Joaquin Torán
7 de julio de 2014
Stephen King sabe ser un muy buen cultivador de género cuando abandona su pretensión de querer escribir la gran novela americana en versión terrorífica. Lo demuestra en Carrie (1974), en Salem’s Lot (1975), en La zona muerta y, por lo general, en casi todas sus novelas previas a Cujo (1981), aquel libro del que no reniega porque simplemente no recuerda haberlo escrito.
Destellos de ese “primer King” se vislumbran también en momentos puntuales de su carrera posterior. Cementerio de animales (1983) es una de esas excepciones.
El libro, escrito entre febrero de 1979 y diciembre de 1982, reconcilia a King con su legión de detractores, además de llenar de orgullo a los puristas del terror literario. Cementerio de animales deja bastante mal cuerpo mientras se lee y aún peor cuando se termina. Es una de esas novelas que persiguen en sueños, una pesadilla recalcitrante que se enquista en el subconsciente con la fuerza de un árbol viejo. No es de extrañar que la adaptación cinematográfica de 1989 dirigida por Mary Lambert sea, con toda probabilidad, la más terrorífica de cuantas se hayan realizado sobre la obra del de Portland (Maine). Motivos tiene para poner los pelos como escarpias.
King se muestra particularmente cruel con sus personajes en esta ocasión, algo que supone prácticamente un acontecimiento en su bibliografía. El motivo de esta vesania va más allá de su trama de revividos: Stephen King quiere escribir sobre la muerte. Sobre un acontecimiento natural e implacable, inevitable y seguro para todos nosotros. Escribe de ella con cierto miedo y mucho respeto, y, por supuesto, desde una perspectiva totalmente atea. Las citas oportunas al Evangelio de San Marcos, que abren los grandes bloques en que se estructura el tomo, sirven para reforzar un contraste. Mientras que para la iconografía cristiana clásica, la resurrección es una recompensa, una suerte de segunda oportunidad para poder seguir disfrutando de la vida, para Cementerio de animales es una desgracia. No necesariamente una maldición, puesto que no tiene por qué ser estrictamente “maligna”; el “problema” de la resurrección en el libro estriba en que se “naturaliza”, se percibe como una salida lógica a situaciones dramáticas. Por supuesto, con resultados catastróficos.
Quien juega a ser Dios en esta historia es Louis Creed, un médico que frisa los cuarenta, y que se traslada con su familia (su esposa Rachel; su hija Eileen y el pequeño Gage) desde Chicago a Ludlow, en Maine, para ejercer de jefe de los servicios médicos de la universidad. Los Creed se instalan en una casa unifamiliar cercana a una carretera. De uno de los extremos de los límites de su propiedad parte un sendero que desemboca en un cementerio de animales, instalado, aclimatado y protegido durante generaciones por niños. Entre las lápidas improvisadas con latas o cartones, erigidas en honor de amadas mascotas (e incluso de un toro bravo), se yergue una imponente barrera de troncos que sirve de línea divisoria con el antiguo cementerio de los indios micmac. La carretera y el hostil cementerio son los dos elementos centrales de la novela, los que permiten aventurar, más o menos, por qué derroteros va a desarrollarse: la previsibilidad es, no obstante, discutible, ya que King se reserva esta vez un puñado de sorpresas aterradoras.
El autor combina fantásticamente su cóctel de ingredientes terroríficos: hay un fantasma casi dickensiano en su fondo (para nada en su forma), cuyo cometido es el de alertar sobre una amenaza latente; hay una enfermedad degenerativa que garantiza la aparición de un monstruo muy vívido, una criatura que provoca escalofríos en el lector con imaginación y castañeteos en aquel con memoria cinematográfica (es el gran causante de los gritos ahogados de la película de Lambert, así como de las pesadillas que provoca); hay leyendas y supersticiones (indias: por tierra prohibida campa el Wendigo; no es para nada casual que el paseo por el cementerio micmac guarde analogías con el relato Los sauces de Algernon Blackwood, en el que la naturaleza desaforada se impone a la presencia humana)… Y hay zombis.
Los zombis de King son de dos clases: los humanos, que dan grima, y los animales, que tienen tendencia a la mansedumbre. Como si se tratase de una fotocopia macabra de la vida misma, los primeros son perversos, tienen lenguas viperinas – los zombis kingnianos hablan- que usan para desestabilizar, y despliegan instintos destructivos; los segundos parecen lobotomizados, apáticos. Baste como ejemplo esta descripción de Winston Chuchill, “Church”, el gato de Eileen: “Se pasa el día tumbado […] mirándote con los ojos turbios, como si hubiese visto algo que pulverizó por completo su inteligencia de gato”. Church es el despertar de las fuerzas dormidas que anidan en el cementerio micmac. King tarda 142 páginas –en la edición de DeBolsillo (2006) manejada para esta reseña- en hacer que le atropellen y treinta más en hacer que regrese de entre los muertos (previo enterramiento en suelo “sagrado”). Las páginas anteriores han servido de larguísimo prólogo, de calentamiento para mantenerse en forma, a los elementos que usará para aterrorizar sin concesiones a su lector.
Seamos justos con el escritor: esta vez es muy de agradecer que prescinda de toda la farfolla que suele saturar y alargar hasta lo insoportable sus libros. Cementerio de animales funciona porque parece que King está más centrado en asustar que en recrearse. Por peregrina que pueda resultar esta afirmación, ayuda el acierto de que esta vez su héroe no sea un escritor de éxito de novelas de terror, ergo una prolongación de sí mismo: como Louis Creed no es Stephen King en la ficción, su padre literario se detiene en dotarle de una mayor consistencia. De una manera clara King cuida más sus aristas y las de su entorno, preguntándose quién es su médico protagonista, cuáles son sus motivaciones y quién es su familia. Ya no le basta la triquiñuela habitual de trasladar al papel un simple selfie ante el espejo. De esta curiosidad se beneficiará sin paliativos el tono terrorífico del libro, porque, al revolver en el trasfondo de sus personajes, sacará a la luz sombras terribles, siniestras, monstruosas.
El broche final a esta reseña debe de ponerlo una observación desconcertante. En Cementerio de animales, una carretera constituye el gran peligro. King escribe sobre ella con la fogosidad obsesiva del neurótico: es como si el autor estuviese observando, desde un arcén, su propio futuro. Años más tarde, en 1999, sería atropellado por una furgoneta; el accidente le dejaría lisiado. No deja de ser inquietante que en 1979, casi de manera simultánea al inicio de la escritura de esta novela, hubiese publicado La zona muerta, en la que un profesor de literatura adquiere dotes proféticas tras un siniestro total con su coche, que le deja en coma cinco años. Si no fuese traumático, aquí habría material para otro libro.
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