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domingo, 19 de noviembre de 2023

A. S. Byatt / Arte corporal






A. S. Byatt
Arte corporal

    En la sala de ginecología del San Pantaleón se hacían las bromas habituales acerca de quién traería al mundo al bebé de las Navidades. Damian Becket, que estaba visitando a sus pacientes tras haber pasado en vela una noche de sangre y peligro, no se sumó a ellas. Su última paciente ingresada yacía al fondo de la enorme sala, en una sección cerrada con cortinas que se reservaba para aquellas que habían perdido a su bebé, o corrían el riesgo de perderlo, y para aquellas cuyo bebé había sufrido algún daño o se hallaba en estado crítico. El doctor Becket frunció el entrecejo mientras avanzaba entre las camas, casi sin oír los llantos e hipidos de los recién nacidos ni los saludos de las mujeres. Fruncía el entrecejo, en parte porque el bebé de su paciente, un bollito de piel y huesos encerrado en una incubadora en cuidados intensivos, no iba bien. Pero también fruncía el entrecejo porque era tal su cansancio que no conseguía recordar el nombre de su paciente. No le gustaba reconocer un fallo. El bebé debería ir mejor. Su cerebro debería reaccionar a su necesidad de reconocer a la gente.
    No vio la escalera de mano hasta que casi se dio de bruces con ella. Era una escalera muy alta, de aluminio brillante, colocada justo debajo de una lámpara circular de luz fluorescente. El doctor se paró con gesto brusco, se abstuvo de soltar un taco, molesto por lo lento de sus reacciones, y alzó la mirada hacia la lámpara, que lo cegó. En lo alto de la escalera, manteniéndose precariamente de puntillas, había una figura envuelta en lo que parecía una bruma de pálidas ropas vaporosas. El doctor dijo que la escalera era peligrosa y que había que sacarla del medio. De las manos de la criatura erguida en lo alto cayeron unas ondulantes serpentinas rojas, que refulgieron bajo la intensa luz. Se oyó un tintineo fantasmal. ¿Qué ocurre aquí?, preguntó el doctor mirando hacia arriba con expresión severa.
    La enfermera dijo que había sido idea suya, es decir, del doctor Becket. Era uno de los estudiantes de Bellas Artes, explicó la enfermera McKitterick. Que había ofrecido su tiempo y sus materiales para alegrar el lugar de un modo original. Era el doctor Becket quien había propuesto esa brillante idea al comité de enlace con la Academia de Bellas Artes… Sí, sí, sí, dijo el doctor, ya entiendo. Pero parece un poco peligroso. Sus fatigados sentidos se percataron de que, detrás de la escalera, había un arco iris de tiras de plástico de colores entrecruzadas por toda la sala, y tiras de tela de estilo hindú tachonadas de minúsculos espejitos. Había asimismo campanas de latón y puñados de esas cuentas ovaladas que protegen contra el mal de ojo. Sin duda iluminaban la oscuridad del techo abovedado. También la resaltaban.
    Su paciente, Yasmin Muller —cuyo nombre, por supuesto, figuraba escrito al pie de la cama—, sollozaba en silencio. Adoptó una expresión de culpa cuando abrió los pesados párpados y vio el rostro grave y juvenil del doctor Becket inclinado hacia ella. La mujer se disculpó, y él dijo que no tenía ningún motivo para hacerlo. Las manos del doctor eran suaves. Añadió que ella estaba en muy mal estado, pero que eso era inevitable y que ya mejoraría. Ella preguntó por su hijo. El doctor Becket dijo que seguía aguantando. Era un niño fuerte, en la medida en que puede serlo un bebé nacido tan prematuramente. Todavía es muy pronto, explicó el doctor, que había llegado a la conclusión de que la mejor manera de proceder era casi siempre decir estrictamente la verdad, aunque la cantidad de verdad podía variar. Aún no podemos asegurar cómo evolucionará, dijo con aire grave, razonable, sensato. Ella lo vio en una especie de bruma, a decir verdad, por primera vez. Un hombre enjuto y fuerte de unos cuarenta años, con cabello negro y fino cortado muy corto, ojos ligeramente inyectados en sangre y bata blanca.
    —Parece usted necesitado de descanso —dijo la mujer, somnolienta a su vez por culpa de los medicamentos.
    Él volvió a fruncir el entrecejo, porque no le agradaban los comentarios personales y, sobre todo, no le agradaba dar la impresión de que necesitaba algo.
    Cuando regresaba recordó la escalera, y se disponía a desviarse hacia un costado cuando la tambaleante estructura empezó a oscilar y acabó por venirse abajo. Damian Becket alargó la mano con firmeza para apartarla de la cama que amenazaba con aplastar, y trastabilló hacia atrás bajo el peso de la artista que caía, que lo golpeó en el pecho con la cabeza y le rozó brevemente los hombros con los delgados tobillos. La agarró con fuerza; sus brazos se llenaron de carne y huesos femeninos muy ligeros, envueltos en un pantalón y una túnica de harén de rayón y muselina, con bordados de oro y plata. La nariz le quedó enterrada entre cabellos de lana de vidrio en punta, teñidos de plateado y suaves como los de un bebé. Cosas sólidas empezaron a rebotar en el suelo. Manzanas mordidas, una banana, una caja abollada de bombones. La mujer que yacía en la cama más próxima reclamó estos últimos con voz estentórea.

    —¡Ahí habían ido a parar mis bombones! Los he buscado por todas partes. Quedaban unos pocos, y le echaba la culpa al personal de limpieza.

    La persona que el doctor Becket sostenía en los brazos había perdido el conocimiento sin lugar a dudas. Tenía la piel fría y húmeda, y la respiración era irregular. Por supuesto, no había ninguna cama vacía para depositarla, así que la transportó a lo largo de la sala hasta el área de enfermería, seguido por toda su escolta. La tendió con cuidado sobre el escritorio, le tomó el pulso y le alzó los párpados. Parecía exangüe y anémica. Escuálida.
    —Un simple desvanecimiento —le dijo, cuando ella abrió los ojos y lo vio—. En mi opinión, necesita una buena comida, lo que sea.
    Tenía un bonito rostro afilado que, a juicio del doctor, devenía grotesco por obra de las tachuelas y aros dorados que le atravesaban los labios y las aletas de la nariz. Era blanca como la nieve. La muchacha se incorporó y se arregló las ropas informes.
    —Lo siento mucho —dijo con voz entrecortada—. Ya me siento bien. Espero no haber roto nada.
    —El doctor Becket ha salvado la situación —dijo la enfermera—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Te has resbalado?
    —Me he mareado. No me gustan las alturas.
    —Entonces, ¿qué hacías ahí arriba con esa ropa tan inapropiada? —preguntó Damian.
    —Era una idea bonita. Decorar la sala. Me ofrecí para hacerlo.
    Se sentó, ligeramente encorvada, en el borde del escritorio y balanceó los pies, calzados con calcetines blancos y modernos zuecos de cuero con alzas y sin talón. Eran de un color carmesí apagado, manchados con salpicaduras de pintura o de pegamento. Damian Becket reprimió un comentario sobre la estupidez de trepar a una escalera con un calzado así, y en lugar de ello inquirió:
    —¿Cuánto hace que no comes?
    —No me acuerdo. Se me hacía tarde para venir aquí, así que salí corriendo.
    —Estaba por ir a la cafetería a tomar el desayuno. ¿Quieres acompañarme?
    Las enfermeras habían apilado sobre el escritorio las frutas birladas. Ella no las miró.
    —De acuerdo. Como quieras.
    Bajaron a la cafetería del subsuelo en un montacargas, acompañados por dos camilleros de quirófano con largas batas verdes y una camilla. La artista se estremeció, probablemente de frío, lo cual era lógico con esas ropas.
    —Me llamo Damian Becket —dijo él—. ¿Y tú?
    —Daisy. Daisy Whimple.
    Entraron en la cafetería, que tenía sillas de plástico imitación madera, al estilo de los años sesenta, y unos inesperados y luminosos grabados abstractos llenos de movimiento, en las paredes verde claro. Reinaba el habitual olor a grasa y un tintineo de teteras de aluminio. Ella vaciló junto a la puerta, y su cara pálida palideció aún más. Él le dijo que no tenía buen aspecto, le encontró un asiento y le preguntó qué quería que le llevara.
    —Cualquier cosa. Bueno, preferiblemente vegetales. Intento ser vegetariana.
    El doctor volvió con un desayuno inglés para él y un plato de pasta para ella, acompañada con una ensalada de tomate. La pasta era unos fideos en espiral rosáceos y gris-verdosos, cubiertos con una salsa de queso. Ella comió el tomate y revolvió una y otra vez los fusilli con el tenedor, a la manera de los niños que amontonan en vano la comida que han dejado con la intención de que parezca menos. Damian Becket, después de haber ingerido dos salchichas, dos lonjas de tocino, un huevo frito, una porción de patatas fritas y una cucharada de alubias con salsa, se sentía más humano y estudió a Daisy Whimple con mayor detenimiento. Casi con certeza, anémica, y posiblemente anoréxica. Una extraña debilidad en las muñecas. No podía verle bien el cuerpo por los pliegues de la ropa, pero la había tenido en brazos y sabía que era joven y de carnes firmes. Tenía ojos azules y pestañas pintadas de azul celeste. Las venas de sus delgados brazos también eran muy azules, al igual que una especie de tatuaje que semejaba unas flores de encaje y que le cubría los antebrazos, como los guantes de noche de las damas eduardianas. Sus uñas estaban cuidadosamente mordidas.
    —Tienes que comer algo. Si no comes carne y cosas así, necesitas comer más, ¿sabes?, para consumir suficientes proteínas.
    —Lo siento. Eres muy amable. Pero el problema es que no me siento bien, con la escalera y todo lo demás.
    Él le hizo preguntas sobre ella. No era bueno para eso. Era un buen médico, pero no tenía mucha facilidad de palabra, ni naturalidad en el trato; de hecho, no quería siquiera conocer los detalles de otras vidas humanas, salvo en la medida en que necesitaba conocer hechos e historias para salvarles la vida. No era consciente de que su atractivo físico convencional le servía hasta cierto punto como sustituto de la amabilidad. Como sea, pensó, si ella habla un poco, puede que su tensión se relaje y logre tener hambre. Imaginó su cuerpo desde el interior. Su pequeño estómago contraído.
    Ella dijo que era estudiante de la Academia de Bellas Artes de los Mercaderes de Especias. Había querido ser diseñadora, lo único en que era buena en la escuela; su educación había sido —lo miró fugazmente— intermitente, bastante caótica. Pero realmente quería ser artista. Había participado en una o dos exposiciones colectivas, con la gente con la quetrabajaba. A algunas personas les gustaba mucho lo que hacía. Su voz se apagó. Dijo que había visto en la academia el anuncio en que pedían voluntarios para hacer cosas en las salas del hospital, y que le había parecido una idea bonita. Así que había ido. Le sorprendió que no hubiera más. Más estudiantes por allí, quería decir.
    —Por favor, trata de comer algo. ¿Preferirías otra cosa, una fruta, un panecillo con mantequilla, un trozo de pastel…?
    —Todo me revuelve el estómago. Comeré cuando vuelva a casa.
    Él le preguntó dónde vivía.
    —Bueno, duermo en el estudio de mi compañero. Muchos de nosotros lo hacemos. Hay mucho espacio para estudios en los viejos almacenes. Por supuesto, cuando los reformen alcanzarán precios astronómicos, por los metros cuadrados, pero la gente como los estudiantes y otros así usan como residencia temporal los que no están reformados, o que todavía no han reformado. Uno puede llevarse sorpresas desagradables, como que el pie se te hunda en el suelo y cosas por el estilo. Pero está bien, es un techo, y un lugar de trabajo.
    Dijo, con cierta vacilación, que sería mejor que se fuera. Seguía revolviendo los fusilli con el tenedor. Él comentó que tenían un color muy feo y un aspecto poco apetecible, carnoso y enmohecido. Ella se mostró interesada. Estudió la pasta con nuevos ojos. Tienes razón, le dijo, se supone que tiene que parecer apetitoso, salsa de tomate, espinaca. Esto tiene un aspecto algo repugnante. Muerto, tal vez. Muchos colores son más bien cadavéricos. Hay que tener cuidado. Él dijo que le gustaba la luminosidad de sus decoraciones. Armonizaban con la colección de arte moderno del hospital. ¿La había visto? Ella dijo que había visto una parte, y que tenía la intención de echar una ojeada al resto mientras trabajara en ese proyecto. Se puso de pie para marcharse. Seguía estando muy pálida, sin el más mínimo vestigio de rosa, ni cadavérico ni por un arrebato de energía. Él dijo que la acompañaría hasta la puerta. Ella contestó que no era necesario, que estaba bien. Él dijo que de todas maneras se marchaba a su casa.
    Se detuvieron en el nuevo vestíbulo de entrada, que rodeaba la escalera central. Acero inoxidable, puertas de vidrio y cubículos incongruentemente acoplados a los ladrillos rojos de finales de la era victoriana. Los ladrillos eran de esos de un rojo encendido, ardiente, del gótico Victoriano. Los muros de ladrillo estaban decorados con paneles de azulejos barnizados que representaban pimientos y granos de pimienta, vainas de vainilla y hojas de té, nuez moscada y clavos de olor. San Pantaleón se encontraba en Pettifer Street, justo en la esquina con Whittington Passage. Eso era en Wapping, no lejos de la Vieja Escalera de Wapping. Había sido antaño un asilo y se había transformado en la Maternidad de los Mercaderes de Especias, que tenía adosada la clínica Molly Pettifer para el tratamiento de enfermedades femeninas. Había pasado a ser el San Pantaleón cuando el nuevo Servicio de Sanidad Pública lo restauró en 1948 y le añadió unos pabellones prefabricados transitorios que aún seguían en pie. Sir Eli Pettifer era un cirujano que había trabajado para la Compañía de las Indias Orientales y para el Ejército británico, en la India y en otros lugares. Había escrito un tratado sobre el uso médico de las especias culinarias, y había hecho fortuna gracias a juiciosas especulaciones con cargamentos de especias. Su hija, Molly, había formado parte de una de las primeras generaciones de médicas, a muchas de las cuales se les había permitido capacitarse porque en el Imperio se percibía la necesidad de sus servicios. Como muchas de ellas, Molly había muerto de fiebre tifoidea mientras trabajaba como obstetra y cirujana en Calcuta. Pettifer había hecho una donación al hospital en su memoria, y había persuadido a los comerciantes de especias para que hicieran una donación aún más generosa. Había cedido su vasta colección, principalmente compuesta por instrumentos y curiosidades médicos, con la imposición de que el público general pudiera visitarla, para su instrucción y asombro. Ocupaba varias cámaras acorazadas en el sótano, si bien una buena parte aún estaba embalada, y otra todavía mayor amontonada desordenadamente en polvorientas vitrinas. Una de las pinturas de la colección —un cuadro holandés de una lección de anatomía practicada en un niño nacido muerto— había estado colgada en el vestíbulo de entrada. Había sido idea de Damian Becket descolgarla y llevarla a la sala de administración del hospital, y colocar en su lugar una gran pintura abstracta de Albert Irvine, donada por él mismo. Entusiasmado con la luminosidad de las poderosas pinceladas de Irvine, rosa y oro, carmesí y azul marino, entremezclados con esmeralda y toques de blanco, había persuadido al hospital para que adquirieran otras obras modernas, y se había ocupado de buscar patrocinadores, de conseguir préstamos y concesiones de los artistas. Banderas pintadas por Noel Forster ondeaban en el interior de la bóveda gótica. Gigantescas visiones abstractas de una suerte de jarrones y de posibles playas de Alan Gouk, en capas erizadas de pintura, morado, azufre, castaño rojizo, lima, cubrían las paredes. En los pasillos había obras de Heron y de Terry Frost, de Hodgkin y de Hoyland. Un hombre máquina de Paolozzi, en un tamaño mayor que el natural, relucía cerca de los casilleros de recepción. Se había constituido un comité de arte, que por lo general seguía las recomendaciones de Damian, y que lo había puesto a cargo de la colección Pettifer. Él sabía que su obligación era verla, estudiarla, catalogarla, ordenarla, sólo que estaba demasiado cansado, que había muy poco dinero y demasiadas mujeres enfermas, y que él prefería su luminosidad moderna abstracta. A decir verdad, «prefería» era una palabra demasiado pobre.
    Así que se molestó un tanto cuando Daisy Whimple alzó obedientemente la mirada a las banderas, paseó la vista por las enérgicas pinceladas y dijo sin ningún entusiasmo:
    —Sí, está muy bien, muy colorido. Bonito.
    —¿Qué clase de obras haces tú? —preguntó Damian Becket manteniendo la calma—. No como éstas, supongo.
    —Bueno, no, no como éstas. Hago arte de instalaciones, o más bien lo haría si hubiera algún espacio en alguna parte donde pudiera instalar algo.
    —Lo que estás haciendo en la sala es… es luminoso.
    —Sí, me imaginé que eso era lo que querían. Quiero decir, bueno, el anuncio usaba esas palabras, «alegrar la sala», ¿no? Estoy de acuerdo, la verdad, uno quiere arte fácil y alegre cuando está en un lugar así. Fácil para el ojo, sí. Para Navidad y todo eso.
    —Pero no has… instalado nada que tenga relación con la Navidad. Ni nieve, ni árbol de Navidad, ni renos. Ni un belén.
    —Nadie pidió un belén. No puedo hacer esa clase de cosas. Es cursi —había veneno en esa palabra—. Y no creo que al hospital le agradara mucho que yo hiciera, digamos, una farsa con los ángeles, las estrellas y demás —añadió—. Aunque los ángeles es la parte que no me molesta.
    Llevado por un impulso, él le preguntó qué artista moderno admiraba realmente. La respuesta llegó enseguida, sin que ella se tomara tiempo para reflexionar, como si formara parte de un credo.
    —Beuys. Era el mejor. Cambió todo.
    A él lo irritó comprobar que el nombre de Beuys no le sugería gran cosa. Rebuscó en la memoria.
    —¿Era el que trabajaba con grasa y fieltro?
    Ella lo miró afablemente.
    —Entre otras cosas. También trabajaba consigo mismo. Se quedaba sentado por días y meses en lo alto de un escenario en compañía de un coyote.
    Damian dijo tontamente que era imposible tener un coyote en un hospital.
    —Ya lo sé. Estoy haciendo lo que se considera correcto, ¿vale?
    —Vale.
    Él dijo que estaba muy interesado en ver su obra cuando la hubiera terminado. Dijo que esperaba que comiera una comida decente. Dijo que iba a tomar un taxi para volver a su casa, y que podía dejarla en alguna parte. Ella dijo que no, que necesitaba aire fresco. Gracias.
    Se separaron. Fuera hacía frío. Un viento helado que soplaba desde el Támesis hizo ondear su ridícula vestimenta y le despeinó el cabello plateado. Él resistió el impulso de correr tras ella y ofrecerle su abrigo.
    Damian Becket vivía en la zona de los Docks, en un apartamento muy moderno con muros acristalados que daba a Canary Wharf. Era un lugar a la vez austero y brillante. Los muebles eran de metal cromado, cristal y cuero negro. La alfombra era gris acero. Las paredes, blancas, estaban decoradas con pinturas abstractas: varias serigrafías de Patrick Heron de los años setenta, algunas cintas de colores de Noel Forster, intrincadamente entrelazadas, que semejaban rosetones, un grabado de Hockney con cilindros, conos y cubos, una reproducción enmarcada de El caracol de Matisse. Tenía asimismo uno o dos cojines coreanos de seda brillante en tonos tradicionales, verde, oro, rosa estridente y azul. Vivía solo desde que se había separado de su mujer, con la que no mantenía ningún contacto, y se consideraba irremediablemente casado. Era un católico que había perdido la fe, algo que afloraba a la superficie cada vez que se veía en la necesidad de dar una descripción de sí mismo, lo cual no ocurría con frecuencia. Podría haber añadido adverbios: que había perdido la fe radicalmente, persistentemente e incluso, en cierta forma, devotamente. Su modo de vida —incluida su actitud hacia el matrimonio— aún discurría de un modo frenético por los estrechos canales fijados por su educación.
    Su madre, una irlandesa del Norte, lo había destinado al sacerdocio. Él iba a ser su ofrenda a Dios, solía decir, así como había decidido que sus hermanos mayores fueran profesor uno y político republicano el otro, cosa que de hecho eran en el presente, lo que demostraba, quizá, el poder de la dulce certeza materna. Su padre era profesor de literatura irlandesa en una escuela secundaria, y había deseado que Damian fuera lo que él no había llegado a ser, un verdadero estudioso, un lingüista que hablara varias lenguas, un hombre instruido. Damian había intentado contentar a los dos. Ambos eran buenos y persuasivos. Había llegado a estudiar literatura en la Universidad de Dublín, donde había conocido a su mujer, Eleanor, que deseaba ser actriz y que había acabado por ser una famosa actriz de televisión después de separarse de él. Eleanor era una buena chica y —en esos distantes días— la atormentaban los problemas de la anticoncepción. A su vez atormentaba a Damian, dejándolo sobreexcitado y permanentemente insatisfecho. A consecuencia de ello, se casaron cuando ella tenía dieciocho años y él diecinueve. La hermana de Eleanor, Rosalie, contaba por entonces diecisiete, no estudiaba y no era una buena chica. En una oportunidad se emborrachó en una fiesta, en la época en que la sobreexcitación y frustración de Damian se hallaban en un punto culminante, y se despojó súbitamente de su jersey y su sostén en un trastero al que habían ido en busca de sus abrigos. Se quedó allí de pie frente a él, con la mirada febril y los cabellos revueltos, riendo, y los grandes ojos pardos de sus enormes pechos sembrados de pecas parecían mirarlo también. Le dijo que no se apresurara. Le dijo que su hermana era un témpano, que él no se daba cuenta porque no conocía suficientes mujeres. Él recogió su jersey y su sostén e hizo que se los volviera a poner. Ella se fue riendo. Un año más tarde estaba muerta; murió desangrada por un aborto clandestino. En sus sueños Damian veía aún los globos de sus pechos, el sinfín de pecas y los ojos pardos, ciegos y fruncidos de sus pezones.

    * * *

    No perdió la fe como resultado de la muerte de Rosalie. Tampoco como resultado de los efectos de ésta enEleanor, quien pasó a resistirse a sus abrazos como si él fuera a hacerle daño o a contaminarla. Tampoco por indignación moral —aunque la sentía— ante la interferencia de la Iglesia en un proceso que él quería creer que era humano y natural. (Esto incluía la anticoncepción. Los seres humanos no eran animales. Cuidaban a sus hijos a lo largo de quizá un tercio de la vida humana. Necesitaban tener un número de hijos que les permitiera cuidarlos de un modo responsable y apropiado. Desafortunadamente, sus deseos sexuales no eran periódicos como los de las vacas y las perras. Las mujeres estaban siempre en celo, a no ser que —como en el caso de su esposa— el celo se hubiera suprimido. De todo ello se deducía que la anticoncepción era natural.) Perdió su fe a consecuencia de una visión.
    La visión fue bastante convencional, en cierto sentido. Fue una visión de Cristo en la cruz; no una aparición celestial, sino el resultado de un examen anormalmente minucioso de la estatua exhibida en la iglesia de su parroquia, una talla en madera pintada, ni buena ni mala, una mediocre talla común y corriente de un cuerpo humano penosamente suspendido de los clavos que le atravesaban las palmas de las manos, que no estaban retorcidas de dolor ni desfiguradas por la tensión, sino extendidas en un gesto de bendición. El cuerpo está mal, pensó, el peso desgarraría los músculos y tendones mucho antes de que el hombre muriera. En algunos crucifijos había un soporte para los pies. En éste no. Los pies estaban cruzados, y un mismo clavo atravesaba de un modo imposible ambos tobillos. El artista había puesto algún cuidado en representar el tormento de los músculos del torso, los brazos y los muslos. La herida abierta bajo el corazón tenía una viscosidad muy real; una sangre pintada irreal e inmovilizada salía de ella en regueros, y el autor había disfrutado haciéndolos muy variados. No había manchas de sangre en el taparrabo, que ocultaba cuidadosamente el sexo. El rostro era estilizado. Alargado, de piel tersa, con los párpados bajos, cerrados como en el sueño, y la boca entreabierta, sin dejar ver los dientes. Una sangre más artística goteaba de las mordeduras de la corona de espina en el cabello revuelto. La carne muerta o agonizante —la escultura no era lo bastante buena para saber si se trataba de una o de otra— tenía un color crema con reflejos rosados. Pensó: «Pertenezco a una religión que adora la forma de un hombre muerto o agonizante». Se dio cuenta de que no creía, ni había creído nunca, que la muerte física de ese hombre se hubiera vuelto hacia atrás, ni que él hubiera ascendido al cielo, pues el cielo no existía, y todas las descripciones humanas del cielo dejaban patéticamente claro que el ser humano es incapaz de imaginarlo lo bastante bien para que su perspectiva resulte atrayente. No encontraría a la pobre Rosalie en tal lugar, y tenía la impresión de que ni siquiera quería hacerlo. No creía que esa desagradable muerte hubiera de ningún modo borrado los pecados del mundo: el desenfreno de Rosalie, las maniobras de obstrucción y el empecinamiento de la Iglesia, la muerte de sus abuelos por la explosión de sendas bombas, uno —su abuelo paterno— durante la guerra y otro —su abuelo materno— en tiempos de paz. Nunca había creído nada de esto, en absoluto. Se imaginó la época —su vida entera— en que habría dicho que creía, y se horrorizó al percibirla como un enorme refrigerador zumbando a su espalda, en el que lo que él había sido conservaba su forma, ni muerta ni viva, en suspensión. Era un ser humano encorvado bajo el peso de un refrigerador del tamaño de un hombre.
    Siguió observando la figura suspendida de las manos, con un sentimiento de indignación y luego de piedad. Había un hombre que había agonizado y luego muerto. Y había una concepción de quién era, una concepción que era un sueño, que era un poema, que era una jaula moral, que era un velo sobre una visión clara de las cosas. Un hombre es su cuerpo, su cuerpo es un hombre.
    De aquí se derivó que Damian Becket, tras haber enderezado la espalda y haberse quitado de los hombros el refrigerador, con la esperanza de que se fundiera a los pies de la estatua sin vida, se hubiera interesado en los cuerpos. Su visión no le había enseñado que todo carecía de sentido, que reinaba el caos. Había orden, pero el orden estaba en el tiempo y el espacio y en el cuerpo. Si un hombre —que había visto el refrigerador— deseaba dar sentido a su vida y vivir bien, tenía que interesarse en el cuerpo. Había múltiples razones por las que, en su caso, dicho interés fue en el cuerpo femenino. Su decisión de estudiar medicina, a una edad en que habría tenido que estar empezando a ganarse la vida, había ofendido a su madre y enfurecido a su mujer. No estaba muy seguro del porqué de la ira de ésta, y no logró descubrirlo. La comunicación es mucho más difícil en una intimidad de miedo e ira que entre compañeros casuales. El silencio se extendió en su vida en común. Él se marchó a Londres, y ella no. Ella iba a la iglesia, y él no.

    * * *

    Damian descubrió el color en la misma época en que entró a trabajar en el San Pantaleón. Cada vez que volvía a su casa contemplaba las brillantes formas que adornaban sus paredes, y veneraba la ausencia de Dios en las manchas materiales de pintura y tinta.
    Vio a Daisy Whimple varias veces mientras visitaba la sala de ginecología en los días previos a Navidad. Al parecer, era la única estudiante que había decidido trabajar en esa sala: la respuesta a la oferta del hospital había sido en verdad muy decepcionante. Ella había hecho varios ramilletes o haces de objetos extraños que pendían del techo: molinetes infantiles, plumas de colores, láminas de plástico con burbujas cosidas a vasos y botellas de plástico recortados, verdes y azules. La veía sentada en el suelo con las piernas cruzadas en un rincón de la sala, rodeada de rollos de cinta a la que cosía un plumaje: plumas de gallina, plumas de pavo, plumas negras lustrosas como el petróleo. Se detuvo una vez para preguntarle cómo se financiaba todo eso. Oh, dijo ella, la mayoría de las cosas se las habían regalado. Si miras de cerca muchas de estas cosas, añadió, los molinetes, las flores de gasa, verás que son artículos defectuosos, un poco desgarrados. Tienen buen aspecto así, si no los examinas de cerca. Él dijo que de todas maneras se ocuparía de que le reembolsaran sus gastos.
    —Me gusta hacer esto —dijo ella—. Es un placer para mí.
    Y añadió:
    —Estoy poniendo las cosas verdaderamente coloridas en el lado infeliz.
    —¿El lado infeliz?
    —El de las que ya no tienen esperanza. El de los bebés muertos y las trompas ligadas. Jodida suerte tener que estar ahí acostada y oír los chillidos de los críos de las otras durante toda la noche sin poder pegar ojo. Creo que sois muy crueles, si te interesa saberlo.
    —Nos faltan camas —contestó él.
    De súbito reapareció en ella el veneno que destilaba su pálida chifladura, y dijo:
    —Conozco bien todo esto. Muy bien. Los médicos están sobrecargados de trabajo, quieren tener cerca todos sus casos para hacerles la visita, los úteros enfermos cerca de los úteros sanos, y en el medio las que no tienen útero. Conozco bien todo esto.
    —Lo siento —dijo él.
    No le gustaba discutir, y se alejó.
    —Estuvo aquí el año pasado —le dijo la enfermera—. Aborto con complicaciones. La operó el doctor Cuthbertson.
    El doctor Cuthbertson se había marchado posteriormente, después de descubrirse que muchas de sus pacientes habían sido mal atendidas. Damian miró inquisitivamente a la enfermera.
    —Una infección terrible en las trompas. Perdió un ovario.
    No quería dar la impresión de estar fisgoneando, así que renunció a hacer más preguntas. Podía consultar los archivos. Pero no tenía ninguna necesidad de conocer la historia ginecológica de Daisy Whimple, que desplegaba guirnaldas de girasoles de papel y plumas de faisán entre las cabeceras de las que ya no tenían esperanza.

    * * *

    El bebé de la Navidad fueron unos gemelos negros, enormes, saludables y lentos en nacer. Damian estuvo allí porque surgieron complicaciones, y porque le gustaba trabajar en los días festivos. Cuando llevaron de vuelta a la paciente, la sala se hallaba en su mayor parte vacía. Las madres y las no madres tenían postales de Navidad en su casillero. Las decoraciones de Daisy Whimple giraban y ondeaban con la corriente de aire que generaba la puerta de dos hojas. Daisy Whimple estaba sentada en el escritorio de la enfermera, comiendo un yogur de fresa.
    —No esperaba verte aquí —dijo Damian—. Has dejado la sala muy bonita. Pero pensé que te habrías marchado a tu casa para las fiestas.
    —¿A casa? No, no tengo casa —repuso Daisy mirándolo con tristeza—. Tú tampoco te has ido a tu casa.
    —Me necesitaban aquí…
    —Yo también he sido útil a mi manera —dijo Daisy, quien miró a la enfermera en busca de confirmación—, ¿no?
    —Has estado magnífica.
    —No era una crítica. Sólo estaba preguntando —dijo él.
    Se quedó esperando a que ella contestara «bueno, tú has preguntado, así que vete a hacer puñetas». Pero ella se limitó a inclinar su frágil cuello hacia el yogur, y dio por terminada la conversación.

    * * *

    Cuando Daisy se marchó, Damian le preguntó a la enfermera si sabía de qué vivía Daisy. ¿Tenía una beca o algo así? La enfermera dijo que no lo sabía. Daba la impresión de que iba al hospital en busca de calor.
    —Se pega contra los radiadores, cuando no la miro —le explicó la enfermera Ogunbiyi—. Y roba cosas de los casilleros y de las bandejas de comida cuando se la llevan de vuelta a la cocina. Yo le di ese yogur. Es bastante amable hablando y cuenta algunas cosas, pero no dice dónde está viviendo ni si tiene dinero.
    Una o dos veces, después de pasadas las fiestas, le pareció verla girando en un pasillo o entrando en el ascensor. Pero no podía estar seguro. Y estaba cansado y ella no era asunto suyo; su asunto era la carne, cómo se hace, se repara y se deshace.
    
    * * *

    El Día de Reyes el personal de limpieza retiró toda la decoración.

    * * *

    Volvió a pensar en Daisy Whimple cuando el comité de arte del hospital se reunió en la sala de juntas, bajo la pintura holandesa de la lección de anatomía perteneciente a sir Eli Pettifer. Allí estaba el médico, estirando meticulosamente el tenso cordón umbilical con dos dedos. Allí yacía el niño muerto, con el vientre abierto como una flor, unido todavía al bulto venoso con aspecto de medusa que había sido parte del cuerpo de su madre. Allí estaban los hombres holandeses vestidos de negro que miraban solemnemente al pintor. Allí, curiosamente, había un muchachito tal vez de unos diez años, también vestido de negro, que sostenía el esqueleto de un niño más o menos del mismo tamaño que el cadáver en proceso de disección. La calavera sonreía, como siempre hacen las calaveras; era la única sonrisa en la austera pintura. Martha Sharpin, que había llegado temprano a la reunión, al igual que Damian, le comentó que era interesante desde el punto de vista histórico dilucidar si el esqueleto del niño era un memento mori religioso, un recordatorio de la mortalidad, o simplemente una demostración anatómica. Ella creía que debía de ser un símbolo religioso, dada la curiosa edad del niño que lo sostenía. Damian dijo que, como ex católico, quería creer que no era más que un modo ingenioso de presentar hechos anatómicos. Dijo que le causaba horror el mohoso mundo de las reliquias y los trozos de piel y de huesos, que no deberían tener significado alguno si sus antiguos poseedores estaban en el cielo. Martha Sharpin dijo que se olvidaba de la resurrección de los cuerpos, para empezar. Y, además, el niño nacido muerto no estaba en el cielo sino en el limbo, adonde iban los no bautizados.
    —¿Eres católica?
    —No. Soy historiadora del arte.
    Martha representaba a la Fundación de los Mercaderes de Especias en el comité. Era la coordinadora de arte de la fundación, nueva en el trabajo, y sucedía en el cargo a Letitia Holm, una esteta de edad avanzada que pertenecía a la segunda generación de Bloomsbury. 
    Los distinguidos administradores de la fundación la consideraban, con aprobación, «la sangre nueva» y también, con recelo, muy joven y tal vez con cierta falta de seriedad. Se había doctorado en Courtlaud con una tesis sobre la vanitas en la pintura del siglo XVII, y luego había obtenido un diploma en la gestión de obras de arte. Tenía algo más de treinta años, un cabello negro sedoso y bien cortado y un rostro anguloso de rasgos muy marcados. Su piel era dorada, posiblemente con un toque oriental. Tenía cejas y pestañas muy negras, y ojos color chocolate oscuro. No parecía llevar maquillaje, ni parecía necesitarlo. Vestía el acostumbrado traje negro de pantalón, de buen corte, y un fular de una tela brillante plisada de color azul plateado, cuyo nudo, mantenido por un grueso broche de mosaico de cristal, recordaba a los pañuelos de cuello y las corbatas de los personajes del cuadro. A Damian Becket le agradaba su aspecto. Era la segunda vez que se veían, la segunda reunión del comité a la que asistían ambos. Ella había llegado a la conclusión de que Damian era el alma del comité, y que tenía que buscar la forma de conocerlo mejor.
    —Quería decirte que la decoración del vestíbulo de entrada es maravillosa. Hace que a uno le den ganas de cantar, lo que no es fácil en un hospital. Letitia me dijo que las ideas fueron tuyas.
    —Letitia me ayudó mucho indicándome dónde comprar cosas por mí mismo. Compro cuadros. Mi primera compra fue una pintura de Bert Irvine llamada MagdalenaTambién compramos otra para el segundo piso. Formas vertiginosas de colores, con gris. Me intrigó por qué se llamaba Magdalena… siendo como soy un ex católico. Irving pone nombres a sus obras arbitrariamente, por las calles que rodean su estudio. Eso me gusta. Calle gris, colores vertiginosos.
    —¿Eres coleccionista?
    —Yo no lo llamaría así. Sólo compro cuadros. Háblame de Joseph Beuys.
    El cambio de tema sorprendió a Martha, que alzó las gruesas cejas y abrió la boca, justo cuando entraba el resto del comité. Un asistente social, una supervisora de enfermería, el tesorero, un representante de la Academia de Bellas Artes, un abogado de la Fundación de los Mercaderes de Especias. El representante de la Academia de Bellas Artes practicaba el arte en vivo, y tanto su asistencia a las reuniones como su atención eran completamente irregulares. Cuando hablaba, lo que era muy poco frecuente, desplegaba frases como quien deshace un tejido, con interminables oraciones subordinadas que dependían de otras oraciones subordinadas y que acababan en lagunas y balbuceos. Letitia Holm sentía aversión y desprecio por él. Decía que su conversación era como su arte, que consistía en suspenderse como una especie de Houdini empedernido de cualquier cosa que se mantuviese erecta —farolas, puentes de ferrocarril, puentes fluviales—, en cunas o en bolsas de gruesas cuerdas anudadas. Damian ignoraba qué pensaba Martha Sharpin de él. Tenía que averiguarlo.
    La reunión siguió su curso. Damian informó sobre la adquisición de una pintura de Thérèse Oulton y sobre el regalo de unos grabados de Tom Phillips hechos por un anónimo donante. La supervisora de enfermería informó sobre el proyecto de decoración de las salas por los estudiantes de arte. Dijo que había habido problemas porque algunos habían intentado llevar cosas poco higiénicas a la sala donde estaban las incubadoras. Y otros estudiantes habían empezado obras y no habían vuelto, dejando abandonadas ramas de muérdago y naranjas con clavos de olor que estorbaban en la planta de cirugía. Damian Becket dijo que, en su opinión, la decoración de la sala de ginecología había quedado muy bien, era imaginativa y original. Creía que tenían que agradecerle a la señorita Whimple. Le preguntó a Joey Blount, el que practicaba el arte en vivo, si conocía a la señorita Whimple. No en persona, dijo Joey Blount. En realidad, no la conocía en absoluto.
    La reunión siempre acababa con el problema de la colección de Eli Pettifer, que una y otra vez se posponía. Era una condición del legado —y de todos los otros munificentes legados de Pettifer— que la colección se conservara en buen estado y se expusiera debidamente. Y ahí estaba, en cajas de embalaje y en viejas vitrinas entre las que no se podía siquiera circular. Desalentador. En una oportunidad habían tenido una experta en catalogación que había estado seis meses, dijo el tesorero, y había acabado deprimida por el polvo y la oscuridad. Cuando se fue, resultó que sólo había catalogado una única caja, con un sistema al que nadie le encontraba pies ni cabeza. Lo que era peor, había caído enferma de un misterioso virus que, según ella, provenía de las cajas, y había amenazado con demandar al hospital.
    Martha preguntó si la colección estaba etiquetada. Sí, dijo el tesorero, casi todas las piezas tienen una pequeña etiqueta escrita a mano. Era difícil saber por dónde empezar, añadió sombríamente. Martha afirmó que le gustaría verla. El tesorero comentó que era más de lo que Letitia había propuesto nunca. Letitia era quisquillosa. Martha aseguró que ella no lo era y que echaría una mirada a lo que había allí. Damian dijo que sería un placer para él mostrársela.
    Así que Damian Becket y Martha Sharpin descendieron en la tintineante jaula de acero hasta las entrañas del hospital. La puerta que conducía a la colección se abría mediante una clave numérica; Damian tecleó su código y empujó la puerta. MarthaSharpin lanzó una exclamación al ver la extensión de aquel recinto. Había varias habitaciones comunicadas con una sala central, que recibía un poco de luz tenebrosa de una claraboya de grueso cristal inserta en la acera de arriba, a través de la cual se veían las suelas de los transeúntes. Había salas dentro de las salas, delimitadas por cajones y cajas de embalaje. A lo largo de las paredes se alineaban vitrinas con un estante tras otro de instrumentos y curiosidades médicos. Martha recorrió las salas observándolas. Damian fue tras ella. Estante tras estante tras estante de jeringuillas: jeringuillas de cartucho, jeringuillas laríngeas, jeringuillas para venas varicosas, jeringuillas para hemorroides, jeringuillas de lagrimales, jeringuillas de aspiración, confeccionadas en marfil y ébano, latón y acero. En otra vitrina, estante tras estante de ojos de vidrio que los miraban fijo desde cajas ordenadamente subdivididas, o bizqueando, puestos a la buena de Dios como colecciones de canicas. Había frascos de toda clase: lacrimatorios, ornamentados frascos de farmacia de un rosa pálido con letras doradas, tarros de conservación, tarros para muestras. Había herramientas quirúrgicas y ginecológicas repetidas hasta el infinito. Sierras y tornos, fórceps y pinzas, estetoscopios, sacaleches y orinales. Estantes de pezones artificiales, de plomo y de plata, de caucho y de baquelita. Prótesis de toda clase, narices, orejas, senos, penes, manos de madera, manos mecánicas, pies metálicos, pies calzados con botas, nalgas artificiales y cantidades infinitas de cabellos descoloridos, enrollados, enmarañados, en sobres con el nombre del muerto, hombre o mujer, a quien se los habían cortado. También había muestras y especímenes. Cerebros humanos y testículos humanos en tarros de formol. Estantes de fetos, monos, armadillos, ratas, cerdos, chicos, chicas y un elefante. Y monstruos, seres humanos y criaturas nacidas sin cabeza, o con dos cabezas, con brazos atrofiados o dedos sobrantes, gemelos siameses y bolas de pelo estomacales. Una vitrina, arreglada con cierta intención estética, contenía una serie de globos ornamentales de cristal del siglo XIX —que tal vez fueran piezas de museo— en los que unos esqueletos de fetos jugaban con cadenas de flores secas, uvas de cera, hojas disecadas y ramas de coral muerto. Otras contenían figuras humanas de cera divididas verticalmente, recubiertas de carne y vestidas en la mitad izquierda, esqueleto y cráneo pulidos en la mitad derecha. Martha se detuvo a observarlas. Había visto cosas similares, pero nunca en tal cantidad, nunca tan extrañas. Damian abrió una caja alta de donde salían virutas de madera. Dentro había lo que parecía la blanca estatua de una diosa, una mujer joven con los ojos cerrados y la piel curiosamente fláccida, con pliegues de carne desplazados hacia la columna. Damian comprendió que la joven debía de haber estado tendida de espaldas, y vio que estaba hinchada como un globo, una mujer grávida al final de su embarazo. Se inclinó para leer la etiqueta, y supo que lo que estaba viendo era el vaciado de yeso del cuerpo de una tal Mercy Parker. Recordó que esos vaciados de yeso se hacían con propósitos instructivos. La carne en disolución era la otra cara del rigor mortis.
    Volvió a guardarla en la caja y regresó junto a Martha Sharpin, que contemplaba absorta una colección de pequeñas mujeres de marfil, unas occidentales, otras orientales, todas de una decena de centímetros de largo, tendidas en diferentes posturas, acurrucadas para dormir o totalmente extendidas. Todas tenían un vientre movible del tamaño de un dedal, con su ombligo, que permitía ver el corazón, los pulmones y el intestino en miniatura, o el feto curvado en el útero. Martha le preguntó a Damian si su finalidad era diagnóstica o votiva. Él dijo que no lo sabía. Luego, pensando en los pezones de plomo que debían de haber envenenado lo que trataban de purificar, añadió que todo el conjunto era una colección de intentos de preservar y alargar la vida, que no obstante daban testimonio de intervenciones humanas que la habían acortado drásticamente. Señaló los primeros fórceps ginecológicos.
    —Un gran paso adelante. Pero propagaban la fiebre puerperal allí donde los usaban. ¿Qué debo hacer con todo esto, doctora Sharpin?
    —Dime Martha, por favor. Necesitas a alguien que empiece a catalogar y nos asesore en la conservación. Alguien valiente, que no se deje agobiar ni haga un trabajo chapucero.
    —¿Conoces a una perla así?
    —No. Pero podría trabajar yo misma… digamos una tarde por semana… y organizarlo lo bastante para traspasarlo a un verdadero conservador.
    Damian dijo que le parecía la mejor solución. Martha dijo que se sentiría feliz si él podía conseguirle un ayudante, alguien para acarrear cosas y quitar el polvo, y ayudarla con las etiquetas.
    La imagen de Daisy Whimple se apareció en la mente de Damian, un tanto inapropiadamente.
    —Conozco a una estudiante de arte. Hizo algunas decoraciones bonitas en la sala de ginecología, para las fiestas.
    —Es imprescindible que tenga buena ortografía. Y ése no suele ser su punto fuerte.
    Damian ignoraba si Daisy tenía buena ortografía. No encontró ninguna enfermera que supiera dónde vivía, por mucho que preguntó en la sala. Tampoco consiguió ayuda en la Academia de Bellas Artes, adonde llamó con insólita persistencia para ser un hombre sobrecargado de trabajo, aunque le prometieron que le transmitirían el mensaje si iba a clase, lo cual raramente hacía, según dijeron. Más tarde, Damian se preguntó por qué no les había pedido el nombre de un estudiante competente que tuviera buena ortografía.
    Martha Sharpin comenzó su incursión en la colección. Rara vez veía a Damian Becket. Un día, cuando se encontraron casi por casualidad en el ascensor, ella le preguntó si tenía un horario lo bastante regular para quepudiera invitarlo a comer fuera y hablarle de un proyecto que estaba elaborando: poner artistas residentes en el hospital. Creía que él era el médico más indicado para entender su idea. Damian se alegró de que lo invitara a cenar esa mujer hermosa e inteligente, que no hacía ostentación de sus conocimientos, y que volvía más interesante la vida de mucha gente. La encontraba atractiva. Le agradaba mirar a las mujeres bien vestidas, con ropa ajustada al cuerpo, por así decir. Él veía muchos cuerpos femeninos, resbaladizos de sudor, que incluso le dedicaban mohines o adoptaban ante él posturas provocativas. Le gustaba el modo en que el jersey de Martha se movía grácilmente alrededor de su cintura, la sensación de que ella tenía pleno control de sí misma. Cuando se encontraron para cenar, en un restaurante de los Docks con vistas a las grises volutas de niebla del Támesis y a las zigzagueantes luces de las lanchas policiales, admiró su elegante traje de pantalón, esta vez de color burdeos, adornado con otro broche de mosaico de vidrio con un motivo abstracto de formas curvas, de donde colgaba una absurda perla rosa. Le hizo un comentario sobre el broche, y ella dijo: «Es un Andrew Logan. Se llama "La diosa". Tiene minúsculas plumas incrustadas, mira. La fertilidad cósmica».
    Saborearon su cena. Ella explicó las dificultades para colocar artistas como residentes. Una vez habían tenido uno que quería fotografiar cánceres de pecho, ampliar las imágenes y colocarlas en la sala de espera de los pacientes.
    —Eran fotografías espectaculares, pero inapropiadas —dijo—. O que se apropiaban de lo que no correspondía. La fotografía tiene esa característica. Es decir, que lo que el artista exponía no era su propio cáncer.
    Damian dijo que, en su opinión, no tenía sentido colocar un pintor colorista abstracto en una sala de espera. Martha le preguntó si había encontrado a la estudiante de arte que creía que podía ayudar con la colección. ¿Qué clase de obras hacía?
    —Bueno, la decoración era ingeniosa y colorida. Me dio la impresión de que no tiene un céntimo. Dijo que hacía instalaciones. Mencionó a Beuys.
    —¡Ah! Por eso preguntaste súbitamente por él…
    —La verdad es que no sé nada de él.
    Martha dijo que era un gran artista que hacía cosas sombrías con materiales comunes.
    —Grasa y fieltro.
    —Eso mismo. Por lo general de grandes dimensiones. Relicarios sin carácter religioso. Cosas que evocan guerras y campos de prisioneros. Probablemente es el artista con mayor influencia sobre los estudiantes de arte hoy día. Ellos hacen «versiones personales», es decir, el filete de pescado que mi chica no limpió, las bragas que llevaba cuando besé por primera vez a Joe Bloggs, la colección de discos que le birlé a mi ex novio… Lo puramente personal. Soy artista, así que mis reliquias son arte. No estoy diciendo que ésta sea la línea de tu estudiante. Quizá entienda realmente a Beuys.
    Damian dijo que no tenía ni idea de lo que ella entendía o dejaba de entender, pero sí sabía que pasaba hambre. De todas maneras, no podía encontrarla. Sería mejor que buscaran otro ayudante. Y no parecía que ella fuera del todo idónea para la tarea.

    * * *

    Al día siguiente vio por el rabillo del ojo la cabeza blanca y las ropas flotantes que desaparecían al final de un pasillo. Continuó avanzando a grandes zancadas, sin dar signos de haber visto nada impropio, y bruscamente dio media vuelta y abrió la puerta del armario donde ella se había escondido.
    —Hola. ¿Qué estás haciendo aquí?
    La cara pequeña pasó por diversos procesos mentales sin encontrar una respuesta apropiada.
    —Te estaba buscando —añadió él—. Tengo una especie de trabajo a tiempo parcial que quizá te interese.
    —¿Qué clase de trabajo? —dijo recelosa, lista para salir huyendo.
    —¿Eres buena en ortografía?
    —Pues la verdad es que sí. Siempre he sido buena en ortografía. O uno lo es o no lo es. Yo lo soy, pero no me jacto de eso. Es como tener articulaciones flexibles.
    —¿Te interesa el trabajo?
    —Soy artista.
    —Ya lo sé. Es un trabajo a tiempo parcial que puede interesar a una artista.
    Deseaba decir «una artista hambrienta» y sonreírle, pero se contuvo. Él la veía como una niña famélica. Ella se veía como una mujer artista.

    * * *

    Daisy y Martha comenzaron a trabajar en la colección. Se pusieron batas blancas de hospital y guantes blancos de algodón, y emprendieron el descubrimiento de los tesoros y los horrores. Trabajaban el viernes por la tarde. Cuando Damian no estaba ocupado, a veces se dejaba caer por allí para ver sus progresos. Los tres lanzaban exclamaciones al descubrir un feto en un frasco, con collares de cuentas alrededor del cuello, las muñecas y los tobillos, o una gran caja de cartón que contenía la cabeza y manos de cera de un grupo de asesinos del siglo XIX, todos con una expresión singularmente alegre. Damian llevó a Martha a cenar, para devolverle su invitación y para hablar de los artistas residentes. Hablaron también sobre Daisy, con toda naturalidad y, en parte, dentro de este contexto.
    Damian le preguntó a Martha si creía que Daisy podía ser una buena artista. Martha dijo que Daisy no hablaba de su obra y que ella, Martha, no tenía ni idea de cómo era. Daisy era buena en el trabajo de conservación: hábil, perspicaz, con buena memoria.
    —Dice cosas divertidas sobre cosas terribles —comentó Martha—. Pero tengo la impresión de que está triste. No dice jamás nada personal. No sé dónde vive ni con quiénes se junta. Parece estar rondando siempre por el hospital.
    —Creo que roba cosas. Y que no tiene suficiente para comer. Dice que vive en el estudio de su compañero.
    —Te intriga.
    —Fue paciente de obstetricia, el año pasado. Lo pasó muy mal. Consulté su historia clínica. Lo pasó muy mal, y el hospital no la ayudó precisamente.
    Martha dijo que todas las mujeres deberían reflexionar sobre lo que significaba ser un hombre que ve tantas mujeres. En circunstancias extremas.
    Damian dijo que su profesión lo había hecho anormalmente impasible. Las veo como vidas y muertes, le explicó a Martha, como problemas y peligros, y a veces como triunfos. En general, no como personas. No soy bueno en el trato con las personas, añadió Damian Becket.
    Martha le sonrió a la luz de las velas, y las luces danzaron y oscilaron sobre el río.
    —Eres muy amable, para ser un hombre impasible —dijo.
    —Soy amable justamente porque soy impasible. No es difícil ser amable, si uno se acuerda de pensar en ello. Y, además, recibí una educación religiosa.
    Vaciló y miró las oscuras aguas. Luego prosiguió:
    —Es curioso todo lo que queda de una educación religiosa. No tengo un Dios y no quiero tenerlo, no echo de menos la iglesia, ni sus olores, ni sus cantos. Pero de algún modo aún me considero casado con mi mujer, aunque hace cuatro o cinco años que no nos vemos, y espero no volver a verla más.
    Martha comprendió con toda claridad que él le estaba ofreciendo algo. Frunció el entrecejo, y luego dijo:
    —Nunca he tenido una religión, y nunca he estado casada… Ni siquiera he estado cerca de estarlo. Asi que… sólo puedo recurrir a la imaginación. ¿Tu mujer se sigue considerando casada?
    —Es actriz y católica… Qué respuesta más estúpida, ¿no? La verdad es que no sé qué piensa.

    * * *

    Un día, cuando había bajado en busca de Martha, encontró la colección a oscuras y a las dos mujeres ausentes. Deambuló entre las estanterías, cuando de pronto tocó algo con el pie. Miró hacia abajo. Era una patata frita y estaba caliente. Miró alrededor y vio dos más algo más allá. Se inclinó para tocarlas: las dos estaban calientes. Aguzó el oído. Alcanzó a oír su propia respiración y lo que parecían ser los sonidos de la miríada de cosas muertas y objetos anticuados, que rebullían y se acomodaban. Pero oyó una respiración, cuando contuvo la suya, una respiración leve que intentaba ser silenciosa. Se puso a inspeccionar la colección, a la escucha de algún crujido revelador, pero no oyó nada, excepto una respiración, una respiración, silencio, una respiración ahogada, una respiración, silencio. Se movió sin hacer ruido y, entre una larga hilera de cajas de embalaje colocadas verticalmente, vio otra patata frita y lo que semejaba la entrada de una madriguera. Entonces escudriñó la oscuridad, sacó del bolsillo una linterna que siempre llevaba consigo, e hizo oscilar el fino haz de luz por la boca del túnel. Algo blanco tembló vagamente en el otro extremo.
    —No tengas miedo —dijo Damian con suavidad—. Sal.
    Una respiración más fuerte, más temblores. Damian entró e iluminó un lecho de mantas blancas y ligeras, de las que se usan en las camillas de los hospitales, y viejas almohadas. Daisy estaba sentada en el medio, curiosamente vestida con la bata y los guantes blancos. Entre los pliegues de las mantas sobresalía un recipiente de plástico con patatas fritas.
    —Si las comes con los guantes puestos, destruyes por completo su condición de estériles —dijo Damian.
    Daisy resopló.
    —¿Estás viviendo aquí?
    —Es temporal. Me han echado del estudio.
    —¿Cuándo?
    —Oh, hace meses ya. Duermo aquí y allá. Duermo aquí cuando no puedo encontrar un lugar para dormir. No estoy haciendo nada malo.
    —Es mejor que salgas. Podrían arrestarte.
    Ella salió gateando, un curioso bulto de ropas disparatadas, blanco hospitalario sobre algo con un aire oriental.
    —Hace frío aquí abajo —dijo ella—. Es difícil mantenerse caliente.
    —Está diseñado para que haya una temperatura ambiente adecuada para la colección, no para ocupantes ilegales.
    Daisy se puso de pie y lo miró.
    —Bueno, pues entonces me voy —dijo, esperanzada.
    —¿Adonde? ¿Adonde vas a ir?
    —Ya encontraré algo.
    —Lo mejor es que vengas conmigo. Y que duermas en una cama, en un dormitorio, si es que puedes soportarlo.
    —No tienes por qué mofarte de mí.
    —Oh, por el amor de Dios, no me estoy mofando. Ven conmigo.

    * * *

    Damian preparó pasta, mientras Daisy recorría el piso estudiando sus pinturas, con una mirada evaluadora y ligeramente desafiante. Él se dio cuenta de que no podía preguntarle qué pensaba de ellas. No quería saber qué pensaba de los torrentes de color y los delicados puertos circulares de sus Heron, los rojos lacados, el dorado y el naranja, el extraño ocre oscuro difuminado. Sirvió la comida en la mesa, y mantuvo la conversación formulándole preguntas. Era incómodamente consciente de que su interrogatorio sonaba demasiado a un examen médico profesional. Y de que ella le respondía porque se sentía en deuda con él por la comida, el techo, y por no despedirla del trabajo ni echarla del hospital. Supo así que se había peleado con su compañero después de su aborto con complicaciones, y probablemente a causa de ello. Él le preguntó si lamentaba haber perdido el bebé, y ella dijo que no era un bebé y que de nada servía lamentarse o no lamentarse, ¿no? Él le preguntó si comía lo suficiente, y ella dijo: «¿Tú qué crees?», pero luego recobró los buenos modales y dijo resueltamente que un hospital era un buen lugar para birlar comida; era increíble la cantidad de comida buena que se desperdiciaba. Él quiso saber si tenía una beca o alguna otra fuente de dinero además del trabajo en la colección, y ella dijo que no, de vez en cuando fregaba platos en restaurantes… y limpiaba oficinas. Parca con la información, dijo que, cuando se licenciara, si es que lo lograba, podría pensar en la enseñanza, aunque por supuesto eso le quitaría tiempo para dedicarse a su arte como quisiera, o como necesitara.
    Él le preguntó qué clase de obras hacía, y ella dijo que no podía decirlo, de verdad, no como para que él pudiera imaginárselo; luego se quedó en silencio. Damian encendió entonces el televisor —su ex mujer pasó fugazmente por la pantalla, interpretando a Becket, y él se apresuró a cambiar de canal—, miraron un partido de fútbol, Liverpool contra Arsenal, y compartieron una botella de vino tinto.
    En la madrugada Damian oyó que se abría la puerta de su dormitorio, y un rumor apagado de pasos. Él dormía austeramente en una estrecha cama individual. Daisy atravesó la habitación a oscuras, como un fantasma. Llevaba unas bragas blancas de algodón (Damian había sido incapaz de ofrecerle alguna ropa para dormir). Se detuvo y bajó la mirada hacia él, y él miró sus bragas con los ojos apenas abiertos. Entonces ella alzó un extremo del edredón y se deslizó silenciosamente dentro de la cama, su cuerpo frío apretado contra el cuerpo caliente de él. Un torrente de pensamientos atravesó la mente semidormida de Damian Becket. No debía lastimarla. Ni ofenderla. Ella le posó unos dedos fríos en los labios y luego en el sexo, que reaccionó. Él la tocó con sus dedos de ginecólogo, suavemente, y encontró la cicatriz de la ovariectomía, un aro que le traspasaba el ombligo, unos pechos pequeños con aros en el pezón izquierdo. El piercing le repelía. Sin que viniera al caso, pensó en las manos atravesadas del hombre común y corriente de la cruz. Daisy empezó a acariciarlo, no sin destreza. Damian se sintió invadido por una oleada de cálida emoción; si hubiera tenido que ponerle nombre, la habría llamado piedad. La tomó en sus brazos, la apretó contra él, le hizo el amor. La sintió contraerse y ponerse tensa —a Dios gracias no había tachuelas ni aros más íntimos—, y luego ella lanzó un gritito y se acomodó con la cabeza en el pecho de él. Damian acarició en la oscuridad la tenue mata descolorida de sus cabellos.
    —Daisy, margarita… Más que una margarita eres un diente de león.
    —Un diente de león viejo, entonces. Un reloj parado.
    Eso lo desconcertó, porque pensó en la dispersión de las semillas de diente de león, y luego se dijo que era un pensamiento desafortunado, tanto para él como para ella, en vista de sus trompas lesionadas.
    —Mira, tengo que decírtelo: todas esas tachuelas y aros en el tejido blando del cuerpo… Hay una probabilidad muy alta de que sean cancerígenos.
    —Uno no puede preocuparse por todo —dijo Daisy Whimple—. Vaya comentario para hacer en un momento como éste.
    —Es lo que estaba pensando.
    —Bueno, podrías habértelo guardado para un momento más apropiado.
    —Lo siento.
    —No pasa nada.
    Él permaneció tumbado de espaldas, con Daisy acurrucada sobre su pecho, y esperó a que ella se marchara, cosa que hizo al cabo de un rato, tal vez porque percibió su espera.
    Daisy se quedó una semana, y cada noche iba a su cama. Cada noche él acariciaba el cuerpo atravesado con aros y mutilado, cada noche le hacía el amor. Al final de la semana ella le dijo que había encontrado un lugar para ir, un amigo tenía un sofá sobrante. Lo besó por primera vez a la luz del día, vestida. Él sintió el frío metal del anillo de sus labios.
    —Supongo que te alegrarás de verme marchar —dijo ella—. Te gusta estar solo, ya me he dado cuenta. Pero te agradó lo que hicimos, por un ratito, ¿no?
    —Mucho.
    —Nunca sé si realmente piensas lo que dices.

    * * *

    Un resultado de la breve estadía de Daisy fue que Damian reconoció que deseaba a Martha. Se preguntó fugazmente si Daisy se habría confiado a Martha y, tras reflexionar en ello, concluyó que no debía de haberlo hecho. Bajó al sótano por su cuenta y se llevó las mantas, las almohadas, las bandejas de comida. Pensó que, al cabo de una semana más o menos, cuando su piso fuera nuevamente suyo, cuando tuviera las sábanas lavadas y planchadas y se hubiera restablecido su soledad con sus imágenes, invitaría a Martha a su apartamento. Ella era una persona compleja con la que había que proceder muy, muy lentamente, se dijo, sin saber muy bien por qué pensaba esas cosas. Él también necesitaba proceder lentamente, de una manera reflexiva y moderada, pensó, apartando de su mente la visión de las bragas blancas, el recuerdo del gusto metálico de los aros del pezón.

    * * *

    La conducta de Martha parecía indicar que no sabía nada ni de la breve residencia de Daisy en el sótano, ni de lo ocurrido en el piso de Damian. Damian no nombró a Daisy delante de Martha en ningún contexto. Martha dijo que creía haber encontrado una artista residente, una mujer joven llamada Sue Basuto.
    —Creo que te gustará su trabajo porque es elegante, colorido y más bien abstracto. Y pienso que a ella la beneficiará una residencia en el hospital porque trabaja con agua que gotea y pulsaciones de luz, en cajas y tubos transparentes. Participa en una exposición colectiva en la galería Santa Catalina, en Wapping. ¿Tendrás tiempo de ir a echarle una ojeada? Después podríamos ir a cenar o a tomar una copa, si te parece bien.
    Damian dijo que le parecía perfecto.
    Habían llegado a un punto en que se abrazaban decorosamente, mejilla contra mejilla, cada vez que se veían y que se despedían.

    * * *

    La galería Santa Catalina resultó ser una espaciosa iglesia victoriana retirada de servicio, de ladrillos rojos, tal vez diez años más vieja que el edificio Victoriano del San Pantaleón. Damian y Martha fueron juntos a la inauguración. La mayor parte de los asistentes eran estudiantes de arte, con ropas negras ajustadas y cabellos teñidos de rosa o de azul chillón. Sus voces sonaban agudas y débiles bajo la cúpula. Les ofrecieron vino tinto australiano en vasos transparentes de plástico y un plato de patatas fritas.
    La obra de Sue Basuto estaba justo junto a la puerta. Tenía un zumbante motor, y se asemejaba a un grabado en madera de Escher con un diseño imposible de flujos, torrentes verdes que se vertían en embudos carmesí apoyados en láminas brillantes que se balanceaban ligeramente e invertían losflujos. A Damian le gustó, pero se preguntó si era algo más que un juguete. Todos los presentes en la iglesia se habían reunido para contemplar una instalación montada en lo que habían sido los escalones del altar, bajo la reja que dividía la nave del coro. Era difícil ver algo, con tanta gente aglomerada, y desde la distancia parecía un termitero, o un vertedero de basuras cuidadosamente dispuestas.
    Damian y Martha se quedaron donde estaban durante un rato, bebiendo a sorbitos el vino, que no era malo, comentando si el trabajo de Sue Basuto hacía o no alguna referencia a la circulación de la sangre y la linfa en el cuerpo humano. Decidieron ir a cenar y continuar hablando de ello. Antes de marcharse, se acercaron al centro de todo el alboroto.

    * * *

    Era una representación de la diosa Kali construida a partir de muchos elementos, como los retratos de Arcimboldo. El trono en que se hallaba parecía ser —era, de hecho— una silla de partos del siglo XVII, bajo la cual, por debajo del agujero por donde el bebé caía, había una caja de plástico transparente llena de un batiburrillo de niños Jesús y vírgenes María de yeso de belenes antiguos y modernos. El negro cuerpo de Kali era una escultura pintada como un torso desollado. La cabeza era una vanitas de cera, media dama sonriente, media calavera con una mueca sardónica, en tamaño natural, coronada por unos enmarañados cordones que parecían hechos de cabello humano. Los cuatro brazos eran prótesis de madera o brillantes artefactos mecánicos, que terminaban en agudos dedos de metal o en dedos romos de madera, y un garfio del que colgaba lo que parecía ser una cabeza real reducida, sujeta por el pelo. Los pendientes eran fetos conservados, adornados con cuentas, encerrados en tarros de vidrio con marcos de caoba a la manera de un reloj de arena. En otra mano blandía una sierra quirúrgica, y los dos brazos restantes hacían ganchillo con una enorme maraña de cordones de plástico carmesí. Sus agujas de ganchillo eran los instrumentos de los obstetras, comadronas y abortistas del siglo XIX; el horrendo tejido informe brillaba como la sangre fresca. Como dictaba la tradición, lucía un collar de minúsculas calaveras —de monos, de ratas, de seres humanos— y un cinturón de manos de hombres muertos, que en este caso era cera que aferraba yeso, que aferraba dedos esqueléticos, que aferraban lo que parecía ser real. Las piernas estaban hechas con fórceps y sondas entrelazados. Los pies eran prótesis ortopédicas: uno calzado con una bota, otro un prodigio de articulaciones mecánicas. La estatua estaba firmada, a los pies, con una forma de flor, una margarita, compuesta por un círculo de exquisitas estatuillas de marfil que rodeaba lo que, al examinarlo, parecía ser una esponja anticonceptiva amarilla, aproximadamente tan antigua como la iglesia.
    Damian estaba lívido de ira.
    Martha dijo:
    —Oh, es terrible. ¡Y es muy bueno!
    —Hay que llamar a la policía —dijo Damian.
    —No, espera… —dijo Martha.
    La directora de la galería, una de las mujeres delgadas vestidas de negro, se acercó.
    —¿Qué ocurre? —preguntó.
    Daisy salió furtivamente de detrás de la estatua de Kali, justo cuando Damian empezaba a decir en voz muy alta, casi gritando, controlándose apenas, que esos objetos eran valiosas piezas de museo —bueno, y muestras anatómicas—, que eran reliquias y que debían ser tratadas con respeto, que eran propiedad privada y que su exhibición constituía un robo. Un verdadero robo. Exigía, dijo, que se desmontara el objeto inmediatamente, y que se llamara a la policía.
    Martha le dijo a la directora de la galería:
    —Él tiene razón. Pero, por el amor de Dios, sáquele unas fotos antes de que desaparezca. Es muy bueno.
    —Es repugnante —dijo Damian.
    Daisy parecía indecisa, como si estuviera considerando la posibilidad de escabullirse por la sacristía. Él fue hacia ella en unas zancadas y la cogió por las delgadas muñecas huesudas.
    —¿Cómo te has atrevido…? ¿Cómo has podido? ¡Nosotros confiábamos en ti!
    —No he robado nada. Sólo lo he tomado prestado.
    —¡Chorradas! Supongo que lo habrías vendido si te hubieran hecho una oferta, ¿no? ¡Espero no volver a verte nunca más!
    Martha intervino.
    —¿No podríamos… discutir…?
    —¡Llamen a la policial —rugió Damian.
    La gente se escabulló. Daisy se liberó de Damian y empezó a demoler su estructura. Damian le gritó que no tocara las cosas sin guantes, ¿no había aprendido nada?, era estúpida, una completa idiota, además de tramposa, hipócrita y desagradable…
    Martha rodeó con los brazos a Daisy, que se quedó temblando en su cerco por unos minutos y luego se desasió y salió corriendo de la iglesia.

    * * *

    La cena de Damian con Martha no resultó como él había planeado. Se sentía irritado por la buena disposición de Martha para alabar la creación de Daisy. Martha dijo que la obra mostraba un dolor real, un sentido real de los padecimientos humanos y de las amenazas al cuerpo femenino. Damian replicó que eso se debía exclusivamente a los objetos de la colección, a los que Daisy había dado un uso oportunista, un uso parasitario. Damian le gritó a Martha como si ella fuera Daisy, afirmando que aquello era una profanación de los bebés muertos, las partes corporales y el sufrimiento de otras personas. Martha dijo que tenía entendido que Daisy había perdido un bebé, según él le había contado. Eso afectaba a la gente. Damian dijo que ella había querido perderlo, ¿no?, y que por su parte no creía que eso fuera la causa… ¿Y por qué rondaba entonces el hospital?, insistió Martha, inexorable. Porque roba cosas, ya te lo he dicho, contestó Damian. ¿Por qué se empeñaba Martha en defender a una ladrona compulsiva? Soy mujer, dijo Martha con cierta tristeza. Había querido que él se percatara de ello, y esa noche se había arreglado con mucho esmero, se había hecho un nuevo corte de pelo.

    * * *

    La prensa —sólo la prensa local, por fortuna— divulgó la noticia: OBRA ESPELUZNANTE «TOMADA PRESTADA» DE HORRIBLES RELIQUIAS HOSPITALARIAS. La agobiada secretaría del hospital soslayó las preguntas asegurando que no había sido más que un malentendido, que estaba bien lo que bien acababa, y que, cuando al fin se abriera al público la colección, la gente vería cuan fascinantes e instructivas eran verdaderamente esas reliquias.
    A buen seguro fueron las historias de la prensa las que indujeron a la doctora Nanjuwany, una de las colegas de Damian, a hablar con él. Era una mujer joven y una buena médica, aunque los casos difíciles la ponían un tanto nerviosa.
    —Esa muchacha de la que te ocupabas…
    —No me ocupaba de ella.
    —La que robó las piezas de la colección. Vino a verme.
    Damian adoptó una expresión distante y de simple urbanidad.
    —Quiere que le haga un aborto. Miré su historia. Pidió uno con anterioridad, y le hicimos un estropicio porque resultó ser un embarazo ectópico. Perdió un ovario y la mayor parte de las trompas. Dice que le dijimos que no podría tener más hijos, y sospecho que debe de ser cierto. Me preocupa. No quiere ver a un psicólogo. Todo esto me pone mal… porque ese embarazo es una especie de milagro…
    —Hablaré con ella. ¿Tienes su dirección?
    —La verdad es que no. Intentamos localizarla en la dirección que nos dio cuando rellenó los formularios, y nos dijeron que hacía meses que se había marchado y que no saben dónde está.
    —Quiero saber cuándo tiene la próxima cita.
    Si la doctora Nanjuwany se sorprendió, no lo manifestó. «Gracias», dijo, y parecía sincera.

    * * *

    Damian se acercó sigilosamente a Daisy cuando ésta aguardaba su turno en los consultorios de ginecología, abarrotados como de costumbre.
    —Quiero hablar un momento contigo —dijo con tono desabrido, el rostro tenso de ira.
    Ella estaba sentada con la cabeza de diente de león inclinada, la vista fija en el regazo. Alzó los ojos hacia él, muy pálida.
    —No, gracias.
    —Nada de «sí, gracias» o «no, gracias», Daisy. Levántate y ven conmigo. Ahora mismo.
    —No puedes pegarme.
    —No seas tonta. Intento ayudarte.
    —Pues no es lo que parece.
    —Lo que ocurre es que también estoy alterado. Soy humano. Tenemos que hablar de esto, en privado. Ven a mi consultorio.
    Daisy estaba sentada en su consultorio, frente a él, donde tomaban asiento todas sus pacientes.
    —No he hecho nada malo —dijo ella.
    —Bueno, aparte del robo y de la violación de domicilio, no. Quiero hablarte del bebé.
    —No es un bebé, ¿de acuerdo? Es un problema. No tiene futuro. Los dos lo sabemos, así que vete a la mierda, ¿estamos?
    —¿De quién es el bebé?
    —Te he dicho que no es un bebé. El último tampoco lo era; era una pesadilla que amenazaba mi vida, eso es lo que era. Casi me mata.
    —¿De quién es este bebé?
    —¿De quién crees que es? Eso es todo lo que a vosotros los hombres os importa: un bonito esperma potente, y al diablo las consecuencias…
    —Cállate, Daisy. Si es mi bebé… y es un bebé, un pequeño milagro… no puedo dejar que lo destruyas así, por las buenas, sin reflexionar.
    —No tienes ni idea de si he reflexionado o no. No sabes nada de mí. No puedes llamar a esto una relación, nadie pretendió nunca que lo fuera. No fue más que un poco de diversión, y acabó mal. Así que lo afronto de un modo adulto, de un modo «responsable», como diría el doctor Becket. No es tu cuerpo, ya no tiene nada que ver contigo. Así que vete de mi vida.
    —Es mi bebé. Es mi cuerpo. Pasará a ser mi carne y mi sangre ahí dentro. No vas a matarlo.
    —Muy bien. ¿Y quién va a ocuparse de él cuando llegue, si es que no me mata antes y se mata a sí mismo, de paso?
    —Yo me ocuparé, por supuesto. Te ayudaré… mientras lo estés esperando… y luego me lo llevaré y encontraré el modo de cuidarlo. O cuidarla.
    —Sí, estoy segura. Harás que lo adopte una bonita familia y vigilarás sus progresos…
    —Es mi hijo. Tiene que estar conmigo. Los padres quieren a sus hijos.
    —No a los que no han nacido, según mi experiencia. Y yo no tengo padre, así que no lo sé.
    —No quieren a los que no han nacido, generalmente, porque no se los imaginan. Yo los traigo al mundo todo el tiempo, en especial a los que tienen problemas, así que los imagino muy bien.
    La imagen genérica de un recién nacido berreante cruzó por su mente hiperactiva.
    —Lamento que no tengas padre. ¿Murió?
    —Simplemente no sé quién es. Crecí en una comuna. Mi madre pertenecía a una especie de ashram del este de Londres. Se suponía que todos los hombres eran padres de todos los niños. Pero en realidad no lo eran. Todos, digamos, se iban por su cuenta a hacer sus cosas después de un año o dos.
    —¿De modo que viviste con tu madre?
    —No, mi madre murió. Viví cierto tiempo con mi abuela, pero se volvió un poco loca y la metieron en uno de esos lugares donde encierran a los locos, y yo fui con otra de las mujeres de la comuna, pero se marchó a la India, así que me acogió, digamos, un profesor, y ésa fue la familia que tuve, pero ya no tengo más contacto con ellos… ¿Esto es un interrogatorio?
    —No. Sólo quería saber. No tengo intenciones de gritar. Quiero que mi hijo nazca. Si puedes dar a luz.
    —Es una broma.
    —No, no lo es. Puedo ocuparme de ti y lo haré.
    —Pero a mí me gusta vivir como quiero, hacer las cosas a mi modo…
    —Daisy, por favor. Puede ser tu única oportunidad de tener…
    —¿Acaso crees que no lo sé?

    * * *

    Los médicos de hospital están acostumbrados a salirse con la suya. Daisy se resistía y discutía. Damian se limitó a dejarla decir todo lo que quería, y reafirmó su posición. Ella anunció que se iba y añadió:
    —Pensaré en todo esto cuando no estés chillándome.
    Él dijo que le daría un talón para que comprara comida, y Daisy preguntó para 
qué le serviría, dado que no tenía cuenta bancaria. Así que él se vació los bolsillos y le entregó todo lo que llevaba en efectivo, mientras ella seguía sentada en hosco silencio.
    —Esto es muy desagradable. En mi opinión.
    —Tienes que comer. Por dos.
    —Eso aún está por verse.
    —¿Dónde vives?
    —Aquí y allí. En ningún lado en que puedas encontrarme.
    —Por favor, prométeme que te mantendrás en contacto. Hay que cuidar de ti. Como corresponde.
    Ella dijo con un suspiro:
    —Vale. Lo prometo.

    * * *

    No le dijo nada de esto a Martha Sharpin. Era médico, había hecho su juramento hipocrático, le resultaba fácil guardar silencio. Pero lo que no decía le impedía decir ninguna otra cosa. No le telefoneó. De modo que Martha, como la doctora Nanjuwany, llamó a la puerta de su consultorio. Se besaron, una fresca mejilla contra otra fresca mejilla.
    —Damian, he tenido una visita inesperada. De Daisy.
    —¿Ah, sí?
    —Apareció muy tarde anoche y me preguntó si podía dormir en mi piso. Le dije que sí y, en cuanto entró, se largó a llorar… Nunca había visto a nadie llorar de ese modo… Y soltó todo. O buena parte. Dijo que tú insistes en que no se haga un aborto, y que ella quiere abortar pero no puede oponerse porque eres demasiado autoritario. No puedo dejar de pensar si realmente le conviene tener un bebé, si es posible para ella. Me ha tomado por una especie de madre postiza. Así que decidí que lo mejor era venir y preguntártelo directamente… dado que aún está instalada en mi sofá y no da muestras de tener intención de marcharse.
    —Soy yo quien está interesado en el bebé —dijo Damian.
    —Pero tú dijiste que ya no eras católico…
    —Puesto que es mi bebé…
    Vio, por la expresión de Martha, que por alguna razón Daisy había sido más discreta, o más reservada, de lo que él había esperado.
    —¡Oh! —exclamó Martha.
    —Yo intentaba ser amable. Sólo intentaba ser amable.
    La expresión de Martha era indescifrable. Conmoción, recriminación, decepción, perplejidad.
    —La encontré alojada en el sótano y la llevé a casa. Ella se metió en mi cama. Habría sido terriblemente grosero echarla así como así, ya lo sabes. No, no lo sabes.
    —Claro, todos nos acostamos con otro porque sería muy grosero no hacerlo —dijo un tanto a la ligera—. Y ahora ¿qué?
    —Bueno, me haré cargo del bebé. No es necesario que ella lo vea, es evidente que no quiere hacerlo, pero tiene que nacer. Es mi responsabilidad. Menudo embrollo.
    Se miraron de hito en hito. Damian, tan autoritario con Daisy, se mostraba avergonzado con Martha.
    —Ella es realmente desgraciada —dijo Martha—. Se debate como un pulpo atrapado en un anzuelo. ¿Y qué pasa con sus… problemas médicos? ¿Irá todo bien? Está muerta de miedo.
    —Puede que no. Que no vaya muy bien. No lo sé. Hay muchos pros y contras en todo este asunto.
    —Posiblemente los haya, en tu cabeza —replicó Martha.
    —¿No estás de acuerdo? ¿No entiendes mi postura, lo que yo siento?
    —No exactamente. Yo estoy fuera. Veo lo que ella quiere y veo lo que quieres tú. Las dos cosas no se concilian muy bien.
    No parecía haber lugar para lo que Martha pudiera desear, o hubiera deseado.
    —Tengo que encontrarle un lugar donde pueda vivir decentemente —dijo él—, o lo más decentemente posible. No en tu sofá.
    —No, no en mi sofá. No soy una santa y tengo mi propia vida. Pensaré en el problema de su alojamiento.
    —Yo lo pagaré.
    —Sí, por supuesto —dijo Martha—. Ya me ha quedado claro.

    * * *

    Encontraron un cuarto en una pensión razonable, no lejos de donde vivía Martha, en London Fields. Martha ayudó a encontrar la habitación y colocó un vaso con fresias sobre el pequeño tocador. También ayudó a Daisy a mudarse, en ausencia de Damian. Le informó a Damian que Daisy no había dicho casi nada y que no tenía buen aspecto. Parecía abatida, le dijo. Hundida. Pensó por un momento y añadió implacablemente: «Aterrada». Damian dijo con tono glacial que Martha no debía preocuparse. Era problema de él, y decisión de él, y él se ocuparía, y le estaba agradecido por su ayuda, y le prometía que no la molestaría más. Se miraron con tristeza. Daisy ocupaba ahora un lugar importante en la mente de ambos; los había convertido en los padres que no había tenido, y había puesto a su afable madre en contra de su dominante padre, y a ella en contra de los dos. La vida transcurre por canales estereotipados muy estrechos, hasta que se ve interrumpida por un accidente o una visión. En cierta forma, Daisy impedía que Damian y Martha acabaran por ser amantes, así como un niño pequeño interrumpe por la noche el abrazo amoroso de sus padres. Esto pensaba lúgubremente Damian mientras conducía en dirección al hospital. Pensó por añadidura que el hijo real de Daisy —el hijo de él—, cuando naciera, sería un impedimento aún más eficaz.

    * * *

    Damian supervisó el embarazo de Daisy de una manera a la vez discreta y severa. Se abstuvo de invadir su vida privada, o su vida laboral, fuera ésta como fuera. Pero controló lo que era de su competencia. Se aseguró de que ella acudía a todas sus citas, controló sus controles, comprobó sus prescripciones, interrogó a la doctora Nanjuwany. Reflexionó en qué hacer con el bebé. No lo consultó con Martha, no lo consultó con la doctora Nanjuwany. Tuvo en cambio una conversación con el asistente social del hospital, acerca del proceso legal seguido cuando se daba un bebé en adopción. Resultó ser un asunto tenebroso y plagado de dificultades. Oyó al asistente social enumerar los derechos de la madre, la falta de derechos del padre, los procedimientos de adopción para un padre putativo que deseaba un niño no deseado. Lo más simple sería casarse, dijo el asistente. No es posible, dijo Damian. Damian, naturalmente respetuoso de la ley, y preocupado por la condición legal de su hijo por nacer, decidió no obstante hacer sencillamente lo mejor y más tarde regularizar una situación de hecho. Hizo averiguaciones sobre agencias de niñeras.

    * * *

    Durante los restantes meses de embarazo, Damian se vio sometido a una especie de martirio por los rumores. Todo el mundo «sabía» lo que ocurría y, dado que ni Damian ni —sorprendentemente— Daisy se confiaban a nadie, las conjeturas e insinuaciones crecían y se enmarañaban. Daisy llegó incluso a manifestar fríamente que ella no quería al bebé ni quería que le dijeran cómo iba, que no le preocupaba y que era asunto de otra persona, gracias. Damian estaba presente cuando aparecieron en la pantalla las primeras imágenes por ultrasonido del bebé, que se agitaba en su baño fluido. Daisy giró la cara para no verlo. La doctora Nanjuwany dijo:
    —¿Quieres saber el sexo de tu bebé o no? A algunas personas les gusta que sea una sorpresa.
    —Es una niña —dijo Damian—. Ya la veo. Está muy bien.
    —Doctor Becket, ¿quiere hacer el favor de salir? —pidió Daisy.

    * * *

    Damian entrevistó a varias niñeras. Iban a su elegante apartamento, se sentaban en su sofá y contemplaban sus cuadros. Él les decía que la recién nacida llegaría al cabo de tres meses, que era hija suya y que la madre no podría ocuparse de ella. Ellas clavaban los ojos en el pálido tapizado con una expresión de piedad profesional. A una, que era cordial y la mayor de siete hermanos —«He cuidado niños desde que tenía doce años, los conozco bien…»—, la rechazó porque era irlandesa y llevaba una medalla religiosa. Otra, una mujer de clase alta un tanto chiflada, dijo que no le parecía que el barrio de los Docks fuera un lugar apropiado para criar a un niño. Necesitan aire fresco, dijo, y dio la impresión de que le costaba un gran esfuerzo decir estas pocas palabras. A Damian no le agradaba la sensación de que pronto iba a tener que depender de estas jóvenes desconocidas, que tendría que hacerles concesiones. Finalmente escogió a una danesa de nombre Astrid, en gran parte porque ella sabía de pintura, había admirado los Heron y los Terry Frost y, sin exagerar, había dicho que sería bueno para un niño crecer en medio de todos esos colores.

    * * *

    Daisy estuvo a punto de perder su bebé en el séptimo mes. La internaron por una semana en el hospital con síntomas de preeclampsia. Se le habían formado unos curiosos rollos de carne hinchada en torno a los tobillos, habitualmente delgados como palillos. Damian la visitaba cada día. La controlaba a ella, y controlaba al bebé que crecía en su vientre. Ella ya no le hablaba. Su desafío se había esfumado, reemplazado por una desconcertante combinación de resignación y miedo. Cuando Damian dijo que el feto estaba en buena posición, o que su presión había mejorado, ella dijo «Ah, entonces va bien», como si no esperara nada y lo mismo le diera que fuera bien o mal. Si Martha iba a visitar a Daisy, Damian no la veía. La había visto marcharse del hospital en coche acompañada por un hombre, un hombre con un elegante traje de mohair y cabellos bastante largos, que hablaba animadamente. Martha tenía su propia vida. Él tenía una esposa en Irlanda y un bebé por nacer en la sala Pondicherry.

    * * *

    Pero fue a Martha a quien acudió Daisy cuando rompió aguas antes de lo previsto. Desconfiando de las ambulancias, Martha hizo subir a Daisy a su propio coche y la llevó al San Pantaleón. Daisy, con el cuerpo palpitante y el rostro de un blanco azulado, le rogó: «No te vayas, por favor, no te vayas». De la oficina de admisiones avisaron a la doctora Nanjuwany, que se encargó de avisar a Damian. Cuando él bajó se encontró a Daisy aferrada a la ropa de Martha, diciendo: «No te vayas, por favor, no te vayas». Martha miró a Damian. Pensó que debía de haber alguna razón ética que no le permitiera involucrarse en lo que estaba a punto de ocurrir. Advirtió que él parecía a punto de estallar, con un autocontrol ridículamente exagerado.
    —No —contestó—, no me iré. Quiero ver a este bebé.
    —No habrá ningún bebé —dijo Daisy—. Todo irá mal. Lo he sabido desde el principio.
    Chilló a todo pulmón cuando le sobrevino una oleada de contracciones y dolor.
    —Se va a morir y yo también —siguió—, y él sabe que va a morir, sabe que yo también, lo sabe…
    Cuando se la llevaron en una camilla, Martha le dijo a Damian:
    —Está sufriendo. No piensa lo que dice.
    —Sí lo piensa.
    —Dicen que las parturientas gritan toda clase de cosas…
    —Sí, es verdad. Lo sé muy bien, es mi trabajo. Pero ella piensa realmente que va a morir. Ahora me doy cuenta. No me he dado cuenta hasta ahora. Es de esa clase de personas de las que no consigo… no consigo imaginar qué piensan o qué sienten, en absoluto.
    —¿Está bien que me quede?
    —No es tu problema.
    —Acudió a mí.
    Damian quiso gritar: yo no acudí. Justamente porque ella lo hizo, yo no pude. Y no puedo. Se obligó a concentrarse en la obstetricia.
    —Tengo que ir a ver cómo va —dijo.
    El parto de Daisy fue largo y horrible. Ella hizo que fuera peor dando rienda suelta a nueve meses de terror y furia contenidos, chillando, sollozando y tensando todos los músculos. No podían darle mucha anestesia por temor a causar daño al bebé, cuyos latidos eran irregulares, y que acabó presentándose de un modo difícil, con un hombro torcido. La doctora Nanjuwany se dejó llevar por el pánico a su vez y, haciendo caso omiso de que lo que ella sabía y lo que no le habían dicho constituían razones éticas para no involucrar a Damian, recurrió a él. Él consiguió traer al mundo un bebé vivo, lentamente, con pericia, no porque fuera su padre, sino porque en ese momento era el único en todo el hospital que podía encararse con ese problema. Cosió el peligroso desgarro del cuello del útero de Daisy, le apartó los pálidos cabellos de la frente empapada de sudor, le tomó el pulso, y se preguntó por dónde vagaría su alma errante cuando al fin los medicamentos la relajaron y la sumieron en una paz libre de perturbaciones. Casi la había matado. Esa era la verdad.
    Fue a ver a su hija.
    La habían lavado y envuelto en una mantilla, y respiraba ligera y regularmente. Tenía una suave pelusilla oscura y estaba un tanto magullada. Abrió unos ojos brumosos color mejillón y pareció observarlo. Él le devolvió la mirada, sin ningún orgullo por sus logros… Aunque, de acuerdo con el melodramático acaecer de las vidas reales, él la había salvado, y también a Daisy. Se sintió inundado por una ola terrible de amor y pena. Ella era una persona. Antes no había estado allí, y ahora estaba allí, y era la persona a quien él quería. Era algo muy simple, y él era otro hombre. Los ojos le ardían por las lágrimas. Detrás de él sonaban los rumores y ruidos del hospital.

    * * *

    Cuando fue a visitarla al día siguiente, descubrió que tenía el corazón atenazado por un miedo intenso. Iba a ver otra vez a su hija: eso era lo esencial. Mentalmente la había llamado Kate. Iba a ver a Daisy, que no quería conocer ni ver a Kate. Decidió empezar por lo más difícil —no era un hombre que pospusiera las obligaciones—, y lo más difícil era Daisy. Luego iría a visitar de nuevo a su hija.

    * * *

    Daisy estaba en un box protegido por cortinas, con un cuenco de frutas en su casillero. La halló sentada en la cama con un camisón del hospital, y el pelo lavado y suelto. Tenía al bebé en brazos, al pecho. El bebé estaba mamando. Vio las ondas de fina piel que se le formaban en la parte de atrás de la cabecita con el movimiento. Estaba mamando del pezón atravesado con un aro. Daisy tenía el rostro completamente bañado en lágrimas. Sus pequeñas manos, con los guantes tatuados, abrazaban a Kate, y la estrechaban. Miró a Damian como si él tuviera la intención de arrancársela de los brazos. El labio, con esas estúpidas tachuelas, le temblaba.
    Damian se dejó caer pesadamente en la silla para los visitantes. Daisy dijo, con una vocecita débil pero perfectamente madura:
    —Yo no entendía. No sabía. Es perfecta. No, no es eso, todo el mundo dice eso. Es alguien, es una persona, y es mía y… parece necesitarme. Quiero decir, me parece que es a mí a quien necesita. Quiero decir, no puedo evitarlo, ella no puede evitarlo, yo… le pertenezco, quiero decir, soy su madre —fue evidente que la palabra la turbaba. Repitió—: Yo no entendía. No sabía.
    —Tienes razón, por supuesto —dijo Damian—. También es mía.
    Podría haber añadido «y yo le pertenezco», pero era incapaz de tanta retórica.
    —Todo el mundo habla del amor. Amor, amor, amor. Tú y yo, yo y tú… Bueno, no tú y yo personalmente, sino en sentido abstracto. Nadie escribe canciones a los bebés, ¿no? Pero, en cuanto la vi, eso fue amor, eso es lo que era, sé que es amor…
    —Lo sé. Yo sentí lo mismo. En cuanto la vi.
    El bebé lanzó un hipido. Torpe, pero suave. Daisy la inclinó sobre su hombro y le palmeó la espalda. Luego, con cautela, se la tendió a Damian, que la cogió en brazos y miró ese rostro único y precioso.
    —¿Qué demonios vamos a hacer ahora? —preguntó Damian.
    Martha, que llevaba un ramo de margaritas y anémonas, entró en el cubículo y los encontró a ambos contemplando al bebé, envuelto en su mantilla y acostado en la cama en medio de los dos. Damian y Daisy tenían una expresión de adoración y desconcierto. Daisy lloraba aún, suave y acompasadamente. Martha vio con toda claridad lo que había ocurrido. Pensó en marcharse, de inmediato. Damian repitió, justo cuando advirtió la llegada de Martha:
    —¿Qué demonios vamos a hacer ahora?
    Daisy le dijo a Martha, como un niño a su madre:
    —Yo no entendía. No sabía.
    —No llores —dijo Martha, acercándose.
    Vio que Damian tenía lágrimas en los ojos. El bebé se puso a llorar y ambos tendieron los brazos para alzarla y consolarla, y ambos se echaron atrás al mismo tiempo. Martha, que no se sentía inclinada a la adoración, no alcanzaba a ver ninguna salida satisfactoria para ese estado de cosas que supuestamente no era su problema.
    —Ya pensaremos en algo. Porque tenemos que hacerlo —dijo.
    Los otros dos asintieron con aire distraído, y los tres siguieron contemplando al bebé.

A. S. Byatt
El libro negro de los cuentos



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