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domingo, 22 de enero de 2012

El libro negro / El valor de la memoria

 




Auschwitz (1945).
Auschwitz (1945).GETTY NEWS

El valor de la memoria

Vasili Grossman e Ilyá Ehrenburg reunieron testimonios y documentos sobre la aniquilación de los judíos para 'El libro negro', un catálogo de la infamia cuyas particularidades no por ya mejor conocidas ahora dejan de ser escalofriantes: violaciones en masa, sadismo, pogromos, inanición, quema de personas vivas, estrangulamiento de niños, gases letales…



21 de enero de 2012

Como muchos textos gestados en la Rusia soviética, El libro negro arrastra tras de sí una historia penosa y delirante. Destinado a recoger los atroces crímenes en masa perpetrados por los fascistas alemanes contra los judíos, nunca vería la luz en la Rusia de Stalin. De hecho, no llegó íntegramente a las librerías rusas hasta 1993. La idea, acopiar material que brindase evidencias documentales de lo que más tarde se llamaría el Holocausto, contó al principio con el beneplácito de las autoridades soviéticas. Una vez ganada la guerra, sin embargo, esa actitud cambió de raíz: se borró de un plumazo la solidaridad internacional para con los judíos y la histeria antisemita reapareció en Rusia. Tampoco jugó a favor el incipiente clima de la guerra fría.

En Gentes, años, vida, las voluminosas memorias de Ilyá Ehrenburg que se publicarán en la editorial Acantilado, el escritor dice: “A finales de 1943, junto con V. Grossman, empecé a trabajar en una compilación de documentos… Decidimos reunir diarios, cartas personales, relatos de víctimas supervivientes o de testigos oculares de la aniquilación de los judíos cometida por los nazis en los territorios ocupados”. Así es. Al frente de este ambicioso proyecto concebido por el físico Albert Einstein, en el que colaboraron más de cuarenta periodistas sobre todo entre 1944 y 1946, estuvieron dos personalidades tan contrapuestas como Ehrenburg y Grossman. Si bien poseían muchas cosas en común —ambos eran escritores soviéticos de familias judías que gozaban de gran prestigio y visibilidad por las crónicas de guerra que redactaban para el periódico militar Estrella Roja—, discreparon abiertamente tanto por su manera de ser como de entender la obra. Mientras que Ehrenburg era un pragmático que procedía según las exigencias del momento y se movía como pez en el agua entre la nomenklatura, Grossman era un epígono del humanismo ruso y europeo para quien la Solución Final tenía una gran carga emotiva debido, sobre todo, al asesinato de su madre. Así, Ehrenburg, más sagaz políticamente, entendía que para burlar la censura se debían soslayar ciertos aspectos. Por ejemplo, la colaboración de ciudadanos soviéticos con los alemanes o el excesivo hincapié en la condición judía de las víctimas. No se equivocaba. La comisión encargada de revisar el material detectó un “grave error”: “En los textos presentados se aprecian descripciones demasiado pormenorizadas de la abyecta actividad de los ucranianos, letones y representantes de otras nacionalidades que traicionaron a la patria. Con ello, se rebaja la acusación principal y definitiva que presume al libro, a saber, la acusación contra los alemanes”. Y, no obstante, para extirpar al Untermensch (subhumano), las SS de Himmler tuvieron que servirse de todo tipo de ardides y de mucha planificación. Sin la colaboración local, difícilmente se habría ejecutado con tanta eficacia el genocidio. La línea oficial de Stalin en el tratamiento del Holocausto fue “no dividáis a los muertos”, algo que Ehrenburg llevó a la práctica como marxista consagrado a la idea de la fraternidad universal.

Grossman fue más lejos que Solzhenitsin, al dejar al descubierto no sólo la corrupción, sino también el espíritu xenófobo en Rusia

El libro negro estuvo auspiciado por el Comité Judío Antifascista, creado tras la invasión de Rusia por los alemanes en 1941, cuando Stalin ansiaba ganarse el apoyo internacional judío que había perdido con la invasión conjunta de Polonia por Alemania y la URSS, a raíz del Pacto Ribbentrop-Mólotov. La prohibición de que se publicara esta acta de la brutalidad no fue más que el preludio a la ejecución de varios miembros del comité. La ola de antisemitismo que atravesó Rusia tendría uno de sus máximos exponentes en el llamado “Complot de los médicos”, en virtud del cual se acusaba a doctores judíos de haber intentado envenenar a los dirigentes del Kremlin. En este sentido, Grossman fue más lejos que Solzhenitsin, al dejar al descubierto no sólo la corrupción del marxismo-leninismo, sino también el espíritu xenófobo imperante en Rusia. Si bien el autor de El archipiélago Gulag reconoce la existencia de pogromos en Ucrania, por ejemplo, negó que en Rusia hubiese un sentimiento racista.

Con mucho retraso, nos llega este catálogo de la infamia cuyas particularidades no por ya mejor conocidas ahora dejan de ser escalofriantes: violaciones en masa, sadismo, pogromos, inanición, quema de personas vivas, estrangulamiento de niños, gases letales, perros entrenados para morder órganos sexuales. Historias cuya veracidad se ha discutido largamente encuentran aquí pruebas, como el jabón hecho de cadáveres humanos: “Los alemanes seleccionaban a los presos más corpulentos, los asesinaban y los cocían para fabricar jabón con su grasa”. El libro presenta cierto carácter soviético: alguna referencia positiva al genio estratégico de Stalin, el énfasis en la ayuda brindada por los no judíos a las víctimas y la escasa mención al colaboracionismo, pero su significado no queda oscurecido. Cuando Grossman llega a Treblinka y ve el campo desmantelado por los nazis antes de la llegada del Ejército Rojo, se pregunta: ¿acaso creían que el crimen sería olvidado? Si por un instante el escritor quiso pensar que todo era fruto de una pesadilla, los mechones de pelo que escupía la tierra vinieron a confirmar las declaraciones de los testigos. El libro negro es un documento perturbador, valiente y controvertido. Con su publicación en nuestro país se salda una cuenta pendiente. Ninguna historia del Holocausto estará completa sin hacer referencia a él.

La sencilla aritmética del salvajismo

Al inicio de Vida y destino se expresa el carácter inhumano de la barbarie nazi con la descripción de la llegada de un tren a un campo de concentración en cuyo diseño reina el orden y la lógica fabril. Dos son las aportaciones personales de Grossman a El libro negro, 'El asesinato de los judíos de Berdíchev' y 'Treblinka', y en ambas reitera el mismo mensaje: lo sucedido no fue consecuencia de un rapto de odio o locura contagiosa. Es errónea, afirma nada más acabar la guerra, la percepción de que fue un caos irracional el que propició la destrucción de vidas y el paisaje como el "más terrible de los huracanes". Hubo un corpus teórico, un aliento medido, una planificación consensuada y fue necesaria la orden que accionase toda la maquinaria, bien afinada y dispuesta. La industria de la muerte no permitía improvisaciones.

Empotrado en el Ejército Rojo, escribió lo que se consideran las primeras páginas del genocidio. "Todo un pueblo ha sido brutalmente exterminado", dice en Ucrania sin judíos. Cuando regresa a Berdíchev, su ciudad natal, conocida entre los antisemitas como "la capital de los judíos" y, por tanto, objetivo prioritario de los nazis, ve la fosa al lado del aeropuerto donde arrojaron a su madre. La visión de ese lugar, incluido en la última carta que Anna Strum dirige a su hijo en Vida y destino, supone una brusca sacudida en todo su ser. El Holocausto, que empieza en Berdíchev el 15 de septiembre de 1941, se convierte desde ese momento, junto con el totalitarismo, en el pilar de su obra literaria. Grossman fue el primero en entrevistar a los supervivientes de Treblinka. Aun consciente de que sólo las víctimas pueden describir el auténtico horror, acometió la difícil tarea de hablar por aquellos que reposan bajo tierra. Con todo el oficio narrativo que le granjeó el periodismo de guerra, sin faltar a la verdad del dato ni al deber del recuerdo, diseccionó el operativo del campo de exterminio. Grossman, notario del siglo de los perros lobo, incluyó estos dos informes para que no permaneciéramos nunca indiferentes ante los demás ni indulgentes con nosotros mismos.

EL PAÍS




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