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viernes, 6 de octubre de 2023

Marcel Schwob / Robert Louis Stevenson

Marcel Schwob  

BIOGRAFÍA



 «Robert Louis Stevenson»

Recuerdo claramente la suerte de sobresalto de la imaginación que me produjo el primer libro de Stevenson que leía. Era La isla del tesoro. Lo llevaba conmigo para leerlo durante un largo viaje por el Mediodía. Comencé mi lectura bajo la luz temblorosa de una lámpara de ferrocarril. Las ventanillas del vagón se teñían ya del rojo de la aurora meridional cuando desperté de la ensoñación de mi libro, como Jim Hawkins ante los graznidos del loro: “Pieces of eight! Pieces of eight[32]!”. Tenía ante mis ojos a John Silver, “with a face as big as a ham-his eye a mere pinpoint in his big face, but gleaming like a crumb of glass[33]”. Podía ver la cara azul de Flint, gruñendo, ebrio de ron, en Savannah, en un día caluroso, con la ventana abierta; la pequeña moneda redonda de papel, recortada de una Biblia, ennegrecida por la ceniza, en la palma de la mano de Long John; la cara color cera del hombre a quien le faltaban dos dedos; el mechón de pelo amarillento flotando al viento marino sobre el cráneo de Allardyce. Oía los dos jadeos de Silver enterrando su cuchillo en la espalda de la primera víctima, y el canto vibrante del acero de Israel Hands clavando al mástil el hombro del pequeño Jim, y el tintineo de las cadenas de los ahorcados en Execution Dock, y la voz aguda, alta, temblorosa, etérea y dulce elevándose sobre los árboles de la isla cantando en un lamento: “Darby M’Graw! Darby M’Graw!”.


Entonces supe que estaba bajo el poder de un nuevo creador de literatura y que mi espíritu quedaría encantado, de allí en adelante, por imágenes de colores desconocidos y sonidos nunca antes escuchados. Y, sin embargo, este tesoro no era más fabuloso que los cofres de oro del capitán Kidd; sabía del cráneo clavado en el árbol de The Gold Bug; había visto a Blackbeard bebiendo ron, como el capitán Flint, en la historia de Oexmelin[34]; volví a ver a Ben Gunn, transformado en salvaje, como Ayrton en la isla de Tabor; recordaba la muerte de Falstaff, agonizando como el viejo pirata, y las palabras de Mrs. Quickly: A parted even just between twelve and one, e’en at the turning o’ the tide; for after I saw him fumble with the sheets, and play with flowers, and simile upon hisfingers’ ends, I knew there was but one way; for his nose was as sharp as a pen and’ a babbled of green fields… The say, he cried out of sack: “Ay, that’ a did[35]”.

Ya había escuchado este mismo bamboleo de los ahorcados curtidos por el viento, en la balada de François Villon, y el ataque a la casa solitaria, en medio de la noche, me recordaba el cuento popular, “The hand of glory”. “Todo ha sido dicho desde hace seis mil años en que existen los hombres y piensan”. Pero esto estaba dicho con nuevos acentos. ¿Por qué, y cuál era la esencia de este poder mágico? Esto es lo que intentaré explicar en estas pocas páginas.

Podríamos caracterizar la diferencia entre el antiguo régimen de literatura y el de nuestros tiempos modernos por el movimiento inverso del estilo y de la ortografía. Nos parece que todos los escritores de los siglos XV y XVI utilizaban el idioma en forma admirable, mientras que cada uno escribía las palabras a su manera, sin preocuparse de la forma. Ahora, cuando las palabras son fijas y rígidas, vestidas con todas sus letras, correctas y educadas, en su ortografía inmutable, como los invitados a una cena, han perdido su individualismo cromático. La gente se vestía de distintas maneras: ahora las palabras, como la gente, se visten de negro. Ya no las diferenciamos muy bien. Pero están todas correctamente ortografiadas. Las lenguas, al igual que los pueblos, llegan siempre a organizar una sociedad refinada de la cual quedan excluidas todas las confusiones, por indecentes. Ocurre lo mismo con las historias y con las novelas. La ortografía de nuestros relatos es perfectamente regular; la elaboramos a partir de modelos exactos.

The actors are, it seems, the usual three[36], dice George Meredith. Hay una forma de relatar y de describir. La humanidad literaria sigue con tan buena voluntad las rutas trazadas por los primeros descubridores que la comedia no ha cambiado en nada desde que Menandro fabricó su “boceto”, ni la novela de aventuras desde el esbozo que trazó Petronio. El escritor que rompe la ortografía tradicional da verdaderas pruebas de su fuerza creadora. Sin embargo, debemos resignarnos: no podemos cambiar nada más que la ortografía de las frases y la dirección de las líneas. Las ideas y los hechos siguen siendo los mismos, como el papel y la tinta. Lo que hace gloriosa la descripción de Hans Holbein dentro del retrato de la familia de Tomás Moro son las curvas que él imaginó que trazaba su cálamo. La materia de la Belleza ha quedado siempre igual desde la época del Caos. Los poetas y los pintores son inventores de formas: utilizan para ello las ideas comunes y las caras de la gente.

Tomemos el libro de Robert Louis Stevenson. ¿Qué es? Una isla, un tesoro, piratas. ¿Quién es el narrador? Un niño que va a la aventura. Ulises, Robinson Crusoe, Arthur Gordon Pym no lo hubieran hecho en forma distinta. Pero aquí hay relatos que se entrecruzan. Los mismos hechos son expuestos por dos narradores: Jim Hawkins y el doctor Livesey. Robert Browning ya había hecho algo parecido en The Ring and the Book. Stevenson convierte a sus relatores en actores del drama, y en lugar de abrumarnos con los mismos detalles vistos por otras personas, se limita a presentarnos solamente dos o tres puntos de vista distintos. Luego se oscurece el telón de fondo para provocarnos la inseguridad del misterio. No sabemos qué es lo que había hecho, exactamente, Billy Bones. Dos o tres intervenciones de Silver son suficientes para dejarnos para siempre con el deseo insatisfecho de saber qué es lo que ha ocurrido con el capitán Flint y sus compañeros de aventura. ¿Qué era la negra de Long John, y en qué posada de qué ciudad de Oriente volveremos a encontrar, vestido de cocinero, “the seafaring man with one leg[37]?”. El artificio, aquí, consiste en no resolver los interrogantes. Tuve una triste decepción el día en que leí la vida del capitán Kidd de Charles Johnson: hubiera preferido no haberla leído. Jamás leeré la vida del capitán Flint o la de Long John. Descansan, aún sin formular, en la tumba de Mont Pala, en la isla de Apia.

And may I

And all my pirates share the grave

Where these and their creations lie[38]!

Esta clase de silencios en el relato, que constituyen tal vez lo más apasionante en el Satiricón, fueron manejados por Stevenson con una extraordinaria maestría. Lo que no nos dice de la vida de Alan Breck, de Secundra Dass, de Olalla, de Attwater, nos atrae más que lo que sí nos dice. Sabe hacer surgir los personajes de las tinieblas que él mismo ha creado alrededor de ellos.

Pero ¿por qué el relato en sí, aparte de la composición y de los cortes de silencio que aparecen, tiene esa intensidad particular que no nos permite abandonar un libro de Stevenson una vez que lo hemos comenzado? Imagino que el secreto de este poder fue transmitido de Daniel Defoe a Edgar Poe y a Stevenson, y que Charles Dickens alcanzó a entreverlo en Two Ghost Stories. Esencialmente consiste en aplicar los métodos más simples y más reales a los temas más complicados y más inexistentes. El relato minucioso de la aparición de Mrs. Veal, el rendimiento de cuentas escrupuloso en el caso de M. Valdemar, el análisis paciente de las monstruosas facultades del Dr. Jekyll son los ejemplos más admirables de este procedimiento literario.

La ilusión de realidad nace del hecho de que lo que nos presentan son objetos cotidianos, a los cuales ya estamos acostumbrados, y la fuerza de la impresión que nos hacen surge cuando las relaciones entre estos objetos familiares son súbitamente alteradas. Hagan que una persona cruce su dedo entre las extremidades de sus dedos cruzados: sentirá que hay dos canicas y su sorpresa será mayor que cuando vea que Robert Houdin saca de su sombrero, preparado con antelación, una tortilla de huevo o cincuenta metros de cinta de seda. Esto ocurre porque la persona conoce perfectamente tanto sus dos dedos como la canica; no tiene dudas acerca de la realidad de lo que está utilizando, pero las relaciones de su sensibilidad han cambiado, y es ahí donde se ve alcanzada por lo extraordinario. Lo que encontramos de más profundo en The Journal of the Plague no son esas fosas prodigiosas de los cementerios, ni las pilas de cadáveres, ni las puertas marcadas con una cruz roja, ni los llamados de los enterradores con su campana, ni los apestados solitarios y fugitivos, ni siquiera “the blazing star, of a faint dull, languid colour, and its motion very heavy, solemn, and slow[39]”. Sin embargo, el horror llega al límite en este relato: el guardia, en el profundo silencio de la calle, entra en el patio de una sucursal de correos. Hay un hombre en la esquina, otro está en la ventana y otro en la puerta de las oficinas. Los tres observan que en el centro del patio hay una pequeña bolsa de cuero, con dos llaves atadas a la misma; nadie se atreve a tocarla. Finalmente, uno de ellos se decide, con unas tenazas al rojo vivo recoge la bolsa y, después de quemarla, deja caer el contenido dentro de un cubo de agua. “The money, as I remember —dice Defoe—, was about thirteen shillings, and some smooth groats and brass farthings[40]”. Es en realidad una pobre aventura callejera —una bolsa abandonada—; pero todas las condiciones de la acción están modificadas, con lo que inmediatamente el terror ante la peste nos invade. Dos de los incidentes más cargados de horror en la literatura son el descubrimiento, por parte de Robinson, de la huella de un pie desconocido sobre la arena de su isla, y el estupor del Dr. Jekyll cuando descubre, al despertar, que su propia mano, que reposa sobre la sábana de su cama, se ha convertido en la mano velluda de Mr. Hyde. La sensación de misterio que nos producen estos dos acontecimientos es insuperable. Sin embargo, no parece estar presente la intervención de ninguna entidad psíquica: la isla de Robinson está deshabitada —no debería haber otras huellas que no fueran las suyas—; el Dr. Jekyll, siguiendo el orden natural de las cosas, no tendría por qué ver una de sus manos transformada en la mano velluda de Mr. Hyde. No son más que simples contradicciones de hecho.

Quisiera ahora explicar qué es lo que tiene de especial esta facultad de Stevenson. Si no me equivoco, es más subyugante y más mágica en él que en otros autores. Me parece que la razón de esto reside en el romanticismo de su realismo. Valdría lo mismo decir que el realismo de Stevenson es completamente irreal, y que precisamente por ello es todopoderoso. Stevenson no observó jamás las cosas con otros ojos que no fueran los de su imaginación. Nadie puede tener la cara como un jamón; el centelleo de los botones de plata de Alan Breck, cuando salta sobre la nave de David Balfour, es altamente improbable; la rigidez de esas líneas de humo y de llamas de las velas del duelo de Master of Ballantrae no podría obtenerse ni siquiera en una sala de ensayos; nunca la lepra se presentó como la mancha de liquen que Keawe descubre sobre su piel; nadie podría creer que Cassilis, en The Pavilion on the Links, haya podido ver brillar el claro de luna en los ojos de un hombre, “though he was a good many yards distant[41]”. Y no me refiero aquí a un error que el mismo Stevenson reconoció, por el cual hace realizar a Alison algo irrealizable: “She spied the sword, picked it up… and thrust it to the hilt into the frozen ground[42]”.

Pero, en realidad, éstos no son errores: no son sino imágenes más fuertes que las imágenes reales. Hemos descubierto en muchos escritores la capacidad de realzar la realidad valiéndose de los matices de la palabra; dudo que pudiéramos encontrar en otras artes imágenes que, sin valerse de la ayuda de las palabras, sean más violentas que las imágenes reales. Son imágenes románticas, ya que están dirigidas a aumentar el efecto de las imágenes de la realidad valiéndose del decorado; son imágenes irreales, ya que ningún ojo humano podría hallarlas en el mundo que conocemos. Y sin embargo, estas imágenes no son otra cosa que la quintaesencia de la realidad propiamente dicha.

En efecto, lo que nos queda de Alan Breck, de Keawe, de Thevenin Pensete, de John Silver, es ese jubón de botones de plata, esa mancha irregular de liquen, estigma de la lepra, ese cráneo calvo con sus dos mechones de cabellos pelirrojos, esa cara larga como un jamón, con sus ojos brillantes como destellos de vidrio. ¿Acaso no es eso lo que les da un lugar en nuestra memoria? ¿Lo que les da esa vida ficticia que tienen los seres creados por la literatura, esa vida que sobrepasa tanto con su energía la vida que percibimos con nuestros ojos físicos que llega a animar a las personas que nos rodean? El atractivo y el interés que sentimos por los demás, la mayoría de las veces, aumenta de acuerdo con el grado de parecido que ellos tengan con seres literarios, por ese tinte romántico que los rodea. Nuestros contemporáneos existen con más fuerza, se nos aparecen con más realidad, en la medida en que los relacionamos con esas creaciones irreales de los tiempos antiguos. Este hálito literario hace florecer y embellece todos nuestros afectos. Raramente vivimos con placer nuestra verdadera vida. Casi siempre tratamos de morir otra muerte que no sea la nuestra. Es una especie de convención heroica que le da cierto esplendor a nuestros actos. Cuando Hamlet salta dentro de la tumba de Ofelia, piensa en su propia saga, y exclama:

It is I, Hamlet the Dane[43]!

¡Y cuántos se han sentido orgullosos de vivir la vida de Hamlet, quien a su vez quería vivir la vida de Hamlet el danés! Recordemos a Peer Gynt, quien no puede vivir su propia vida, y que, cuando vuelve a su país, viejo y desconocido, ve cómo venden en remate los accesorios de su propia leyenda. Tendríamos que estarle agradecidos a Stevenson por haber ampliado este círculo de amigos irreales. Los que nos presentó están tan estigmatizados por su realismo romántico que es muy difícil que alguna vez los encontremos aquí abajo. A menudo vemos pasar a Don Quijote, “de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro[44]”; o a Frère Jean des Entommeures, “hault, maigre, bien fendu de gueulle, bien advantaigé en nez[45]”; o al príncipe Hal, con “a villainous trick of his eye and a foolish hanging of his nether-lip[46]”: todos rasgos que la naturaleza ha reservado para nosotros, y que seguiremos viendo a menudo. El valor imaginativo resulta de la elección y del color de las palabras, del corte de la frase, de la forma en que se apropian del personaje que describen, y esta combinación artística es tan milagrosa que estos rasgos comunes describen para siempre a don Quijote, Frère Jean, o al príncipe Hal: les pertenecen a ellos y es a ellos a quienes tenemos que pedírselos.

No ocurre lo mismo con los que nos ha creado Stevenson. No podemos modelar a nadie de acuerdo con su imagen, porque es demasiado viva y demasiado única, o porque está identificada con la ropa, o con un juego de luces, o con un accesorio de teatro, podríamos decir. Recuerdo que cuando representaron aquí la obra de John Ford, Tis Pitty Shees a Whore, pensamos que Giovanni tendría que llevar en su puñal un verdadero corazón ensangrentado. En el ensayo, entró el actor, llevando en la punta del puñal un corazón fresco de cordero. Nos quedamos estupefactos. Mas allá de las candilejas, en escena, entre los decorados, nada se parecía menos a un corazón como un verdadero corazón. Ese pedazo de carne parecía sacado de una carnicería, todo violeta. No podía ser jamás el corazón sangrante de la bella Annabella. Entonces pensamos que, como un corazón verdadero parecía falso en escena, un corazón falso tendría que parecer verdadero. Hicimos el corazón de Annabella con un pedazo de franela roja. La franela estaba cortada con la forma que vemos en las imágenes de los santos. El rojo era de un brillo incomparable, totalmente distinto del color de la sangre. Cuando vimos aparecer por segunda vez a Giovanni con su daga, tuvimos todos un pequeño estremecimiento de angustia, ya que era indudable que ése era el corazón sangrante de la bella Annabella. Creo que los personajes de Stevenson tienen justamente esa especie de realismo irreal. La ancha figura brillante de Long John, la palidez del cráneo de Thevenin Pensete se aferran a la memoria de nuestros ojos precisamente a causa de su irrealidad. Son fantasmas de la realidad, alucinantes como los verdaderos fantasmas. Notemos, de paso, que los rasgos de John Silver alucinan a Jim Hawkins, y que François Villon se siente perseguido por el espectro de Thevenin Pensete.

Hasta aquí he intentado mostrar de qué manera la fuerza de Stevenson y de otros escritores es el resultado del contraste entre lo ordinario de los medios y lo extraordinario de la cosa significada; cómo el realismo de los medios de Stevenson tiene una vitalidad especial; cómo esta vitalidad nace de lo irreal del realismo de Stevenson. Quisiera ahora ir un poco más lejos. Estas imágenes irreales de Stevenson constituyen la esencia de sus libros. Igual que un fundidor que cuela el bronce alrededor del “núcleo” de arcilla, Stevenson cuela su historia alrededor de la imagen que ha creado. Esto es bien visible en The Sire de Malétroit’s Door. El cuento no es más que un intento de explicar esta visión: una gran puerta de roble, que parece incrustada en el muro, cede cuando un hombre se apoya de espaldas en ella, gira silenciosamente sobre sus goznes aceitados y lo encierra automáticamente en las tinieblas desconocidas. Es también una puerta lo que hechiza la imaginación de Stevenson al principio de Dr. Jekyll and Mr. Hyde. En The Pavilion on the Links, lo único que nos intriga en el relato es el misterio de un pabellón cerrado, solitario, en medio de las dunas, con luces errantes detrás de los postigos cerrados. The New Arabian Nights está construido sobre la imagen de un hombre joven que entra por la noche a un bar llevando una charola de tartas de crema. Las tres partes de Will o’ the Mill están hechas, esencialmente, con una fila de peces plateados que bajan la corriente de un río, una ventana iluminada en la noche azul (“one little oblong patch of orange[47]”), y el perfil de un vehículo, “and above that a few black pine tops, like so many plumes[48]”. El peligro de este tipo de composición es que el relato no tenga la misma intensidad de la imagen. En The Sire de Malétroit’s Door, la explicación está muy por debajo de la visión. En cuanto a las tartas de crema de Suicide Club, Stevenson no nos explica por qué están ahí. Las tres partes de Will o’ the Mill están a la altura de sus imágenes, las cuales parecen entonces verdaderos símbolos. Finalmente, en las novelas, Kidnapped, Treasure Island, The Master of Ballantrae, etc… el relato es inequívocamente superior a la imagen, la cual, sin embargo, ha sido su punto de partida.

Ahora, el creador de visiones descansa en la isla afortunada de los mares del Sur.

Ἐν νἡσιζ μαϰαρῶν σέ φάσιν εἶναι.

¡Ay! Ya no veremos nada más con “his mind’s eye[49]”. Todas las hermosas fantasmagorías que aún tenía en potencia dormitan en una estrecha tumba de la Polinesia, cerca de una franja brillante de espuma: la última imaginación, tal vez también irreal, de una vida dulce y trágica. “I do not see much chance of our meeting in the flesh[50]”, me escribió él. Desgraciadamente era verdad. Para mí, siguió estando rodeado por una aureola de ensueño. Y estas pocas páginas no son más que el intento de explicar los sueños que me inspiraron las imágenes de La isla del tesoro en una radiante noche de verano.

 

Marcel Schwob / Ensayos y perfiles, FCE

Título original: Spicilège

Marcel Schwob, 1896

Traducción: Juan Damonte

 

 

[32] ¡Piezas de a ocho, piezas de a ocho!

[33] Con una cara como un jamón, su ojo era apenas un punto sobre su rostro, pero brillaba como un pedazo de vidrio.

[34] Alexandre O. Exquemelin o Alexandre Oexmelin (C. 1645-C. 1707), francés, flamenco u holandés, “el médico de los piratas”, como se le conocía y se le conoce, autor del libro De Americaensche Zee-Roovers (“Piratas de América”), Amsterdam, 1678.

[35] Se nos fue entre las doce y la una, justo a la hora del cambio de la marca; porque, cuando lo vi agitarse bajo las sábanas y jugar con las flores, y sonreírle a su propios dedos, me di cuenta de que la cosa estaba contada; tenía la nariz más delgada que una pluma y hablaba, tartamudeando, de los campos verdes… Dicen que gritó, ya hacia el final: “¡Sí, todo eso hice!”.

[36] Se me ocurre que los actores son los mismos tres de siempre.

[37] El navegante con una sola pierna.

[38] ¡Y que yo / Y todos mis piratas podamos descansar compartiendo la tumba / Donde yacen estas creencias y las de ellos!

[39] La estrella que brilla con un color opaco, lánguido, y que se mueve pesadamente, solemne y lenta.

[40] El dinero, lo recuerdo: trece chelines y unas monedas de un cuarto y un octavo de penique.

[41] Aunque estaba a muchas yardas de distancia.

[42] Vio la espada, la tomó… y la clavó hasta la empuñadura en la tierra helada.

[43] ¡Soy yo, Hamlet, el danés!

[44] En español en el original.

[45] Alto, delgado, con la cara resquebrajada, de nariz grande.

[46] Con una mirada ruin, y su labio inferior colgando estúpidamente.

[47] Un pequeño remiendo elíptico de color naranja.

[48] Y sobre todo esto, las negras copas de unos pinos, como otras tantas plumas.

[49] Su visión mental.

[50] No creo que tengamos ya la posibilidad de conocernos en carne y hueso.




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