Sara Mesa Foto de Sonia Fraga |
Sara Mesa: "La esencia de la literatura es el conflicto, no la perfección ni la belleza"
Nuria Azancot
21 de noviembre de 2018
Una niña que ronda la adolescencia, Casi, y el Viejo, un anciano desahuciado, amante de los pájaros y de Nina Simone, son los protagonistas de Cara de pan, la última novela de Sara Mesa (Madrid, 1976). Una historia de descubrimientos, soledades y amistad que lanza Anagrama a finales de este mes.
Cabezota y contradictoria, desconfiada e ingenua, hace tiempo Sara Mesa confesaba en estas páginas que si algún día escribía algo “realmente bueno” sería un cuento. Ahora, sin embargo, publica novela, no porque comiencen a gustarle las distancias largas sino porque le apasionan los retos. “Desde luego”, sostiene. “Aunque es cierto que me siento mucho más cómoda en las formas breves, cada libro pide un número de páginas diferente, es una exigencia interna que está ahí. Cara de pan, que tiene su germen en un cuento anterior, no llega a las 150 páginas. La novela corta, de entre 100 o 150 páginas, tiene una respiración, una tensión narrativa, que me atrae mucho”.
Pregunta.- ¿Qué le ha prestado a su protagonista, a Casi, de sí misma?
Respuesta.- Todos los personajes tienen algo de quien los crea, eso es inevitable, pero yo trato de que ninguno sea un calco de mí misma, que ninguno hable por mí ni sirva únicamente de cauce para expresar mis puntos de vista, mis gustos o mis incertidumbres. Así que no, Casi no soy yo, aunque como ella, y debido a la timidez, pasé por épocas de inadaptación y confusión. Nada grave, que conste.
Falsificaciones de la memoria
P.- ¿Cuál es el secreto de la amistad de dos personajes tan distintos, tan heridos, como Casi y el Viejo?
R.- Se escuchan. Sienten curiosidad el uno por el otro. De manera intuitiva, llegan a encontrar puntos en común entre ellos aunque aparentemente, para la sociedad, no deberían tener ninguno. En este sentido, es Casi quien desdobla su postura: por un lado, no juzga al Viejo, lo valora y lo defiende; pero por otro desconfía, que es lo que siempre le han dicho que debe hacer en una situación así.
P.- De nuevo su protagonista es una niña, víctima de acoso escolar, sola y acomplejada, pero llena de imaginación: ¿son quizá esos años los más duros, cuando lo malo parece peor?
R.- No, no tienen por qué ser los más duros, pero sin duda son intensos, complejos y determinantes para la vida adulta. Crecer es muy difícil, supone ir dejando atrás cierto grado de fantasía y de irracionalidad que a menudo perdemos para siempre. Por eso son tan importantes el arte, el juego, el humor, la creación… todo lo aparentemente inútil que nos agarra a los niños que fuimos.
P.- Hace poco Andrés Barba escribía que la infancia es una convención literaria y que, en realidad, se nos escapa lo que significa hoy. ¿Qué tal material narrativo resulta?
R.- Claro, es una convención no solo literaria sino también histórica, el concepto de infancia tal como lo entendemos hoy es relativamente reciente. A la hora de escribir sobre ella no debemos olvidar que es también una falsificación de la memoria. Escribimos de la infancia desde nuestra mirada adulta. Ahí es donde pienso que tiene que salir ese niño o esa niña que llevamos dentro y tratar de olvidar ese buen montón de convenciones estéticas absurdas que también llevamos dentro. Es una pelea interna.
P.- La novela narra el imposible encuentro de dos perdedores, de dos miradas al mundo distintas. ¿De qué manera esa diferencia marca el relato?
R.- Son distintas por la edad, digamos que el rodillo de la vida ha pasado ya por el Viejo y pocas esperanzas hay para él en el sentido de la aceptación social (ha sido etiquetado, diagnosticado y juzgado), mientras que Casi, como él le dice, tiene toda la vida por delante… Lo que aún no sabemos es si el esquema volverá a repetirse con ella o si, por el contrario, terminará adaptándose a los imperativos de la normalidad. Aunque también está la posibilidad de una tercera vía: que consiga sobrevivir preservando su individualidad. Ese es el reto.
P.- ¿Y qué importancia tiene en su narrativa esa manera distinta de mirar la realidad, esa afición por las zonas de sombras?
R.- Es la mirada de los escritores que me interesan, de aquellos con lo que me he formado, no soy nada original en esto. La naturaleza humana es esencialmente ambigua, luminosa y oscura a la vez, y de hecho yo creo que Cara de pan es mi novela más luminosa, la que he escrito con una mirada más amable y compasiva. Contrariamente a lo que algunos me reprochan, no es cierto que yo tenga una visión pesimista de la vida, diría que es más bien al revés, aunque a la hora de escribir voy a hacerlo siempre de lo que me inquieta. No puedo concebir la literatura sin conflicto, para mí esa es su esencia, no desde luego la perfección formal o la belleza.
P.- En Cara de pan es mucho lo que no se cuenta, pero está ahí: ¿qué dice de usted como autora ese recurso a la elipsis? ¿Tanta es su fe en los lectores?
R.- A ver, es que una de las cosas a las que más pánico tengo en la vida es a ser pesada o a repetirme, es decir, a lo que probablemente estamos condenados todos los que tenemos mala memoria. Y a veces en los libros pasa eso, incluso en libros aceptablemente buenos, que se repiten, que son pesados, que sobran páginas. A menos que uno sea Dostoievski o Faulkner, la brevedad es una cortesía con el lector. Usar elipsis no es complicar la cosa porque sí. Al revés, es hacer el texto más ágil, más sugerente, más vivo y más auténtico, porque la vida también está llena de elipsis. Y, como pasa con la vida, nos enteramos solo de la mitad, o malinterpretamos partes, o entendemos lo que queremos o necesitamos entender. Leemos del mismo modo que vivimos: dando bandazos. Por eso no aspiro a una comprensión total. ¡Pero si hasta yo tardo años en darme cuenta de lo que en realidad estaba tratando de decir!
Los excesos de la vigilancia
P.- El libro trata temas tan espinosos como la pederastia (temida) y el acoso (real): ¿por qué asume un punto de vista narrativo tan poco convencional, no teme las reacciones “buenistas” en plena era del #MeToo?
R.- Al leer el libro, Herralde ya me anticipó que me fuera preparando para esta pregunta. Yo no entendía por qué, porque en absoluto escribí con ese horizonte en la cabeza -en realidad nunca escribo bajo el dictado de la actualidad-, pero está claro que los libros se leen en su momento y se interpretan de acuerdo a los debates del momento. A mí no me gustan los linchamientos y me preocupa que se instaure una cultura de la sospecha. Cara de pan habla de esto, de la desconfianza hacia la diferencia, de la psiquiatrización constante de la vida y de los excesos de la vigilancia. No habla del abuso sexual, sino más bien de las consecuencias de una visión del sexo llena de prejuicios, polarizada y violenta. Que se entendiera Cara de pan como una crítica al #MeToo -cuando yo no pensaba en el #MeToo al escribirla- sería muy frustrante, pero contra las interpretaciones sesgadas no se puede hacer nada, lo preocupante en todo caso sería llegar a la autocensura.
P.- ¿Cómo nace su pasión por los amores difíciles, casi imposibles?
R.- Hay toda una tradición narrativa en torno a esto, en la literatura y en el cine, y será por algo. A lo mejor es porque los amores fáciles no son tan frecuentes, o porque los amores que se entienden como fáciles son en realidad amores institucionalizados, y cuando digo amores me refiero también a otro tipo de relaciones humanas, que siempre son complejas y cuya aceptación social va cambiando según cada periodo histórico. A veces, por debajo de los amores fáciles, hay corrientes de emociones secretas que son mucho más interesantes. En Cara de pan hay una relación prohibida de este tipo, que no puede contarse a nadie porque nadie la entendería. Hay un momento en el libro en que Casi tiene la sensación de que miente aunque diga la verdad. No hay palabras creíbles para la verdad de su historia.
P.- ¿A qué atribuye la afición de la literatura contemporánea por la autoficción? ¿No existen argumentos originales?
R.- Yo es que no sé muy bien qué es la autoficción, conozco el origen del término pero creo que se nos ha ido de las manos y se están metiendo en el mismo saco textos de naturaleza muy distinta: narraciones biográficas, memorias, fabulaciones a partir de la propia identidad, anecdotarios… No creo que sea un problema de falta de argumentos, dado que los argumentos en sí no son nada, no existen argumentos abstractos que uno elija y ya. Los escritores estamos siempre en nuestros textos, yo no me puedo abstraer de quién soy, de mi identidad, mis experiencias y mis pensamientos. Otra cosa es que, al menos para mí, sea imprescindible un procesado literario, una trituradora de todo ese material, porque si no me limitaría a escribir diarios que no tendrían interés. Es verdad que ahora se ha instalado fuerte la tendencia de utilizar el nombre propio sin pudor, cuando antes se usaba un alter ego. Esto de "sin pudor" no lo digo en plan negativo, sino incluso con admiración, porque yo, que soy pudorosa, sé que el pudor es enemigo de la literatura, aunque el exhibicionismo también lo es. En fin, al final importan los buenos libros, hay que olvidarse de las etiquetas.
"En las redes han ganado la agresividad y la censura. Por no hablar del concepto de privacidad, que hemos destruido"
P.- ¿Qué está leyendo ahora?
R.- Este año me prometí no someterme demasiado a las novedades y estoy rellenando lagunas. Ahora estoy con la Historia de una vida de Canetti y los cuentos de Katherine Anne Porter. Y también me ha dado por leer teatro: Arthur Miller, Pinter... De lo más reciente, he quedado enamorada de Grandes éxitos de Antonio Orejudo.
P.- ¿Y a qué autores españoles contemporáneos menos conocidos recomendaría a un lector poco avisado y por qué?
R.- Uf, esto es una responsabilidad, porque aunque leo a mis contemporáneos -y no entiendo a aquellos que, con cierto desprecio, dicen no hacerlo- seguro que se me escapan muchos. Depende de lo que entendamos por poco conocidos, pero nombraré tres: Carlos Frontera, un deslumbrante autor de cuentos; Margarita Leoz, que también escribe magníficos cuentos pero en una línea más cercana a la de Alice Munro, y Javier Mije, que es un escritor espléndido y que, aunque ya ha publicado varios libros en Acantilado, debería estar sonando mucho más.
Privacidad, censura, manipulación
P.- Tuiteaba hace poco Joyce Carol Oates que si un día nos despertásemos sin redes sociales, primero sentiría una especie de trauma, pero que más pronto que tarde sería una liberación. ¿Cómo se sentiría usted?
R.- Lamentablemente, mi opinión de las redes sociales es cada vez más negativa. Y digo lamentablemente porque durante un tiempo pensé que podían ser un cauce para la libertad de expresión, el intercambio de información y la difusión de conocimientos. Muchos movimientos sociales interesantes surgieron ahí, muchas voces que eran silenciadas encontraron en las redes sociales su altavoz. Sin embargo, me temo que la evolución no ha sido favorable. Han ganado la desinformación, la agresividad, la manipulación y la censura. Por no hablar del concepto de privacidad, que hemos destruido casi por completo.
P.- ¿Ha aprendido al fin a escribir “como Dios manda” o conserva su “mala letra” como declaración de principios literarios?
R.- Si por “como Dios manda” entendemos escribir bonito, con buena letra, de manera preciosista y sin molestar, espero no aprender nunca. Yo siempre he seguido mi intuición, para bien o para mal, no digo que eso no me haya ocasionado errores, pero al menos creo que siempre he escrito bajo mi propio dictado, no bajo el dictado ajeno. Aunque las dudas nunca me abandonan. De hecho, tengo tan arraigada la desconfianza que, cuando me empieza a ir bien, pienso: “Dios, ¿qué estaré haciendo mal?”.
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