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sábado, 1 de octubre de 2022

Joyce Carol Oates / El Presidente y la Actriz Rubia: la cita






Joyce Carol Oates
El Presidente y la Actriz Rubia: la cita


    ¡La llamaron a la semana siguiente a la Pascua de 1962!
    «¿Dudaba de él? No.»
    Por favor, vista discretamente, señorita Monroe, le habían dicho. Una voz masculina sin identificar, por teléfono. Había habido una serie de mensajes telefónicos, algunos bastante directos y otros, en clave. Ella intuía que se estaba embarcando en la más emocionante y significativa aventura de mi vida de mujer. De modo que se había preparado en privado para la experiencia. Ni maquillador profesional, ni un sastre de guardarropía. Se había comprado ropa (a crédito, en Saks, Beverly Hills) en discretos tonos crema y brezo, y aunque acababa de darse un baño de brillo en el pelo rubio platino, lo llevaba parcialmente oculto bajo un elegante casquete. Sólo el pintalabios brillaba, pero ¿no brilla siempre? Era Lorelei Lee, pero sus modales serían comedidos y juiciosos, dignos de una amiga del Presidente, habida cuenta de que ese hombre es un aristócrata estadounidense. A pesar de todo, los tipos del servicio secreto asignados para escoltarla la miraron con una reprobación que poco a poco se convertiría en indignación y asco, como si hubiese cuajado.


    —¿Acaso esperaban encontrarse con la Madre Teresa?
    Era la Vecina de Arriba, la que escribía sus propios diálogos. A veces nadie reía ni reconocía haberla oído.
    Los hombres del servicio secreto eran Dick Tracy y cómo se llama…, el hombrecillo casado con Maggie…, ah, sí: Jiggs. Extraños escoltas para llevar a Marilyn Monroe a una cita secreta en el elegante Hotel C de la Quinta Avenida de Manhattan.
    Seriamente, se dijo: Estos hombres han jurado lealtad a muerte al Presidente. Si le dispararan, ellos lo escudarían con sus propios cuerpos.
    Volar desde Los Ángeles a Manhattan en pocas horas es como viajar al futuro. Sin embargo, si llegas varias horas después del día en el que has embarcado, no puedes quitarte la sensación de que has viajado al pasado. ¿Años antes?
    Mi vida de Manhattan. Mi vida de casada. ¿Cuándo?
    Nunca pensaba en el Dramaturgo, un hombre con el cual había convivido cinco años. Su agente le había enviado una página de Variety, una crítica positiva y cualificada de La muchacha del pelo de oro. Se había detenido en la frase: «Lo que le falta a este serio montaje es una Magda verdaderamente fascinante. Para que el papel fuera verosímil, se necesitaría…».
    En Manhattan los árboles de ginkgo estaban florecidos, y en Park Avenue había hermosos narcisos y tulipanes, ¡perohacía frío! La Actriz Rubia sintió el golpe, un reproche de su sangre californiana; no había llevado ropa lo bastante abrigada para su romántica visita de un par de días en Manhattan. Allí estaban en una estación diferente. Hasta la luz parecía distinta. Se sentía destemplada, confundida.

Pero la primavera es en abril, ¿no?
Y entonces, descubriendo su error sintáctico:
Quiero decir, en abril es primavera, ¿no?
Estaban en la limusina blindada, que se movía silenciosa hacia el norte por Park Avenue, y el más corpulento de los hombres del servicio secreto, el tipo desabrido con mandíbulas prominentes que le recordaba a Dick Tracy, dijo lacónicamente:
    —Estamos en primavera, señorita Monroe.
    ¿Había hablado en voz alta? No era su intención.
    El otro agente del servicio secreto, un hombre bajo y regordete con insulsa cara de patata y vacíos ojos blancos, un calco exacto de Jiggs, se relamió los labios y siguió mirando al frente. Iban vestidos de paisano. Quizá les molestara la misión del día. La Actriz Rubia habría deseado explicarles: «Lo que hay entre el Presidente y yo no es sexual. Tiene poco que ver con el sexo. Es un encuentro espiritual». El conductor de la limusina debía de ser otro agente del servicio secreto; tenía gesto serio, como los otros dos, y llevaba un sombrero flexible. En el aeropuerto se había limitado a saludar a la señorita Monroe con una pequeña inclinación de cabeza. Tenía un misterioso parecido con un personaje de tebeo llamado Jughead.
    ¡Dios, a veces da miedo! El mundo está lleno de personajes de tiras cómicas.
    El día anterior, un mensajero en bicicleta le había entregado los billetes de avión en primera clase (comprados bajo el nombre falso de «P. Belle», que, según se había enterado a través del cuñado del Presidente, significaba «la Belleza de Pronto»), y durante el vuelo desde la Costa Oeste a la Costa Este tuvo razones para sospechar que el piloto y la tripulación conocían su conexión con la Casa Blanca.
    —No sólo que soy Marilyn. Sino que este día es especial. Este vuelo es especial.
    En la perversidad de su felicidad, pensó que el avión se estrellaría. Pero no fue así. Hubo turbulencias durante todo el viaje, pero por lo demás fue un vuelo normal. Oh, hay Dom Pérignon, señorita Belle. Especialmente para usted, señorita Belle. Le habían reservado dos asientos para ella sola en la primera fila de la cabina de primera clase. Tratada igual que la realeza. La Pobre Doncella en el papel de la Bella Princesa. Ah, estaba profundamente conmovida. Una azafata designada ex profeso para vigilarla, para asegurarse de que nadie molestara a la Actriz Rubia, que viajaba de incógnito, abstraída en la feliz fantasía de Una cita. Con él. Sólo habían hablado tres veces por teléfono desde su primer encuentro, y brevemente. Si no hubiera visto la cara del Presidente en los periódicos y en la televisión (que ahora veía todas las noches), quizá ni siquiera se acordaría de su aspecto, pues a la mortecina luz de la caseta de baño (en la casa de Palm Springs de Bing Crosby, cerca del campo de golf, ¿no?, ¿se habían conocido allí?), habría podido ser cualquier hombre maduro pero juvenil y vigoroso, con una apuesta cara estadounidense y un fuerte apetito sexual. Esa mañana se había medicado con Miltown, Amytal y codeína (una pastilla, porque le parecía tener una ligera fiebre) en prudentes dosis. Era una etapa de su vida, ella habría jurado que transitoria, en la que la estaban viendo dos, tres o cuatro médicos, y cada uno de ellos, ignorando la existencia de los demás, le proporcionaba recetas.
Sólo para ayudarme a dormir, doctor. Oh, sólo para ayudarme a despertar. Y para calmar mis nervios, que están destrozados
.
    No, doctor, por supuesto que no bebo
.
    Ni como carnes rojas, porque son demasiado pesadas para mi estómago
.
    En La Guardia, con piernas temblorosas, fue la primera en desembarcar.
    —¿Señorita Belle? Permita que la ayude.
    Una azafata la condujo por el largo túnel acoplado al avión hasta la terminal, donde la esperaban dos hombres serios y hoscos vestidos con trajes de fibra sintética y sombreros flexibles. Al verlos la embargó el pánico:
¿Estoy arrestada? ¿Qué me pasará?
Era la Vecina de Arriba, con una sonrisa estúpida en los labios. Le temblaban tanto las manos que estuvo a punto de caérsele el bolso, pero el más corpulento de los hombres del servicio secreto lo cogió. La llamaban «señorita Monroe» y «señora», como si se sintieran humillados por el solo hecho de que los oyera ella, la mujer a su cargo. Ostensiblemente, rehuían mirar su boca pintada de color fucsia y su voluminoso pecho, que a aquellos cabrones sin corazón les parecía ofensivo.
Es pura envidia, ¿no? Envidiáis a vuestro jefe. Porque él es un hombre de verdad, ¿eh?
Pero estaba decidida a ser amable con ellos. Parloteando a la animada y amistosa manera de la Vecina de Arriba, mientras los hombres la guiaban rápidamente por el aeropuerto (atrayendo miradas de asombro de muchos individuos, pero sin amilanarse ante ninguna de ellas) hasta la limusina. El coche era lujoso, negro, brillante y lo bastante amplio para llevar a una docena de personas.
    —Ah, espero que sea blindado —rió con nerviosismo. Se acomodó en el aterciopelado asiento posterior, cubriéndose las rodillas con la falda, pura y perfumada agitación femenina, mientras los hombres se sentaban a ambos lados de ella, junto a las ventanillas. Se preguntó si el Presidente les habría dado instrucciones para que la protegieran también a ella de las balas. ¿Eso iba incluido con la invitación del Presidente?—. Vaya, tantas atenciones me hacen sentirme como una RIP… —volvió a reír con nerviosismo ante el silencio masculino—, quiero decir como una VIP.
    Jiggs, el de la cara regordeta, emitió un sonido que habría podido ser una risita. O no. Dick Tracy, de perfil a ella, no dio señales de haberla oído.
    Ella pensó: Estos hombres. Los tres. ¡Llevan armas!
    Bueno, estaba ofendida. Un poco. Porque era evidente que no aprobaban su precioso traje de punto en tonos blanco, beis y brezo de Saks, Beverly Hills; el gran escote, el busto prominente y las marcadas caderas. Sus piernas de bailarina. Las sandalias de piel de cocodrilo con tacones de diez centímetros. Se había pintado las uñas de los pies y de las manos de un elegante color nacarado. El pintalabios fucsia, el cabello superrubio y el inconfundible brillo de Marilyn destellando en su piel artificialmente blanca, igual que un estucado blanco en el calor tropical. Esos hombres la censuraban a ella como mujer, como individuo y como fenómeno histórico. Esperaba no hacer ningún movimiento en falso, porque ¿y si sacaban las pistolas y le disparaban?
    Aunque tenía casi treinta y seis años y estaba en la cima de la fama, qué incómoda la hacían sentirse los hombres que la miraban sin deseo. Pero ¿por qué? Con lo mucho que podría amaros.
    Mirando hacia otro lado y con un aire de mojigata satisfacción, Dick Tracy le explicó que el Presidente había tenido que cambiar inesperadamente de planes, de manera que los de ella también cambiarían. Una emergencia requería la presencia del Presidente en la Casa Blanca y viajaría hacia allí esa misma tarde. En consecuencia, no pasaría la noche en Nueva York.
    —Su billete de avión, señora —le entregó un sobre—, para que regrese a Los Ángeles esta noche. Tomará un taxi desde el hotel hasta LaGuardia, señora.
    A pesar de su confusión, la Actriz Rubia pudo pensar con sorprendente claridad, consolándose:
Mi amante no es un ciudadano corriente, es un personaje histórico.
    —Ah, ya veo —se limitó a murmurar.
    No podía disimular que estaba sorprendida, dolida. Decepcionada. Al fin y al cabo, la Vecina de Arriba era un ser humano, ¿no? Pero se negó a darle a Dick Tracy la satisfacción de preguntarle de qué emergencia se trataba y que él le respondiera que eso era información confidencial.
    La limusina torció por una calle lateral, en dirección a Central Park. Y ella oyó una voz infantil preguntando:
    —Su-supongo que no podrán contarme de qué emergencia se trata, ¿no? ¡Espero que no sea una guerra nuclear! ¡O algún asunto desagradable en la Unión Soviética!
    Y como si le hubiera leído el pensamiento, Dick Tracy respondió:
    —Lo lamento, señorita Monroe. Eso es información confidencial.
    Otro desengaño: la limusina no aparcó delante del célebre Hotel C de la Quinta Avenida; sino junto a una entrada trasera, en una callejuela estrecha situada detrás del gigantesco y conocido edificio. A la Actriz Rubia le dieron una gabardina para que se la pusiera sobre la ropa, una prenda barata de arrugado plástico negro, con una capucha para que ocultara su casquete y su pelo; ella estaba furiosa pero obedeció porque aquello empezaba a ser una familiar escena de película, de un vodevil, y ninguna escena dura más de unos minutos. ¡Ah, qué impaciente estaba por escapar de esos fríos hombres y correr a los brazos de su amante! Acto seguido, Jiggs tuvo el descaro de pasarle un pañuelo de papel y pedirle que por favor se quitara «esa grasa roja» de los labios; pero ella, indignada, se negó.
    —Señorita, dentro podrá ponérsela otra vez. Tanta como quiera.
    —No lo haré —respondió ella—. Déjenme salir del coche.
    Sacó del bolso un par de gafas oscuras que le cubrían media cara.
    Jiggs y Dick Tracy conferenciaron entre gruñidos y debieron de llegar a la conclusión de que la Actriz Rubia estaba lo bastante desconocida para recorrer una distancia de unos seis metros, porque quitaron los seguros de la limusina, se apearon con cautela y la escoltaron hasta una entrada trasera, bajo una ráfaga de aire de ventilador con olor a comida rancia, y una vez dentro del edificio subieron en un montacargas hasta el piso dieciséis, donde la puerta se abrió y la obligaron a bajar a toda prisa —«Señorita Monroe, salga por favor.» Y ella: «Puedo andar sola, gracias, no estoy lisiada»—, tambaleándose ligeramente sobre los tacones de sus sandalias. Eran italianas, los zapatos más caros que había tenido en su vida, con las puntas en forma de V.
    Los hombres del servicio secreto llamaron a la puerta de la apropiadamente llamada Suite Presidencial. La Actriz Rubia se sintió incómoda. ¿Acaso soy un trozo de carne, para que me entreguen de esta manera? ¿Como si formara parte del «servicio de habitaciones»? Pero se había quitado la gabardina negra y se la había entregado a un escolta; la escena cómica había terminado. Otro inexpresivo agente del servicio secreto abrió la puerta y los hizo pasar con una breve inclinación de cabeza y un lacónico «señora» dirigido a la Actriz Rubia. A partir de este momento la escena seguiría un curso zigzagueante, como si la cámara se sacudiera vertiginosamente. La condujeron al cuarto de baño («¿Desea refrescarse un poco, señorita Monroe?») y en el elegante cubículo de mármol y accesorios dorados, ella se retocó el maquillaje, que se había mantenido bastante bien, y se examinó los ojos. Sus grandes, sinceros e inquisitivos ojos de cristal azul, con el blanco todavía descolorido por un millar de capilares rotos que tardaban en sanar, y las blancas patas de gallo que esperaba que su amante no pudiera ver bajo la luz más benévola de la habitación. El Presidente cumpliría cuarenta y cinco años el 29 de mayo de 1962; la Actriz Rubia cumpliría treinta y seis el 1 de junio de 1962; era un poco mayor para él, pero ¿quizá él no lo sabía? ¡Porque Marilyn estaba estupenda! ¡Perfecta en su papel! Perfumada, acicalada, pulcra, con el cuerpo afeitado y el pelo de la cabeza y del pubis recientemente decolorado con una odiosa pasta morada que irritaba su sensible piel, de manera que daba el tipo, era la platina muñeca Marilyn, la amante secreta del Presidente. (Aunque había pasado un mal rato en el avión y vomitado en el minúsculo lavabo, a pesar de que había sido incapaz de comer en las últimas veinticuatro horas. Y después había tenido que reparar los daños, con manos temblorosas, ante un mal iluminado espejo.) Sí, y tenía que admitir que se sentía «tristona» desde que se había enterado de que su cita con el Presidente no duraría una noche entera y un día, como estaba previsto. La Actriz Rubia se tomó una pastilla de Miltown para los nervios y otra de Benzedrina, que le proporcionaba energía y valor instantáneos. Usó el inodoro y se lavó la entrepierna (en Palm Springs, el lascivo Presidente la había besado ahí tanto como en cualquier otra parte de su cuerpo): no repararía en que en la papelera que estaba junto al inodoro había arrugados trozos de papel higiénico manchados de carmín, de un elegante color ciruela, semejantes a los que ella arrojaba ahora.
No. ¡No los vería!
    —Por aquí, señorita —un agente del servicio secreto a quien no había visto antes, un hombre con los dientes y el andar ligero de Bugs Bunny, la escoltó por un pasillo—. Aquí, señorita.
    La Actriz Rubia, agitada, entró en una habitación amplia pero tenuemente iluminada como si entrara en un escenario cuyos límites se perdieran entre las sombras. La estancia era tan grande como el salón de su casa de Brentwood y estaba equipada con muebles que, ante sus inexpertos ojos, parecían auténticas antigüedades francesas. ¡Qué lujo! ¡Qué romántico! Bajo sus pies, una mullida alfombra oriental. Las pesadas cortinas de brocado estaban echadas, bloqueando el paso al punzante sol de Manhattan en abril, igual que las cortinas de su casa estaban grapadas a los marcos para protegerla del más caluroso sol del sur de California. En la habitación había una mezcla de olores: a tabaco, tostada quemada, sábanas sucias, cuerpos. Repantigado en la cama con dosel estaba el Presidente, desnudo, con el teléfono apoyado en el pecho, hablando rápidamente; su Príncipe, tendido entre las sábanas arrugadas y las almohadas aplastadas, con la cara enfurruñada, roja y ¡tan hermosa! ¿Cómo podía cualquier primera dama ser fría con él? Entrando en un escenario en el que sólo había otro actor para interpretar la escena con ella. Las dimensiones del escenario, igual que el número del murmurante público, desconocidas.
¡Entré en la Historia!
    Pero la escena ya había comenzado. Junto al Presidente, en la cama, había una bandeja de plata con platos sucios de yema de huevo seca, cortezas de tostadas quemadas, tazas de café, copas de vino y una botella de borgoña vacía. Un mechón de pelo castaño con hebras de plata caía sobre un ojo del Presidente. Su apuesto cuerpo varonil estaba cubierto por una fina capa de vello que se volvía más densa en el torso y las piernas; era casi como si llevara un chaleco. Sobre la amplia cama había páginas del New York Times y el Washington Post y, precariamente apoyada sobre una almohada, una botella de whisky escocés Black & White. Al ver entrar a la Actriz Rubia, una visión en tonos beis con una radiante sonrisa fucsia, el Presidente tragó saliva y, sin dejar de hablar por teléfono, le hizo una seña para que se acercara. En reconocimiento de la belleza de la mujer, su pene flácido tembló entre la mata de pelos crespos, igual que una babosa afable que pronto crecería. ¡Vaya, he allí un recibimiento que valía el peregrinaje de cuatro mil quinientos kilómetros!
    —Pronto. Hola.
    La Actriz Rubia rió con alegría mientras se quitaba el casquete y agitaba su fina melena de platino. ¡Ah, qué escena! Sintió que su nerviosismo y su inquietud se esfumaban. Si había público, era un público invisible; el escenario flotaba en la oscuridad y el espacio iluminado les pertenecía exclusivamente a ella y al Presidente. Lo que más le sorprendió fue el tono de la escena, pues aquél era un encuentro gracioso, informal, relajado, tan lleno de familiaridad erótica que un observador neutral habría pensado que el Presidente y la Actriz Rubia habían tenido muchas citas semejantes, que eran amantes desde hacía muchos años. La Actriz Rubia, que sentía tan poco deseo sexual y habitaba su voluptuoso cuerpo como una niña embutida dentro de un maniquí, miró con fascinación al Presidente. ¡El hombre más atractivo al que he amado! Después de Carlo, supongo. Se habría inclinado para saludarlo con un beso, pero él tenía la boca pegada al auricular y murmuraba:
    —Ajá. Ya. De acuerdo. Mierda.
    Le hizo una seña para que se sentara en la cama, ella obedeció y él la rodeó pícaramente con una pierna musculosa y con la mano libre le acarició el pelo, los hombros, los pechos, la bonita curva de las caderas, todo con la expresión de un colegial embelesado. Como si estuviera dolorido, murmuró:
    —Marilyn. Tú. Hola.
    Y ella respondió, también en un murmullo:
    —Pronto. Hola.
    —Me alegro de verte, preciosa —dijo él con voz grave y baja—. He pasado un día horrible.
    Entonces ella, con una vocecita cálida y apasionada que sin duda la primera dama, con su elegante porte, no habría podido imitar, dijo:
    —Me lo han contado, cariño. ¿Puedo ayudar?
    Con una sonrisa de oreja a oreja, el Presidente le cogió la mano que estaba acariciando su barbilla sin afeitar y se la puso sobre el pene, ahora erecto; un gesto brusco pero no inesperado, pues en Palm Springs ella se había sorprendido de la audacia de ese hombre, aunque la intimidad inmediata resultaba reconfortante, ¿no?; te ahorrabas muchas cosas y a cambio recibías mucho rápidamente. De forma animosa, la Actriz Rubia empezó a acariciar el pene del Presidente como quien acaricia a un animal doméstico mientras su propietario mira con orgullo. Sin embargo, mal que le pesara a ella, el Presidente no colgó el auricular.
    La conversación no sólo continuó sino que adquirió un tono más serio y apremiante; al otro lado debía de haberse puesto otra persona, un consejero de la Casa Blanca o un miembro del gabinete (¿Rusk? ¿McNamara?). Al parecer, hablaban de Cuba. ¡De Castro, el sofisticado rival cubano del Presidente! Aunque ignoraba los hechos, la Actriz Rubia sintió la emoción del desafío. Recordó la foto del apuesto revolucionario barbudo que había aparecido en la portada de Time la década anterior; en esa época, Castro había sido un héroe en muchos círculos estadounidenses. Naturalmente, su imagen había cambiado por completo y ahora era uno de los enemigos comunistas. Y a sólo ciento cuarenta y cinco kilómetros del territorio de Estados Unidos. El juvenil Presidente y el aún más juvenil Castro eran actores de un drama romántico y heroico; ambos se autodenominaban «hombres del pueblo» y eran arrogantes, presuntuosos, implacables con sus enemigos e idolatrados por sus seguidores, que les perdonarían cualquier cosa. El primero, el Presidente estadounidense, estaba empeñado en defender la «democracia» en el mundo; el segundo, el dictador cubano, propugnaba una forma extrema de democracia política y económica llamada comunismo y que, de hecho, era totalitarismo. Los dos eran miembros de familias acomodadas, pero se identificaban públicamente con «el pueblo»; uno criticaba con elocuencia los «trapicheos económicos de los republicanos», mientras que el otro dirigía una sangrienta lucha contra el capitalismo, incluyendo el capitalismo estadounidense. La leyenda sobre Castro decía que el intrépido cubano, siempre vestido con uniforme y botas de combate, desdeñaba las medidas de seguridad; a pesar de estar bajo la constante amenaza de ser asesinado, Castro eludía a sus guardaespaldas para mezclarse con las «masas», que lo idolatraban. El Presidente estadounidense habría querido ser igual de valiente, ¡o al menos tener esa imagen! Los dos habían tenido una formación católica y estudiado con los jesuitas, de modo que probablemente les habrían inculcado la idea jesuítica de estar no por encima de la ley de Dios pero sí por encima de la de los hombres, y si Dios no existe, ¿a quién le importa la ley de los hombres?
    La apuesta cara del Presidente se puso fea. Maldijo a Castro en unos términos tan fuertes que escandalizó a la Actriz Rubia: ¿debía ella, una ciudadana corriente aunque leal a la democracia, ser testigo de esos comentarios? ¿Acaso los hacía en parte para que lo oyera? La escena rezumaba sexo. La Actriz Rubia había dejado de acariciar el pene del Presidente al darse cuenta de que él estaba distraído y ya no pensaba en ella. Es Castro. Su rival. Observó con tristeza los platos sucios, las manchas de carmín color ciruela en la almohada. Empezó a ordenar la cama. Marilyn era la June Allyson de los símbolos sexuales. Retiró la bandeja a un lado, evitando mirar las copas. Puso la botella de whisky sobre la mesilla de noche, y sin saber lo que hacía, pues su cabeza bullía a causa de la combinación de Dom Pérignon con los medicamentos, tomó un trago de whisky. ¡Cómo ardió al bajar! Detestaba el sabor. Tosió, escupiendo. Bebió otro trago.
    ¡Ya eran más de las tres! El Presidente se marcharía pronto, aunque no le habían dicho exactamente cuándo. Pero la conversación continuaba. La Actriz Rubia dedujo que los rusos y los cubanos estaban conspirando.
    —Una represalia por lo de Bahía de Cochinos, ¿eh? ¡Ya veremos!
    La Actriz Rubia se estremeció, porque el Presidente hablaba de… ¿misiles nucleares?, ¿misiles soviéticos?, ¿en Cuba? Habría querido taparse los oídos. No quería escuchar, no quería arriesgarse a despertar la ira del Presidente, que, según observó, tenía un genio tan fuerte como el del Ex Deportista y el mismo tipo varonil. La furia lo excitaba sexualmente, de modo que era un placer para él. Notó que la miraba, con el pene moviéndose como una cabeza enfadada.
    —Vamos, nena —dijo.
    El Presidente la cogió por el pelo. Tiró de ella para besarla con brusquedad mientras sujetaba con destreza el teléfono entre el cuello y el hombro. Una voz masculina hablaba con tono monocorde en el auricular de plástico.
    —No seas tímida —murmuró el Presidente.
    Igual que en una escena ensayada precipitadamente, la Actriz Rubia lo besó y le acarició el pelo, sabiendo lo que esperaba que hiciera, lo que exigía el guión, pero resistiéndose a hacerlo.
    —¿Nena…?
    Con suavidad, pero también con la firmeza de un hombre acostumbrado a salirse con la suya, el Presidente cogió a la Actriz Rubia por la nuca y le puso la cabeza en su entrepierna.
No lo haré. No soy una prostituta, soy… De hecho, era Norma Jeane, confundida y asustada. No recordaba cómo había llegado a ese sitio, quién la había llevado allí. ¿Marilyn? Pero ¿por qué hacía esas cosas Marilyn? ¿Qué pretendía? ¿O era una escena cinematográfica? ¿Una película de porno blando? Había rechazado todas las ofertas, pero quizá era 1948 otra vez y ella estaba sin empleo, despedida por La Productora. Cerró los ojos tratando de imaginar la misma habitación de hotel donde se encontraba, una habitación lujosa, y en la que interpretaba el papel de una famosa actriz rubia que se encuentra con el apuesto y juvenil líder del mundo libre, el Presidente de Estados Unidos, para pasar una velada romántica; la Vecina de Arriba en una inofensiva película de porno blando, sólo una vez, ¿por qué no? Buscó a tientas la botella de whisky y el Presidente cedió, le permitió beber. El abrasador líquido la quemaba, pero también la consolaba.
    Cualquier escena (siempre que no pertenezca a la vida real) puede interpretarse. Bien o mal, pero puede interpretarse. Y nunca dura más de unos minutos.
    ¡Sin discusiones! Estos amantes no discutirían nunca.
    La Actriz Rubia estaba desnuda entre las piernas del hombre. Ahora podía respirar. Había conseguido contener una poderosa oleada de náuseas. Había sentido auténtico terror ante la posibilidad de vomitar, de que le dieran arcadas, pues no había sensación más desagradable que las involuntarias arcadas, ¡precisamente en esa cama! En los brazos de este hombre. Se disculpó por toser, pero no podía parar. Tragarse el semen de un hombre es un homenaje a ese hombre, pero ¿hay algo más asqueroso?; sin embargo, si uno ama a ese hombre, ¿no debería amar también su polla, su semen? Le dolían las mandíbulas y la nuca, de donde él la había cogido con tanta fuerza al final, mientras levantaba y bajaba las caderas, que ella había tenido miedo de que le rompiera el cuello. Guarra. Coño sucio. Ah, nena. Eres fan-tás-ti-ca. En las películas de porno blando, las secuencias se empalman descuidadamente, a nadie le importa mucho la continuidad o la lógica de la trama, pero en la vida real una escena de sexo puede cambiar de tono con naturalidad, y ahora que la conversación telefónica con la Casa Blanca había terminado, ahora que el auricular estaba colgado, la Actriz Rubia esperaba con emoción que el Presidente le hablara, pero al ver que no lo hacía, que se quedaba jadeando con un brazo sobre su sudorosa frente, se oyó decir a sí misma, desesperada por unas frases, cualquier frase, porque no tenía guión:
    —¿Ca-castro? ¿Es un dictador? Pero, Pronto, ¿por qué castigar al pueblo cubano? ¿Por qué un embargo? ¿Eso no hará que nos odien todavía más? Entonces…
    Estas palabras sorprendentes, pronunciadas en la agitación sísmica de la enorme cama con dosel, se perdieron entre las arrugadas sábanas y almohadas; el Presidente les prestó la misma atención que prestaba a los ruidos de las cañerías en otro punto de la suite o al de la cisterna de un retrete. Después de su violento clímax, el Presidente no había vuelto a tocar a la Actriz Rubia; su pene yacía flácido y vacío en la peluda entrepierna, como una babosa vieja; su cara había adquirido el tono de una triste madurez; ya no era un niño estadounidense, sino un distinguido patriarca. Pero puesto que ella seguía desnuda, continuaría siendo la Vecina de Arriba.
    Trató de hablar otra vez, quizá para disculparse por dar su ignorante opinión, o acaso para reiterarla con la coqueta voz de la Vecina de Arriba, pero de repente se vio en el hueco del ascensor, cayendo. O quizá él estuviera estrangulándola. Una salada mano sobre su boca y un codo contra su cuello. Estaba demasiado débil para protestar. Perdió el conocimiento y despertó después de un rato (calculó que habrían pasado veinte minutos, porque parte de la sustancia viscosa que había sobre las sábanas se había secado) al notar que otro hombre, un desconocido, la estaba montando; un hombre con prisas, como un jockey sobre una yegua, un hombre con una camisa blanca que olía a almidón, un hombre desnudo de cintura para abajo, embistiéndola ferozmente, con su pene dentro de ella, en el tajo que había entre sus piernas, en el vacío que dolía, y ella lo empujaba sin fuerzas tratando de murmurar ¡No! ¡Por favor! ¡Esto no es justo! Ella amaba al Presidente y a nadie más, y ésta era una manera injusta de usar su amor. Un hombre follándola con energía cuando ella no conseguía despertarse (¿probablemente era el Presidente, ya afeitado?), penetrándola con el furioso e inexplicable aire de un hombre que zapatea sobre arena compacta.
    Más tarde, alguien intentaba resucitarla. La sacudía. Su cabeza se bamboleaba sobre los hombros. Los ojos inyectados en sangre se quedaron en blanco. Cerca de allí, la voz de su amante llena de furia: Por el amor de Dios, sacadla de aquí.
    Ahora era aún más tarde. Un bonito reloj dio las cuatro y media en la mesilla de noche. Unas voces hablaban por encima de su cabeza.
    —¿Señorita Monroe? Por aquí. ¿Necesita ayuda?
    ¡No! ¡Maldita sea! Estaba bien. Tambaleándose sobre los pies descalzos y desaliñadamente vestida, aunque estaba bien, un poco mareada, pero se soltó de las manos que querían sujetarla. En el lavabo de mármol con accesorios dorados. En el espejo iluminado por una luz cegadora que le hacía daño en los ojos. Allí estaba su Amiga Mágica, pálida y agotada, con los labios cubiertos por una costra de vómito. Se inclinó para lavarse la cara y estuvo a punto de desmayarse, pero el agua fría la reanimó y consiguió hacer pis en el inodoro, un pis tan irritante y abrasador que gritó y se oyó un rápido golpe en la puerta —«¿Señorita?»—, pero se apresuró a decir que no, no, estaba bien, no entren, por favor.
    Habían quitado la cerradura de esa puerta, ¿por qué?
    Junto al lavabo estaban su bolso de mano y el de fin de semana. Con manos temblorosas se quitó la ropa manchada que le habían puesto a la carrera, pensando que la sacarían directamente a la calle, y se puso un vestido de seda morado, el color que la Actriz Morena de Carolina del Norte había usado con tanta elegancia. No se molestaría en ponerse las medias. Debía de haber dejado el liguero en la habitación. Pero siempre que le dieran sus caras sandalias italianas, le daba igual. Se maquilló rápidamente, se pintó la boca hinchada con el pintalabios fucsia y se puso el casquete para ocultar su despeinada melena. Una chica tan estúpida como Sugar Kane se merece una paliza. Mientras salía de la suite, con Dick Tracy a la izquierda y Bugs Bunny a la derecha, los dos cogiéndola por la parte superior de los brazos, vio a través de una puerta entornada al Presidente —¡su amante!—, aunque tenía razones para pensar que ya se había marchado del hotel. Llevaba un elegante traje oscuro, camisa blanca y corbata con cuadros plateados; su cara estaba recién afeitada y tenía el pelo húmedo, como si acabara de ducharse. Hablaba y reía con una joven pelirroja vestida con zahones (¿así llamaban a los pantalones de montar?, ¿zahones?). El Presidente y la pelirroja hablaban con el mismo acento pomposo de Boston, y la Actriz Rubia los miró fijamente, con el corazón desbocado. Murmuró «Ah, perdonen», con intención de entrar en la habitación, despedirse del Presidente y conocer a la pelirroja, pero Dick Tracy y Bugs Bunny la arrastraron con tanta brusquedad que ella temió que fuesen a arrancarle los brazos. El Presidente la estaba mirando. Su rostro se puso del color de un filete poco hecho. Caminó a grandes zancadas hasta la puerta y la cerró en su cara.
    Ella intentó defenderse de sus captores. Uno de ellos la sacudió y el otro le pegó; le sangraba la boca.
    —¡Ay, mi vestido nuevo!
    Era Dick Tracy, que ahora tenía una sonrisa en su huesuda cara.
    —No está herida, señorita. Es grasa roja que lleva en la boca.
    Ella se echó a llorar. Sangraba por entre los dedos. Uno de ellos le entregó, con cara de asco, un rollo de papel higiénico. Andaban rápidamente por un pasillo. Ella sollozaba, amenazaba con contar cómo la habían tratado, se lo contaría al Presidente, y el Presidente los despediría, y entonces apareció Jiggs, cuyos ojos ahora estaban fijos en ella, ya no eran blancos ni sin pupilas, y le advirtió con voz gélida:
    —Nadie amenaza al Presidente de Estados Unidos, señorita. Eso es traición.
    Despertó cuando el avión aterrizó en el Aeropuerto Internacional de Los Ángeles. Su primer pensamiento fue:
Por lo menos no me dispararon. Por lo menos.


Joyce Carol Oates
Blonde

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