre la experiencia, una parte de la experiencia que yo tenía que perfilar, y la esencia de dicha experiencia era que yo no podía abandonar a mi madre porque me había convertido en mi madre. Las memorias han sustituido más o menos a las novelas, ahora mismo. Sin duda, tiene que ver con el hecho de que desde la Segunda Guerra Mundial, por el Holocausto, los testimonios se hicieron muy necesarios. Primo Levi es el escritor que lo hizo mejor. No se puso a escribir ficción, se puso a describir lo que había pasado durante la guerra, se puso a escribir testimonios crudos, desnudos, para perfilarlos. Levi es un ejemplo perfecto: encontró la vía para escribir y para materializar su experiencia, y se puede resumir en una frase, en la que dice: «La primera vez que un hombre mire a otro hombre como una cosa, terminará en un holocausto». Esto es lo que él entendió al final y es lo que predomina en toda su escritura, este reconocimiento profundo treinta años después de la guerra. Todo el mundo, de repente, estaba dando testimonio de algo. Vino el movimiento de liberación, del que yo formé parte en los años setenta u ochenta del siglo pasado, y nos pareció normal dar testimonio al mundo de lo que era ser nosotras: es de aquí de dónde vienen estas obras y por eso está reflejado en las memorias. Para terminar, os insto a todos a recordar que una memoria tiene que poder contarle algo al lector desinteresado, no a la familia ni a los amigos. Al final, escribes para un lector desinteresado, lo que significa que tienes la misma responsabilidad que con cualquier otro tipo de lector.
-¿Qué libros no le gustaron o abandonó de joven y cree que quizás ahora podría disfrutar o entender mejor?
-Uno de los grandes templos es Elizabeth Bowen. Es muy difícil de leer y creo que hay que tener cierta edad para leerla. Cuando era joven, a los veinte, lo intenté, pero no pude. También a Virginia Woolf, de quien siempre me han gustado los ensayos pero las novelas me costaban mucho. De hecho, una vez utilicé a La señora Dalloway como ejemplo de lo que sucede cuando envejeces y sobre todo cuando te haces feminista. En la universidad la señora Dalloway me parecía muy fría, como asustada de la vida. Sabíamos que no duerme con su marido, sino en el tercer piso, en una sala o en una habitación blanca, y rechaza la sensualidad porque nunca ha querido a Richard Dalloway. En aquel entonces pensé que era tremendamente horrible. Unos años después, la releí y pensé que estaba intentando salvar su vida, salvar el pellejo, por un matrimonio espantoso. En los años setenta la percibimos de otra manera; Virginia Woolf, Lawrence y tantos otros eran jóvenes y sabios y al final reflejan en la página cosas que yo no podría haber puesto por escrito a según qué edad. Esto lo hace un genio. Es como la pintura moderna: cuando yo era joven no podía mirar ningún cuadro de Pollock, los grandes expresionistas neoyorquinos no me decían nada. Luego maduré y vi una exposición de Rothko en el Guggenheim de Nueva York y entendí de golpe la pintura moderna. Me fui acostumbrando de forma subliminal a mirar este tipo de cuadros del modo que merecían ser vistos. Al igual que con los libros. Me pasó también con Elizabeth Hardwick. Ella lo veía todo de forma estática, a nivel cultural, no formaba parte de aquel movimiento, pero cuarenta años después releí sus libros y me dejó patidifusa. Hay una presencia constante del amor y de su evolución. Estos son los libros que menciono en Cuentas pendientes. Todos libros antiguos, ninguno contemporáneo. Muchos de ellos se centran precisamente en el amor. Releyendo desde el momento actual, me siento obligada a criticar estos libros, a hacer una crítica para ver cómo lo que se escribe suena ahora de lo más anticuado, porque siguen hablando del amor de un modo en el que yo no hablaría, pero a su vez les doy el mérito de narrar con pasión, con belleza y con habilidad lo que escribieron en aquel momento. Es lo que he hecho, por ejemplo, en la parte de Colette. Mis amigas y yo adorábamos a Colette, hasta los veintidós años ella lo era todo para nosotras. Era la escritora que nos iba a contar cómo teníamos que vivir y lo que nos enseñó fue que la pasión sexual era la experiencia más importante que íbamos a experimentar. Esto es lo que dicen los libros de Colette, este es el meollo del asunto, y si tú no tienes pasión sexual pues tu vida no va a ser completa. Aquello me afectó de forma profunda, no creo que ningún veinteañero a día de hoy pueda leer a Colette tal como yo la leí. ¿Ves a lo que me refiero? No creo que ninguna mujer joven a día de hoy pueda sentir que una gran pasión sexual va a ser la salvación o el pilar central de su vida. Es así como yo leí a Colette, para decir que, aunque era una gran escritora, al fin y al cabo su trabajo, su obra, no tiene un gran peso en el momento actual, porque todo sobre lo que ella escribe ya no está al orden del día, ya no refleja la propia experiencia del lector o la lectora, y esto es muy importante, que tu propia experiencia quede reflejada de un modo novedoso y potente.
Luego leí a Marguerite Duras, quien también se mete en el amor plenamente, pero de forma distinta. Ella utiliza la pasión sexual para contar muchas otras cosas. Si comparo a estas dos escritoras francesas, que se llevan unos sesenta o setenta años, vemos el cambio cultural. Esto me pareció muy interesante.
–Habla de las contradicciones de los setenta, y del nivel de rabia que se liberó, tanto en hombres como en mujeres. En la actualidad hemos visto muchos casos de grandes movimientos. No sé cómo los valora y si ve semejanzas…
-Hay relaciones, sin duda. El movimiento MeToo me sorprendió enormemente. Y a casi todo el mundo que conozco. Estas mujeres jóvenes surgieron mucho más enfadadas de lo que estábamos nosotras. Algunas con una rabia revolucionaria: «Que le corten la cabeza». Básicamente, nosotras no éramos así, éramos una generación visionaria y claro que estábamos enfadadas y se nos acusaba de estar airadas, pero lo que intentábamos era escribir el manual para allanar el camino y descubrir qué significaba ser ciudadanas de segunda o que nos vieran como nos veían, queríamos contarle al mundo que no éramos como nos describían. A esto dedicamos los setenta y los ochenta, y hubo rabia, pero no fue la marca principal.
Si se me publica tanto ahora es por el resurgimiento del feminismo en Europa y en Estados Unidos. Lo que denunciaba esta gente, primero empezando por Hollywood y luego por las fábricas. Toda mujer levantó la voz y declaró esa rabia por no haber cambiado casi nada. Yo creo que parece un milagro lo que hemos logrado. Cuarenta años después se dice que es demasiado poco lo que ha cambiado y que no es demasiado tarde. Yo no me había dado cuenta de en los lugares de trabajo todo seguía igual, de que los hombres se sentían libres de utilizar a las mujeres como habían hecho y como siguen haciendo, de que las cosas podían no haber cambiado tanto. Me sentí consternada en 2017, porque conocía a muchos hombres que sufrieron mucho y a quienes se arruinó la vida, y obviamente veía a inocentes, pero tampoco quería caer con ellos.
El hecho de que haya revuelo está bien, es así como el cambio social tiene lugar. A la gente de mi edad le ha costado muchos años reconocer que no va a pasar nada revolucionario de la noche a la mañana, que las cosas van paso a paso, y cada vez que pasa algo, miles de personas cambian cuando ven la luz. Un día, a nadie en el lugar de trabajo se le ocurrirá utilizar a otra persona; se tratará a todo el mundo como un igual. Ese día llegará, pero no está cerca, no ha llegado todavía.
Trabajé en The Village Voice hace mucho tiempo. Era reportera en los años setenta y al haber empezado recientemente en ese trabajo cometía muchos errores. No sabía cómo utilizarme a mí misma sin sentirme avergonzada, ni quería que otra gente pensara que escondía mi identidad al escribir sobre ciertas personas. Dije muchas cosas muy tontas sobre mí misma, muy alocadas, porque no sabía lo que hacía. La gente decía que era muy sincera. No soy sincera, nunca escribo sobre nada en lo que me pueda sentir vulnerable. Si me siguiera sintiendo vulnerable sobre mi madre o mi padre, no escribiría sobre ello. Escribo si me siento segura en lo que tengo que decir, no para instituirme como víctima ni para victimizar a nadie. Tengo que asegurarme de que no me voy a inmolar ni a destruir en el intento.
-En el libro habla sobre Natalia Ginzburg y lo que significó su literatura para la suya. Ahora ha comentado que no suele leer literatura contemporánea. No sé si en algún momento de la vida como escritor se dejan de tener influencias…
-El lenguaje literario se ha visto afectado por internet y a mí me resulta muy extraño. No lo entiendo y es por eso que no me siento capacitada para hacer una crítica. No me reconozco en ese lenguaje. En cualquier caso, todos los escritores que leo me influyen, en alguna parte de mi cabeza siempre queda algo registrado y lo voy a recordar en otros momentos. Incluso a día de hoy, si me pusiera a escribir un segundo volumen de Cuentas pendientes, encontraría muchos más escritores que releer. Acabo de dar el ejemplo de relectura de Elizabeth Hardwick, esta crítica americana a la que desprecié hace cuarenta años y a la que, a día de hoy, he releído y he visto virtudes que fui incapaz de ver entonces.
Mucha gente, cuando envejece, deja de leer o lee cada vez menos. A mí esto no me ha pasado: yo leo cuatro horas al día y leo todo tipo de cosas, de forma sistemática. Leer es una relación vibrante que está en constante evolución, que emociona, activa las manos, el cerebro… El hábito de la lectura se ha visto enfatizado por el confinamiento. Entre el final de la tarde y la cena es cuando me pongo a leer, y durante estos últimos tiempos ha sido muy importante para mí porque era lo único que me relajaba y me daba paz. Aquí, en Nueva York, en los primeros meses de la pandemia, veía la avenida vacía, sin movimiento, en silencio, ni una persona, ni un coche, nada, como si viviera en un paisaje de ciencia ficción, una peli de ciencia ficción surrealista. Aun así, no dejé de andar nunca, cada día salía a pasear. Me ponía la mascarilla, los guantes, y así lo hacía a diario, y luego volvía a casa y leía, y cuando leía me sentía aliviada, sentía un alivio tremendo. Seguro que mucha gente se ha reencontrado con la lectura a causa de la pandemia.
-Y ya para acabar, ¿cómo sumamos a los hombres a la fiesta feminista?
-La pregunta que planteas es muy importante y muy difícil de responder. En los primeros años del feminismo, muchos matrimonios se fueron a pique porque tenían tantos conflictos por las cuestiones que ella planteaba que no aguantaron. Todo el mundo se dio cuenta de que la ideología es muy sencilla, pero la realidad emocional es muy complicada. Existe pues esa brecha, no hay manera de sortearla. Ni tampoco hay una receta. Cada cual tiene que lidiar con esto a su manera. He visto a mucha gente pelear y conseguir narrativas muy buenas, y luego he visto a mucha gente, incluida yo misma, a quien el marido le dijo una vez —yo estaba en mi treintena y él tenía cuarenta—: «Mira, me ha llevado cuarenta años aprender las reglas y ahora me dices que esto ya no vale». Es así como estaban las cosas en aquel entonces y resultó que aquello no era suficiente para mantenernos juntos. Así que nos separamos y muchas otras parejas también lo hicieron. No hay una receta mágica. Depende enormemente de cada persona, y no sólo de hombres o mujeres. Esa brecha entre la teoría y la práctica afecta a otros muchos campos, como puede ser también la amistad.
QUIMERA
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