«Cuando sea mayor fumaré opio». Su nombre es William Lee, un hombre de clase alta, que ha viajado por el mundo, pero que vive una evidente decadencia, evidenció desde joven su poco apego a los convencionalismos sociales, su carácter sibarita, su homosexualidad y su curiosa inclinación a probar varios tipos de drogas, la heroína, sobre todo, que lo llevará al punto más bajo de su existencia.
«¿Qué es lo que hace que un hombre se convierta en un drogadicto?», se pregunta el autor en el libro. Es una interrogante que muchos se han hecho a lo largo del tiempo y que es muy difícil responder desde afuera. William S. Burroughs lo hace desde adentro, incluso, desde la propia hipodérmica que se clava con puntualidad en brazos y otros rincones del cuerpo, mientras su sangre confluye con la droga en una mezcla turbia que le irá robando alma y lucidez. Si hubiera solo algo de heroico en un personaje que cuenta su viaje en la heroína sería precisamente eso, ser capaz de contarlo, a pesar de los estragos de una droga inclemente y cruel.
«La respuesta es que uno normalmente no se propone convertirse en drogadicto» —escribe en Yonqui—. «Nadie se despierta una mañana y decide ser drogadicto. Por lo menos es necesario pincharse dos veces al día durante tres meses para adquirir el hábito. Y uno no sabe realmente lo que es la enfermedad de la droga hasta que ha tenido varios hábitos».
«Yonqui» —castellanización de junkie o junky, palabra usada para referirse a los adictos a la heroína—, publicado en 1953, narra el descenso a los infiernos del autor, sin Virgilio que lo guíe o que le ofrezca, al menos, un purgatorio donde refugiarse. Bajo el seudónimo de William Lee —un poco para evitar la censura, otro poco para no involucrar a su influyente parentela— Burroughs cuenta, sin medirse en detalles, el camino que lo llevó a convertirse en un adicto que se inyectaba droga todos los días, varias veces al día, cuando no estaba traficando o robando para sostener su vicio.
Cuando publicó el libro tenía treinta y nueve años y hacía menos de dos que, en el número 122 de la calle de Monterrey, en la Ciudad de México, le había disparado en la cabeza a su esposa Joan Vollmer, accidentalmente, mientras practicaban un juego a lo Guillermo Tell, obnubilados en alcohol y benzedrina, otra droga usual en su menú de aquellos años. Burroughs le apuntó al vaso de gin que Joan se puso sobre la cabeza y falló el tiro. La que hasta hace unos segundos había sido su mujer, yacía ahora frente inerte frente a él, con el cráneo destrozado.
Convertirse en un asesino, paradójicamente, gatilló en él un impulso literario decidido a retar a la sociedad conservadora, aquella a la que también pertenecía su propia familia, descendientes de William Seward Burroughs, inventor de la primera máquina de sumar, lo que le seguía otorgando a su progenie millonarias regalías. Eso le había permitido estudiar literatura, entregarse a la vida bohemia, viajar por algunas ciudades de Europa, África o América y pasar semanas enteras drogándose sin tener que trabajar. Sin embargo, a diferencia de la inmensa mayoría de adictos que conoció en sus días más oscuros y en los rincones más sórdidos, Burroughs tenía talento, aunque matar haya sido lo que lo llevó a convertirse en escritor. Como plus, ya sumaba entre sus amigos al círculo primario de la Beat Generation, que lo veía como un patriarca: Allen Ginsberg, Jack Kerouac o Neil Cassady, benditos o malditos según como se mire.
Cuando en 1953 William S. Burroughs decidió publicar Yonqui, su debut literario, era muy poco común hablar tan abiertamente como él lo hacía allí sobre el consumo de drogas o la homosexualidad. Enfrentado al juicio moral de su época, el autor se convirtió en uno de los iconos de la contracultura norteamericana. Setenta años después, leerlo sigue siendo un desafío.
El yanqui yonqui
«Uno se hace adicto a los narcóticos porque carece de motivaciones fuertes en cualquier otra dirección. La droga se impone por defecto. Yo empecé por cuestión de curiosidad. Seguí pinchándome mientras pude conseguir droga. Terminé colgado de ella. La mayor parte de los adictos con los que he hablado cuentan una experiencia semejante. No empezaron a utilizar drogas por ninguna razón que sean capaces de recordar», confiesa William Lee, alter ego del autor, en las páginas iniciales del libro.
Yonqui fue lanzado por Ace Books, una editorial de libros baratos de ciencia ficción, misterio, wéstern o romance que competían con los cómics o seriales y cuyas publicaciones nunca aparecían en las reseñas de los críticos más serios. Quizás por eso no hubo un aspaviento mayor, porque en aquellos años el texto no era solo escandaloso, sino impublicable. Apareció con el subtítulo «Confesiones de un adicto no redimido» y tomó mayor relevancia pocos años después, tras la aparición de El Almuerzo desnudo (1959), novela de Burroughs censurada en el estado de Massachusetts por obscenidad. La polémica alcanzó la Corte Suprema de ese estado en junio de 1966. Entre los testigos de la defensa estuvieron Norman Mailer y Allen Ginsberg. Finalmente, aquel libro sería considerado por la justicia norteamericana como «No obsceno» y puede, al igual que Yonqui, seguirse leyendo, disfrutando y reinterpretando hasta hoy en bibliotecas, librerías, casas y plazas alrededor del mundo como crudo testimonio de su tiempo.
«Estoy forzado a llegar a la atroz conclusión de que nunca me hubiera convertido en escritor si no hubiera sido por la muerte de Joan» —escribió Burroughs—, «y de darme cuenta de cuánto este evento ha motivado y dado forma a mi escritura. Vivo con la constante amenaza de estar poseído y una permanente necesidad de huir de esa posesión, del control. La muerte de Joan me puso en contacto con el invasor, el Espíritu Maligno que me llevó hacia una lucha que me ha consumido toda la vida y en la cual no tengo ninguna alternativa, salvo escribir».
A lo largo de su vida, Burroughs convirtió en curiosa excentricidad su debilidad por las drogas. Siempre llevó hasta el límite esta condición. En 1989 apareció en Drugstore Cowboy, película de Gus Van Sant sobre un grupo de adictos que roba farmacias para doparse con lo que encuentren. El autor, nacido en St. Louis, Misouri, en 1914, interpretaba al padre Tom Murphy, un antiguo cura que se tomaba su adicción a los narcóticos religiosamente. Él mismo escribió sus diálogos y contextualizó su personaje, otorgándole una potente historia de fondo. Allí decía cosas como «Los narcóticos han sido sistemáticamente chivos expiatorios y demonizados» o «Predigo que en un futuro cercano los derechistas usarán la histeria de las drogas como pretexto para establecer un aparato policial internacional».
En Yonqui escribió: «Jamás he lamentado mi experiencia con las drogas. Creo que tengo mejor salud en la actualidad, como resultado de usar droga intermitentemente, de la que tendría si nunca hubiera sido un adicto». Reflexionó, además, muy a su manera: «La droga es una ecuación que enseña al usuario hechos de validez general. Yo he aprendido muchísimo gracias al uso de la droga: he visto la vida medida por cuentagotas de solución de morfina. He experimentado la agonizante privación de la enfermedad de la droga, y el placer del alivio cuando las células sedientas de droga beben de la aguja. Quizá todo placer sea alivio».
Pero Yonqui no es solo la monótona historia del pinchazo cotidiano de un hombre derrotado por la adicción, rodeado de otros yonquis enfermos, muertos por dentro, con quienes compartió agujas y miserias. En ese submundo traficó y se vinculó con traficantes, conoció los rincones más inmundos de Nueva York y fracasó muchas veces en sus intentos por desintoxicarse. Nueva Órleans, México o Colombia son los destinos de la desesperación de William Lee/William Burroughs, siempre en busca de lo que él mismo llamó «El colocón definitivo». Así, Yonqui es también, quizás sin querer, una corrosiva crítica social y contra la corrupción de las estructuras del poder.
El ticket que explotó
Aquel 1953 —año en que Eisenhower se hizo presidente de Estados Unidos, se estrenó Esperando a Godot de Beckett y se desafió el equilibrio político mundial con la muerte de Stalin y la presidencia de Tito en Yugoslavia—, Burroughs emprendería una nueva aventura lejos de casa y del ruido tras escribir y corregir Yonqui, seducido por la idea de probar ayahuasca, del que sabía por la correspondencia que había mantenido con su amigo Allen Ginsberg cuando aquel viajó al Perú y probó la planta sagrada. Burroughs quería emprender el viaje dentro del viaje dentro del viaje.
En Lima, sin embargo, Burroughs tendría un proceder turbio, relacionándose con muchachos de la calle que le robaban diariamente. El autor, homosexual declarado que había sido un adicto a la heroína y a otras drogas por muchos años, que huyó a México para evadir a la justicia y que asesinó a su mujer, tenía, además, como Jean Genet o Luis Cernuda, inclinaciones pedófilas.
Eso no fue impedimento para que, ya anciano, quien escribió «Todo hombre tiene dentro un parásito que no siempre actúa en su beneficio» fuera convertido por los medios norteamericanos en un icono contracultural que apareció en la portada del Sgt. Pepper —al lado de la imagen de Marilyn Monroe—, se lució en comerciales de Nike, leyó párrafos de sus libros en Saturday Night Live, se entrevistó con Mick Jagger, recibió en su casa a Kurt Cobain —con quien grabó The Priest They Called Him, un disco con lecturas suyas acompañadas de la guitarra del líder de Nirvana— o se fotografió con artistas jóvenes que lo tenían como ídolo, héroe, mentor o amigo: Deborah Harry, Joe Strummer, Jimmy Page, Frank Zappa, Basquiat, Madonna, Patti Smith, David Bowie, Lou Reed, Tom Waits —quien hizo la música para su obra The Black Rider— o Andy Warhol.
Sus antecedentes en el lado oscuro no solo no evitaron, sino que parecieron potenciar extrañamente su figura de rockstar de la literatura, lo que también había conseguido gracias a otros libros como Marica, la mencionada El almuerzo desnudo, El ticket que explotó, The Soft Machine —que le daría nombre a una banda británica de rock progresivo y sicodélico, parecido a lo que sucedería con Steely Dan— o Expresso Nova, en los que también desafió la formalidad literaria, al hacer uso de los cut-up que convertían a sus libros en un collage de sensaciones delirantes, con realidades superpuestas y aparentemente incoherentes. Si bien es cierto que mucho de su atractivo como figura pública lo había logrado gracias a su talento, también lo fue gracias a su figura fantasmal, su presencia perturbadora o su voz rasposa, que parecía evocar otros mundos y conocimientos ancestrales: era Lucifer volviendo del infierno para contarnos qué tanto calor hace.
A lo largo de los ochenta y tres años que pasó en esta tierra, pareció siempre mantener como pensamiento guía algo que escribió en Yonqui: «La droga no es, como el alcohol o la yerba, un medio para incrementar el disfrute de la vida. La droga no es un estimulante. Es un modo de vivir».
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