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domingo, 16 de julio de 2023

Philip Larkin / Cielos cubiertos sobre Oxford y alrededores

Philip Larkin


Philip Larkin, cielos cubiertos sobre Oxford y alrededores

Una antología de sus versos con nuevas traducciones y la reedición de su ficción Jill, en versión de Marcelo Cohen.


Matías Serra Bradford
4 de noviembre de 2022



Guardaba las novelas policiales en su habitación para que las visitas no se tentaran con pedírselas prestadas. Bibliotecario de cuatro ojos, escritor ambidiestro (poeta y novelista), planteó una subdivisión deliberadamente arbitraria: las ficciones son acerca de otros, los versos acerca de uno mismo. La lírica de este espía de escenas sorprendidas in fraganti, redactada invariablemente con lápiz 2B, ostenta una narrativa retaceada, un reborde de ficción elíptica, entrevista: “Uno de sus guantes ignorado en el piso/ junto a esos zapatos nuevos, un tanto anticuados”.

Vueltero sentimental, cobarde asumido y cascarrabias carismático, Philip Larkin (1922-1985) se especializó en lamentar con gracia los tiempos que le tocaron. Lo abatía la cronología acelerándose en vivo (y sus huellas: un álbum de fotos, un empapelado desteñido); lo volteaba como persona y lo elevaba como poeta. Sus rimas eran revanchas coloquiales, honestas e hilarantes, contra esas condiciones contractuales: “Quizá ser viejo es llevar habitaciones encendidas/ dentro de tu cabeza, y gente en ellas, actuando. Gente que uno conoce, y sin embargo no puede en verdad nombrar”.

Larkin no imposta, compone: sobre casamientos ajenos y la graduación de la bebida propia, el sexo falto de concordancia y la redención métrica de lo cotidiano, el consuelo preverbal de la naturaleza y la victimización irónica como musa, sobre ausencias y afecciones, arribos y partidas. Para constatarlo, bastan dos líneas del texto que le da título a la antología Decepciones: “Ese día entero sin prisa/ tu mente quedó abierta como un cajón de cuchillos”.

Era un corrector a la enésima potencia, en busca de la economía justa, de sintagmas eficaces, más o menos veristas (“La vida primero es tedio, después temor”), de un agnosticismo conservador que no renegara de cierta trascendencia momentánea: “Mi mente se plegará sobre sí misma, como los campos, como la nieve”. Hábil para virajes de ritmo en medio de una estrofa, en Larkin a menudo asoma un tiempo extra, le exige a la línea un segundo y medio más. (Insistía en que no sabía si de chico fue tímido porque tartamudeaba o si era exactamente al revés).

La mayoría de los principiantes empieza garrapateando versos para luego coronar ese pasatiempo –con o sin secuelas– probando suerte con la novela, cuyo título de nobleza se cree más conquistable y mejor cotizado. Contra su voluntad, Larkin recorrió el camino inverso: hizo sus primeras armas con la novela y los favores de la edad transformaron el prolífico desengaño de su ficción en su gloria poética.

Si algunos consideran la poesía un ascenso más empinado, subordinado a fuerzas ocultas, para Larkin era fatalmente lo opuesto. Divisaba en la novela la vía menos cómoda, la cumbre de la literatura. Disconforme con su rendimiento, terminó renunciando al sueño de novelista, no sin antes publicar, como su admirada poeta Stevie Smith, al menos dos obras bastante más que legibles. Con prudencia, Jill y Una chica en invierno rehuyen el estilo abiertamente poético, pero eso no impide que estén guiadas por un olfato formidable para la selección y el montaje.

Larkin empezó Jill a los 21 y le llevó un año escribirla. La concluyó en 1944 y se imprimió en 1946. En 1945 completó Una chica en invierno. La prosa, de todos modos, nunca lo abandonaría; así lo prueban Trouble at Willow Gables and Other Fictions y sus animados libros de crítica All What JazzRequired Writing y el póstumo Further Requirements. Lo avergonzaba que Jill fuera tan “primera novela”: “Espero que todavía goce de la indulgencia que tradicionalmente se le concede a la juvenilia.”

Si Larkin fue un poeta originalísimo y un narrador más bien convencional, hay que decir que Jill es una novela solvente, y no sólo para alguien que apenas traspasó los veinte años. Se trata de una ficción de ambiente, de época: Oxford durante la guerra. “Lo primero que un novelista debe proporcionar es un mundo aparte”, apuntó sobre Barbara Pym, su colega favorita, y en Jill lo pone en práctica y en escena: la rutina de un pupilo y su compañero de cuarto, los tiempos muertos, la expectativa paterna, el descubrimiento tardío y torpe del deseo, la gravitación de variadas personalidades en un ámbito cerrado, las inclusiones y exclusiones entre pares, la invención de una hermana, la carta como campo de maniobras.

Podría definirse a Jill como un estudio de la timidez, es decir de formas de no hacerse entender. Lo que Ian Hamilton comentó sobre la poesía de Larkin vale para la novela: “Muchos de sus efectos más logrados dependen de que suena a la vez superior y vulnerable, desapasionado y necesitado de amor”. Lo mejor que hace en sus versos –deprimirse y acto seguido reírse ligeramente del asunto– cunde en la novela, pero Jill demuestra, sobre todo, que ejercitó desde temprano un don que se volvería pilar de su poesía: una excepcional observación geográfica y social. No hay página que no se permita una ponderación sutil.

Un clima de cielos cubiertos y las típicas locaciones de Larkin –trenes y hoteles de terminales, habitaciones y cafeterías sórdidas, iglesias y cementerios, todos oficiando de sedantes– revolotean alrededor del protagonista y sombrean los bordes de su identidad, tema caro al autor. “Hay tantos estilos que evitar”, aconsejaba Larkin, y su Jill elude, un momento tras otro, todas las tentaciones inadecuadas. El estilo de la novela es diáfano, semejante al de sus versos. Nunca sucede con su prosa y sus líneas de poesía lo que él mismo advertía del pianista Thelonius Monk: “Acordes elegidos con vacilación, colmados como valijas con casi más de lo que pueden albergar”.

La biografía de Larkin estuvo signada por un amor, una amistad y una devoción ambivalentes: su afecto más constante, Monica Jones, que nunca llegó a instancia nupcial; su confraternidad un tanto erizada con Kingsley Amis; y su fervor sinuoso por John Betjeman, único poeta entre los británicos que lo superaba en popularidad. En 1959, Larkin apuntó: “En la era de conceptos globales, Betjeman insiste en lo pequeño, lo olvidado, lo improductivo, lo oscuro”. Otro tanto podría decirse de su obra. Fue también un fiel entusiasta de Henry Green, Anthony Powell, Michael Innes, Mary McCarthy, Thomas Hardy y Dylan Thomas. En sendas listas de “Buenos y Malos”, puso entre los primeros a los “Lectores (algunos de ellos)” y entre los segundos a los “Escritores (todos ellos)”. El humor negro bien escandido –no pocas veces autocrítico– fue su compañía más fiable.  

Calvo, de lentes de marco grueso, frente a cámara Larkin insinuaba una sonrisa levísima, la de quien estrena monóculo, o la de un miope obligado a usar antiparras fluorescentes. Pero qué lujo poder desaparecer detrás de esos cristales con tanto talento para desautorizarse, tanta complacencia renegada. Alejarse de sí mismo como esa mañana de domingo que sentado al volante, sobre la mano derecha, a 70 millas por hora escuchó por radio la “Oda a la inmortalidad” de Wordsworth y al cabo de unas estrofas la emoción le hizo perder visibilidad.

Jill, Philip Larkin. Trad. Marcelo Cohen. Impedimenta, 312 págs.

Decepciones, Philip Larkin. Trad. Bruno Cúneo, Cristóbal Joannon y Enrique Winter. Ediciones UDP, 208 págs.

CLARÍN




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