Ilustración de T.A. |
Virginia Woolf
Momentos de vida
«Los alfileres de Slater’s no tienen punta».
Los alfileres de Slater’s no tienen punta, ¿no crees lo mismo? —dijo la señorita Craye volviéndose mientras el clavel se desprendía del vestido de Fanny Wilmot. Y Fanny se inclinó —los oídos llenos de música— a mirar el alfiler en el suelo.
Las palabras de la señorita Craye, que interpretaba el último acorde de la fuga de Bach, la sorprendieron muchísimo. ¿De veras la señorita Craye iba a Slater’s a comprar alfileres?, se preguntó Fanny Wilmot, descolocada por un momento. ¿Se paraba frente al mostrador y esperaba como cualquier otro cliente? ¿Le envolvían los peniques con la boleta? ¿Metía los alfileres en la cartera y, una hora más tarde, de pie junto al tocador, lossacaba? ¿Qué necesidad tenía de comprar alfileres? Pues más que vestirse se cubría, como un escarabajo bajo su caparazón, de azul en invierno y de verde en verano. ¿Qué necesidad tenía Julia Craye de comprar alfileres? Julia Craye, que parecía vivir en el frío y cristalino mundo de las fugas de Bach, tocando para sí lo que quería, aceptando tan sólo a uno o dos estudiantes del Colegio de Música de la calle Archer (eso decía la directora, la señorita Kingston) como un favor especial a ella, quien «la admiraba profundamente en todos los sentidos». La señorita Craye había quedado en muy mala posición al morir su hermano, se temía la señorita Kingston. Oh, solían tener tantas cosas bellas cuando vivían en Salisbury; su hermano Julius era, desde luego, un hombre muy reconocido, un arqueólogo famoso. Era un privilegio quedarse con ellos, decía la señorita Kingston («Eran conocidos de mi familia, eran personas corrientes de Salisbury», decía la señorita Kingston), pero algo atemorizante para un niño. Había que tener cuidado de no golpear la puerta o entrar a la casa en forma abrupta. La señorita Kingston, que hacía pequeñas caracterizaciones como ésta el primer día de clase mientras recibía cheques y hacía recibos, sonrió en este momento. Sí, era algo tosca de niña; entraba a la casa de un arrebato y hacía saltar la vasija romana y los demás objetos en la vitrina. Los Crayes no estaban acostumbrados a los niños. Ninguno de los Crayes estaba casado. Tenían gatos; los gatos, creía ella, sabían tanto de las urnas y vasijas romanas como ellos. —¡Mucho más que yo! —dijo la señorita Kingston alegremente, mientras escribía su nombre sobre el sello, con su mano ágil y regordeta, pues siempre había sido una persona práctica. Así se ganaba la vida después de todo.
Entonces, pensó Fanny Wilmot buscando los alfileres, tal vez la señorita Craye decía eso de «los alfileres de Slater’s no tienen punta» por decirlo. Ningún Craye se casó nunca. No sabía nada sobre alfileres, nada de nada. Pero quería romper el hechizo que había caído sobre su casa; romper el vidrio que la separaba de las otras personas. Cuando Polly Kingston, esa alegre niña, golpeó la puerta e hizo saltar los jarrones romanos, Julius, al ver que ninguno se había dañado (tal era su primera reacción) la vio —pues la vajilla estaba junto a la ventana— correr a casa a través del campo; la observó con la expresión que también tenía su hermana; esa mirada fija, atenta.
«Estrellas, sol, luna», parecía decir, «la margarita en el pasto, fuego en la chimenea, escarcha en el vidrio, mi corazón sale a buscarte. Pero» —parecía siempre agregar—, «lo rompes, pasas y te vas». Y al mismo tiempo abarcaba la intensidad de ambos estados de ánimo con «No puedo alcanzarte, no puedo llegar a ti», con voz llena de nostalgia, de frustración. Y las estrellas se apagaban y los niños se iban. Tal era la clase de hechizo sobre la superficie cristalina que la señorita Craye quería romper demostrando, al terminar de interpretar maravillosamente la pieza de Bach como recompensa a uno de sus alumnos preferidos (Fanny Wilmot sabía que era la alumna preferida de la señorita Craye), que ella también sabía sobre alfileres, como el resto de las personas. Los alfileres de Slater’s no tienen punta.
Sí, el «famoso arqueólogo» había sido así también. «El famoso arqueólogo»; al decirlo, mientras endosaba los cheques y escribía la fecha, hablaba con alegría, con franqueza, y había en la voz de la señorita Kingston un tono indescriptible que insinuaba que había algo extraño en Julius Craye. Era quizás eso mismo que parecía extraño en Julia. Podría haber jurado, pensó Fanny Wilmot mientras buscaba el alfiler, que en alguna fiesta o reunión (el padre de la señorita Kingston era clérigo) había escuchado una conversación, o quizás tan sólo una sonrisa o un tono particular al mencionarse su nombre, que le había provocado una «sensación» sobre Julius Craye. Desde luego, nunca había hablado con nadie al respecto. Probablemente apenas si sabía lo que quería decir con eso. Pero cada vez que hablaba de Julius, o escuchaba mencionarlo, era lo primero que se le venía a la mente. Y era un pensamiento sugerente; había algo extraño en Julius Craye.
Julia también le provocaba esa sensación, sentada medio de costado en el taburete, sonriendo. Está en el campo, en el cristal, en el cielo —la belleza; y no puedo alcanzarla, no puedo tenerla—. ¡Yo daría el mundo entero por tenerla!, parecía agregar apretando la mano de esa forma tan característica. ¡Yo, que la adoraba con pasión, daría el mundo por tenerla! Y recogía el clavel que había caído al piso mientras Fanny buscaba el alfiler. Lo estrujó, Fanny lo sintió, lo apretó con fuerza entre sus manos suaves, venosas, llenas de anillos de colores claros incrustados en perlas. La presión de sus dedos parecía resaltar lo más brillante de la flor, realzándola, haciéndola ver más perfecta, fresca, inmaculada. Lo extraño en ella, y quizás también en su hermano, era que esa forma de tomar las cosas y estrujarlas iba acompañada de una perpetua frustración. Así era ahora incluso con el clavel. Lo tenía entre las manos; lo estrujaba; pero no lo poseía, no lo disfrutaba, no por completo.
Ninguno de los Craye se había casado, recordó Fanny Wilmot. Recordaba que una tarde en que la lección había durado más de lo habitual y estaba oscuro, Julia Craye dijo: «los hombres sirven, desde luego, para protegernos», y le puso esa misma extraña sonrisa mientras se abrochaba el abrigo que la hacía, como la flor, plenamente consciente de su juventud y vivacidad, pero, sospechaba Fanny, al igual que la flor también, la ponía incómoda.
«Oh, pero yo no quiero que me protejan», se había reído Fanny y, cuando Julia Craye, fijándole su extraordinaria mirada, dijo que no estabatan segura de ello, Fanny se sonrojó al notar la admiración que había en sus ojos.
Era para lo único que servían los hombres, había dicho. ¿Era por eso entonces —se preguntó Fanny mirando al suelo— que nunca se había casado? Después de todo, no había vivido siempre en Salisbury. «La parte más bonita de Londres», había dicho una vez, «(pero estoy hablando de hace quince o treinta años) es Kensington. Llegabas a los Jardines en diez minutos, era el corazón del país. Podías cenar afuera en pantuflas sin tomar frío. Kensington era como un pequeño pueblo entonces», había dicho.
Aquí se interrumpió para protestar amargamente por las correntadas en el Metro.
«Para eso sirven los hombres», había dicho con mordaz ironía. ¿Eso arrojaba alguna luz sobre el hecho de que no se haya casado nunca? Uno podía imaginarse cualquier tipo de escena en su juventud cuando, con sus bellos ojos azules, su nariz recta, sus aires de distinción, su habilidad para tocar el piano, su rosa floreciendo con inocente pasión en la pechera de su vestido de muselina, había enamorado primero a los jóvenes, para quienes esas cosas —las tazas de porcelana, los candeleros de plata y la mesa taraceada (pues los Crayes tenían esas cosas)— resultaban maravillosas; jóvenes que no eran lo suficientemente distinguidos; jóvenes de la ciudad catedralicia con ambiciones. A ellos había enamorado primero, y después a los amigos de su hermano de Oxford o Cambridge. Solían venir en el verano; llevarla de paseo en bote; continuar la discusión acerca de Browning por carta; y ¿combinar tal vez, alguna vez que se quedara en Londres, para mostrarle los Jardines de Kensington?
«La parte más linda de Londres, Kensington (hablo de hace quince o veinte años)», había dicho una vez. «Llegabas a los Jardines en diez minutos, era el corazón del país». Uno podía hacer con eso lo que quisiera, pensó Fanny Wilmot. Tómese, por ejemplo, al señor Sherman, el pintor, un viejo amigo de ella; hizo que la llamara, combinaron una cita para tomar el té bajo los árboles, un día soleado de junio. (También se habían encontrado en esas fiestas a las que uno llegaba en pantuflas sin tomar frío). La tía u otro pariente mayor los esperaban mientras ellos miraban el Serpentine. Miraban el Serpentine.
Tal vez hayan cruzado el río en el bote. Lo compararon con el Avon. Ella se habría enfadado con la comparación. La vista de los ríos era importante para ella. Se sentaba algo encorvada, pero se veía elegante al mando del bote. En el momento crítico, pues había tomado la determinación de hablar en ese momento (era su única oportunidad de estar a solas con ella), debido al gran nerviosismo, habló sin mirarla, con la cabeza vuelta sobre el hombro en un ángulo absurdo. Y ella lo interrumpió con dureza. Iban hacia el Puente, gritó; chocarían contra el Puente. Fue un momento horroroso, de desilusión, de revelación para ambos. No puedo tenerlo, no puedo tenerlo, pensó ella. Él no entendía por qué había ido entonces. Remó con fuerza y dio vuelta el bote. ¿Para despreciarlo? Cruzó el río nuevamente y se despidieron.
El escenario de esa escena podría haber sido cualquiera, reflexionó Fanny Wilmot. (¿A dónde había caído el alfiler?). Podría haber sido en Rávena o Edimburgo, donde tenían una casa para su hermano. La escena podía variar; el joven, y la forma exacta de todo; pero una cosa era siempre igual: su rechazo, su entrecejo y su enojo consigo misma después. Y la discusión y el alivio, sí el gran alivio ciertamente. Al día siguiente, tal vez, se levantaba a las seis, se ponía la capa y caminaba desde Kensington hasta el río. Estaba tan agradecida de no haber sacrificado su derecho de ir a ver las cosas cuando están en su mejor momento: antes de que todos despierten. Podría haber desayunado en la cama si hubiera querido. No había sacrificado su independencia.
Sí, Fanny Wilmot sonrió, Julia no había puesto en peligro sus costumbres. Estaban a salvo; y sus costumbres habrían sufrido si se casaba. «Son unos ogros», dijo una tarde un poco en broma cuando otra alumna, una joven recién casada, se fue corriendo al recordar que, de lo contrario, no alcanzaría a su esposo.
«Son unos ogros», había dicho con risa forzada. Un ogro habría interferido con el desayuno en la cama tal vez; o con las caminatas hacia el río al amanecer. ¿Qué habría sucedido si hubiera tenido hijos? Pero eso era prácticamente inconcebible. Tomaba precauciones extremas contra los enfriamientos, la fatiga, la comida con alto contenido en grasa o poco sana, las correntadas, las habitaciones calefaccionadas, los viajes en Metro, pues nunca podía determinar cuál de todas éstas le provocaba las terribles jaquecas que hacían que su vida se pareciera a un campo de batalla. Estaba siempre queriendo burlar al enemigo, hasta que parecía que la lucha tenía un interés propio; si hubiera podido vencerlo, la vida le habría parecido un tanto aburrida. De la forma en que estaba, el juego del tira y afloje era eterno, de un lado el ruiseñor o la vista de lo que amaba apasionadamente (sí, se apasionaba con esas imágenes); del otro, el camino húmedo, el horrendo y largo camino hacia una colina empinada que seguramente no le haría nada bien y le traería jaquecas al día siguiente. Entonces, cuando de vez en cuando podía equilibrar las fuerzas, y lograba visitar la Corte de Hampton la semana en que el azafrán (las flores brillantes y de colores intensos eran sus favoritas) estaba en su esplendor, lo consideraba una victoria. Era algo que perduraba; algo que tendría valor para siempre. Conservaba esa tarde en el collar de los días memorables, que no le resultaba tan largo como para no poder recordar este día o aquel. Aquella vista; esta ciudad; tocarla, sentirla, saborearla, suspirar por la cualidad que la hacía única.
«El día estaba tan bello el viernes pasado», dijo, «quedecidí que debía ir». Así había partido hacia Waterloo en vistas de su gran meta: visitar la Corte de Hampton sola. Era natural, pero quizás algo tonto de nuestra parte: sentíamos lástima por ella por algo por lo que ella jamás había pedido lástima (solía ser reticente a hablar de su salud, como un guerrero a hablar de su enemigo). Nos daba pena porque siempre hacía todo sola. Su hermano había muerto. Su hermana era asmática. Creía que el aire de Edimburgo le hacía bien. Era desolador para Julia. Tal vez a ella también le resultaban dolorosas las asociaciones, pues su hermano, el famoso arqueólogo, había muerto allí; y ella amaba a su hermano. Vivía en una pequeña casa cerca de Brompton Road, completamente sola.
Fanny Wilmot vio el alfiler; lo levantó. Miró a la señorita Craye. ¿Estaba tan sola la señorita Craye? No, la señorita Craye se sentía feliz; aunque fuera por ese único momento, era una mujer feliz. Fanny la había sorprendido en un momento de éxtasis. Estaba allí sentada, casi de costado, lejos del piano, con las manos en el regazo sosteniendo el clavel. Detrás de ella estaba el frío marco de la ventana, sin cortinas, púrpura al atardecer, púrpura intenso al encenderse las brillantes luces eléctricas en la sencilla sala de música. Julia Craye, sentada algo encorvada, sosteniendo la flor, parecía surgir de la noche de Londres, parecía traerla tras de sí como una capa. Parecía, en su desnudez e intensidad, la irradiación de su espíritu, algo que había hecho y la envolvía. Fanny observaba.
Todo parecía transparente, por un momento, a los ojos de Fanny Wilmot, como si mirando a través de la señorita Craye viera la misma fuente de su ser salpicando gotas plateadas. Miraba más y más hacia el pasado detrás de ella. Vio los verdes jarrones romanos en la vitrina; oyó a los coristas jugando al cricket ; vio a Julia bajar lentamente los escalones empinados hacia el césped. Después la vio servir el té bajo el cedro; tomar las manos del anciano entre las suyas con suavidad. La vio recorrer los pasillos de la vieja vivienda catedralicia con toallas en la mano para marcarlas; lamentando, a su paso, la insignificancia de la vida cotidiana. Y la vio envejecer de a poco, deshacerse de ropa al llegar el verano, pues a su edad era demasiado llamativa. Y cuidar de su padre enfermo; y apartarse cada vez más, mientras su voluntad se fortalecía en dirección a su objetivo solitario. Viajaba con frugalidad, midiendo los gastos y ajustando su billetera a lo necesario en esa travesía, o para ese viejo espejo; obstinadamente decidida, no importara lo que dijeran los otros, a elegir sus propios placeres. Vio a Julia, Julia iluminaba, Julia se encendía. Ardía en la noche como una blanca estrella muerta. Julia abría los brazos. Julia la besaba en los labios. Julia la tenía.
«Los alfileres de Slater’s no tienen punta», dijo la señorita Craye riendo en forma extraña y relajando los brazos mientras Fanny Wilmot prendía la flor en su pechera con dedos temblorosos.
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