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domingo, 7 de abril de 2024

Lorrie Moore / Pérdidas de papel



Lorrie Moore

PÉRDIDAS 

DE PAPEL 


(“Paper Losses”)


      Aunque Kit y Rafe se habían conocido en el movimiento pacifista, manifestándose, organizando, haciendo carteles contra la energía nuclear, ahora querían matarse. También se habían vuelto un poco partidarios de la energía nuclear. Casados durante dos decenios de valiosísima vida, parecía que en ese momento ella y Rafe sólo eran compañeros de furia y desagrado, y que su viejo amor lujurioso había mutado en ira. Era su vergüenza y su fin que el odio, como el amor, no pudiera vivir del aire. Y así, en aquella empresa, su nuevo exitoso proyecto en común, eran cómplices y sinérgicos. Eran nutrientes, homeopáticos y facilitadores. Engendraban y criaban su odio juntos, cardiovascular, espiritual, orgánicamente. En tándem, como un sistema, como un conjunto de baile de malos sentimientos, habían colocado su odio en el centro del escenario y habían puesto una luz para destacarlo. «¡Haz lo que sabes, cariño! ¿Quién es el mejor? ¿Quién es el hombre?».


       —¿Partidaria de las armas nucleares? ¿Tú? ¿De verdad? —le preguntaban a Kit sus amigas, a quienes se seguía quejando de forma indiscreta.
       —Bueno, no —contestaba Kit suspirando—. Pero en cierto modo.
       —Creo que necesitas hablar con alguien.
       Eso hería los sentimientos de Kit, porque pensaba que estaba hablando con ellas.
       —Estoy preocupada por los niños —dijo Kit.
       Rafe había cambiado. Su sonrisa era sólo un bostezo despreocupado, ¿o es que su sonrisa era así de despreocupada? ¿Cómo era la letra de la canción? No lo sabía. Pero, estaba claro, había cambiado. En Beersboro las cosas se decían con neutralidad, así. Se decía: «El tío ha cambiado». Rafe había empezado a hacer maquetas de cohetes en el sótano. Se había vuelto un poco distinto. Era un personaje. Los descarados podrían insinuar: «Se ha metido en cosas raras». Los cohetes eran piezas altas, plásticas, fálicas, a las que Rafe pegaba cuidadosamente calcomanías militares autentificadoras. ¿Qué había sido del apuesto hippy con el que se había casado? Estaba quisquilloso y lejano, vacío y furioso. Una inexpresividad había penetrado en sus ojos verdeazulados. Permanecían abiertos y brillantes pero sin función, como joyas de bisutería. Se preguntaba si era un colapso nervioso, el artículo genuino. Pero duró meses, y ella empezó a sospechar, en cambio, un tumor cerebral. De vez en cuando él maullaba y mugía ante su muda alienación y la pantomima de odio se desplomaba momentáneamente. «Eh, guapa», llamaba desde las escaleras, después de no haberla mirado en dos meses. Era como estar atrapada en la nieve con el tío loco de alguien: ¿el matrimonio debía ser así? No estaba segura.
       Pocas veces lo veía cuando se levantaba por la mañana e iba a la oficina. Y, cuando volvía del trabajo, desaparecía por la escalera del sótano. Cada noche, en el ansioso crepúsculo conyugal que ahora era su única vida juntos, después de que los niños se fueran a la cama, la casa estaba llena de humo. Cuando le llamaba la atención sobre eso nunca respondía. Parecía haberse convertido en una especie de extraterrestre. Por supuesto, más tarde entendería que todo esto significaba que tenía una relación con otra mujer, pero en la época, para proteger su vanidad y su cordura, sólo admitía dos hipótesis: tumor cerebral o extraterrestre.
       —Todos los maridos son extraterrestres —dijo su amiga Jan.
       —Que Dios me ayude, no tenía ni idea —dijo Kit. Empezó a extender mantequilla de cacahuete en una galleta salada y se la comió rápidamente.
       —De hecho —dijo Jan—, mi hermana y yo los llamamos OVNIS.
       Eran las iniciales de algo. Kit detestaba preguntar.
       —Organismos Viriles Ingratos —dijo Jan.
       Kit pensó un momento.
       —¿Y la ene? —preguntó—. Has dicho «OVNIS».
       Hubo un breve silencio.
       —Notablemente Ingratos —añadió Jan rápidamente—. Sé que no tiene mucho sentido.
       —Está muy desconectado. Ha perdido el juicio.
       —No en el planeta en el que vive. En su planeta es un auténtico Salomón. «Traedme al maldito bebé».
       —¿Crees que se puede rehabilitar y perdonar a la gente?
       —¡Claro! Mira a Ollie North.
       —Bueno, perdió las elecciones para el senado. No fue lo bastante rehabilitado y perdonado.
       —Pero se llevó algunos votos —insistió Jan.
       —Sí, ¿y ahora qué hace?
       —Ahora ha vuelto para promocionar una línea de pijamas ignífugos. ¡Es una forma de ganarse la vida! —Jan se detuvo—. ¿Luchas?
       —¿Por qué?
       —Por que los cohetes vuelvan a su casa.
       Kit suspiró.
       —Sí, esa artesanía militar tóxica que envenena el espacio en que vivimos. ¿Lucho contra eso? No lucho, sólo, bueno, vale: hago algunas preguntas de cuando en cuando. Pregunto: «¿Qué demonios estás haciendo?». Pregunto: «¿Estás intentando asfixiar a toda tu familia?». Pregunto: «¿Me has oído?». Luego pregunto: «¿Me has oído?». Después pregunto: «¿Estás sordo?». También pregunto: «¿Qué crees que es un matrimonio? Tengo curiosidad por saberlo» y también: «¿Ésta es tu idea de un lugar bien ventilado?». Un interrogatorio sencillo, en realidad. No creo en las peleas. Creo en dar una oportunidad a la paz. También creo en las hemorragias internas. —Hizo una pausa para poner el teléfono en una posición más cómoda contra su cara—. También me interesan —dijo Kit— esas balas de plástico que se disuelven y no pueden detectar los forenses. ¿Has oído hablar de eso?
       —No.
       —Bueno, a lo mejor estoy equivocada al respecto. Probablemente estoy equivocada. Ahí es donde tiene que entrar el Misterioso Accidente Automovilístico.
       En el cromado del frigorífico vio el reflejo de su rostro, en parte una Shelley Winters morena, en parte una patata, las arrugas y accidentes dibujados con trazo fino bajo los ojos un interludio musical entre la hinchazón. En todas las películas de Shelley Winters que había visto, Shelley Winters era la que moría. La mantequilla de cacahuete estaba pegada alta y seca en las encías de Kit. En la encimera, una gran sandía vieja había empezado a hundirse y separarse por la mitad, a lo largo de la curva de las semillas, como la sonrisa de un tiburón, y arrancó un trozo, frotó su punta fresca contra el interior de la boca. Había pasado un año desde la última vez que Rafe la había besado. En cierto modo le importaba y en cierto modo no. Una mujer tiene que elegir su infelicidad particular con cuidado. Era la única felicidad de la vida: elegir la mejor infelicidad. Un movimiento imprudente, Dios santo, y podías echarlo todo a perder.
       La citación la pilló por sorpresa. Llegó en el correo, dirigida a ella, y ahí estaba, pegada a los papeles del divorcio. Había sido debidamente notificada. La zorra había recibido los papeles. Como una persona, un matrimonio era irreconocible en la muerte, aunque lo enterrasen con un traje excelente. Sobre los papeles había una carta de Rafe que sugería el aniversario de su boda en primavera como fecha final del divorcio. «¿Por qué no completar la simetría?», escribió, lo que ni siquiera iba con él, aunque su eficacia sin corazón era adecuada para eso, su nueva vida como extraterrestre, y encajaba de forma general con los principios de la cultura extraterrestre. Los papeles designaban a Kit y a Rafe por sus nombres legales, Katherine y Raphael, como si quienes se divorciaran fuesen sus versiones más formales —¡sus partidas de nacimiento se iban a divorciar!— en vez de ellos. Rafe seguía viviendo en casa y no le había dicho aún que había comprado una nueva. «Cariño —dijo ella, temblando—, hoy ha llegado en el correo una carta muy interesante».
       La ira tenía sus propósitos medicinales, pero no estaba preparada para sostenerla y, cuando desaparecía, la soledad la tragaba, y el dolor ardía en el centro con una ira furiosa. Entró en dos funerales de ancianos que apenas conocía y lloró en el banco trasero de la iglesia como una amante secreta de los fallecidos. Se sentía atontada y enferma y no quería volver a ver a Rafe —o, mejor, Raphael—, pero les había prometido a los niños esas vacaciones caribeñas, qué podían hacer. Al final todas las clases de teatro del instituto habían servido para eso: actuar. Había hecho de reina en Cuento de invierno y de una niña cambiada en la cuna en ¡Ámame ahora!, escrita por uno de los profesores de inglés más inquietantes de su instituto. En las dos obras había aprendido que el tiempo era esencialmente una cosa cómica: sólo los límites que se le ponían lo conducían a la tragedia, o al menos a la desgracia. Romeo y Julieta, Tristán e Isolda: ¡si hubieran tenido más tiempo! El matrimonio dejó de ser cómico cuando se detuvo repentinamente: el momento en el que se convirtió en divorcio, que el tiempo nunca perturbaba, y cuya diversión era por tanto interminable.
       Aun así, Rafe hizo acopio de treinta segundos de elocución para convencerla de que no fuese con ellos a esas vacaciones.
       —No creo que debas ir —anunció.
       —Voy a ir —dijo ella.
       —Les daremos falsas esperanzas a los niños.
       —La esperanza nunca es falsa. O siempre es falsa. Lo que sea. Sólo es esperanza —dijo—. No hay nada malo en ello.
       —Creo que no debes ir. —El divorcio, lo veía, sería como el matrimonio: un abuso de poder, como en quién sería el perro y quién sería el dueño del perro.
       ¿A qué barbie querría darle su billete? (Sólo lo descubriría más tarde. «Como feminista no debes culpar a la otra mujer», le dijo una vecina. «Como feminista te pido que no me hables», contestó Kit).
       Y meses después, en el juzgado, donde descubriría que el condado era dueño de su matrimonio y que el condado lo iba a recuperar como una franquicia de pollo frito que ella hubiera llevado a la ruina, prohibiéndole que adquiriese otra franquicia durante los seis meses siguientes, con el añadido de que quizá le conviniera mantenerse alejada de la cocina de gallináceas durante mucho más tiempo, cuando por fin tuviera que declarar ante el entogado y robótico juez y un estenógrafo que guiñaba el ojo cuyos guiños parecían diseñados para evitar el llanto de las esposas, habría de pronunciar el matrimonio «irremediablemente roto». ¿Qué poeta de segunda fila se había apoderado de las leyes del divorcio? Encontraría las palabras pegadas en su garganta, falsas en su convicción. ¿Acaso no se podía arreglar todo? ¿Esta época de productos desechables no era también tiempo de fantásticos adhesivos? ¿Por qué «irremediablemente roto», como el ala de un pájaro cantor? ¿Por qué no: «le parece que esta persona con la que estaba casada, y que se encuentra sentada a su lado en esta sala, es un completo imbécil»? Eso sería suficiente, y sería más preciso. El término «irremediablemente roto» te enviaba a una eternidad de preguntas. Mientras que el otro no.

       Sin embargo, no habían firmado los papeles. Y además quedaba el asunto de su anillo de boda, que estaba tachonado con pequeñas esmeraldas falsas y que le gustaba mucho y esperaba seguir llevando porque no parecía el típico anillo de casada. Él se había quitado su anillo —que parecía el típico anillo de casado— un año antes porque decía que le «molestaba». Entonces había pensado que quería decir que le rozaba. A menudo se quitaba la ropa espontáneamente: cuando se conocieron era una especie de nudista. Estaba bien salir con un nudista: ganabas tiempo. Pero no estaba bien intentar seguir casada con uno. Pronto iría a castas citas geriátricas con otra gente cuya ropa, como la suya, permanecería pegada al cuerpo.
       «¿Y si no me puedo quitar el anillo?», preguntó Kit en el avión hacia La Caribe. Había ganado algo de peso en sus veinte años de matrimonio pero en realidad no tanto. ¡Cuando se casó era prácticamente una niña! «Mándame la factura cuando te lo corten», respondió. ¡Oh, la chispa de sus ojos había desaparecido!
       —¿De qué vas? —dijo ella.
       Por supuesto, culpaba a los padres de Rafe, que de algún modo y hacía mucho, accidentalmente o a propósito, lo habían criado como a un extraterrestre, con valores de extraterrestre, ideas de extraterrestre y el carácter hueco y cambiante, la deliberada inocencia y los secretos sociópatas de un extraterrestre.
       —¿De qué vas tú? —Gruñó él.
       Ésa era su costumbre, su costumbre de extraterrestre, limitarse a repetir lo que le acababa de decir. Tenía que ver, sin duda, con su sistema nervioso central, un procesador de información construido con silicona que encontraba sin cesar nuevas combinaciones lingüísticas, las cuales luego debía absorber y archivar. La repetición le proporcionaba tiempo y contribuía al proceso de almacenaje.
       Más que las niñas, que eran simplemente pequeñas, le preocupaba Sam, el sensible alumno de cuarto, que ahora estaba sentado al otro lado del pasillo del avión, mirando melancólicamente las nubes por la ventanilla. Pronto, gracias a las maquinaciones de las leyes extremadamente progresistas del divorcio —¡un niño necesita a su padre!—, ya no podría verlo cada día; se convertiría en un chico que ya no veía a su madre cada día, y se escabulliría y flotaría lejos y fuera como un papel que se lleva el viento. Con el tiempo se endurecería: la miraría por encima de las gafas, a la manera de un maître que sospecha la llegada de chusma. Pero en aquel viaje, su último viaje como una familia de verdad, evitó soltar prenda bastante bien. Todos dormían en la misma habitación, en camas separadas, y vieron a otras familias que gritaban y reñían, de modo que, en comparación, la suya —una familia a punto de romperse para siempre— no tenía tan mala pinta. Kit no se dejó engañar por la brisa marina del Ecuador, y por tanto no se coció en exceso bajo el sol colonial; comunicó a los administradores del centro turístico su indignación moral ante los guardias armados que evitaban que los niños del lugar se colaran por la valla hacia esa playa blanca, blanquísima; y se frotaba una especie de resina en la frente para congelarla y suavizar las arrugas: para aparecer más joven ante su marido en fuga, aunque no la había mirado ni una sola vez. Tampoco es que tuviera muy buen aspecto: su maleta se había perdido y tenía que llevar ropa comprada en la tienda de regalos, con las palabras LA CARIBE engalanando todas y cada una de las prendas.
       En la playa la gente leía libros sobre los genocidios de Ruanda y Yugoslavia. Eso debía de añadir seriedad a un viaje que carecía de ella. No había que fijarse en los oscuros chicos de la isla que estaban al otro lado de los guardias y del alambre de espino, tirando piedras. Cuando un crucero fondeaba temporalmente en la bahía y luego se marchaba, se unía a otros turistas de la playa para gritar: «No dejéis que la puerta os dé en el culo», como si ellos fueran distintos y no turistas que intentaban consolarse con jerarquías turísticas, para mantener a los chicos que tiraban piedras lejos de sus pensamientos.

       Había formas de hacer que las cosas desaparecieran temporalmente. Se podía desaparecer en el movimiento y la repetición. A Sam solamente le gustaba el trampolín; nada más. Había excursiones a lomos de delfines, pero Sam percibía su crueldad.
       —Tienen un idioma propio —dijo—. No deberíamos montarlos.
       —Parecen felices —dijo Kit.
       Sam la miró con una seriedad que venía de unos caramelos más allá.
       —Parecen felices para que no los maten.
       —¿Tú crees?
       —Si los delfines tuvieran buen sabor —dijo—, ni siquiera sabríamos que tienen un idioma. —Que la inteligencia de una cosa debilite el apetito que sientes por ella.
       La apetecibilidad oscurecía la mente de lo apetecible así como del apetente. La apetecibilidad acababa en decapitación. Que solamente pudieras entender algo si no lo deseabas. ¿Cómo sabía él ya esas cosas? Normalmente las chicas se daban cuenta antes. Pero no las suyas. Sus hijas, Beth y Dale, eran duras más allá de la comprensión de Kit: prácticas, autocomplacientes, independientes gemelas de cinco años, un sistema en sí mismas. Tenían su propio mundo secreto de palabras de Montessori en clave, joyería de plástico y arrebatos de hilaridad que sobre todo producía la palabra monja repetida seis veces a toda prisa. Vestían unas chispeantes alas de hada dondequiera que fuesen, incluso por encima de las cazadoras, y llevaban varitas. «Ahora soy un hermano mayor», había dicho repetidamente y con inseguro orgullo a todo el mundo Sam el día en que habían nacido las niñas, y después no había dicho otra palabra sobre el asunto. A veces, en silencio, Kit llamaba por accidente a Beth y Dale Death y Bail,
[Death y Bail: Muerte y Fianza] cuando enterraban sus Barbies en arena y luego las sacaban otra vez con alegría. Cualquier persona que estuviera cerca, tendida en una toalla, leyendo sobre holocaustos, se volvía y sonreía. En esa estupenda y lejana residencia en el mar, las contradicciones de la vida eran grotescas e imposibles de inventar. Fue a la oficina central y pidió un masaje con piedras calientes.
       —¿Prefiere un hombre o una mujer? —preguntó la recepcionista.
       —¿Perdón? —preguntó Kit, atorada. Después de tantos años de matrimonio, ¿cuál quería? ¿Qué sabía de los hombres… o de las mujeres? «Los hombres no existen —decía su amiga Jan, hasta hacía poco—. Todos los hombres son diferentes. Lo único que tienen en común es, bueno, la capacidad de producir una violencia aterradora».
       —Un hombre o una mujer… ¿para el masaje? —preguntó Kit, en busca de tiempo. Pensó en el lento apareamiento de los caracoles, todo un día, porque al ser hermafroditas todo debía de resultar muy confuso: para cuando decidían quién iba a ser la chica y quién iba a ser el chico llegaba alguien con un poco de pasta de ajo y se los llevaba—. Oh, da igual —dijo, y entonces supo que le tocaría un hombre. Que intentó no mirar pero que podía oler con todos sus aromas humeantes —tabaco, incienso, cannabis—, exhalando y arremolinándose a su alrededor. Era un enjuto viejo fumeta estadounidense muy cascado, su nombre dickensiano era Daniel Handler y no hablaba. Puso piedras calientes en su espalda y las dejó en una línea que subía por su columna vertebral: ¿pensaba que su piel embadurnada era demasiado íntima y valiosa como para que la tocaran personas como él? ¿Estás loca? La alegría salvaje que latía en su rostro flotaba sobre el suelo, a través de la parte agujereada de la camilla destinada a la cabeza, y con su tacto sus ojos se llenaron de lágrimas agridulces, que le bajaron por la nariz, que, se dio cuenta en ese momento, Dios había posicionado perfectamente como una pequeña tubería para el llanto. Creció una mancha en la moqueta de la triste cabaña de los masajes que estaba debajo de ella. Él dejó las piedras calientes sobre su cuerpo hasta que se enfriaron. A medida que cada una se enfriaba, Kit ya ni siquiera podía sentir si estaba sobre su espalda, y más tarde su traslado era el descubrimiento de que había estado allí todo ese rato: qué extraño era olvidarlo y sentirla sólo entonces, al final; aunque no era igual que la rana en la olla cuya agua se calienta lentamente y hierve, le pareció que tenía sentido, como solía ocurrir con las metáforas termales. Luego él retiró todas las piedras y apretó los bordes duros con fuerza en su espalda, entre los huesos, de una manera que parecía cruel —quizá una ira amarga por su propia vida— pero que, probablemente, carecía por completo de mala intención. «Ha estado muy bien», dijo al final cuando vio que retiraba todas las piedras. Las había calentado en una olla de cocción lenta llena de agua, lo vio entonces, y desenchufó el aparato con aire fatigado.
       —¿Dónde has conseguido esas piedras? —preguntó. Eran suaves y de un gris oscuro: negras cuando estaban húmedas.
       —Son piedras de río —dijo—. Las colecciono desde hace años en Colorado. —Las metió en una caja metálica de aparejos de pesca.
       —¿Vives en Colorado?
       —Antes sí —dijo, y eso fue todo.
       Kit se vistió. «Algún día tú, como yo, habrás hecho suficiente trabajo de laboratorio —había dicho Jan—. Pronto tú, como yo, en tu próxima vida, como yo, los querrás viejos y ricos, en su lecho de muerte, de verdad, y sin recuperaciones repentinas en cuidados paliativos».
       —Eres una mujer de acero y hielo —había dicho Kit.
       —En absoluto —había dicho Jan—. Sólo soy una voz al teléfono, tomando un poco de té.

       En la última noche de las vacaciones, la maleta de Kit llegó como una broma. Ni siquiera la abrió. Colocaron el cartelito para el pomo de la puerta que decía 
DESPERTADNOS PARA VER LAS TORTUGAS MARINAS. El cartel del pomo de la puerta tenía una petición preimpresa de una llamada a las 3 h, para ir a la playa y ver cómo salían del cascarón las pequeñas tortugas marinas y cómo corrían hacia el océano, bajo la protección de la noche, a fin de evitar a los predadores. Pero, aunque Sam había puesto el cartel cuidadosamente y antes de la hora límite de medianoche, no los despertó nadie. Y cuando se levantaron y fueron hacia la playa ya eran las diez de la mañana. Extrañamente, las tortugas marinas seguían allí. Habían salido del cascarón durante la noche y el personal del hotel las había metido en una jaula de mimbre para enseñárselas a los turistas que habían sido demasiado vagos o sordos para levantarse por la noche. «¡Eh, venid a ver!», dijo el hombre con acento español que normalmente alquilaba el equipo de buceo. Sam, Beth, Dale y Kit corrieron. (Rafe se quedó atrás para tomar un café y leer el periódico.) Los bebés reptantes empezaban a calentarse al sol tibio; la dorada vitela veneciana de sus piececitos unidos ya se teñía de un marrón deshidratado. «Voy a tener que soltarlos —dijo el hombre—. Sois los últimos en ver a estos pequeños bebés.» Llevó las tortugas al borde del agua y las soltó, horas demasiado tarde, para que fueran al mar. Y un rabihorcado descendió y, una tras otra, las arrancó de las olas plateadas y se las comió para desayunar.
       Kit se hundió en una silla grande junto a Rafe. Se estaba poniendo moreno, lo veía, para la lujuria de otra persona.
       —Creo que necesito una copa —dijo.
       Los niños nadaban.
       —No esperes que te invite a una copa —dijo.
       ¿Acaso se lo había pedido? ¿Le dedicaba el insulto más horrible que se le ocurriera? ¿Se ponía de pie, se daba la vuelta y le daba un bofetón delante de varios transeúntes? ¿Quién te ha dicho eso?



       Se alegró de marcharse de La Caribe. Allí había empezado a odiar el mundo. En los aeropuertos y los aviones hacia casa, ni siquiera intentó actuar con naturalidad: la naturalidad era un crimen. Habló a sus hijos con calma, siguiendo un guion, con diálogo y acotaciones de completa neutralidad. Al llegar a casa, en Beersboro, sacó los condones y las velas, su pequeña bolsa de amor, sin usar, y tiró todo a la basura. ¿En qué había estado pensando? Luego, cuando aprendió a contar esta historia de otro modo, como una historia, construyó una escena sexual climática de venganza sentimental, que contendría el centro inviolable de su amor, la dulce seguridad animal de una noche tras otra, el tierno corazón del matrimonio que seguía latiendo. Pero de momento sería como sus indestructibles hijas, e incluso su hijo, quien conforme envejecía con estoicismo y seguía adelante con indiferencia apenas recordaría —¿o más bien imaginaría?— que ella y Rafe hubieran estado juntos alguna vez.


2006.






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