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miércoles, 3 de enero de 2024

Haruki Murakami / Tailandia

 


Woman Combing Her Hair, wood-block print by Hashiguchi Goyō, 1920


Haruki Murakami

Tailandia


    EMITIERON un aviso: «Señoes pasjeos, tamostavesando zona tubencias. Gogamos pemanezcan ensusasentos concintones abochados». Satsuki estaba absorta en sus pensamientos y, por eso, tardó un poco en descifrar el japonés, algo extraño, del auxiliar de vuelo tailandés.
    Señores pasajeros, estamos atravesando una zona de turbulencias. Les rogamos que permanezcan en sus asientos con los cinturones abrochados.


    Satsuki sudaba. Sentía un calor espantoso. Le daba la impresión de estar cociéndose al vapor. Todo su cuerpo ardía, las medias de nailon y el sujetador la torturaban. Hubiera querido quitárselos, despojarse de todas sus ropas. Levantó la cabeza y echó una mirada a su alrededor, pero, al parecer, era la única que tenía calor. Los demás pasajeros de clase ejecutiva dormían, aovillados, con la manta subida hasta la barbilla para protegerse de la refrigeración. Debía de ser un sofoco. Satsuki se mordió los labios. Intentó centrar su atención en otra cosa, olvidarse del calor. Abrió el libro por la página donde lo había dejado instantes atrás, empezó a leer. Pero no pudo quitarse esa sensación de la cabeza, por supuesto. No era un calor normal. Y aún faltaba bastante para Bangkok. Pidió un vaso de agua a una azafata que pasaba. Sacó una cajita de píldoras del bolso y se echó al fondo de la garganta la cápsula de hormonas que se había olvidado de tomar.
    Satsuki pensó, una vez más, que los problemas de la menopausia eran un cínico recordatorio (o una vejación) que los dioses hacían a la especie humana por haber alargado, quieras que no, su vida en exceso. Apenas cien años atrás, la esperanza de vida no llegaba a los cincuenta años y eran contadas las mujeres que sobrevivían veinte o treinta años a la pérdida de la menstruación. Las molestias que entraña vivir en un cuerpo cuyos ovarios y tiroides han dejado de segregar la cantidad normal de hormonas, y la posible conexión entre la disminución del nivel de estrógenos tras el climaterio y la enfermedad de Alzheimer no son cuestiones de importancia capital. Para la mayoría de las personas asegurarse el sustento diario es una necesidad mucho más perentoria. Claro que, contemplado desde este punto de vista, ¿no resulta que el progreso de la medicina lo único que ha logrado, en definitiva, es evidenciar, diversificar y complicar los problemas de la especie humana?
    Poco después emitieron otro aviso. Esta vez en inglés. «Si hay algún médico entre los pasajeros, le rogamos que se dirija a un miembro de la tripulación.»
    Se habría puesto enfermo algún pasajero. Satsuki sintió el impulso de presentarse, pero se lo pensó mejor y desistió. Se había encontrado ya dos veces en situaciones similares y, en ambas, al identificarse como médico, había coincidido con doctores en activo que viajaban en el mismo avión. Aquellos médicos con consulta abierta poseían el empaque del oficial veterano que toma el mando en el frente de batalla y, también, la capacidad de descubrir a la primera ojeada que ella era una especialista en patología sin experiencia alguna en combate. Y, en ambos casos, le habían dicho con una sonrisa irónica: «No se preocupe, doctora. Puedo encargarme yo solo del asunto. Usted descanse». Y ella se había retirado a su asiento balbuceando alguna excusa estúpida. Para continuar viendo la película tonta de turno.
    «Pero ¿y si no hay ningún otro médico en el avión? ¿Y si el enfermo tiene un grave problema inmunitario de la glándula tiroides?» Porque, en ese caso —aunque la probabilidad no era muy alta, cierto—, quizás incluso ella resultara útil. Con un suspiro, Satsuki pulsó el timbre para llamar a la azafata.
    A lo largo de cuatro días se celebró una conferencia mundial dedicada a la glándula tiroides en el hotel Marriott de Bangkok. Más que una conferencia fue una reunión familiar a escala mundial. Todos los participantes en la conferencia eran especialistas en la glándula tiroides; casi todo el mundo conocía a casi todo el mundo y, si no era así, acababa conociéndolo enseguida. Era, aquél, un mundo muy pequeño. Durante el día presentaron ponencias y se celebraron foros; por la noche, se organizaron una serie de pequeñas fiestas privadas. Se reunieron los buenos amigos, se reavivaron antiguas amistades. Bebieron juntos vino australiano, hablaron de la tiroides, chismorrearon en voz baja, intercambiaron información sobre puestos de trabajo, se contaron chistes verdes de médicos, cantaron
The Surfer Girl, de The Beach Boys, en el karaoke.
    Durante su estancia en Bangkok, Satsuki permaneció la mayor parte del tiempo con los amigos que había hecho en la época de Detroit. Era con ellos con quien más a gusto se sentía. Había pertenecido durante casi diez años a la Universidad de Detroit, donde había estado investigando sobre la función inmunitaria de la glándula tiroides. Pero, a partirde cierto momento, la relación con su marido americano, un analista de valores bursátiles, empezó a hacer aguas. Los problemas de dependencia del alcohol que tenía éste se habían ido agravando con el paso de los años y, además, existía otra mujer. Una mujer a quien Satsuki conocía muy bien. Primero se separaron y, luego, durante un año, estuvieron inmersos en un duro proceso de divorcio gestionado por abogados.

    —El hecho decisivo fue que tú no quisieras tener hijos —había argumentado el marido.
    Hacía tres años que habían llegado a un acuerdo de divorcio, pero, meses atrás, alguien había hecho añicos los cristales de las ventanillas y los faros del Honda Accord de Satsuki, estacionado en el aparcamiento del hospital, y había escrito en el capó con pintura blanca: COCHE JAPONÉS. Ella había llamado a la policía. Tras rellenar la denuncia, el corpulento policía negro encargado del caso le había dicho:
    —Doctora, esto es Detroit. La próxima vez cómprese un Ford Taurus.
    A raíz de ese incidente, Satsuki se hartó definitivamente de vivir en América y decidió volver a Japón. Consiguió un puesto en el Hospital Universitario de Tokio.
    —Pero ¿qué haces? ¿Te vas justo ahora que empezamos a recoger los frutos de tantos años de trabajo? —le había dicho un compañero de investigación indio, intentando disuadirla—. Piensa que, si seguimos un poco más, es posible que incluso nos nominen para el Premio Nobel.
    Pero la decisión de Satsuki de volver a su país era inquebrantable. En su interior, algo se había roto para siempre.
    Una vez finalizada la conferencia, Satsuki se quedó sola en el hotel de Bangkok. «Me las he ingeniado para tomarme unas vacaciones después de la conferencia. Me voy a una zona turística de por aquí a descansar una semanita», les dijo a todos. «Leeré, nadaré, tomaré cócteles fríos junto a la piscina.» «¡Qué suerte!», dijeron todos. «En esta vida, hay que tomarse un respiro de vez en cuando. Es bueno para la tiroides.» Estrechó la mano de todos sus amigos, los abrazó y se separó de ellos con la promesa de un pronto reencuentro.
    A la mañana siguiente, tal como estaba previsto, una limusina se detuvo frente al hotel a recogerla. Era un Mercedes Benz azul marino de un modelo antiguo, bellamente bruñido y reluciente como una joya, sin una nube que empañase la carrocería. Era más hermoso que un coche nuevo. Parecía salido de alguna fantasía irreal. El conductor, que hacía las veces de guía, era un tailandés delgado que debía de pasar de los sesenta años. Llevaba una blanquísima camisa almidonada de manga corta, una corbata negra de seda, gafas de sol oscuras. Bronceado, el cuello largo y fino. Se detuvo ante Satsuki y, en vez de tenderle la mano, inclinó levemente la cabeza juntando las manos delante al estilo japonés.
    —Llámeme Nimit. Permítame que la acompañe a lo largo de esta semana, doctora.
    No estaba claro si Nimit era el apellido o el nombre de pila. Pero, en todo caso, se llamaba Nimit. Hablaba un inglés muy educado y fácil de entender. Su acento no poseía la llaneza del inglés americano ni la entonación afectada del británico. En realidad, Nimit apenas tenía acento. Satsuki había oído antes aquel inglés en alguna parte, pero no recordaba dónde.
    —Mucho gusto —dijo Satsuki.
    Ambos atravesaron la calurosa, atestada, ruidosa y contaminada ciudad de Bangkok. Había un gran embotellamiento, la gente vociferaba, el claxon de los coches rasgaba el aire como las alarmas de un bombardeo aéreo. Y, encima, los elefantes deambulaban por medio de la calzada. Y no se trataba sólo de uno o de dos.
    —¿Qué están haciendo todos estos elefantes en la ciudad? —le preguntó Satsuki a Nimit.
    —Los campesinos traen elefantes a la ciudad sin parar —le explicó Nimit educadamente—. En principio, destinan estos elefantes a las labores de silvicultura. Pero, como eso no les da para vivir, los hacen actuar para los turistas y así consiguen algún dinero extra. De modo que, en el centro de la ciudad, el número de elefantes ha ido creciendo y creciendo hasta llegar a representar una gran molestia para los ciudadanos. A veces, los elefantes se asustan y echan a correr desbocados por la calle. El otro día, sin ir más lejos, un elefante destrozó varios coches. La policía intenta controlar la situación, claro está. Pero no puede confiscar los elefantes a sus amos. No tiene dónde dejarlos y, además, mantenerlos cuesta lo suyo. Así que no le queda más remedio que dejarlo correr.
    Al fin, el coche logró salir de la ciudad, entró en la autopista y tomó rumbo hacia el norte. Nimit extrajo una cinta de casete de la guantera, la introdujo en el estéreo del coche y la hizo sonar a bajo volumen. Era jazz. Una vieja melodía que Satsuki recordaba muy bien.
    —¿Le importaría ponerla más alta? —dijo Satsuki.
    —Faltaría más —repuso Nimit, y subió el volumen. Se trataba de I Can’t Get Started. La misma versión que tantas veces le habían hecho escuchar en el pasado.
    —Howard McGhee a la trompeta, Lester Young al saxofón tenor —musitó Satsuki como si hablara consigo misma—. Interpretado por JATP.
    Nimit miró el rostro de Satsuki reflejado en el retrovisor.
    —¡Vaya! Veo que es toda una experta. ¿Le gusta mucho el jazz, doctora?
    —A mi padre le apasionaba. De pequeña, me hacía escuchar jazz muy a menudo. Me ponía la misma melodía una vez tras otra y me hacía aprender el nombre de los intérpretes. Cuando se los decía todos sin equivocarme, me regalaba un pastel. Por eso ahora aún los recuerdo. Pero sólo los del viejo jazz. Lionel Hampton, Bud Powell, Earl Hines, Harry Edison, Buck Clayton..., A los nuevos no los conozco.
    —Yo también escucho sólo a los antiguos. ¿A qué se dedicaba su padre?
    —Era médico, claro. Pediatra. Pero murió poco después de que yo entrara en el instituto.
    —Lo siento mucho —dijo Nimit—. ¿Y usted sigue escuchando jazz, doctora?
    Ella negó con la cabeza.
    —No, hace mucho tiempo que no. Dio la casualidad de que mi marido odiaba el jazz. Para él sólo existía la ópera. En casa teníamos un equipo magnífico, pero si yo ponía otra música que no fuera ópera, él torcía el gesto. En este mundo quizá no haya gente más estrecha de miras que la apasionada por la ópera. Pero ¿sabe? Ahora que mi marido y yo estamos separados, aunque no vuelva a escuchar ópera nunca más en mi vida, dudo que la eche de menos.
    Nimit sólo apuntó un pequeño gesto afirmativo con la cabeza, sin añadir nada más. Se limitó a asir el volante del Mercedes manteniendo la vista clavada en la carretera ante sí. Tenía una manera muy hermosa de manejar el volante. Colocaba las manos exactamente en el mismo punto y, al cambiarlas de posición, mantenía siempre el mismo ángulo. Empezó a sonar otra vieja melodía familiar: I’ll Remember April, de Erroll Garner. Justamente,
Concert by The Sea, de Garner, era el disco favorito de su padre. Satsuki cerró los ojos y se sumergió en los recuerdos del pasado. Hasta el momento en que su padre había muerto de cáncer, todo a su alrededor había ido bien. Jamás le había ocurrido nada malo. Luego, en escena, se había producido un inesperado fundido en negro (ella había descubierto de pronto que su padre ya no estaba) y todo se había torcido. Como si hubiese empezado una obra totalmente distinta. No había transcurrido ni siquiera un mes desde su muerte cuando su madre se había desembarazado de la colección de discos de jazz de su padre y del gran aparato estéreo.
    —¿De qué región de Japón es usted, doctora?
    —De Kyoto —dijo Satsuki—. Pero allí sólo viví hasta los dieciocho años. Luego apenas he vuelto.
    —¿Kyoto no estará, por casualidad, tocando a Kobe?
    —No está lejos, pero tampoco está al lado. Vaya, como mínimo, en Kyoto apenas se han notado los efectos del terremoto.
    Nimit cambió de carril, adelantó de golpe, sin esfuerzo alguno, a varios camiones grandes cargados de ganado y luego volvió a situarse en el carril de la derecha.
    —Eso es lo principal. A causa del terremoto de Kobe del mes pasado ha muerto mucha gente. Lo he visto en las noticias. Es algo muy triste. ¿Usted, doctora, no tiene ningún conocido en Kobe?
    —No, no creo que conozca a nadie de allá —dijo ella. Pero no era cierto. En Kobe vivía
aquel hombre.
    Nimit enmudeció unos instantes. Después añadió, volviéndose ligeramente hacia ella.
    —Es algo muy extraño. Me refiero a los terremotos. Nosotros estamos firmemente convencidos de que, bajo nuestros pies, la tierra es algo consistente, sólido, inamovible. Existe incluso la expresión: «Tocar de pies en el suelo». Sin embargo, un día, de repente nos damos cuenta de que no es así. La tierra y las rocas, que se suponían sólidas, se reblandecen. Eso es lo que he oído en las noticias de la televisión. Creo que han hablado de «licuación». Por suerte, en Tailandia apenas hay grandes terremotos.
    Satsuki se recostó en el asiento, cerró los ojos. Envuelta en el silencio se concentró en la interpretación de Erroll Garner. «A aquel hombre», pensó, «ojalá le haya caído encima algo duro y pesado y lo haya despanzurrado. Ojalá se lo haya tragado la tierra deshecha y convertida en lodo. Eso es justamente lo que he deseado durante mucho tiempo.»
    El coche, conducido por Nimit, llegó a su destino a las tres de la tarde. A mediodía, Nimit había detenido el automóvil en una estación de servicio al pie de la autopista y habían descansado un poco. Satsuki se había tomado un café grumoso en la cafetería y apenas había comido medio donut muy dulce. El lugar elegido para pasar las vacaciones era un hotel de lujo entre las montañas. Los edificios se asomaban uno tras otro al torrente que atravesaba el valle. En las laderas florecían desordenadamente flores de colores primarios y los pájaros revoloteaban, entre agudos trinos, de un árbol a otro. Para ella habían dispuesto un bungalow independiente. Tenía un amplio y claro cuarto de baño, una cama con un distinguido baldaquino, servicio de habitaciones durante todo el día. En el vestíbulo había una biblioteca donde podía pedir libros, cedés y vídeos. Todo estaba muy limpio, cuidado hasta el mínimo detalle, con lujo, sin escatimar dinero.
    —Hoy debe de estar cansada por el largo viaje —dijo Nimit—. Descanse bien, doctora. Mañana vendré a buscarla a las diez de la mañana y la llevaré a la piscina. Bastará con que traiga el bañador y una toalla.
    —¿A la piscina? Pero si ya hay una piscina grande en este hotel. Al menos, eso es lo que he oído.
    —La piscina del hotel está muy llena. Y como el señor Rapaport me ha dicho que lo que usted quiere es nadar en serio, me he permitido buscarle una piscina, cerca de aquí, donde pueda hacer largos. Se tiene que pagar algo, pero no mucho. Estoy seguro de que le gustará.
    John Rapaport era un americano amigo de Satsuki y era él quien había organizado su estancia en Tailandia. Rapaport había ido rodando por el Sudeste Asiático como corresponsal de prensa desde la época de los jemeres rojos y también era muy conocido en Tailandia. Había sido él quien le había recomendado los servicios de Nimit como guía y chófer. «Tú no hace falta que pienses en nada. Tú no digas nada, déjalo hacer y todo irá bien. Es todo un personaje», le había dicho Rapaport con una sonrisa maliciosa.
    —De acuerdo. Lo dejo en sus manos —le dijo Satsuki a Nimit.
    —Entonces, mañana a las diez.
    Satsuki deshizo el equipaje, alisó las arrugas de sus vestidos y faldas y los colgó en perchas; luego se puso el traje de baño y se dirigió a la piscina. Ciertamente, tal como había dicho Nimit, no era una piscina para nadar en serio. Tenía forma de haba, con una hermosa cascada en el centro, y los niños se lanzaban la pelota en la zona menos profunda. Dejó correr la idea denadar, se tendió bajo un parasol, pidió un Tío Pepe con Perrier, se enfrascó, en el punto donde la había dejado, en la nueva novela de John Le Carré. Cuando se cansó de leer, se tapó la cara con el sombrero y echó una cabezada. Soñó con un conejo. Fue un sueño breve. Un conejo temblaba dentro de una caseta rodeada por una tela metálica. Era medianoche y el conejo parecía presentir la llegada de algo. Al principio, ella observaba el conejo desde fuera, pero, a partir de cierto momento, ella misma se había convertido en el conejo. Podía vislumbrar vagamente entre las tinieblas la silueta de ese algo. Incluso después de despertarse conservó un desagradable regusto en la boca.
    Ella sabía que aquel hombre vivía en Kobe. Incluso conocía su dirección y número de teléfono. Jamás le había perdido la pista. Justo después del terremoto, Satsuki había llamado a su casa, pero, tal como era previsible, no había podido establecer comunicación. «Ojalá tu casa esté aplastada», pensó ella. «Y tú y toda tu familia os encontréis en la calle, sin blanca. Porque, teniendo en cuenta lo que tú has hecho con mi vida, teniendo en cuenta
los hijos que yo debería haber tenido, eso es lo que te mereces.»
    La piscina que Nimit había encontrado estaba a una media hora en coche del hotel. Se tenía que atravesar una montaña y, cerca de la cima, había un bosque donde vivían muchos monos. A lo largo del camino había sentados, uno junto al otro, unos monos con el pelaje de color gris, contemplando en silencio, con ojos de profeta, cómo el coche pasaba de largo.
    La piscina se hallaba dentro de un amplio y misterioso solar, circundado por un alto muro, con una solemne verja de hierro en la entrada. En cuanto Nimit bajó el cristal de la ventanilla y lo saludó, el guarda abrió la verja sin pronunciar palabra. Tras avanzar por una calzada cubierta de grava desembocaron ante un viejo edificio de piedra de dos plantas en cuya parte trasera había una piscina larga y estrecha. Aunque algo deslucida por el uso, era una piscina reglamentaria con tres carriles de veinticinco metros de longitud. Estaba rodeada por árboles y césped, el agua se veía límpida, no había un alma. En el borde de la piscina se alineaban algunas tumbonas de madera. En los alrededores reinaba un silencio absoluto, no se percibía signo de presencia humana.
    —¿Qué le parece? —preguntó Nimit.
    —Es fantástica —dijo Satsuki—. ¿Es un club deportivo?
    —Algo así. Pero, por determinadas razones, ahora apenas se usa. De modo que usted podrá nadar sola tanto como desee. Ya está todo arreglado.
    —Gracias. Es usted muy competente, Nimit.
    —Muchas gracias —repuso él haciendo una reverencia con rostro inexpresivo. Muy a la antigua usanza—. Aquella caseta de allí es el vestuario, dentro hay lavabo y ducha. Puede utilizarla cuando quiera. Yo estaré esperando en el coche. Si me necesita, no dude en llamarme.
    A Satsuki le había gustado la natación desde joven y, en cuanto tenía un rato libre, iba a la piscina del gimnasio. Un entrenador le había enseñado a nadar de forma correcta. Mientras nadaba, lograba ahuyentar de su mente todos los recuerdos negativos. Cuando llevaba largo tiempo en el agua se sentía libre como un pájaro surcando el cielo. Gracias a aquel ejercicio moderado y constante jamás había tenido que guardar cama por enfermedad, jamás se había sentido en baja forma física. Tampoco había acumulado kilos de más. Su cuerpo ya no era el mismo que cuando era joven, evidentemente, y su carne no poseía la firmeza de antes. Sus caderas, en especial, se habían redondeado de forma irremisible. Pero no se pueden pedir milagros. Satsuki tampoco pretendía convertirse en modelo publicitaria. Aparentaba unos buenos cinco años menos de los que tenía y, con eso, se sentía más que satisfecha.
    A la hora del almuerzo, Nimit le llevó al borde de la piscina un té frío y unos sándwiches sobre una bandeja de plata. Unos sándwiches vegetales con queso, cortados con esmero en forma de pequeños triángulos.
    —¿Los ha hecho usted? —preguntó Satsuki sorprendida.
    Al oírlo, el rostro de Nimit perdió parte de su inexpresividad habitual.
    —No, doctora. Yo no cocino. He pedido que me los preparen.
    Satsuki estuvo a punto de preguntar: «¿Y a quién?», pero no lo hizo. Ya se lo había dicho Rapaport: si se callaba y lo dejaba hacer, todo iría de maravilla. Los sándwiches no estaban mal. Después del almuerzo se tomó un descanso, escuchó una cinta del Benny Goodman Sextet que le había prestado Nimit en un walkman que llevaba consigo y leyó. Por la tarde nadó un rato más y, a las tres, regresó al hotel.
    Durante los cinco días siguientes repitió exactamente lo mismo. Nadó cuanto quiso, comió sándwiches vegetales con queso, escuchó música, leyó. No puso los pies en ningún otro lugar aparte de la piscina. Lo que Satsuki deseaba era un descanso absoluto,
no pensar en nada.
    Siempre nadaba sola. Tal vez por proceder de un manantial subterráneo, el agua de aquella piscina entre montañas estaba fría como el hielo y, al principio, a Satsuki se le cortaba la respiración, pero después, a fuerza de hacer largos, su cuerpo se caldeaba y alcanzaba la temperatura idónea. Cuando se cansaba de nadar a crol, se quitaba las gafas y nadaba de espaldas. Sobre su cabeza flotaban unas nubes blancas; pájaros y libélulas atravesaban el cielo. Satsuki se decía: «¡Ojalá pudiera seguir así eternamente!».
    —¿Dónde ha aprendido inglés? —le preguntó Satsuki a Nimit en el coche, tras dejar la piscina, de vuelta al hotel.
    —Durante treinta y tres años, trabajé como chófer en Bangkok para un joyero noruego. El señor y yo hablábamos siempre en inglés.
    «¡Ah, claro!», se dijo Satsuki convencida. Recordó que, cuando trabajaba en el hospital de Baltimore, entre sus colegas había un médico danés que hablaba un inglés idéntico. Un inglés de gramática precisa, acento poco pronunciado, carente de expresiones familiares. Fácil de entender, limpio, con cierta falta de gracia. «¡Qué curioso!», se dijo Satsuki. «¡Mira que venir a Tailandia y que te hablen en un inglés noruego!»
    —A él le gustaba mucho el jazz y, durante los desplazamientos en coche, siempre escuchaba alguna cinta. De ese modo, yo, que conducía, me fui familiarizando con el jazz. Cuando murió, hace tres años, me dejó este coche y las cintas de casete. La que está escuchando usted ahora es una de ellas.
    —¿Entonces, cuando su patrón falleció, usted se independizó y empezó a trabajar como chófer y guía para turistas?
    —Así es —dijo Nimit—. En Tailandia hay muchos chóferes-guía, pero tal vez yo sea el único que posee un Mercedes.
    —Seguro que su patrón confiaba plenamente en usted.
    Nimit permaneció largo tiempo en silencio. Parecía estar considerando la respuesta. Después habló.
    —Doctora, yo estoy soltero. Nunca me he casado. Durante treinta y tres años fui, día tras día, la sombra del señor. Lo seguía adondequiera que fuese, lo ayudaba en todo lo que hacía. Era como si me hubiese convertido en una parte de él. Y cuando vives mucho tiempo de esta forma, acabas por no saber siquiera qué es lo que tú deseas en realidad. —Nimit subió un poco el volumen del estéreo del automóvil. Un saxofón tenor estaba ejecutando un solo de tonos graves—. Eso puede aplicarse, por ejemplo, a esta música. Él me decía: «Nimit, escucha esta melodía con atención. Ve siguiendo cada una de las líneas de improvisación de Coleman Hawkins. Fíjate bien, intenta descubrir qué intenta decirnos con ellas. Aquí nos está hablando de un espíritu libre que pugna por escapar del interior de su pecho. Y ese espíritu está dentro de mí, y también está dentro de ti. ¡Fíjate! Puedes oír su eco, ¿verdad? Un suspiro cálido, un estremecimiento del corazón». Eso es lo que me decía. Y yo escuchaba esta música una y otra vez, infinitas veces, aguzaba el oído y lograba descubrir el eco del espíritu. Pero ¿sabe?, no puedo asegurar que fueran realmente mis oídos los que lo percibían. Al estar con alguien durante tanto tiempo, obedeciendo sus palabras, en cierto sentido acabas uniéndote a él en cuerpo y alma. ¿Comprende lo que intento decir?
    —Creo que sí —dijo Satsuki. Mientras escuchaba a Nimit, a Satsuki se le ocurrió de repente que tal vez Nimit y su patrón hubieran mantenido una relación homosexual. Claro que eso no pasaba de ser una mera conjetura fruto de la intuición. Sin fundamento. Pero le daba la sensación de que, viéndolo de ese modo, sus palabras cobraban sentido.
    —Sin embargo, yo no me arrepiento de nada. Si estuviera en mis manos vivir otra vez, volvería a hacer lo mismo. Exactamente lo mismo. ¿Y usted, doctora?
    —No lo sé, Nimit —dijo Satsuki—. No tengo la menor idea.
    Nimit no añadió nada más. Cruzaron la montaña donde estaban los monos grises y regresaron al hotel.
    La mañana siguiente era la última antes del regreso de Satsuki a Japón y, al volver de la piscina, Nimit la llevó a una aldea cercana.
    —Doctora, querría pedirle un favor —dijo Nimit mirándola por el retrovisor—. Un favor personal.
    —¿De qué se trata? —dijo Satsuki.
    —¿Podría concederme una hora? Hay un lugar adonde me gustaría llevarla.
    Satsuki repuso que no le importaba. No preguntó siquiera de qué lugar se trataba. Hacía tiempo que había decidido dejarlo todo en manos de Nimit.
    Aquella mujer vivía en una casucha a la salida de la aldea. Era una casa pobre, en una aldea pobre. Una sucesión de minúsculos campos de arroz apretados los unos sobre los otros a lo largo de la pendiente, un ganado flaco y sucio. Caminos llenos de charcos, olor a boñiga flotando por todas partes. Un perro con el sexo al descubierto vagaba por los alrededores, una motocicleta de 50cc pasó con un ruido ensordecedor despidiendo salpicaduras de barro a ambos lados del camino. Niños casi desnudos, alineados de pie al borde del camino, seguían con mirada fija el paso de Nimit y Satsuki. Ella se asombró de que hubiera una aldea tan miserable justo al lado del hotel de lujo.
    Era una mujer muy anciana. Tal vez llegara a los ochenta años. Su piel estaba ennegrecida como el cuero gastado, y unas profundas arrugas cubrían todo su cuerpo formando surcos. Tenía la espalda encorvada, llevaba un holgado vestido floreado de una talla mayor que la suya. Al verla, Nimit unió las palmas de las manos en ademán de saludo. Ella hizo lo mismo.
    Satsuki y ella se sentaron cara a cara, con la mesa de por medio; Nimit se aposentó a un lado. Nimit y la anciana intercambiaron unas palabras. Para su edad, su voz era muy enérgica. Por lo visto, conservaba también todos los dientes. Luego, ella dirigió la vista al frente, clavó los ojos en los de Satsuki. Su mirada era muy penetrante. Sin un solo parpadeo. Bajo su mirada, Satsuki sintió el desasosiego de un animalito encerrado en un cuarto estrecho sin posibilidad de escapatoria. Se encontró de repente con el cuerpo anegado en sudor. Su rostro ardía, respiraba con dificultad. Hubiese querido tomar una de las píldoras que llevaba en el bolso. Pero no tenía agua. Había dejado el agua mineral dentro del coche.
    —Ponga las dos manos sobre la mesa —dijo Nimit. Satsuki obedeció. La anciana alargó el brazo y tomó la mano derecha de Satsuki. Su mano era pequeña, pero fuerte. Durante unos diez minutos (o quizá fueran dos o tres), la anciana mantuvo asida la mano de Satsuki en silencio, los ojos clavados en los suyos. Satsuki le devolvía una mirada desmayada, secándose de vez en cuando el sudor de la frente con el pañuelo que tenía en la mano izquierda. Finalmente, la anciana exhaló un hondo suspiro y soltó la mano de Satsuki. Luego se dirigió a Nimit y le estuvo diciendo algo en tailandés. Nimit se lo tradujo al inglés.
    —Dice que hay una piedra dentro deusted. Una piedra blanca y dura. Grande como el puño de un niño. No sabe de dónde ha venido.
    —¿Una piedra? —dijo Satsuki.
    —En la piedra hay algo escrito, pero está en japonés y no puede leerlo. Hay trazados unos pequeños caracteres en tinta negra. Es algo muy antiguo, usted debe de llevar muchos años viviendo con ello en su interior. Debe deshacerse de esa piedra. Si no lo hace, esa piedra permanecerá, ella sola, incluso después de que usted haya muerto y hayan incinerado su cuerpo.
    Entonces la anciana se dirigió a Satsuki y le habló largamente en un pausado tailandés. Por el timbre de su voz, Satsuki comprendió que se trataba de algo importante. Nimit volvió a traducírselo al inglés.
    —Dentro de poco, usted soñará con una serpiente muy grande. Una serpiente que va saliendo, poco a poco, de un agujero en la pared. Una gran serpiente cubierta de escamas verdes. Cuando la serpiente haya asomado alrededor de un metro, agárrela con fuerza por la base de la cabeza. Agárrela y no la suelte. A primera vista, parece un animal terrorífico, pero no puede hacerle ningún daño. No debe tenerle miedo. Agárrela fuerte con las dos manos. Con todas sus fuerzas, como si le fuese la vida en ello. Debe asirla hasta despertar. La serpiente se tragará la piedra. ¿Lo ha comprendido?
    —Pero... ¿qué significa...?
    —Diga: «Lo he comprendido» —instó Nimit con gravedad.
    —Lo he comprendido —dijo Satsuki.
    La anciana asintió en silencio. Se dirigió de nuevo a Satsuki y añadió algo más.
    —Ese hombre no está muerto —tradujo Nimit—. No ha sufrido ni un rasguño. Quizá no sea esto lo que usted deseaba, pero para usted es mejor así. Debe agradecer su buena suerte.
    La anciana volvió a decirle unas cuantas palabras más a Nimit.
    —Ha terminado —dijo Nimit—. Volvamos al hotel.
    —¿Es una adivina? —le preguntó Satsuki a Nimit dentro del coche.
    —No, no es ninguna adivina, doctora. De la misma manera que usted sana el cuerpo de las personas, ella sana su alma. Principalmente predice sueños.
    —Tendría que haberle dejado alguna gratificación. Estaba tan aturdida por todo que se me ha olvidado.
    Nimit tomó una curva cerrada del sendero de montaña junto con un preciso cambio de marcha.
    —Ya he pagado yo. No es una cantidad por la que tenga que preocuparse, doctora. Le ruego que lo considere una muestra de mi simpatía hacia usted.
    —¿Lleva usted allí a todas las personas a las que les hace de guía?
    —No, doctora. Usted es la única a la que he llevado allí.
    —¿Y eso por qué?
    —Usted es hermosa, doctora. Lúcida y fuerte. Pero siempre parece que vaya arrastrando su corazón. A partir de ahora, usted deberá iniciar los preparativos para encaminarse hacia la muerte. De ahora en adelante, si concentra todas sus fuerzas en vivir, no será capaz de morir bien. Debe ir cambiando, poco a poco, de marcha. Porque, doctora, vivir y saber morir, en cierto sentido, tienen un valor equivalente.
    —Dígame, Nimit —dijo Satsuki quitándose las gafas de sol e inclinándose sobre el asiento del copiloto.
    —¿Sí, doctora?
    —¿Usted está preparado para morir bien?
    —Yo ya estoy medio muerto, doctora —dijo Nimit como si fuera obvio.
    Aquella noche, en su amplio y limpio lecho, Satsuki lloró. Fue consciente de que iba encaminándose hacia la muerte. Fue consciente de que en su interior había una piedra dura y blanca. Fue consciente de que, en alguna parte, entre tinieblas, se escondía una serpiente cubierta de escamas verdes. Pensó en el niño que no había nacido. Ella lo había aniquilado, lo había arrojado dentro de un pozo sin fondo. Y, después, había odiado a aquel hombre durante treinta largos años. Había deseado que muriera en medio de la más atroz de las agonías. Para ello, en su fuero interno, había deseado incluso el terremoto. En cierto sentido, era ella quien había provocado aquel terremoto. «Él convirtió mi corazón en una piedra, convirtió mi cuerpo en una piedra. Allá a lo lejos, en la montaña, los monos grises clavaban sus ojos en mí, en silencio.
Porque, doctora, vivir y saber morir, en cierto sentido, tienen un valor equivalente.
»
    Después de facturar su equipaje en el mostrador del aeropuerto, Satsuki entregó a Nimit un billete de cien dólares dentro de un sobre.
    —Muchas gracias por todo. Gracias a usted he disfrutado de unas vacaciones muy agradables. Éste es un regalo personal para usted —dijo ella.
    —Le agradezco mucho el detalle, doctora —dijo Nimit tomando el sobre.
    —Oiga, Nimit, ¿cree que tendríamos tiempo de tomar una taza de café juntos?
    —La acompañaré con mucho gusto.
    Ambos entraron en la cafetería y tomaron un café. Satsuki lo tomó solo, Nimit con mucha crema de leche. Satsuki permaneció largo tiempo dándole vueltas a la taza sobre el platito.
    —A decir verdad, hay un secreto que nunca he confiado a nadie —dijo Satsuki, una vez dispuesta a abordar el tema, dirigiéndose a Nimit—. Jamás he sido capaz de hablar de ello. He vivido siempre cargando con ello yo sola. Pero hoy quiero que me escuche. Tal vez sea porque probablemente no volvamos a vernos jamás. Después de que mi padre muriera de repente, mi madre, sin decirme una palabra...
    Nimit levantó hacia ella las palmas extendidas de ambas manos. Sacudió la cabeza con fuerza.
    —No, doctora. Por favor. No debe decir nada más. Espere el sueño tal como le dijo aquella mujer. Comprendo muy bien cuáles son sus sentimientos, pero éstos, una vez se traducen en palabras, se convierten en mentiras.
    Satsuki se tragó sus palabras, enmudeció, cerró los ojos en silencio. Aspiró una profunda bocanada de aire, la exhaló.
    —Espere el sueño, doctora —le dijo Nimit con dulzura, como si la convenciera—. Ahora tiene que ser paciente. Destierre las palabras. Las palabras se convierten en piedras.
    Alargó el brazo y asió la mano de Satsuki en silencio. Su mano tenía un tacto sorprendentementeliso, juvenil. Como si hubiese estado protegida siempre por un guante de buena calidad. Satsuki abrió los ojos y lo miró de frente. Nimit le soltó la mano, y entonces puso las suyas sobre la mesa con los dedos entrelazados.
    —Mi señor noruego era originario de Laponia —dijo Nimit—. Como usted sabrá, Laponia es la región que se encuentra en el extremo más septentrional de Noruega. Está cerca del Polo Norte, hay muchos renos. En verano no hay noche; en invierno, no hay día. Él es posible que llegara a Tailandia huyendo del frío. Porque puede decirse que es un lugar diametralmente opuesto. Él amaba Tailandia y había decidido acabar sus días aquí. Sin embargo, hasta el día de su muerte, añoró el pueblo de Laponia donde había nacido. A mí me contaba muchas cosas de aquel pequeño pueblo. A pesar de ello, durante treinta y tres años no volvió a Noruega ni una sola vez. Seguro que allí debió de ocurrirle algo especial. Él también tenía una piedra dentro.
    Nimit tomó la taza de café, bebió un pequeño sorbo, la depositó sobre el platito con cuidado para que no hiciera ruido.
    —Una vez me contó una historia sobre los osos polares. Sobre lo solitarios que llegan a ser. Sólo se aparean una vez al año. Una sola vez. En su mundo, no existe nada parecido a una relación de pareja. En una tierra helada, un oso polar macho y un oso polar hembra se encuentran de manera fortuita y, entonces, copulan. No es una cópula muy larga. Al acabar el acto, el macho se retira de un salto de encima de la hembra, veloz como si temiera algo, y huye corriendo del lugar del apareamiento. Huye a todo correr, literalmente hablando, sin volver la vista atrás. Y vive el año siguiente inmerso en la soledad más absoluta. No hay la menor comunicación entre uno y otro. El menor contacto. Ésta es la historia de los osos polares. En todo caso, al menos, eso es lo que él me contó.
    —¡Qué historia más extraña! —dijo Satsuki.
    —Pues sí. Es una historia extraña —admitió Nimit con rostro grave—. En aquel instante, yo le hice una pregunta a mi señor: «Entonces, ¿para qué viven los osos polares?». Y él, con una sonrisa satisfecha, como si hubiera adivinado sus pensamientos, me hizo, a su vez, otra pregunta: «Y entonces, Nimit, ¿para qué vivimos nosotros?».
    El avión despegó, se apagó la señal que indicaba mantener los cinturones abrochados. Satsuki se dijo: «Otra vez de vuelta a Japón». Intentó pensar en lo que sucedería a su regreso, lo dejó correr. «Las palabras se convierten en piedras», había dicho Nimit. Se arrellanó en su asiento, cerró los ojos. Recordó el color del cielo que se extendía ante sus ojos mientras nadaba de espaldas en la piscina. Se acordó de la melodía de I’ll Remember April, de Erroll Garner. «Voy a dormir», se dijo. Sólo dormir. Y esperaría a que llegara el sueño.


Haruki Murakami
Después del terremoto


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