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sábado, 29 de octubre de 2022

Hebe Uhart / El aprendizaje como estilo


Hebe Uhart


Hebe Uhart, el aprendizaje como estilo

Desde el amor hasta las traducciones de latín, en medio siglo de entrevistas descontracturadas, Uhart contó el detrás de escena de sus cuentos, crónicas y novelas. 



Raquel Garzón
10 de agosto de 2018


Todos los que hemos entrevistado alguna vez a Hebe Uhart sabemos que a esos encuentros hay que ir con el talante oriental de Kwai Chan Caine, el protagonista de Kun Fu, abiertos a respuestas sin pose, casi koans, esos acertijos zen que educan a quemarropa en la primera gran lección que le valió al “pequeño saltamontes” de la serie su ingreso al monasterio shaolin: “Esperar lo inesperado”.


Uhart, la narradora argentina que alguna vez comparó la escritura de un cuento al gesto definitivo de cortar un vestido (“si lo hacés mal, no hay arreglo”), es de franqueza imprevisible. “En la vida una tiene más de un amor y yo los tuve. Nunca pude decir cuál fue el más intenso. Todos mis novios me dieron material literario”, contó en mayo en la entrevista pública que compartimos en la 44ª Feria del Libro.

“El más escandaloso, con el que aguanté como cuatro años era ‘borracho de la mañanita”, de esos que toman a la mañana para empalmar con el día anterior y equilibrarse. Tomaba y pegaba. Después me di cuenta de que yo también podía pegarle. Todo esto fue antes de mis 30 años. Era una época muy dura en mi casa: había muerto mi papá; había muerto mi hermano, teníamos una tía loca que vivía con nosotros y yo estaba más feliz yendo con ese borracho por la calle que volviendo a casa”, contó de un tirón. “El traje con dos pantalones” y “Turismo urbano” son dos de los relatos que surgieron de ese cimbronazo existencial. La tía María y su locura también fueron convertidas en literatura.

Hija de una directora de escuela, egresada de filosofía y docente ella misma, para Uhart aprender no es un verbo más. Anuda sus reflexiones a un anecdotario de experiencias, viajes y lecturas, que tamiza desde una perspectiva en la que lo doméstico es lente privilegiada.

Puede preguntársele, por ejemplo, por el humor en su narrativa y que la autora de Señorita responda que en la literatura y en la vida (dos esferas que su escritura jamás divorcia) aplica “una solución africana”.

La explicación llega, a su tiempo, envuelta en otra historia: “ Cuenta Isak Dinesen en Cartas de África que, cuando se pelean, los nativos dejan de hablarse por cuatro o cinco días. Pero luego, saldada la deuda, se miran y se ríen juntos. Nosotros, en cambio, ponemos en escena un ballet de culpas: ‘Vos dijiste... y yo pienso...’. Si me puedo reír de algo es porque lo superé. El humor es una forma de distancia, una vuelta de tuerca después de haber superado un problema.”

Oriental. Hebe Uhart "con bebé ajeno", señala el epígrafe de un artículo del Cultural de  "El país" de Montevideo, en el que se adivina el toque de su editor, Homero Alsina Thevenet.
Oriental. Hebe Uhart "con bebé ajeno", señala el epígrafe de un artículo del Cultural de "El país" de Montevideo, en el que se adivina el toque de su editor, Homero Alsina Thevenet.

Ese talante se relaciona con otra herramienta cordial que Uhart usa en el taller de expresión casi legendario, que dicta desde 1982: la “crónica de infancia”, un ejercicio llave que se propone al que llega queriendo contar sin saber cómo hacerlo. “Guiar un recuerdo”, sugiere, para compartir algo que uno conoce como antesala al extrañamiento que le permita mirarse como si fuera otro para escribir desde ese pliegue. “Desdoblarse y ser uno el que siente y otro el que escribe al que siente”.

“La infancia tiene el valor magnífico de todo lo que es inaugural, por eso me atrae”, explicaba Uhart en la Feria. “No es lo mismo ver el mar a los tres años que a los 60. De grandes, lo tenemos asimilado. A los tres años ver el mar, bañarse en el mar es una experiencia como pocas, extraordinaria. Hay, además, una cierta objetividad que me resulta interesante; una capacidad de percibir casi instintiva. De chicos, todos sabíamos qué tío nos quería y cuál no. En la madurez, por la frecuentación de una gran cantidad de relaciones mediadas –de trabajo, sociales, etc.– esa claridad se va perdiendo”. Recuperar para la literatura esa transparencia perceptiva es uno de los hallazgos uhartianos.

Desde su primer libro, los cuentos de Dios, San Pedro y las almas (1962), cuya edición costeó ella misma, y a lo largo de una veintena de títulos publicada en su mayoría por editoriales independientes, Uhart viene escribiendo contra la vanidad del autor. “Pienso y siempre pensé que la conciencia de la propia importancia conspira contra la posibilidad de escribir bien (...) la hipertrofia del rol le juega en contra a un escritor y a cualquier artista”, sostuvo al recibir el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas 2017.

“Creo que lo primero que tiene que aprender un escritor es a mirar. (...) La gente mira cosas en función de un interés afectivo, económico o algún otro”, ha dicho, “pero la mirada del escritor es más ‘generosa’. Simplemente quiere ver qué pasa”. ¿Qué mira hoy Uhart en sus crónicas, el género que prefiere desde 2011, cuando mira así?  “La naturaleza plena, solitaria, no me interesa. No soy del desierto ni de la salina. En el campo, miro a la gente, las pulperías. En la ciudad, donde hay demasiados elementos –autos, semáforos, otras máquinas– miro otra cosa: los animales, porque no son mecánicos y están vivos. Los perros, los caballos, los pájaros, los burros... Quiero aprender, que salgan cosas nuevas. Aprender de los animales, incluso de aquellos que te intimidan con la mirada”.

Cuando en 2005 se reeditó Camilo asciende y otros relatos, que integra Novelas reunidas, Tomás Abraham, con quien Uhart trabajó en la cátedra de Filosofía de la UBA, escribió: “Tiene una mirada rara. Toca y se va. No le gusta que se le impongan. Es un ser libre, inaprensible. (...) Para Hebe, los hombres se expresan en chiquito, pero ya sea cuando lo hacen así, con poco, con lo que pueden, o cuando aparentan ser muy grandes y infatuados, Hebe se ríe”.

Esa risa, que aún le achina los ojos, la define. El humor, la infancia y lo doméstico, tres vertientes de su narrativa, le valieron alguna vez ser leída como una autora “naive”, una categoría que la ofuscaba (“en un tiempo me molestaba mucho, me sentía como una nena pelotuda”). En ese tridente, sin embargo, se reconocen las huellas de un linaje de autores excéntricos, de doble filo, al que Uhart eligió pertenecer. Felisberto Hernández, Flannery O’Connor y Carson McCullers, entre otros, que escribieron más allá de las modas y defendieron su legítima rareza.

“Siempre me manejé en la vida en una especie de raro equilibrio”, decía Uhart en 1984. “No fui pobre ni rica. Fui y no fui desmedida. No es la pasión de mi vida la desmesura. Prefiero lo constante a lo turbulento. Nada de volcanes breves. La permanencia me es más placentera. Después de años de análisis he comprobado que Descartes es para mí una buena terapia. Antes lo eran las traducciones de latín, de Cicerón por ejemplo”.

“De los libros de la Biblia, el Apocalipsis es el que menos me gusta”, escribió a mediados de los 90 en un breve autorretrato, que haría las delicias de los monjes shaolin. En él destacaba su convicción de que existe un derecho a la alegría. ¿Es una optimista a prueba de balas? “No creo, pero ya tengo el sentimiento muy domesticado; nada me pone muy triste ni muy alegre”, sostuvo aquella tarde en la Feria, segundos antes de rematar, fiel a sí misma: “A lo mejor es cierto que las cosas están mal, que todo va a ser peor, pero no tengo ganas de saberlo ni de dejar mi vida para prestarle atención a eso”.

CLARÍN



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