Por Nadal Suau
11 mayo, 2021
Con Dos soledades: un diálogo sobre la novela en América Latina y con la reedición de García Márquez: Historia de un deicidio, la editorial Alfaguara recupera un trozo fundamental de la historia literaria del siglo XX. Son dos libros objetivamente importantes que además, releídos ahora, mantienen intactas sus virtudes: el detallismo del discurso, la tensión feliz de quienes se saben ocupando un lugar de excepción en el núcleo contemporáneo de su disciplina y, en el caso de Dos soledades, la fotografía de un momento muy concreto.
Dos soledades recoge una conversación pública que Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) y Gabriel García Márquez (Aracataca, 1927-México, 2014) mantuvieron en Lima, en septiembre de 1967, cuando el éxito inmediato y masivo de Cien años de soledad estaba en su apogeo. Se trata de un documento mítico que, como explica Juan Gabriel Vásquez en su inteligente prólogo, corrió fotocopiado durante décadas entre aspirantes a novelistas y estudiantes. Dada su brevedad, el editor Luis Rodríguez Pastor ha podido acompañarlo con una serie de testimonios, entrevistas de época, fotografías y paratextos (con firmas como la de José Miguel Oviedo, Abelardo Sánchez León, Abelardo Oquendo o Ricardo González Vigil); son añadidos curiosos, aunque no imprescindibles. La chicha sigue estando en esas dos voces principales definiéndose a sí mismas y tratando de definir al otro mientras encarnan la literatura de sus generaciones.
En cuanto a Historia de un deicidio, es la apenas disimulada tesis doctoral de Mario Vargas Llosa, tan minuciosa y monumental como deben ser las tesis académicas, y tan vibrante como ya nunca son. Vargas estudia el arte narrativo de su amigo, desde sus primeros cuentos amateurs hasta la explosión que supondrá la obra maestra de 1967. Se publicó en 1971, y yo recuerdo haberlo utilizado hacia 1999, siendo un estudiante de primero o segundo de Filología, para preparar un examen. Aluciné al descubrir que los aspectos técnicos de la escritura podían ser tan obsesivamente estimulantes.
Sin embargo, he de confesar que en 2021 acudía a ambos volúmenes con ciertas dudas acerca de su perdurabilidad, puesto que han pasado más de cinco décadas desde la publicación de Cien años de soledad, media vida desde que este lector lo descubrió por primera vez, y exactamente siete años desde la muerte de García Márquez. Tiempo más que suficiente para que una obra que fue sinónimo de modernidad se haya asentado en el más estricto pasado, ese territorio del que vuelven algunos libros para seguir entre nosotros en forma de clásicos, pero sin que sea fácil discernir a priori cuáles serán esas presencias actualizables y cuáles se diluirán.
En Dos soledades, Vargas Llosa se refiere a este asunto con optimismo: “Cien años de soledad va a quedar, puede ser que haya largos periodos en los que se olviden de ella pero en algún momento esa obra resucitará y volverá a tener la vida que los lectores dan a un libro literario. En esa obra hay suficiente riqueza como para tener esa seguridad. Ese es el secreto de las obras maestras. Ahí están, pueden quedar enterradas pero solo provisionalmente”.
Y bien, ¿tendría razón el Premio Nobel? Corríjanme si me equivoco, pero sospecho que la obra de García Márquez atraviesa ahora mismo un cierto purgatorio: no es cuestionada, pero tampoco obra influencia sobre las nuevas generaciones. Además, los treinta millones de imitadores de su realismo mágico han ido lanzando cincuenta años de paladas retrospectivas sobre la estética del maestro, generando malentendidos sobre su verdadera naturaleza. Por todo ello, y porque desde 1967 no hay “ninguna palabra importante que no se haya transformado dramáticamente” (como dice Vásquez en el pórtico), despertó mi curiosidad un poco mórbida: ¿seguirían vivas estas páginas? Buah, pues claro que sí.
Dos soledades es un diálogo excepcional entre dos inteligencias narrativas. Tengo interés en aclarar esto: es cierto que, en el reparto de arquetipos, Vargas Llosa se nos aparece como un escritor “intelectual”, crítico, analítico; García Márquez es más festivo, prefiere la anécdota a la abstracción, se deja tentar por el antiintelectualismo, rehúye de la solemnidad para abrazar las paradojas de lo popular, etc. Son caracterizaciones conscientes, bastante logradas, que en realidad convergen en la obsesión por el oficio. Está muy bien que al colombiano le fascine el pueblo o se refocile en su infancia; está muy bien que el peruano haya leído a Barthes y vista como catedrático de Ivy League; pero aquí de lo que se trata es de preguntarse cómo puñetas se escribe una gran novela, dónde hay que introducir una hipérbole, qué decisiones de lenguaje darán vida a la imaginación. Inteligencias narrativas, insisto, que supeditan cualquier otra cosa (la política, la lectura, la crítica, la familia…) al horizonte de la novela perfecta.
Así, Historia de un deicidio no contiene tantas ideas ni tan novedosas como cabría esperar de un gigante: está bien su teoría de que el novelista es un usurpador del papel divino, un saqueador de la realidad que levanta su propio mundo alternativo. También es acertada su categorización de los demonios que asedian y alimentan al escritor: los personales, los culturales, los históricos. Pero en última instancia, estos son casi clichés. No, lo realmente deslumbrante es la indagación microscópica del autor en los textos, la pasión desatada con la que descubre ejes vertebrales, detalles enriquecedores o vigas maestras.
Vargas es un narrador inapelable técnicamente, hasta el punto de que semejante dominio de los instrumentos y las estructuras me llevó a sospechar en ocasiones cierta frialdad en el núcleo de sus motivaciones: ¿de verdad sus demonios le quemaban íntimamente, de verdad sus ideas mostraban una profundidad íntima? Precisamente, releer Historia de un deicidio me ha reconciliado con este aspecto del autor: la técnica es su demonio, su idea profunda, el núcleo de su vocación. Todo lo que Historia de un deicidio dice acerca de García Márquez es valioso, pero lo que revela de Vargas es incluso mejor.
Volvamos a Dos soledades, que es también un documento de época sujeto a controversia: escuchar a García Márquez preocupado por si la soledad es un tema “reaccionario”, asistir a sus zigzags torpísimos para eludir la cuestión de la violencia en la revolución cubana, o toparse con un joven Mario Vargas Llosa afirmando que la literatura siempre es “progresista”… Todo ello nos sumerge en una época de complejidades propias y hoy ya históricas, aunque reverberantes. Añadan a esto la voluntad de seducción de los implicados, la refundación del modo profesional de practicar la escritura, o las pruebas del carácter orgánico y enraizado del realismo del ciclo literario de Macondo (que se parece a cualquier cosa menos a las copias exotizantes que vendrían después)… Y el resultado es una lectura que hay que celebrar, especialmente entre quienes sigan sintiendo curiosidad por un momento clave de la literatura en nuestra lengua.
Tomado de El Mundo
SEMANARIO UNIVERSIDAD
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