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domingo, 28 de enero de 2024

Mariana Enriquez / Los peligros de fumar en la cama

 



Mariana Enriquez
Los peligros de fumar en la cama


¿Era una mariposa nocturna o una polilla? Nunca había podido distinguirlas. Pero algo era seguro: las mariposas de la noche se hacían polvo entre los dedos, como si no tuvieran órganos ni sangre, casi como la ceniza quieta del cigarrillo en el cenicero cuando se la tocaba apenas. No daba asco matarlas y se las podía dejar en el piso, porque a los pocos días se desintegraban. Otra cosa: no era cierto que se quemaran automáticamente cuando se acercaban al calor. Alguien le había dicho que era así, se incendiaban ni bien rozaban la luz caliente, pero ella las veía golpearse una y otra vez contra la lamparita, como si disfrutaran de los impactos, y salir ilesas. A veces se aburrían y salían volando por la ventana. Otras, era cierto, se morían adentro de la lámpara de pie: se cansaban o a lo mejor se daban por vencidas o les llegaba la hora; como afuera, se quemaban de a poco, aleteaban golpeando la pantalla hasta que se quedaban quietas. A veces se levantaba en medio de la noche a vaciar la pantalla de mariposas-polillas muertas, cuando el olor a quemado le hacía arder la nariz y no la dejaba dormir. Rara vez se acordaba de apagar la luz antes de irse a la cama.


    Pero una noche de principios de la primavera la había despertado otro tipo de olor a quemado. Envuelta en la manta gris de viaje que usaba cuando hacía un poco de frío, revisó la cocina por si había dejado algo sobre una hornalla prendida. No venía de ahí. Tampoco de las polillas, esa noche había apagado la lámpara. El olor tampoco llegaba desde el pasillo del edificio. Levantó la persiana. Afuera había humo y llovía. Algo se incendiaba bajo la lluvia y se escuchaba la sirena de los bomberos y el rumor de algunos vecinos en la calle, despiertos en la madrugada, seguramente con impermeables sobre el pijama. A uno, un hombre con voz cascada, se le escuchaba decir «pobre mujer». El fuego estaba lejos, y Paula volvió a la cama. Después supo por el siempre informado portero que se había tratado de un incendio en el quinto piso de un edificio que quedaba a la vuelta. Había una muerta, una mujer paralítica, postrada, que se había dormido en la cama con el cigarrillo encendido entre los dedos. La hija, que la cuidaba —y que era bastante mayor también, de unos sesenta años—, se había dado cuenta tarde, cuando la despertó el humo, la tos, el ahogo, y no pudo salvarla. «Pobre mujer, es un vicio maldito», dijo el portero, y agregó que la mujer fumaba mucho y no salía nunca. Paula quiso decirle «y usted cómo sabe que la señora fumaba tanto, si me acaba de decir que no salía nunca, ¿cuándo la veía fumar entonces, eh?», pero se calló la boca porque era imposible discutir con el portero y porque estaba empezando a imaginarse que la señora del quinto piso debía haber visto las llamas subir desde los pies, y como no sentía nada en las piernas, debió haber dejado que la manta se incendiara. Y seguramente habría pensado por qué no dejar que el fuego continuara e hiciera su trabajo, debía ser doloroso, pero ¿cuánto podía tardar antes de que una mujer como ella, vieja y con los pulmones agotados, se desmayara? Qué alivio para la hija, además.
    El portero la devolvió al palier y la arrancó de ese mundo vagamente tranquilizador de ancianas quemadas para avisarle que durante la semana un muchacho iba a pasar a fumigar los departamentos. Paula le dijo que bueno, y después pensó que si escuchaba el timbre le iba a abrir la puerta al fumigador. Aunque en su departamento no había tantos bichos, salvo las mariposas-polillas, y estaba segura de que el veneno no las iba a matar, porque no vivían ahí, venían de la calle. En su casa no vivía nada, ni las plantas, que se habían muerto prolijamente en los últimos meses una detrás de otra, sin superponerse. En el departamento solamente vivía ella.
    Despidió al portero y se fue directo a la cama. Las sábanas estaban impregnadas de olor a milanesas de pollo. Había hecho dos al horno la noche anterior. Y había sido muy difícil sacarlas del freezer , la bolsa de nylon se había pegado al hielo. Tuvo que usar agua muy caliente, casi hirviendo, y se quemó las piernas desnudas con algunas gotas. Resultó un método inútil, y trató de despegarlas con un cuchillo Tramontina y se rio de ella entre las lágrimas de autocompasión, pensando que debía parecer una asesina serial acuchillando la heladera, el brazo en alto y el cuchillo bajando como un picahielo. Finalmente arrancó las milanesas con las manos ya adormecidas de frío, y las metió en el horno. Se quemaron un poco, pero además estaban poco comestibles porque tenían otros sabores inmundos agregados: el horno perdía gas y ella jamás lo había limpiado en los tres años que ya llevaba de alquiler. Así que no había podido comerlas, y ahora tenía hambre y el departamento apestaba y el olor no la dejaba dormir y lo odiaba, tanto que tuvo que llorar, y lloró por el olor, porque los sahumerios que encendió para hacerlo desaparecer eran todavía más apestosos, porque nunca se acordaba de comprar desodorante de ambientes —que también olía asqueroso—, porque el olor a cigarrillo también debía apestar todo pero ella no lo notaba de tanto que fumaba, yporque nunca había podido tener una de esas casas limpias y luminosas que olían a sol, limones y madera.

    Hizo una carpa en la cama, levantando la manta con las rodillas, y se tapó hasta la cabeza. Ahí abajo la única luz era la brasa del cigarrillo que temblaba y parecía reavivarse cuando la rozaba el humo. Las sábanas estaban muy manchadas de cenizas. Paula abrió las piernas y con el dedo índice de la mano libre empezó a acariciarse el clítoris primero en círculos, después con un frote vertical, después con delicados tirones y al fin de un lado al otro. Ya no servía de nada, antes enseguida sentía ese comienzo de escalofrío y el calor de la sangre que se convocaba y después el dedo sentía la piel de la vulva algo más áspera, granulada, y con el gran temblor final llegaba la humedad, ella realmente sentía que se meaba, todo eso antes. Ahora hacía tanto que no pasaba nada y se frotó hasta la irritación y el dolor, pero paró antes de la sangre, porque sabía que esa, la sangre, era la única humedad que últimamente podía arrancarse.
    Metió la lámpara de la mesa de luz debajo de las sábanas. Tenía la parte interna de los muslos salpicada de pequeñas manchas rojas superficiales, que parecían una erupción por el calor o una alergia, pero se llamaba queratosis, y la tenía también en los brazos, en las caderas, y un poco en las costillas. La dermatóloga le había dicho que con mucho tratamiento se podía poner mejor, que no tenía nada que ver con enfermedades terribles como la psoriasis o el eczema, pero a ella le parecía lo suficientemente terrible, tanto como sus dientes amarillos y la sangre que le salía cada mañana de las encías cuando usaba el dentífrico, no un sangrado momentáneo, verdaderos chorros que caían en la pileta blanca, se llamaba piorrea aunque los dentistas ahora usaban un nombre más elegante que no podía recordar, prefería la verdad, prefería la piorrea. El cuerpo le estaba fallando de muchas maneras más en las que no quería ni pensar. ¿Quién la iba a querer así, con caspa, depresión, granos en la espalda, celulitis, hemorroides y seca seca?
    Encendió otro cigarrillo bajo la sábana y persiguió con el humo a una mariposa que había entrado a la carpa refugio, hasta que la mató. ¿Entonces se las podía ahogar con humo? Qué animal más débil y estúpido. La dejó convulsionar entre sus piernas y vio las patitas de la mariposa-polilla que parecían gusanos-lombrices muy pequeños; por primera vez sintió asco y la pateó hacia el piso, fuera de su cama. Hizo anillos con el humo dentro de la carpa y se aburrió. Entonces decidió apoyar la brasa sobre la sábana para ver cómo se agrandaba el círculo de bordes anaranjados hasta que parecía peligroso, hasta que el fuego crepitaba y se aceleraba. Entonces apagaba el fuego en la sábana a los golpes, y los restos de tela quemada flotaban en la carpa. La hacían reír los pequeños incendios circulares. Si sacaba la cabeza de la carpa y se asomaba a la semioscuridad de su habitación, los agujeros quemados en la sábana dejaban pasar la luz de la lámpara y los rayos se reflejaban en el techo, que parecía cubierto de estrellas.
    Tenía que hacer más agujeros porque, lo supo ni bien lo vio, lo único que quería era un cielo estrellado sobre su cabeza. Eso era lo único que quería.

Mariana Enriquez
Los peligros de fumar en la cama

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