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lunes, 7 de noviembre de 2022

Leila Guerriero / El rey de la soja

 

El rey de la soja 


Leila Guerriero
Fotografía de Diego Goldberg
15 de octubre de 2015

Gustavo Grobocopatel es presidente de Los Grobo, una empresa argentina de agronegocios que factura 800 millones de dólares por año, administra 150 mil hectáreas (repartidas entre varios países) sembradas en 60 por ciento de soja.

Sobre el piso de listones anchos el pie izquierdo y desnudo de Gustavo Grobocopatel se yergue tenso, como si no fuera un pie sino un esforzado órgano de la respiración, algo que busca desesperadamente un poco de aire mientras él, los ojos cerrados, la voz entonada, canta:

Pa’ ofrecerle a mi dueña tengo un palacio, tengo un palacio, con un catrecito y tiento, cobija y trapo, cobija y trapo.

Es un día feriado, pasadas las once de la mañana, y el departamento, en la zona de Puerto Madero, Buenos Aires, donde el metro cuadrado puede costar —y cuesta— más de ocho mil dólares, rebosa de una vitalidad optimista, deportiva. En la mesa, puesta para seis y cubierta por una manta indígena de colores fuertes, hay fuentes con ensalada, una botella de vino abierta. Gustavo Grobocopatel, acompañado al piano por un hombre de melena larga, canta una zamba, un ritmo folklórico nacional, vestido con jeans negros, camisa oscura, punteando la melodía con la mano derecha, descalzo, y, como si su pie izquierdo lo ayudara a respirar, se yergue sobre él en las notas altas, pisa con la planta llena en las más graves. Cuando termina, el rostro encendido, la barba corta y roja, los ojos celestes coronando un cráneo rotundo y una altura de más de un metro noventa, le dice al hombre del piano:

—¡Muy bien, muy bien! Es muy lindo lo que hacés, esos arreglos. Bueno, compañero, ya estamos. Tomemos otro mate.

—¿Tarea cumplida?
—No, no, no. La tarea nunca está cumplida. Un guerrero nunca descansa.

Dentro de dos meses, Gustavo Grobocopatel ofrecerá un recital en un espacio público, el Centro Cultural Recoleta, y esta mañana, antes de un almuerzo con amigos, ensaya con el pianista Gustavo Hernández un repertorio que incluye esa zamba, “La Tucumanita”, de Atahualpa Yupanqui.

—Vamos a hacer el mate.

Pronuncia las eses con la misma naturalidad con la que a veces, por ser un hombre del interior (tiene 53 años y nació y vivió hasta hace cinco en Carlos Casares, un pueblo de 20 mil habitantes de la provincia de Buenos Aires, a 300 kilómetros de la capital), las aspira. Camina sin erguirse del todo, como si la altura lo hubiera acostumbrado a un leve encorvamiento que le confiere la actitud de quien se dispone a escuchar una confesión. Hace pocos meses se separó de Paula Marra, su mujer durante 25 años, con quien tiene tres hijos (Olivia, de 22, Rosendo, de 20, y Margarita, de 17), y desde entonces vive en este sitio que le presta su padre: dos habitaciones, living con cocina incorporada, dos baños y vista al río de la Plata. En la sala hay una biblioteca con libros de filosofía, marketing, ensayos, fotografía, un sofá gris de varios cuerpos, un sillón de orejas color ocre, tres mesas redondas bajas, una alfombra antigua, un par de cuadros. El estilo es austero, con algunos toques de diseño como el de dos pantallas negras que, muy bajas, iluminan dramáticamente la mesa principal.

—Dosuba, yo tenía Dosuba.

La conversación deriva hacia la calidad de la atención médica en el país. Dice que en los años ochenta, cuando era docente en la cátedra de Manejo y Conservación de Suelos de la facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires, donde estudió, estaba afiliado a Dosuba, la obra social de esa universidad.

—Era un desastre, pero ahora mejoraron. Yo, que viajo tanto, veo que acá no es mala la medicina pública. Y se atiende a todo el mundo, como debe ser. Voy a controlar el pollo.

En pocos días más estará en Dubai, invitado por el jeque de ese emirato a una reunión de negocios junto a empresarios y líderes mundiales, y después en la cumbre de las Américas celebrada en Panamá.

—Hice tarta, pollo, ensaladas.
—¿Cocinaste vos?
—Sí. Amo cocinar.

Gustavo Grobocopatel es presidente del grupo Los Grobo, una empresa argentina de agronegocios que factura 800 millones de dólares por año, administra 150 mil hectáreas (repartidas entre Argentina, Uruguay y, hasta hace poco, Paraguay —de donde se retiró por no encontrar un socio acorde a sus estándares— y Brasil, donde vendió sus activos por 450 millones de dólares al grupo japonés Mitsubishi), sembradas en un 60 por ciento de soja, el cultivo que, con un precio de 200 dólares por tonelada en 2003, alcanzó el récord de 600 dólares en 2012 traccionado por un aumento en la demanda, sobre todo del mercado chino (donde se utiliza como alimento para cerdos). En la última década, Argentina —que pasó de tener 14 millones de hectáreas sembradas con soja en 2004 a 20.5 millones en 2015, y produce cien millones de toneladas por año— se convirtió en el principal exportador mundial de aceite de soja y está entre los tres mayores exportadores del grano. En ese panorama, Gustavo Grobocopatel es no sólo uno de los más importantes empresarios del agro del país sino la cara más visible, enérgica y convencida de un modelo de agronegocios que dio por tierra con el modelo histórico y que podría resumirse como agricultura sin capital, sin trabajo y sin tierras: el 90 por ciento de las hectáreas que cultiva no son suyas.

* * *

No hay épica. O hay una épica pampeana, serena. Un hombre nacido en los campos llanos, hijo de una familia de agricultores no demasiado prósperos, un estudiante de agronomía que vuelve al pueblo con ideas nuevas y que, donde todos decían “no se puede sembrar, esa tierra no sirve”, siembra. Que, donde todos decían “hay que sembrar maíz y trigo” dice: “hay que sembrar soja”. Después, el imperio, que le valió un mote que detesta: el rey de la soja.

* * *

—No me gusta. Porque la gente se imagina que soy el rey de no sé qué y yo no vivo como un rey, no me comporto como un rey. No soy un rey.
Mientras ceba un mate, sentado en el sillón ocre en el que se sentará siempre, señala a Gustavo Hernández, el pianista.

—Él es de Pehuajó. ¿Sabés qué quiere decir Pehuajó? Estero profundo. Todos esos pueblos de la provincia de Buenos Aires tienen un significado. Por ejemplo, Trenque Lauquen es “laguna redonda”. Y la ciudad de Carhué lleva el nombre de un cacique. Hay una leyenda entre Carhué y Epecuén ¿La conocen?

Puede contar una leyenda, hablar del cantante italiano Roberto Murolo, de Mercedes Sosa, aseverar con autoridad que el 30 por ciento de todo el girasol que se cultivaba en Argentina en 1920 provenía de la zona en la que él nació, todo con entusiasmo pero también con cierta displicencia, como si sólo estuviera intentando que el tiempo transcurriera henchido de una conversación fructífera. A las doce, cuando suena el timbre, camina hasta la puerta, abre y dice:

—¡Una cosa de locos! ¡La tropilla!

Olivia, su hija mayor, llega con Yazmín, una muchacha marroquí, y Adriel, un mexicano, que por estos días viven en su casa.

—Te cuento —dice él, mientras presenta al grupo—. Estos jóvenes son amigos de Olivia. Olivia tiene una cosa de integración cultural. Se dedica a recibir a gente de otras partes del mundo. ¿Quieren un poco de Campari, chicos?

Olivia dice que sí y arroja los zapatos a un rincón. Tiene 22 años y vive sola desde los 17, en una decisión que su padre aplaudió entusiasmado —”¡Una gran experiencia!”—, y estudia Administración de Empresas en la universidad de San Andrés, privada, prestigiosa. Mientras camina hacia el cuarto de su padre, dice:

—¿Mi papá te dijo que tiene buen gusto para la decoración?
—Sí.
Siempre me dice: “¿Viste qué lindo que tengo el departamento, viste qué buen gusto?” Pero hace trampa, porque lo ayudó una arquitecta, hija de un amigo suyo.

* * *

Abraham Grobocopatel y su familia llegaron a Argentina en 1912 desde Besarabia, Rusia, gracias a la Jewish Colonization Association, que ayudaba a los judíos de Europa Oriental a establecerse en colonias agrícolas argentinas. Se instalaron en la zona de Carlos Casares y uno de sus hijos, Bernardo, comenzó a trabajar en el campo de un vecino haciendo parvas de heno que servían como alimento para la hacienda. Pasó de peón a administrador y llegó a ser propietario de algunas hectáreas que más tarde heredaron sus descendientes, entre ellos Adolfo, que continuó dedicándose a la agricultura, se casó con Edith y tuvo, a su vez, cuatro hijos. El mayor fue Gustavo, seguido de tres mujeres: Andrea, Gabriela y Matilde. Buen alumno, líder natural entre sus compañeros, trabajaba con su padre en el campo cuando el colegio le dejaba tiempo. A fines de los setenta se marchó a Buenos Aires para estudiar Agronomía. Vivió con un amigo en un departamento alquilado de cincuenta metros en el barrio de la Paternal. Estudiar e ir al cine fueron las dos actividades más importantes que desarrolló en la ciudad (si se deja de lado un período en el que se dedicó a tomar y revelar fotografías, al que le puso fin cuando entendió que lo distraía de los estudios). En 1984, cuando se recibió de ingeniero agrónomo, primer universitario de toda su familia, volvió a Carlos Casares y siguió viajando una vez por semana a Buenos Aires, donde enseñaba Manejo y Conservación de Suelos en la misma facultad en la que había estudiado y tomaba clases de canto con Lucía Maranca, que todavía es su profesora. (La vocación por la música empezó en el colegio secundario, siguió con su ingreso al coro de la facultad y, aunque generó zozobra en su padre —¡horror, un hijo bohemio!—, continuó con clases particulares, en las que ya lleva treinta años, y se desplegó en la formación de un trío folklórico, el Trío Cruz del Sur, con el que interpreta un repertorio sofisticado, sin condescendencias a la demagogia, que incluye a compositores como Atahualpa Yupanqui, Ariel Ramírez o el Cuchi Leguizamón). Por entonces, la empresa de su padre constaba de cuatro empleados y 3 500 hectáreas de campo. La sede era el estudio de un contador amigo que les prestaba el teléfono para atender a los clientes. Veinticinco años después, en 2008, bajo la conducción de Gustavo Grobocopatel, Los Grobo tenía 900 empleados, 255 mil hectáreas sembradas en Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay, y 48 plantas de acopio donde se podían almacenar 2,3 millones de toneladas de granos.

* * *

Gustavo Grobocopatel espera cada día en la puerta de su departamento y, antes de que el ascensor termine de abrirse, se escucha su voz diciendo “¡Hola!”. Saluda con un beso y una frase —”¡Lindo verte!”—, ofrece algo para tomar y se sienta en su sillón, a veces con las piernas estiradas, otras con una pierna sobre el apoyabrazos, siempre descalzo.

—Ayer, después de que te fuiste, dormí una siesta de tres horas. Estaba fulminado.

Se mudó desde Carlos Casares a Buenos Aires cinco años atrás, por requerimientos de la empresa y porque sus hijos mayores estaban a punto de empezar carreras universitarias, pero su ritmo se mantiene inalterable: se acuesta a las diez, se despierta a las seis, y después de trotar o hacer gimnasia tiene el día resuelto a las doce. De todos modos, algunas cosas han cambiado.

—Trabajaba demasiado. Ahora estoy descubriendo lo bueno que es no hacer nada.
—Pero cuando uno está habituado a trabajar mucho…
—Sí.
—… y siempre le ha ido bien de esa manera…
—Sí.
—… Y de pronto deja de trabajar con ese ritmo intenso…
—Sí.

Con cada “sí” pestañea levemente, en un gesto que es tanto una invitación a seguir como a avanzar más rápido.

—… ¿No existe miedo a que al cambiar de ritmo las cosas empiecen a ir mal?
—. La historia de mi empresa es de cambios de modelo permanente. Necesito el cambio. No soy nada nostálgico. No soy muy apegado a las cosas.

Al separarse no trajo a esta casa más que algunos discos y libros, pero el desapego va más allá: como él y su hijo Rosendo (que cursa Ciencias Políticas y por estos días está estudiando en Boston) eran simpatizantes de clubes de fútbol rivales —Boca y Ríver—, al mudarse a Buenos Aires le propuso hacerse socios de un tercero, para no estar separados. A Rosendo le pareció bien y ahora los dos son de Argentino Juniors.

—Yo soy judío, ¿no? Errante. Hoy mi lugar es este. Durante años fue Carlos Casares. Pero tengo una enorme capacidad de adaptación. Si tengo que estar en el campo, estoy en el campo. Si tengo que estar acá, estoy acá. Si tengo que estar con un rey, estoy con un rey. Si tengo que estar con un tipo de la calle, también. Me siento cómodo.

Además de ser presidente del grupo Los Grobo forma parte del Consejo Internacional de la Fundación Don Cabral, de Brasil, del Consejo Internacional del EGADE-TEC de Monterrey, México.

—Yo me muevo en diversos ámbitos. La empresa y la música. Gestionar, liderar, innovar, eso está vinculado con el pensamiento artístico más que con el científico. Yo tengo amigos en la música, la empresa y la sociedad civil.
—¿La sociedad civil?

—El mundo de las ONG, de líderes sociales como Gustavo Vera, Rosario Quispe.

"Hay gente a la que el crecimiento nuestro le generó cariño y respeto y, a otros, envidia y rabia".

Gustavo Vera es un activista social al frente de La Alameda, una ONG que lucha contra la trata de personas; Rosario Quispe fundó la Asociación Warmi Sayajsunqo, de mujeres collas que luchan contra el abandono de las comunidades aborígenes argentinas. Grobocopatel se siente seguro navegando en aguas que otros empresarios evitan. En 2008, por ejemplo, Juan Carlos Alderete, dirigente de la Corriente Clasista y Combativa, una agrupación política impulsada por el Partido Comunista Revolucionario, lo invitó a su casa para hablar de la crisis financiera mundial de ese momento.

—Él decía que marcaba el fin del capitalismo, y yo le dije que a mí me parecía que era una adecuación del mismo, que lo que venía era un capitalismo más fuerte. Pero tengo natural empatía por estos grupos.
—¿No sos el malo cuando te ven llegar?
—Hasta que llego. Después, no. Les hablo con transparencia, con relativa humildad y con intenciones de escuchar y construir.

Su vida semeja un sistema de vasos comunicantes en el que las experiencias viajan del arte a la empresa, y de allí a la sociedad y  la familia, sin contradicciones y, sobre todo, sin saldos negativos.

—Hace quince años me dijeron que era diabético. Me generó una responsabilidad sobre mí mismo que antes no tenía. Bajé veinte kilos, descubrí que puedo tener control sobre mi cuerpo.
Claro que, en algunos aspectos, evitar los saldos negativos es un poco más difícil.

* * *

En el segundo semestre de 1985 hacía un año que había regresado a Carlos Casares cuando la zona quedó arrasada por una inundación. Él, ingeniero agrónomo experto en suelos, creía que cuando el agua se retirara las tierras iban a producir igual que antes. Sus vecinos, agricultores tradicionales, creían que no. Entonces se le ocurrió alquilar un campo inundado con el siguiente trato: Los Grobo sembrarían girasol, lo cosecharían, y en vez de pagar el arriendo en dinero dejarían sembrada una pastura. Lo hizo, y no le fue mal. Poco después empezó a aplicar un método llamado siembra directa, que consiste en sembrar sobre los restos de la cosecha anterior sin retirar los rastrojos. Para 1992, toda la producción de Los Grobo se hacía con el método de tierras arrendadas y siembra directa, y la empresa era eso que se llama un pool de siembra: miles de hectáreas cuya explotación se concentra en uno solo. La clase de empresa que, para muchos, es el principio del fin.

* * *

—Yo soy muy controlador. Tengo un estilo que parece que no lo fuera, pero la pérdida de control me desestabiliza. Lo estoy trabajando en análisis. Y mi otro costado débil es que odio el conflicto. Si me quieren sacar algo, pónganme en una situación de conflicto que voy a tratar de salir rápidamente.
—Pero te gusta el debate.
—Amo debatir. Porque no se trata de tener razón sino de entender.

A las nueve de la mañana de un sábado las calles de Puerto Madero están desiertas, sumidas en un clima bucólico. Hay deportistas esporádicos, parques vacíos. La casa de Grobocopatel tiene un balcón grande, con cactus saludables.
—¿Te gustan? Los puse yo. Me encantan los cactus.

Además de estar enfocada en la producción agropecuaria, Los Grobo incluye otras empresas (Agrofina, que investiga y desarrolla agroquímicos y fertilizantes; un molino; una fábrica de pastas), y provee consultoría, servicios y gestión de riesgo a tres mil productores que siembran, en total, un millón de hectáreas.

A mediados de los años noventa, Argentina adoptó las semillas transgénicas, más resistentes a las malezas. El lado oscuro es que las malezas también se hacen más resistentes y la utilización de agroquímicos para combatirlas aumenta año a año: si en 1955 se usaban en el país ochocientos mil litros de herbicidas y en 1970 tres millones quinientos mil, en 2014 se usaron 369 millones. Sólo la superficie sembrada con soja recibió más de 200 millones de litros de un agroquímico llamado glifosato, fundamental para combatir las malezas que la afectan. En 1996, con el modelo de tierras arrendadas, siembra directa y semillas transgénicas, Los Grobo llegaron a un récord difícil de superar: 70 mil hectáreas sembradas en el país.

—¿Cómo te ven en tu pueblo?
—En los pueblos tenés a la mitad de la gente a favor y a la mitad en contra. Está la cosa de “Los Grobo te cagan, están con el gobierno de turno”. Y los chupamedias, que son fanáticos porque un primo trabaja en la empresa. Si vos decís “me va bien”, la gente piensa “¿A quién cagaste?”. Pero la siembra directa es algo extraordinario. Es la primera vez en la historia de la humanidad que les vamos a entregar a nuestros hijos suelos mejores que los que nos dejaron nuestros padres.

—Muchos dicen lo contrario.
—Si lo hacés mal, pero si lo hacés bien, no. Antes, para acceder a la producción agrícola necesitabas ser hijo de un estanciero. Esto no es más así. Podés ser el hijo de un peluquero y dedicarte a la agricultura porque no necesitás tierra, ni capital, ni trabajo. Este modelo de negocios es un fenómeno que democratiza el acceso. La sociedad ya no segmenta entre pequeños y grandes sino entre los que se adaptan y los que no se adaptan. Los que no se dan cuenta, pierden.

—Pierden puestos de trabajo.
—Vos quitás el puesto de trabajo de tractorista, pero hay más puestos de trabajo de contadores, de abogados.
—El que perdió el puesto de tractorista no va a tener trabajo como contador.
—No, pero los hijos del que manejaba el tractor sí.
—Entre una cosa y otra hay un hiato complicado.
—Sí, pero eso ha pasado en todas las industrias. Mientras tanto, vos seguís dándole de comer a más gente de forma cada vez más barata. Nosotros aprendimos a hacer agricultura fuera de nuestros campos como consecuencia de una inundación, y me di cuenta de que no tenía sentido tener tierra propia. Que podías crecer enormemente en superficie sembrada con poco dinero y muy rápido. Después se fue sofisticando, pero creo que ahí está la madre conceptual de nuestro modelo de negocios: que se puede hacer agricultura sin tierras, sin capital, y sin trabajo. Sin tierra, porque la alquilás; sin trabajo, porque lo tercerizás, y sin capital, porque te lo prestan. No sé si somos los creadores, pero somos los que más lejos hemos llevado esta idea.

Precisamente, el motivo por el cual, para muchos, Grobocopatel es una versión criolla de Satanás.

* * *

Los cuestionamientos a su modelo provienen de académicos, conservacionistas, asociaciones de pequeños y medianos agricultores, y tienen líneas definidas: el sistema de arriendo de tierras (quienes lo cuestionan sostienen que concentra la explotación y que los pequeños y medianos agricultores se ven obligados a abandonar los campos); el uso de semillas transgénicas (quienes lo cuestionan piden que se aplique el principio precautorio, medidas protectoras que se implementan ante la sospecha de que ciertos productos o tecnologías podrían ser dañinos); el sistema de siembra directa (quienes lo cuestionan aseguran que los agroquímicos para combatir las malezas son peligrosos, a lo que se suma un comunicado reciente de la oms que mencionó al glifosato como probable cancerígeno); y la poca rotación de cultivos (el monocultivo degrada los nutrientes de la tierra). Todos esos cuestionamientos tienen un protagonista casi excluyente: la soja. Si en 1980 representaba 10.6 por ciento de la producción granaria en Argentina, en 2008 —con los precios internacionales arañando los 600 dólares— pasó a representar 50 por ciento: todos querían una porción del oro verde. Hoy ocupa 53 por ciento de la superficie cultivada y, a diferencia del maíz y el trigo o la ganadería, que son de consumo interno, casi la totalidad se usa para exportación.

* * *

No hay épica. O hay una épica pampeana, serena. Una alumna llega tarde a la clase de Manejo y Conservación de Suelos de la facultad de Agronomía de Buenos Aires. La clase ya ha empezado y un hombre le abre la puerta. Ella pregunta: “¿Y el profesor?”. Gustavo Grobocopatel la mira divertido y dice: “Yo soy el profesor”.

* * *

—Uf. Voy a hacer unos mates. Con unos mates se me pasa.
Paula Marra vive con su hija menor, Margarita, en el departamento que fue, hasta hace poco, la casa familiar de los Grobocopatel en Buenos Aires, un piso alto en un complejo de edificios lujosos llamado Le Parc.

—Perdoname. Es que hoy vamos a firmar los papeles del divorcio con Gustavo. Muy lindo —dice Paula Marra, con ironía dura, poniéndose de pie y restregándose los ojos.

El día anterior, por la mañana, cuando atendió el teléfono y escuchó la propuesta (“Estoy haciendo un artículo sobre Gustavo y me gustaría conversar con vos”) dijo: “Por Gustavo, lo que sea”. Ahora espanta las lágrimas como quien espanta un insecto y prepara el mate en la cocina. La mañana es fría, pero ella viste una camiseta sin mangas, pantalones de gimnasia. Tiene el pelo corto y unos ojos pequeños, llenos de determinación. Desde 2011 no ocupa ningún cargo en Los Grobo, aunque durante 25 años fue parte fundamental de la empresa, y trabaja en Matriarca, un emprendimiento al que el grupo apoya y que se dedica a vender productos artesanales de mujeres de las comunidades indígenas q’om y wichi del Chaco y Formosa, dos de las provincias más pobres del país. Después de preparar el mate, hablando de un viaje a Boston que emprenderá en dos días para visitar a su hijo Rosendo, regresa a la sala, dispone la pava sobre la mesa.

—Yo estudiaba Agronomía. Un día llegué tarde a la clase. Cuando abrí la puerta me sorprendió ver al profesor, un pibe joven, lindo, todo vestido de colores: Gustavo. Un tiempo después me invitó al cine, empezamos a salir. Nos casamos, nos fuimos a vivir a Casares. Pero nuestro vínculo fue mejorando con el tiempo. Al principio tuvimos discusiones. Él no hablaba. Íbamos mil kilómetros en el auto para un campo y otros mil para otro, y nada. Como nunca tuvimos ayuda doméstica viviendo en casa, yo trataba de estar a partir de las cuatro de la tarde y ocuparme de los chicos. Fue difícil, porque la empresa empezó a crecer muchísimo. En 1985 sembrábamos veinte mil hectáreas y en 1996, setenta mil. Y no teníamos estructura. Gustavo recorría los lotes y se anotaba en un cuadernito qué agroquímico había que usar. A veces siento que estábamos en la playa con una tablita de surf y de repente vino un tsunami y salimos volando. El mundo cambió, y ahí estábamos nosotros, liderados por Gustavo, listos para el cambio.

—¿Lo viste afectado alguna vez por los cuestionamientos que se le hacen?
—No, para nada. Él está convencido de lo que hace. Todos estamos convencidos. Si no, no lo haríamos.

* * *

Hace unos años, en una entrevista concedida a AFP, Gustavo Grobocopatel dijo: “Quien critica a la soja está contra los pobres que empezaron a comer. En 2013, en un artículo publicado por la revista virtual lavaca, decía ‘China consumía siete kilos de carne por habitante hace 30 años, ahora consume 70’. Los que dicen que no hay que venderle forrajes a los chinos piensan: que se caguen de hambre. No les importan los pobres del mundo. El que piensa así es un hijo de puta. Bueno: que permita que otros ayudemos a esa gente”.

La voz del hombre llega por teléfono. Es académico y, aunque se lo sindica como un conservacionista moderado, dice: “Lo siento, pero no voy a participar en un artículo sobre Grobocopatel. Los pooles de siembra de gente como él han destruido los campos, han dejado tierra arrasada y se han retirado. Cuando uno se encuentra con tipos a los que se les murieron los hijos por un cóctel de agroquímicos, no hay manera de no ponerse en un extremo. Es mentira que hacen soja para alimentar a la gente. Yo acepto que me digan que enriquecerse es glorioso. Pero no voy a aceptar que me digan que lo hacen para alimentar a la gente”.

En 2014, el fotógrafo argentino Pablo Piovano recorrió seis mil kilómetros de áreas rurales en las provincias de Entre Ríos, Chaco y Misiones (donde, en verdad, Grobocopatel no tiene injerencia), registrando imágenes de habitantes de pueblos ubicados en áreas fumigadas con agroquímicos. El resultado es un trabajo titulado El costo humano de los agrotóxicos en el que se ven personas con afecciones monstruosas en la piel, con terribles retrasos mentales y parálisis motoras.

* * *

La hoja tiene membrete de la empresa Valuar y un título: Informe grafológico de Gustavo Grobocopatel. Llega por mail con un mensaje breve: “Encontré el análisis grafológico con las marcas de mis debilidades. Me lo hicieron hace unos 12 o 13 años. Creo que mejoré, pero me falta muuucho”. A lo largo de párrafos que hablan de una personalidad arriesgada y audaz, de alguien creativo, visionario, con gracia y trato envolvente, carismático y sencillo, lúcido, original, sensible y seductor, empático, dinámico, inquieto y líder, unas pocas frases, que no suman entre todas tres renglones, reseñan características negativas: “no siempre toma en cuenta las opiniones de los demás”, “no valora a los demás en su justa medida”, “irritable”, “cambiante en su humor”, “no suele ponerse en el lugar del otro”. Son las únicas resaltadas con color amarillo. Como si sólo importara eso: lo que no está bien, lo que hay que corregir.

* * *

Gustavo Grobocopatel bebe un té, las ventanas abiertas, el aire tibio de un otoño benigno sobre la ciudad.

—En una época yo decía “Mi mujer es mi mejor mitad”. Pensando que eso era bueno. Y después descubrimos que ser la mejor mitad de otro no es tan bueno. Paula es una persona muy diferente a mí. Tiene gran inteligencia emocional, pero es como si tuviera el inconsciente a la intemperie. No tiene filtro. Bueno, yo estaba enamorado de eso.

—Pero vos escapás al conflicto.
—Sí, pero prefiero la incertidumbre de estar al lado de alguien que no sabés muy bien qué va a hacer. Eso me genera mucha expectativa. Nos divertíamos, nos reíamos mucho.
—¿Tenés fotos de ella?
—Claro.

Va hasta la computadora que está sobre la mesa —no hay otro espacio de trabajo en la casa—, la abre, hace clic sobre una carpeta.
—Ah— dice, como si la aparición hubiera sido inesperada—. Ahí está.

Paula en la playa, Paula con ovejas, Paula con mujeres del norte argentino.
—En cuerpo y alma.
Paula en China, Paula en un curso de gastronomía en Italia, Paula en Venezuela, Paula en un aeropuerto, Paula con un gorro de exploradora.
—Fue interesante, fue divertido. Fue intenso.

* * *

Si los opositores a su modelo aseguran que el proceso de siembra directa degrada los suelos, él sostiene que “con el advenimiento de la siembra directa se frena el proceso de erosión y degradación”. Si los opositores a su modelo aseguran que hay que rotar cultivos y que sembrar siempre soja es perjudicial, les da la razón pero sostiene: “el problema son las polticas públicas que van en contra del productor y a favor de la soja”. Si los opositores a su modelo aseguran que el glifosato afecta la salud humana, él sostiene que no hay evidencia científica pero que, si la hubiera, la decisión final debe ser del Estado. Si los opositores a su modelo aseguran que los pooles de siembra han destruido el modelo agrario tradicional, él sostiene que “hicimos la revolución agraria que democratizó el acceso a la tierra. La tierra no está en manos de los herederos de la tierra sino de los emprendedores profesionales que ocupan el espacio que tenían antes los herederos”.

En 2008, cuando Los Grobo cumplió 25 años, se publicó un libro que resumía su historia. En la introducción, Gustavo Grobocopatel escribía: “Soñé que corría el año 2020 y nos encontrábamos sentados con Paula tomando un café en un bar de no sé qué pueblo de campo. Podría ser algún lugar de  África o de Europa del Este. O una aldea de la India, de la altillanura colombiana o de Brasil. Escuchábamos hablar a dos campesinos (…) hasta que uno de ellos preguntó: “¿Por qué se llamará Los Grobo esta empresa de acá?”.

* * *

“Hay gente a la que el crecimiento nuestro le provocó cariño y respeto y, a otros, envidia y rabia”.

—Hay gente a la que el crecimiento nuestro le provocó cariño y respeto y, a otros, envidia y rabia.

Paula Marra ha recibido, en media hora, cuatro llamadas telefónicas: el abogado, el terapeuta, el emprendedor social con el que va a encontrarse en un rato. Ninguna duró más de un minuto, a veces menos.

—Nosotros somos bastante austeros. Los chicos eran unos chicos más del pueblo y vivían de acuerdo a esas costumbres. Iban a colegio público, hacían lo que hacían todos. Eso sí, siempre viajamos mucho. Decíamos, “si tenemos guita, es para viajar”. A mí me impresiona esa capacidad que tiene Gustavo de hacer que las cosas pasen, su curiosidad por otras culturas, su avidez por tratar de entender.

—¿Estaba ávido de entenderte a vos?

Mira la mesa de madera lustrosa. Se sirve un mate.
—Yo pienso que hemos funcionado más como compañeros de trabajo frente a un problema. Él me ha escuchado mucho y se ha interesado mucho en mi punto de vista en relación a cosas que teníamos que hacer.

Permanece en silencio, mirando la mesa.
—¿Y en lo más íntimo?
La respuesta llega rápida como un fustazo.

—Y en lo más íntimo no es una persona a la que le guste intimar. Me parece que, como tiene tantas cosas que quiere llevar adelante, ese espacio de entender cómo el otro funciona no es su fuerte. Me tengo que ir. ¿Me acompañás?
Sin buscar abrigo, ni un bolso, ni dinero, teléfono en mano, se levanta, camina hasta el ascensor, sube y aprieta el botón de la planta baja.

* * *

Matilde Grobocopatel, la hermana menor de Gustavo, vive en el mismo conjunto de edificios en el que vive Paula Marra, pero en una torre diferente. Es rubia, el cuerpo trabajado y magro, quizá como consecuencia de ser profesora de educación física y haber trabajado mucho tiempo como tal. Pocos años atrás, a sus 41, ella y su marido Juan, mano derecha de Gustavo Grobocopatel en Los Grobo, salieron a correr por Carlos Casares y él murió súbitamente. Desde entonces, Matilde tuvo que aprender todo lo que no sabía: administrar sus acciones en la empresa, manejar la economía familiar, las cuentas en los bancos.

—Yo hacía una vida muy cómoda. Y tuve que aprender todo desde cero. Gustavo me tuvo toda la paciencia del mundo. Yo siempre fui su hermanita menor.

Habla en voz baja, como si cada frase fuera un secreto, y se ríe —de actitudes que ve en otras mujeres de su generación, de las cosas que hacen sus hijos— de una manera serena y por momentos triste. Usa una camiseta sin mangas color verde oliva, pantalones de jean oxford, zuecos con plataforma. Son las cinco de la tarde y por los enormes ventanales del living se ven los aviones que despegan desde el aeroparque cercano. Es propietaria de otro departamento en el mismo edificio —doscientos metros cuadrados— pero alquila éste, de más de trecientos, en el que vive con sus dos hijos más chicos.

—En mi casa siempre nos dijeron que había que estudiar lo que nos gustara. Pero mi papá nos quería inculcar las típicas profesiones, las que para él serían “importantes”. Quería que yo estudiara abogacía. Supongo que le venía bien en la empresa. Ya tenía al ingeniero agrónomo, a una de mis hermanas que era licenciada en administración. Pero estudié educación física y mi mamá sigue diciendo: “Una mente desperdiciada”. Con Gustavo el mandato era más fuerte, porque era el hijo varón. Pero yo creo que en el caso suyo es más elección que mandato, le encanta lo que hace. Igual, cuando él era adolescente mi papá quería comprar un campo. No estaba seguro y entonces le preguntó a Gustavo: “¿Vos te vas a dedicar al campo? Decime, porque si vos no te vas a dedicar, no lo compro”. Esa es mucha presión para un chico tan joven.

* * *

En el baño de visitas de la casa de Gustavo Grobocopatel hay tres objetos: una toalla, un jabón, un rollo de papel higiénico. La prescindencia se replica en la oficina austera en la que trabaja a pocas cuadras, en la Bolsa de Cereales de Buenos Aires; en su auto, que es el mismo desde hace siete años; en su costumbre de usar el transporte público dotado de una tarjeta sube que otorga descuentos a los usuarios.

—Mi viejo siempre decía: “Si no cuidás lo poco, no cuidás lo mucho”. Pero yo pienso que la guita viene y se va. Hay que usarla. Me parece más importante conservar el entusiasmo por lo que hago que el dinero.
—Pero si perdieras todo…

—No tengo problema con eso. Me han robado varias veces. La casa, el auto. De acá sólo se podrían llevar libros y cedés. No tengo chofer, ando en subte, en colectivo, no uso alhajas ni relojes. La primera pelota de fútbol que tuve me la gané con un álbum de figuritas, a los diez años. Ahora viajo en business, no porque crea que me lo merezca sino porque soy demasiado grande y no entro en turista. La plata la gasto en viajes. A mi mujer y a mí nos parecía que nuestros hijos tenían que mirar el mundo entero como un lugar de oportunidades. No solamente el pueblo o la ciudad.

La idea de la expansión está en la base de Los Grobo, que llegó a tener intereses en Paraguay y Brasil donde, hace un par de años, vendió sus activos en 450 millones de dólares al grupo japonés Mitsubishi. Eso retrasó el objetivo de transformar a la empresa en líder regional pero él —que está seguro de que ese momento llegará en cinco o diez años— lo cuenta con orgullo: “Me decían ‘Lo que vendés no vale nada, porque vendés viento. No tenés tierras, no tenés maquinaria’. Y ahora les digo: ‘¿Vieron? Algunos están dispuestos a pagar muy caro por el viento'”.

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—¿A qué edad empezaste a viajar?
—No tengo memoria de no haber viajado. A los 12 me fui sola a Europa, pero con mi familia íbamos mucho a Italia, fuimos a Sudáfrica, Egipto, Jordania. Cuando nos fuimos a la India, cinco meses antes mis papás nos empezaron a dar libros sobre el país, para que leyéramos. Siempre preparamos los viajes así, para entender el lugar al que vamos.

El departamento donde vive Olivia, la hija mayor de Gustavo Grobocopatel, fue showroom de Matriarca, la empresa de su madre, y todavía conserva algunos rastros de aquel pasado de oficina: dos enormes mesas de trabajo y una fotocopiadora en la sala. Un día más tarde, Olivia partirá a Dubai con su padre, que la invitó a acompañarlo.

—No lo puedo creer. Nunca viajé con ese lujo. Vamos en primera clase en Emirates, y nos quedamos en ese hotel, Burj Al Arab. Jamás viajaría así por mi cuenta. Es lujo extremo y a mí me gustan las cosas más reales. Pero invitada, y gratis, todo bien.

Va descalza, usa una camiseta blanca debajo de una camisa de jean. Tiene la piel lozana, blanquísima, una herradura tatuada en la muñeca porque le gustan los caballos: hacía equitación y ahora juega al polo. Una de las paredes del living está empapelada con un gigantesco mapamundi que trajo de Londres y que pegó durante arduas horas de trabajo. Al pie del mapamundi hay un sofá. Le gusta sentarse ahí con amigos porque, dice, mirando el mapamundi siempre terminan hablando de algo interesante: los países del G20, o los conflictos en oriente medio.

—Cuando nos mudamos a Buenos Aires, mis papás se hicieron jóvenes. En Casares se pasaban el día trabajando y acá iban al teatro, al cine, hacían cenas con amigos. Para mí fue un descubrimiento ver que los papás podían hacer cosas de gente joven. Cuando yo era chica estuvieron bastante ausentes. El reclamo de “”Nunca me van a ver a las obritas de teatro del colegio” estaba siempre. No almorzábamos ni cenábamos juntos. Trabajaban muchísimo, se lo pasaban arriba de un auto yendo y viniendo. Igual, fueron padres amorosos. Jamás vi a mi papá contestar el celular delante mío. Mi mamá era una madre muy rara para un pueblo chico como Casares. Siempre me acuerdo del entusiasmo con que me hablaba de las cosas. Yo le decía “Mami, tengo que hacer un trabajo sobre las ballenas”, y me decía “Ay, yo soy experta en ballenas, ¿qué querés que te cuente?””. Me pusieron muchos límites hasta que cumplí 14 años y a esa edad me dijeron: “Las decisiones que tomes de ahora en más son tuyas, vas a tener que vivir con ellas”. Y así fue que con mi hermano nos fuimos solos a Europa, después a Vietnam, Myanmar y Camboya, yo con 18 y él con 17. Dormíamos por cuatro dólares la noche. Los viajes con la familia no eran tan mochileros, pero tampoco eran lujosos. Hará cinco años que mi papá decidió que le tocaba viajar cómodo, entonces nos dijo “Ustedes en turista y yo en primera, con su madre”. Siempre nos dice: si no cuidás lo poco, no cuidás lo mucho. En mi familia no importa cuánto gastás en educación y viajes, pero todos cuidamos el dinero. A partir de que me reciba, mi papá ya me dijo que el siguiente viaje me lo tengo que pagar yo. Y mi mamá me avisó: “Desde el día en que te recibas, no podés pasar más de una semana sin trabajo”. Tenemos esa regla: si no estudiás, trabajas. Porque estudiar también es un lujo.

—¿Vas a trabajar en Los Grobo?
—No, los hijos no podemos por una cláusula en el contrato. Tenemos que trabajar dos años en otra compañía y después ver. A mí me parece perfecto. Nosotros somos súper independientes. Mis papás son cero protectores. Hace dos semanas me fui a lo de una amiga en La Plata, y me rompieron el vidrio del auto a la noche. Y mi amiga me dijo: “Ay, llamá a tu mamá o a tu papá para ver qué podés hacer”. Le dije: “Ni en pedo. Me van a decir ¿qué querés que haga? Estás en La Plata, el auto es tuyo, llamá al seguro y arreglate solita”.

—Tu padre no es el superhombre que viene a sacarte de todos los problemas.
—No. Yo le conozco los lados débiles. Es muy ansioso, no tiene ninguna capacidad de contemplación. Y a todo le ve el lado bueno. A veces le digo “Papá, esto no tiene ningún lado bueno”. Yo soy mucho más tajante, pero él parece que entendiera todo.

Como sus hermanos, Olivia se educó en Carlos Casares en una escuela pública y dice que fue sólo cuando se mudó a Buenos Aires cuando supo que existía algo llamado diferencia social.

—En el campo es más sencillo porque todos hacemos lo mismo. Vamos a andar a caballo, a tomar mate. Pero nosotros ya somos así. Mi hermano Rosendo alquiló un departamento en Boston y lo amuebló con cosas que encontró tiradas en la calle. Yo el fin de semana pasado me fui a Ayacucho, un pueblo donde se hace la fiesta nacional del ternero, y dormí en el piso con diez amigos y no gasté un peso. Tener plata también te da una responsabilidad. Mi papá siempre dice hay que invertir en el país y generar puestos de trabajo. En ese sentido, él es una presión. Está en diez mil ong, universidades, proyectos. Si le digo “Me gustan los caballos”, ya me dice que tengo que tener un haras gigante y exportar mi marca al mundo. Yo estudio administración pero soy apasionada de la historia. Y quizá, si no hubiese tenido esa presión, hubiese estudiado historia. De repente pensás, “¿Yo quería hacer todo esto o estoy respondiendo al reflejo de un entusiasmo?”.

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Ayer en la noche fue al cine solo, a ver una película turca. Al salir comió pizza en Güerrin, una pizzería tradicional de la avenida Corrientes. Hoy el departamento está como todos los días: tranquilo, solitario.

—Soy muy ansioso. Tengo dificultad para escuchar. Ahora estoy descubriendo que me gusta no hacer nada. Es una etapa nueva, con libertad casi absoluta para pensar mis cosas. Me gustaría ayudar a que haya seguridad alimentaria, a que no haya pobreza rural, a que haya menos impacto en el medio ambiente. Si vos me dijeras cuál es el mejor momento de la historia y el mejor lugar para ser empresario de los agronegocios, te digo acá y ahora. Es la época del mundo donde uno puede ser más útil para la sociedad, donde está todo este desafío de alimentar, los temas ambientales. Los Grobo tiene un futuro importante porque está vinculado con el sector que va a crecer mucho en la Argentina. El país produce unos cien millones de toneladas de soja. Se habla de 160 millones para 2020. Y no hay agronegocios en el mundo que sean plataformas tan bien estructuradas como Los Grobo. No tenés veinte opciones. Tenés dos. O tres. Por eso le tengo mucha fe.

Sin embargo, en marzo de 2009, en una entrevista con la revista Fortuna, decía: “No puedo crecer en el país (…). En la Argentina no vamos a crecer (…) o incluso podemos llegar a retroceder. En cambio, sin sequía ni trabas a la exportación, en Brasil el crecimiento rondará el 30 por ciento y en Uruguay, 20 por ciento”. En marzo de 2 014, en Infobae, decía que “”la producción agrícola de la Argentina de los últimos siete años a esta parte se mantiene estancada (…) Estamos sufriendo las consecuencias de unas políticas equivocadas”.

—La empresa como máquina de hacer dinero no tiene mucho sentido. Si la empresa no se integra a la sociedad, si no la seduce, es difícil que sea sustentable. Los Grobo factura más de 800 millones de dólares al año y podría crecer tres, cuatro veces.
—¿Y es probable que eso suceda?
—En cuanto se resuelvan algunas cuestiones esto va a explotar, en el buen sentido. Desde la 125 para acá hubo un estancamiento.

En 2008, el gobierno argentino decretó un aumento de la retención a las exportaciones y anunció que serían progresivas: a mayores precios, mayores retenciones. Eso generó un profundo conflicto con el campo, con 400 cortes de ruta a modo de protesta, y el decreto fue enviado al congreso para su legitimación. Finalmente, la que se conoció como la Resolución 125 de Retenciones Móviles  fue rechazada y hoy las retenciones a la exportación son de 35 por ciento.
—De la 125 para acá a veces apoyaste, otras criticaste.

—Yo siempre tuve una actitud de apoyo crítico.

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Fabio Quetglas es profesor de Desarrollo Local y Economía Social en la UBA, consultor independiente, y conoció a Gustavo Grobocopatel en 2008, en pleno conflicto con el campo, en un foro de discusión. Quetglas era partidario de las retenciones, aunque no tal como las planteaba el gobierno y, después de escucharlo, Grobocopatel lo llamó para conversar. Desde entonces son amigos y salen a caminar todos los domingos a la mañana. El despacho de Quetglas queda en el Abasto, un barrio muy popular de la ciudad de Buenos Aires, y tiene dos escritorios, paredes desnudas, estanterías de metal.

—He ido cientos de veces a la casa de Gustavo, y no hay personal doméstico. Paula se pone los guantes y lava los platos. Él nunca te hace sentir que es un señor de altos ingresos económicos. Cuando vamos juntos a la cancha digo “Estoy caminando con un tipo que factura mil millones de dólares por año”. Yo doy clases en la facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Les dije a mis alumnos: “Vamos a discutir el modelo agrario con Grobocopatel”. Se me cagaron de risa. Para ellos, Grobo era el diablo. A la clase siguiente lo llevé al gordo. Se los metió en el bolsillo. Les dedicó cuatro horas de su tiempo. Un pibe le dijo que él era una bazofia, un estafador del futuro de la humanidad, y el gordo escuchaba con paciencia y respondía.

—¿No podría pensarse que lo hace para contrarrestar una imagen cuestionada?
—Una cosa es discutir argumento contra argumento y otra, argumento contra prejuicio. Hacer soja y soja y soja es un problema para los suelos, pero el mismo problema sería si se hiciera trigo y trigo y trigo. El problema no es la soja, sino incentivar la rotación, y el Estado no la incentiva: no dice “voy a hacer menos retenciones al maíz para que se siembre maíz”. Otro tema cuestionable es el tema de los pooles de siembra. Son estrategias organizativas, que aumentan la eficiencia y la producción, y oponerse a eso es como oponerse al advenimiento de la industria. El Estado tiene que ocuparse de promover la rotación de cultivos, reglamentar la zona de siembra, y no lo hace. Pero Gustavo entiende que si la mayor parte de una sociedad se resiste a ciertas tecnologías, no hay que dar respuestas técnicas sino hacer pedagogía. Ahora, ¿lava la cara con eso? A mí me parece que no, que lo hace de manera genuina. Pero si lo vamos a ver descarnadamente, también hay una cuestión de conveniencia: él no cree que sea sostenible un modelo de negocio cuestionado por la mayoría de la sociedad. En el fondo se trata de cambiar la forma de pensar las cosas. No se trata de tener razón. Se trata de entender.

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El martes 7 de abril Gustavo Grobocopatel recibe un mail con esta pregunta: “Dijiste en una charla: ‘Las empresas ponemos plata en la sociedad pero ¿sabemos si eso generó gente con más capacidad, más autónoma, más feliz?’ ¿Cuál es la respuesta: si o no?”. Su contestación llega pocos minutos después: “La respuesta es ‘no’. Y es porque no nos involucramos en las causas de los problemas y pensamos que con poner guita se arregla”.

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Una línea más o menos recta que atravesara dos kilómetros podría unir las casas de todos los Grobocopatel en Buenos Aires, incluido su ámbito de trabajo. Las oficinas de la empresa, ubicadas en el edificio de la Bolsa de Cereales, están a siete cuadras de la casa de Gustavo Grobocopatel. Gabriel Bisio, uno de los ceo del grupo, un hombre que trabaja hace años en la empresa, está en la oficina de Grobocopatel: un escritorio, dos sillas, ninguna computadora.

—Gustavo es muy ansioso y esa ansiedad a veces puede transformarte en un martirizador de tus colaboradores.
—¿Y eso sucede?
—Sí. Y a veces estalla. Pero así como lo he visto perder la paciencia en una reunión, lo he visto retomar el control. Lo bueno es que si vos pensás que está diciendo una boludez se lo podés decir. Es muy fácil laburar con él. Porque es íntegro. Piensa y hace en la misma dirección. Y además tiene una dualidad fantástica: no le gusta el conflicto, pero ama el debate. Entonces se puede discutir.

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Carlos Reboratti, licenciado en geografía e investigador del CONICET, dice, en un bar:
—La soja genera militancia, a favor y en contra. Pero no podés decir “Soja no” porque no es realista. El asunto es que en este momento al Estado le interesa que la soja se produzca en grandes cantidades, porque eso significa un gran ingreso. El Estado podría promover la rotación de cultivos. Por ejemplo, en vez de hacerle 35 por ciento de retenciones impositivas al maíz, hacerle 20. Pero no lo hace. Ahora la OMS dijo que es probable que el glifosato sea cancerígeno. Entonces los anti soja dicen “¿Vieron? Es cancerígeno”. Los pro soja dicen “No, la OMS dijo que es probable”. Si el Estado regulara la fumigación, no debería haber problemas. Y con lo transgénico, los ambientalistas exigen que se aplique el principio precautorio, el cual impide que una innovación científica se aplique antes de que pase determinado tiempo de prueba. Ahora, ¿cuánto hay que esperar para probar el efecto de la transgenia en el organismo humano? ¿Cincuenta años? Lamentablemente, el capitalismo no espera cincuenta años.

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Son las tres de la tarde y en las oficinas de Los Grobo comienza una reunión en la que se discute cómo se presentará en público la empresa Frontec, una división nueva dentro de Los Grobo, una plataforma que permite aplicar un paquete tecnológico a los suelos con exactitud quirúrgica y decir “esta hectárea necesita este fertilizante; en esta otra vamos a sembrar tal cosa”. Varias personas estudian la aplicación, la evalúan. Gustavo Grobocopatel escucha mientras come una ensalada. Después de un rato entra la recepcionista, le dice algo. Él sale, vuelve a entrar, se agacha y susurra:
—Vení, acompañame.
Sale de la sala de reuniones y entra en su oficina, donde lo esperan dos hombres jóvenes que parecen entusiasmados y nerviosos.

—Mirá, ellos vienen del club Papa Francisco, de Francisco Solano.
San Francisco Solano es un barrio popular del conurbano bonaerense, y los hombres explican que el club trabaja con gente joven con problemas de adicción, que Grobocopatel les donó dinero y que, en agradecimiento, han venido a regalarle una camiseta del equipo.

—Todo fue gracias a Gustavo Vera —dice Grobocopatel—. Ni siquiera sé a quién le mandé guita, pero Gustavo me dijo que la necesitaban, y yo hago todo lo que me dice Gustavo Vera.

Le piden tomarse una foto y él los abraza, campechano y sonriente. Minutos después, de regreso en la reunión, resolverá en dos minutos y muy pocas palabras un asunto que implica mucho dinero, y mucho riesgo, entre dos personas que no logran ponerse de acuerdo.

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Norma Giarracca y Miguel Teubal estaban, en marzo de 2015, en la casa que compartían desde hacía décadas. Teubal es economista, experto en sistemas agroalimentarios e investigador del conicet. Giarracca era socióloga, profesora del Instituto de investigaciones Gino Germani, de la UBA, y falleció en junio pasado.

—Lo que pasa —decía Norma Giarraca— es que el discurso de Grobocopatel es muy seductor, pero sus supuestos son falsos. Él dice que se necesita aumentar la producción de alimentos en el mundo. Falso. La producción basta para alimentar a la humanidad entera: el problema es la distribución. Dice que la ciencia lo controla todo. Falso. La ciencia tiene, para controlarse, el principio precautorio. Y cree que todo lo moderno es mejor. Falso. Entre el descubrimiento científico y la aplicación hay una serie de mediaciones que él no toma en cuenta.

—¿Vos creés que, en el caso de que esos supuestos sean falsos, él lo sabe y los sostiene a pesar de saberlo?
—No. Yo creo que es un problema ideológico. Que está convencido. Porque si no, ¿qué es?, ¿un hombre muy malo que quiere que los chicos se enfermen? No creo. Yo creo que hay una ideología. Por eso no me siento a debatir con él.

—¿Por qué?
—Porque mi convicción no es de la misma naturaleza de la de él. Mi convicción está basada en una investigación autónoma e independiente. La de él tiene un interés.
—¿Cuál es la alternativa para contraponer a su modelo?
—Volver al modelo chacarero, el modelo de antes —decía Teubal.
—¿Y se puede volver a eso?
—Todavía, sí —decía Giarraca.

* * *

—¿Hay alguna virtud que te parezca sobrevalorada?
—La honestidad. Es tan obvio que hay que ser honesto que rescatarla como una virtud me parece absurdo. Y te diría que la lealtad, pero es que no me parece que la lealtad sea una virtud. Ser leal es algo que uno hace en relación al otro. A mí me gusta la palabra “integridad”. Me produce mucho desprecio la gente que no es íntegra.

—¿Y qué es alguien que no es íntegro?
—Alguien que dice una cosa y hace otra.

Las frases, las ideas, las palabras replicadas por Fabio Quetglas, Gabriel Bisio, Olivia: “no se trata de tener razón sino de entender”, “hay que ser íntegro”, “el que no cuida lo poco, no cuida lo mucho”. ¿Quién fue el primero en pensarlas, en decirlas, en disponerlas hasta conformar ese ecosistema de creencias laicas?

—En Los Grobo se habla de sustentabilidad. Sin embargo, las semillas transgénicas que usan están cuestionadas.
—Yo creo que habría que poner el foco en los mecanismos de control, no en oponerse a la tecnología.

—Si dentro de veinte años te dijeran “La soja que usted produjo dio como resultado niños con dos cabezas…”
—Si no hubiésemos hecho desarrollos tecnológicos el riesgo de contaminación hubiese sido menor, pero más gente se hubiese muerto de hambre. También dicen que el celular produce cáncer. Entonces no usemos celulares.

—¿Te molesta el cuestionamiento?
—No, no. Porque pienso que uno puede estar equivocado y que la sociedad tiene derecho a tener temor por situaciones que desconoce. Pero me parece que la irracionalidad del debate produce conflictos inútiles. El tema del glifosato, por ejemplo, lo tiene que dirimir el Ministerio de Salud y los ciudadanos tenemos que aceptar lo que diga. Cuando el Estado falta y pone a la gente una contra la otra, eso sí me molesta. Porque viene alguien con una foto de un chico deforme y la verdad es que te sentís muy mal de que te acusen de haber generado eso.

—Llevás mucho tiempo instalado en una situación de privilegio…
—Sí.
—…y estás muy cerca de gente que puede ejercer el poder…
—Sí.
—Si tenés un problema en la empresa vinculado con el ministerio de trabajo, hablás directamente con el Ministro de Trabajo…
—Sí.
—¿Si perdieras ese acceso no te quedarías a la intemperie?
—No. Haría otra cosa. Soy una persona libre. Desde el punto de vista ideológico creo que la libertad es el bien mayor. Yo soy anarquista. Ideológicamente anarquista.
—Un mundo anárquico es una desgracia para los débiles.
—Yo creo que el gran desafío es hacer fuertes a los débiles.

Es una noche templada, casi primaveral, y Gustavo Grobocopatel está sentado en su sillón, los pies descalzos, las piernas estiradas. Acaba de llegar de Dubai y está a punto de partir a Abra Pampa, un pueblo pequeño en el norte argentino, con sus amigos del trío Cruz del Sur que vienen a cenar esta noche.

—Dubai es interesante. Pero no es un lugar que te emocione.
La mesa está dispuesta y hay olor a comida recién hecha. Su móvil permanece encendido pero jamás suena. Detesta hablar por teléfono y la gente lo sabe (y también sabe que él nunca dejaría de atender una llamada). Ahora entra un mensaje, mira la pantalla, sonríe.

—Mi exmujer.
Es Paula Marra, desde Boston.
—Mi mujer, que me quiere comprar zapatillas.

* * *

Omar Príncipe, presidente de la Federación Agraria Argentina, que nuclea a pequeños y medianos productores, dice por teléfono:

—En mi pueblo, que tiene 3 500 habitantes, somos 350 productores en 36 mil hectáreas. Vamos a comprar el pan al pueblo, cuando se rompe una máquina la llevamos al taller del pueblo, compramos gasoil y fertilizantes en el pueblo. Hace poco leía que un pool de siembra que sembraba 35 mil hectáreas se quejaba de la baja rentabilidad. Un solo pool siembra todas las hectreas que sembramos 350 productores que generamos trabajo y sostenemos el arraigo de un pueblo de 2 500 personas. Esa es la diferencia entre un modelo agropecuario y otro. El suelo no es una plataforma de extracción de nutrientes. Pero muchos ven a la soja como alternativa rentable. Cuanto más llevemos a un monocultivo a nuestro país, mayor riesgo corremos de producir desarraigo en el interior. Si tenemos un país donde cada vez haya más agricultores, podemos sostener la soberanía alimentaria. Y eso lo podemos garantizar los agricultores. No lo garantiza el agronegocio.

* * *

Son las nueve y media de la mañana y Gustavo Grobocopatel conversa con tres hombres de traje y dos mujeres que exudan eficacia empresarial. Él, con una camisa y un abrigo de lana liviano, parece alguien que pasaba por ahí y decidió quedarse. Acaba de regresar de su viaje a Abra Pampa y, junto a los ceos de otras compañías, participará en una conferencia organizada por una universidad pública del conurbano sobre sustentabilidad y responsabilidad empresarial.

—Vení, vamos atrás a tomar un café.

En un espacio donde se han dispuesto bebidas y croissants, con un vaso de café en la mano, muestra las fotos de su viaje al norte, que ya subió a Facebook.

—Yo soy más de Twitter. Pero tenés que estar muy seguro, porque te putean de lo lindo. Con lo del glifosato te dicen “¡Asesino, vos sabías, mataste a toda esa gente!”.
—¿Y?
—Y, lo de siempre. El Estado es el que tiene que regular, y el Estado se corre.

La conferencia empieza con algo de retraso. Las respuestas de los otros expositores son extensas, abundan en frases como “alianzas transversales”, “planteo de objetivos”. Grobocopatel escucha con las manos cruzadas debajo de la nariz o mesándose la barba. Interviene tres veces, nunca más de cuatro minutos, hablando en voz muy baja ante un micrófono que casi no lo capta. Dice:

—En poco tiempo vamos a poder diseñar plantas que van a ser fábricas. A esta altura, hablar de transgénicos es antiguo, casi medieval.

Tenemos que organizarnos como sociedad porque, si no, va a pasar lo que pasó con la revolución industrial: dolor, guerras, sublevaciones. Y estamos viendo los primeros síntomas del dolor que tienen que ver con la brecha creciente entre ricos y pobres. La desigualdad es la consecuencia del desequilibrio de acceso al conocimiento.

Cuando la charla termina, un directivo de la universidad toma la palabra y asegura que quiere proponerles un desafío “provocador”.

—Que fundemos un espacio de reflexión en la universidad. Y que ustedes sean los primeros en incorporarse.

Dos de los conferencistas aceptan, halagüeños. Grobocopatel, en cambio, dice:
—Nosotros estamos involucrados en una empresa del Gran Chaco que se llama Matriarca, dedicada a comercializar productos de dos mil emprendedoras sociales de la comunidad q’om. Un espacio de reflexión es importante. Pero los invito a que hagan un espacio de reflexión en el Chaco. En Abra Pampa. En Formosa. Acá ya hay suficientes espacios de reflexión.

Después del saludo final se acerca, guiña un ojo.
—¿Viste? A veces pierdo la paciencia.

* * *

Le gustan los ensayos de Octavio Paz, más que su poesía, y nunca se cansa de ver la película ¡Qué viva México!, de Einsenstein. Recuerda con la misma emoción las cosechas de trigo de su infancia (aquel rubio esplendor) y el momento en que, en la facultad, entendió de manera cabal, científica, cómo funcionaba la fotosíntesis. De todos los dones que tiene la naturaleza, le gustaría tener su capacidad de regenerarse, de curarse a sí misma y, si no fuera un hombre, le gustaría ser un cóndor: “algo que mire desde arriba”. Admira a Martha Argerich —”toca con una especie de furia”— pero sólo pudo verla una vez en el Teatro Colón porque, reconoce, no pertenece al mundo de la música clásica y no sabe cómo se consiguen entradas para esos eventos únicos. No es inusual que, a quienes lo critican, los invite a discutir su modelo en las instalaciones que su empresa tiene en Carlos Casares, 1 600 metros cuadrados de construcción hípermoderna en medio del campo. Mantuvo, a través de cartas abiertas que se publicaron en periódicos, largas polémicas con escritores y economistas que están en las antípodas de su postura. Todas empezaban con frases como “Qué alegría poder intercambiar ideas, con respeto, entre personas comprometidas con el interior del país”.

* * *

La mañana es gris, apelmazada. Grobocopatel usa bermudas, una camiseta amplia, y camina con paso ágil hacia un café que queda a una cuadra de su casa en el que va a encontrarse con el periodista de un diario económico. Aunque faltan diez minutos para el encuentro, quizá conociendo la puntualidad prusiana de su entrevistado, el periodista ya está en la puerta. Grobocopatel se presenta con tono amigable:

—¿Me esperás dos minutos? Termino de hablar con ella y empezamos.

Entra al bar, saluda, se sienta. Apoya la notebook -el único objeto que carga, además de las llaves y algo de dinero- sobre la mesa.

—Me quedé pensando en una pregunta que me hiciste. Si le tenía miedo a algo. Un miedo muy común es el miedo a la muerte, ¿no?
Afuera, Puerto Madero parece una zona cubierta por capas de silencio y de inmovilidad, un territorio arrasado por un bombardeo o una nevada invisible.

—Pensé que, si ahora me llevara por delante un auto y quedara tirado en el piso y tuviera un segundo para pensar algo, creo que pensaría “Qué suerte todo lo que hice”.
Hace una pausa, se reclina en la silla, se cruza de brazos.

—Entonces, no le tengo miedo a la muerte. ¿A qué otra cosa podría tenerle miedo? No se me ocurre a qué.

Una versión de este texto fue publicada por la revista El País Semanal, de España, en julio de 2015.

GATOPARDO




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