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viernes, 18 de febrero de 2022

Somerset Maugham / El número doce

 



William Somerset Maugham

BIOGRAFÍA

El número doce



      Me gusta Elsom. Es un puerto de mar del sur de Inglaterra, no lejos de Brighton, que parece conservar algo del encanto de la época georgiana. No es un sitio bullicioso ni llamativo. Hace diez años solía ir con cierta frecuencia. Entonces aún se veía alguna vieja y sólida casona con ciertas pretensiones —como un caballero venido a menos y cuyo discreto orgullo por sus antepasados divierte más que ofende—, construidas en el reinado del Primer Caballero de Europa y donde un cortesano en desgracia podía haber pasado muy bien sus últimos años. La calle principal ofrecía un lánguido aspecto y el auto del doctor resultaba un poco fuera de lugar. Las amas de casa se entregaban a sus trabajos domésticos sin ningún apresuramiento. Se entretenían charlando con el carnicero mientras contemplaban cómo les cortaba un excelente trozo de carne, o preguntaban al tendero de ultramarinos por su mujer mientras él les servía media libra de té y un paquete de sal. Ignoro si alguna vez Elsom estuvo de moda; desde luego, en la época a que me refiero no lo estaba, pero era un lugar respetable y barato. Vivían allí señoras de edad madura, señoritas y viudas, funcionarios procedentes de la India y militares retirados. Todos aborrecían los meses de agosto y septiembre en que Elsom se llenaba de veraneantes; sin embargo, no desdeñaban alquilar sus casas, y con lo que obtenían se alojaban durante unos días en una pensión de Suiza. No conocí el Elsom febril de los meses en que las pensiones estaban llenas, los jóvenes abarrotaban el paseo situado frente al mar, vestidos con sus chaquetas de franela, y en el billar del Hotel Delfín se oía el ruido de las bolas hasta las once de la noche. Yo sólo lo conocí en invierno. Entonces, en todas las casas de estuco, de ventanas en arco, construidas hacía un siglo, se veían anuncios indicando que se alquilaban habitaciones, y los huéspedes del Delfín eran atendidos por un solo camarero. A las diez, el conserje aparecía en el salón y se ponía a mirar a la gente de una forma tan insistente, que a uno no le quedaba otro remedio que levantarse e irse a la cama. Entonces Elsom era un lugar muy tranquilo y el Delfín un hotel muy confortable. Me gustaba recordar que el Príncipe Regente había ido allí más de una vez con mistress Fitznerbert a tomar el té. En el vestíbulo había una carta de Thackeray colocada en un marco, encargando dos habitaciones con vistas al mar y una salita, y dando instrucciones para que le mandasen un coche a buscarle a la estación.


       Un mes de noviembre, dos o tres años después de la guerra, luego de una fuerte gripe, decidí ir a Elsom a reponerme. Llegué por la tarde y cuando hube deshecho mi equipaje salí a dar un paseo por el malecón. El cielo estaba cubierto de nubes y el tranquilo mar tenía un color gris y frío. Unas gaviotas volaban cerca de la costa. Los balandros permanecían en la playa, durante el invierno con los mástiles quitados, y las casetas de baño se apiñaban unas con otras formando una larga hilera. No había nadie en los bancos colocados por el Ayuntamiento en el paseo, y únicamente se veían unas cuantas personas paseándose con el fin de hacer un poco de ejercicio. Me crucé con un viejo coronel de nariz encarnada seguido de un terrier, con dos señoras de edad madura, faldas cortas y recios zapatos, y con una muchacha. Nunca había visto el paseo tan poco concurrido. Las casas de alquiler parecían unas viejas solteronas esperando al novio que nunca vendría, e incluso el acogedor Delfín ofrecía un aspecto desolador. Mi corazón se inundó de tristeza. La vida me pareció de pronto gris e insulsa. Regresé al hotel, corrí las cortinas de mi salita, avivé el fuego con ayuda de un libro, y traté de vestirme para la cena. Cuando me presenté en el comedor ya estaban sentados los huéspedes del hotel. Les dirigí una mirada indiferente. Había una señora entrada en años sentada sola en una mesa, y dos caballeros de edad, probablemente jugadores de golf, de rostros enrojecidos y cabezas calvas, que comían silenciosos. Los restantes huéspedes eran un grupo de tres sentados juntos a la ventana y que inmediatamente atrajeron mi atención. El grupo se componía de un anciano y de dos mujeres, una de ellas de su misma edad, poco más o menos, y que, probablemente, era su mujer, en tanto que la joven sentada a su lado debería ser la hija. Fue la vieja la que primero excitó mi interés. Lucía un amplio traje de seda negro y un sombrero de encaje del mismo color. Llevaba gruesas pulseras y alrededor del cuello una maciza cadena de oro, de la que colgaba una gran medalla del mismo metal; sobre su pecho llevaba asimismo un vistoso broche. Ignoraba que existieran personas que aún llevasen alhajas de tal clase. Muchas veces, al pasar por delante de las joyerías de segunda mano y por las casas de empeño, me había detenido un momento para contemplar esos extraños aderezos pasados de moda, tan sólidos, tan caros y tan horribles, pensando con sonrisa un tanto melancólica en las mujeres que los llevaron y que desde hacía tanto tiempo habían dejado de pertenecer al mundo de los vivos. Evocaban la época en que el polisón y los volantes comenzaban a desplazar al miriñaque, y la pamela al sombrerito picudo. En aquellos tiempos, a los ingleses les gustaban las cosas sólidas y buenas. Iban a la iglesia el domingo por la mañana y después paseaban por el parque. Daban banquetes de doce platos, en los que el dueño de la casa trinchaba la carne y el pollo, y obsequiaban a los invitados con la Romanza sin palabras, de Mendelssohn, y los caballeros, con su hermosa voz de barítono, cantaban viejas baladas inglesas.
       La mujer más joven me daba la espalda, y al principio sólo pude fijarme en que tenía una esbelta figura. Su pelo, de color castaño y abundante, lo llevaba peinado de manera muy complicada. Iba vestida de gris. Los tres hablaban en voz baja; poco después la más joven volvió la cabeza y pude admirar su perfil. Era de una belleza extraordinaria. Tenía la nariz recta y fina y la línea de la mejilla exquisitamente modelada. Entonces comprendí por qué se había peinado al estilo de la reina Alejandra. Cuando terminó, la cena se levantaron.
       La señora de edad salió del comedor sin dirigir la mirada a derecha ni a izquierda, y la joven la siguió. Descubrí, con la consiguiente sorpresa, qué también ella tenía sus años. Su traje era muy sencillo; lucía una falda más larga que las que entonces estaban de moda y su corte parecía un poco anticuado, pues la cintura iba más ceñida que lo de costumbre. Sin embargo, se trataba de un traje de señorita. Era alta, como una heroína de Tennyson, esbelta, de piernas largas y gracioso porte. Su nariz me recordaba la de una diosa griega; su boca poseía una forma exquisita y sus ojos eran grandes y azules. Tenía el cutis un poco tirante sobre los huesos, y arrugas en la frente, pero en su juventud debía de haber sido maravillosa. Parecía una de esas damas romanas de facciones de una exquisita regularidad que solía pintar Alma Tadema y que, no obstante su traje antiguo, eran tan genuinamente inglesas. Se trataba de un tipo poseedor de la austera perfección de hacía veinticinco años. En la actualidad había desaparecido como el epigrama. Me creí un arqueólogo descubriendo una estatua enterrada hacía mucho tiempo y sentí una profunda emoción al encontrar semejante superviviente de una era pasada. Tal vez no hay época más muerta que la que acaba de transcurrir.
       El caballero se puso en pie cuando las dos damas se levantaron y a continuación volvió a sentarse. Un camarero le llevó una copita de oporto. La olió, saboreándola a pequeños sorbos. Yo no dejaba de observarle. Era de baja estatura, mucho más bajo que su importante mujer, entrado en carnes sin ser gordo y con una hermosa cabellera de pelo gris y rizado. Tenía muchas arrugas en el rostro y en él se reflejaba una leve expresión irónica. Sus labios eran finos y su barbilla cuadrada. Para nuestro gusto actual iba tal vez vestido de una manera en extremo extravagante. Llevaba una chaqueta negra de terciopelo, una camisa con frunces y cuello bajo, una gran corbata negra y unos pantalones anchos de corte. Todo aquello producía un efecto muy parecido al de un disfraz. Después de beberse su oporto con gran parsimonia, se puso en pie y salió del comedor.
       Al cruzar el vestíbulo tuve curiosidad por saber quiénes eran aquellos extraños personajes y miré el registro de viajeros. Escritos con una letra angulosa de mujer, con una letra que se enseñaba a las señoritas en los colegios de moda de hace cuarenta años, leí los nombres de míster y mistress Edwin Saint Clair y miss Perchester. Su dirección era: 68, Leinster Square, Bayswater, Londres. Estos debían de ser los nombres y la dirección de las personas que tanto me habían interesado. Pregunté a la patrona quién era míster Saint Clair y me respondió que creía que trabajaba en la City. Me dirigí al billar y me entretuve un rato haciendo unas carambolas; después, al subir a mi cuarto, pasé por el salón. Los dos caballeros de rostro sanguíneo estaban leyendo el periódico de la noche y la señora de edad leía una novela con los ojos medio cerrados por el sueño. El grupo que tanto me interesaba se había sentado en un rincón. Mistress Saint Clair hacía punto de media, miss Porchester bordaba y míster Saint Clair leía en voz alta con tono discreto, aunque resonante. Al pasar descubrí que estaba leyendo La Casa Negra.
       La mayor parte del día siguiente la pasé leyendo y escribiendo, pero al atardecer salí a dar un paseo y, cuando regresaba hacia el hotel, se me ocurrió sentarme un rato en uno de los bancos que había frente al mar. No hacía tanto frío como el día anterior y el aire era agradable. A falta de otra cosa, me entretuve en observar a una persona que avanzaba hacia mí, pero que todavía estaba muy distante. Era un hombre, y cuando estuvo más cerca vi que era de baja estatura y que vestía con gran desaliño. Llevaba una levita negra y un bombín usado. Traía las manos metidas en los bolsillos y daba la impresión de estar aterido. Al pasar me dirigió una mirada y continuó su camino, pero a los pocos pasos vaciló, se detuvo y dio media vuelta. Cuando llegó frente al banco donde yo estaba sentado sacó una mano del bolsillo y se la llevó al sombrero. Entonces vi que llevaba unos guantes negros muy raídos y supuse que sería un viudo en difícil situación, o bien un empleado de Pompas Fúnebres que estaría, como yo, reponiéndose de una gripe.
       —Perdón, señor —me dijo—. ¿Sería usted tan amable que me diera una cerilla?
       —¡No faltaría más!
       Se sentó a mi lado, y mientras yo me metía la mano en el bolsillo para darle las cerillas él buscó los cigarrillos en el suyo. Al fin, sacó un paquete pequeño de “Gold Flake”, y en su rostro se reflejó un profundo desencanto.
       —¡Qué contrariedad!… Se me han acabado.
       —Permítame que le ofrezca uno —repliqué sonriendo.
       Saqué mi pitillera y se la ofrecí.
       —¿Oro? —me preguntó, dándole un golpecito mientras yo la cerraba—. ¿Oro? No he podido conservar ninguna. He tenido tres. Todas me las robaron.
       Sus ojos se fijaron con cierta melancolía en sus botas, que ofrecían un aspecto lamentable. Era un hombre bajito y rugoso, de nariz larga y fina y unos ojos de color azul pálido. Su piel poseía un tinte lívido y tenía las venas muy marcadas. Era difícil calcularle la edad; lo mismo podía tener treinta y cinco años que setenta. En él no había nada notable, excepto su insignificancia. Pero, aunque evidentemente se trataba de un pobre, iba muy limpio y aseado. Sin duda era una persona respetable o quería aparentarlo. No, no creo que fuese un empleado de Pompas Fúnebres; más bien parecía un pasante de procurador que acabara de perder a su mujer y hubiese sido enviado a Elsom por un jefe compasivo para que se repusiera de su desgracia.
       —¿Piensa usted estar aquí mucho tiempo? —me preguntó.
       —Unos diez o quince días.
       —¿Es ésta su primera visita a Elsom?
       —No. He estado ya otras veces.
       —Lo conozco bien. Me alabo de conocer todos los lugares marítimos de su estilo y le aseguro que éste es el mejor. Aquí viene una clase de gente muy agradable. Además no es ruidoso ni vulgar. Por otra parte, guardo de Elsom muy buenos recuerdos. Hace años lo conocía muy bien. Me casé en la iglesia de San Martín.
       —¿Sí? —dije sin mucho entusiasmo.
       —Mi matrimonio fue muy feliz.
       —Me alegro mucho —le contesté.
       —Duró nueve meses —me dijo pensativo.
       Esta observación me pareció un poco singular. No me entusiasmaba lo más mínimo la contingencia, fácilmente previsible, de que me favoreciese con el relato de sus experiencias matrimoniales, pero entonces esperé, si no con ansia, por lo menos con curiosidad sus ulteriores noticias. Pero no dijo nada. Se limitó a exhalar un leve suspiro. Fui yo quien rompió el silencio.
       —No me parece que esté muy concurrido —observé.
       —Me gusta así. Detesto las aglomeraciones. Como le he dicho antes, he pasado muchos años en varios sitios semejantes a éste, pero nunca los visité en verano. A mí me gustan en invierno.
       —¿No los encuentra un poco melancólicos?
       Se volvió hacia mí apoyando un momento su mano enguantada en mi brazo.
       —Sí, es melancólico y, precisamente por eso, un pequeño rayo de sol es siempre bien acogido.
       Sus palabras me parecieron estúpidas del todo y no contesté. Retiró su mano de mi brazo y se puso en pie.
       —Bien, no le entretengo más, caballero. Encantado de haberle conocido.
       Se quitó cortésmente su sombrero y se alejó. Empezaba ya a hacer frío y decidí volver al hotel. Al llegar al pie de su amplia escalera, un landó tirado por dos caballos esqueléticos se detuvo ante la puerta y se apeó míster Clair. Llevaba un sombrero que era una desgraciada combinación de bombín y chistera. Acto seguido dio la mano a su mujer y a su sobrina. El portero entró tras ellos con unas mantas y almohadones. Mientras míster Saint Clair pagaba al cochero, le oí decir que al día siguiente fuera a la hora de costumbre, por lo que deduje que todos los días salían a dar un paseo en coche. No me habría sorprendido si me hubiesen dicho que jamás habían subido a un automóvil.
       La patrona me dijo que eran una gente muy retraída y que no se trataban con ninguno de los huéspedes del hotel. Yo no salía de mi perplejidad. Los veía desayunarse, almorzar y cenar todos los días. Por las mañanas, el matrimonio Saint Clair se sentaba en la terraza del hotel. Él leía el The Times y ella hacía punto de media. Probablemente mistress Saint Clair no habría leído nunca un periódico, pues sólo compraban el Times y su marido debía de llevárselo todos los días a la City. Miss Porchester se reunía con ellos a eso de las doce.
       —¿Qué tal el paseo, Eleanor? —solía preguntar la señora Saint Clair.
       —Muy agradable, tía —contestaba miss Porchester.
       Comprendí que así como el matrimonio daba todas las tardes un paseo en coche, la sobrina daba uno todas las mañanas, a pie.
       —Una vez termines esa vuelta, querida —dijo míster Saint Clair dirigiendo una mirada a la labor de su mujer—, podríamos ir a dar un paseo hasta la hora de comer.
       —Me parece muy bien —contestó mistress Saint Clair: recogió sil labor y se la entregó a su sobrina—. Si vas arriba, ¿quieres subir esto, Eleanor?
       —Claro que si, tía Gertrudis.
       —Creo, querida, que debes de estar algo cansada.
       —Me echaré un rato, hasta la hora de comer.
       Miss Porchester entró en el hotel, y el matrimonio Saint Clair fue paseando lentamente por el malecón hasta llegar a cierto punto, y, dando media vuelta, regresaron al mismo paso al hotel.
       Cuando me encontraba con alguno de ellos en la escalera, lo saludaba con una leve inclinación de cabeza, siendo correspondido cortésmente con otra; por las mañanas me atrevía incluso a darles los buenos días, pero esto era todo. Al parecer, no tendría nunca ocasión de hablarles. Sin embargo, al poco tiempo creí observar que míster Saint Clair me dirigía de vez en cuando una mirada y supuse, tal vez con un exceso de presunción, que se había enterado de quién era y que por eso me miraba con curiosidad. Un día o dos después de este descubrimiento, estando sentado en mi habitación, entró el conserje para darme un recado.
       —Míster Saint Clair me encarga que le diga que le quedaría muy agradecido si pudiera prestarle el Almanaque Whitaker.
       La petición me dejó atónito.
       —Pero ¿por qué diablos cree ese señor que yo tengo un Almanaque Whitaker?
       —Creo que la patrona le ha dicho que usted escribe.
       No comprendía qué relación podía haber entre una cosa y otra.
       —Dígale a míster Saint Clair que lo siento mucho, pero que no lo tengo. Me hubiera gustado podérsele dejar.
       Era la ocasión. Estaba deseoso de conocer más íntimamente a aquellos fantásticos seres. Alguna vez, en el corazón de Asia, me he encontrado con una tribu solitaria que vivía en un pequeño poblado rodeada de gentes de otra raza. Nadie sabía de dónde procedían ni por qué se habían establecido en aquel lugar. Vivían una vida aparte, hablaban un lenguaje distinto y no tenían la menor comunicación con sus vecinos. Imposible saber si se trataba de una tribu que se quedaba rezagada cuando su pueblo se lanzó formando una horda incontenible a través del continente, o si, por el contrario, eran los moribundos residuos de una raza poderosa que en tiempos pasados había creado en aquella región un poderoso imperio. Son un enigma. No tienen futuro ni historia. Aquel extraño grupo me produjo la misma impresión. Pertenecían a una época pasada. Me recordaban los tipos de las novelas del tiempo de nuestros padres. Eran del siglo XIX y no habían cambiado. No dejaba de ser extraordinario el que hubiesen podido vivir durante los últimos cuarenta años y tal como si el mundo hubiese permanecido inmóvil. Viéndolos volvía a mi niñez y recordaba a personas que habían muerto hacía tiempo. No sé si será por efecto de la distancia, pero me parece que las personas eran más notables en aquella época que ahora. Cuando entonces se decía de alguien que tenía mucha personalidad, ¡caramba!, aquello significaba algo.
       Así es que aquella noche, terminada la cena, entré en el salón y me dirigí atrevidamente a míster Saint Clair.
       —Siento mucho no haberle podido prestar el Almanaque Whitaker —dije—. Pero si puede serle útil cualquier libro que posea, tendré mucho gusto en dejárselo.
       Míster Saint Clair se quedó un poco sorprendido, no cabe duda. Las dos señoras no levantaron su vista de la labor. Sobrevino un embarazoso silencio.
       —No tiene importancia, pero la patrona me dio a entender que era usted novelista.
       Me estrujé el cerebro. Evidentemente existía alguna relación entre el ser novelista y el Almanaque Whitaker que yo no alcanzaba a ver.
       —En otro tiempo, míster Trollope solía venir a cenar a nuestra casa de Leinster Square y recuerdo que decía que los libros más útiles para un novelista eran la Biblia y el Almanaque Whitaker.
       —He visto que Thackeray también estuvo en éste hotel —dije intentando mantener la conversación.
       —Nunca me ha interesado gran cosa Thackeray, aunque también cenó más de una vez con mi madre. Me parece demasiado cínico. Mi sobrina no ha leído aún La Feria de las Vanidades.
       Miss Porchester, al oír que la aludían, enrojeció ligeramente. Un camarero llevó el café y mistress Saint Clair se volvió hacia su marido:
       —Quizás este caballero nos dispense el honor de tomar el café con nosotros.
       Aunque no se me aludía directamente, contesté en al acto:
       —Muchas gracias. 

        Y me senté.
       —Míster Trollope ha sido siempre mi novelista favorito —dijo míster Saint Clair—. Era un perfecto caballero. Me han dicho que hoy día los jóvenes encuentran a míster Trollope un poco pasado. Mi sobrina, miss Porchester, prefiere las novelas de míster William Black.
       —Creo que no he leído ninguna —afirmé.
       —¡Ah! Veo que usted es como yo, un poco anticuado. Una vez, mi sobrina me convenció para que leyera una novela de miss Rhoda Broughton, y no pude pasar de las cien primeras páginas.
       —No te dije que me gustase, tío Edwin —repuso miss Porchester, ruborizándose por segunda vez—. Ya te dije que era un poco atrevida, pero todo el mundo hablaba de ella.
       —Estoy seguro de que se trata de un libro que tu tía Gertrudis no te habría dejado leer.
       —Recuerdo que una vez me dijo miss Broughton que, cuando era joven, la gente decía que sus libros eran atrevidos y que cuando fue vieja afirmaron que eran pesados, lo que juzgaba injusto, pues durante cuarenta años había escrito la misma clase de libros.
       —¡Ah!… ¿Conoció usted a miss Broughton? —preguntó miss Porchester dirigiéndose a mí por primera vez—. ¡Qué interesante! Y a Ouida, ¿la conoció también?
       —Mi querida Eleanor, ¿qué vas a decirnos? Espero que no habrás leído nada de Ouida.
       —Sí que he leído algo, tío Edwin. He leído Bajo dos banderas, y me ha gustado mucho.
       —Me dejas asombrado. No me explico cómo son las jóvenes de hoy en día…
       —Tú siempre me dijiste que a los treinta años me dejarías en completa libertad para que leyera lo que quisiese.
       —Sí, pero existe una diferencia, querida Eleanor, entre la libertad y el libertinaje —manifestó míster Saint Clair con una leve sonrisa, como queriendo suavizar su reproche, aunque con cierta gravedad.
       No sé si al relatar esta conversación he conseguido transmitir la impresión que me produjeron, la impresión de unas personas encantadoras y pasadas de moda. Con gusto me hubiera pasado toda la noche oyéndolas discutir sobre la depravación de finales del siglo XIX. Hubiese dado cualquier cosa para poder echar un vistazo a su espaciosa casa de Leinter Square. Habría reconocido el tresillo del salón tapizado con damasco rojo, con sus respaldos rígidos, y las vitrinas llenas de porcelana de Dresde, que me hubieran recordado los años de mi niñez. En el comedor, donde habitualmente convivirían, porque el salón no se utilizaba más que los días en que había invitados, habría una alfombra turca y un aparador atestado de plata. De las paredes penderían cuadros como aquellos que habían excitado la admiración de mistress Trumphrey Ward y de su tío Matthew en la Academia a fines de siglo.
       A la mañana siguiente, cuando caminaba por un bello sendero de las afueras de Elsom, me encontré con miss Porchester, que daba su paseo habitual. A mí me hubiese gustado acompañarla un rato, pero comprendo que, sin duda, a aquella señorita de cincuenta años le resultaría un poco violento ir sola en compañía de un hombre, aunque se tratara de un hombre tan respetable como lo era yo por mis años. Me saludó con una inclinación de cabeza cuando pasé a su lado, y se ruborizó. Lo que me extrañó fue ver a pocos pasos de ella al hombrecito ridículo y desaliñado de los guantes negros con quien yo había hablado unos instantes en el malecón. Cuando nos cruzamos, se llevó la mano al bombín.
       —Perdón, caballero, ¿podría darme una cerilla? —me dijo.
       —No faltaría más —contesté—. Pero esta vez, por desgracia, no llevo cigarrillos.
       —Permítame que le ofrezca uno —me dijo entonces sacando un paquete: estaba vacío—. ¡Vamos!… Tampoco tengo. ¡Qué curiosa coincidencia!
       Se alejó y a mí me hizo el efecto de que apresuraba el paso. Aquel tipo empezaba a serme sospechoso. Confiaba que su propósito no era el de molestar a la señorita Porchester. Durante un instante estuve tentado de volver sobre mis pasos, pero no lo hice. Parecía un hombre educado y me resistía a creer que fuese capaz de cometer una imprudencia con una señorita sola.
       Me lo volví a encontrar por la tarde. Yo estaba sentado en el malecón. Vino hacia mí con sus pasos cortos y renqueantes. Soplaba un poco de viento y me parecía una hoja seca arrastrada por él. Esta vez no vaciló; en línea recta avanzó hasta donde yo me encontraba y se sentó a mi lado.
       —Volvemos a encontrarnos de nuevo, caballero. El mundo es pequeño. Si usted no tiene inconveniente, me sentaré a descansar unos minutos. Estoy un poco cansado.
       —Este es un banco público, y tiene usted tanto derecho como yo a sentarse en él.
       En esta ocasión no esperé a que me pidiera una cerilla y le ofrecí inmediatamente un cigarrillo.
       —Muchas gracias. No puedo fumar muchos cigarrillos al día, pero disfruto con los que fumo. A medida que uno se hace viejo disminuyen los placeres de la vida, pero, a juzgar por mi experiencia, se disfruta más con los que quedan.
       —Es un pensamiento muy consolador.
       —Perdóneme, ¿estoy en lo cierto al suponer que es usted el conocido escritor…?
       —Sí, soy el escritor —contesté—. Pero ¿qué se lo hace suponer?
       —He visto su retrato en los periódicos ilustrados. Supongo que usted no me reconoce.
       —No, la verdad…
       —Debo de haber cambiado mucho… —dijo con un suspiro—. Hubo un tiempo en que mi fotografía era publicada por todos los periódicos del Reino Unido. Claro que las fotografías de la Prensa son malísimas. Le doy mi palabra de honor de que si no hubiera visto mi nombre debajo de ellas no habría creído que era yo.
       Permaneció unos momentos silencioso. La marea estaba baja y más allá de la arena de la playa se veía una franja de fango amarillento. Las rocas aparecían medio enterradas; en él como la espina dorsal de una bestia prehistórica.
       —Debe de ser algo maravilloso e interesante ser escritor. Yo he pensado muchas veces que tendría cualidades para escribir. Ha habido temporadas en que he leído mucho. Últimamente lo he abandonado un poco. Mi vista no es lo que era antes para algunas cosas. Si lo intentara, creo que podría escribir un libro.
       —Dicen que puede hacerlo todo el mundo —contesté.
       —No sería una novela. No me gustan mucho. Prefiero la historia y cosas por el estilo. Escribiría unas memorias. Creo que serían interesantes.
       —Ahora están de moda.
       —No existen muchos que posean mis experiencias. Escribí ofreciéndolas a una revista, pero no me contestaron.
       Me dirigió una insistente mirada, como si me valorase. Su aspecto era demasiado respetable para suponer que iba a acabar pidiéndome media corona.
       —Naturalmente, usted no sabe quién soy, ¿verdad?
       —Debo confesarle que no.
       Pareció reflexionar unos instantes, después se alisó sus guantes negros, observó un momento un agujero que tenía en un dedo y finalmente se volvió hacia mí, diciéndome con un ligero orgullo:
       —¡Soy el famoso Mortimer Ellis!
       —¡Ah!…
       No se me ocurrió otra exclamación. La verdad es que nunca hasta entonces había oído aquel nombre. Vi una expresión de desencanto en su semblante y me sentí un tanto confuso.
       —¡Mortimer Ellis! —repitió—. No va usted a decirme que no me conoce.
       —Lo siento, pero es así. Paso mucho tiempo fuera de Inglaterra.
       No acertaba a explicarme a qué se debía su celebridad. Repasé en la imaginación distintas posibilidades. Imposible que fuese un atleta, cosa que en Inglaterra proporciona a un hombre verdadera fama, pero sí podía ser curandero o campeón de billar. También un exministro resulta una personalidad difusa y aquel hombre podía resultar que había sido Ministro de Industria y Comercio en un antiguo Gobierno. Sin embargo, no tenía aspecto de político.
       —Así es la fama —dijo con acento amargo—. Durante mucho tiempo he sido el hombre más popular de Inglaterra. Míreme. Tiene que haber visto el retrato de Mortimer Ellis en los periódicos.
       —Lo siento —le repetí, moviendo la cabeza.
       Él entonces hizo una pausa como para dar más efecto a su declaración.
       —¡Soy el famoso polígamo!
       ¿Qué se puede responder a un hombre que prácticamente nos es desconocido si nos dice que es un famoso polígamo? Reconozco que en muchas ocasiones he tenido la vanidad de pensar que encuentro para todo una respuesta, pero entonces me quedé atónito y sin saber qué decir.
       —He tenido once mujeres, caballero —prosiguió.
       —La mayor parte de los hombres tienen bastante con una.
       —¡Ah! Eso se debe a falta de práctica. Cuando uno ha tenido once mujeres, se ignora muy poco de ellas.
       —¿Y por qué se detuvo en once?
       —Sabía que iba a hacerme esta pregunta. Desde el primer momento me produjo usted la impresión de ser una persona inteligente. El once es un número extraño, ¿verdad? Hay en él algo de inacabado. Tres mujeres puede tenerlas cualquiera, seis es ya un bonito número, nueve es una cifra afortunada y contra diez no hay nada que objetar. Pero once… Es lo único que lamento. Daría cualquier cosa por poder llegar a la docena.
       Se desabrochó el abrigo y de un bolsillo interior sacó una abultada y grasienta cartera. De ella extrajo un grueso fajo de periódicos arrugados y sucios. Me mostró dos o tres.
       —Mire estas fotografías. ¿Le parece que soy yo? ¡Es un ultraje! Cualquiera creería que son de un criminal.
       Los recortes eran de una imponente extensión. A juicio de los redactores, Mortimer Ellis había sido evidentemente una fuente de información muy valiosa para la Prensa. Uno de los artículos se titulaba: “Un hombre que se casa demasiadas veces”; otro: “Un desalmado rufián ante la Justicia”; y un tercero: “Un sinvergüenza despreciable encuentra su Waterloo”.
       —No son muy halagüeños, que digamos.
       —No presto la menor atención a lo que dicen los periódicos —contestó encogiéndose de hombros—. He conocido a demasiados periodistas. No; es al juez a quien censuro. Me trató muy mal y vea lo que le sucedió: murió aquel mismo año.
       Eché un vistazo al recorte que tenía en las manos.
       —Le condenó a cinco años.
       —A mi juicio fue una injusticia. Lea lo que pasó. —Me señaló con el dedo un párrafo—. “Tres de sus víctimas pidieron su absolución”. Eso demuestra lo que pensaban de mí. ¡Y después me condena a cinco años! Además, mire lo que me llamó: un desalmado rufián, una peste para la sociedad y un peligro público; a mí, que soy el hombre de mejor corazón que existe. Dijo también que le gustaría poder mandar que me azotaran. No me importó que me condenara a cinco años, aunque me parece que fue demasiado severo, pero dígame, ¿tenía derecho a hablarme así? No, eso de ningún modo, y no se lo perdonaré jamás, aunque viva cien años.
       Las mejillas del polígamo enrojecieron y sus ojos acuosos brillaron de ira. Era un doloroso recuerdo para él.
       —¿Me permite leer estos recortes? —pregunté.
       —Para eso se los he dado. Quiero que los lea usted. Y si los lee y no me dice que soy un hombre incomprendido, es que no es usted la persona que yo creía.
       La lectura de los recortes me hizo comprender por qué Mortimer Ellis conocía tan bien los lugares de veraneo marítimos de Inglaterra. Eran sus cotos de caza. Su método consistía en presentarse en uno de esos sitios cuando había terminado la temporada y alquilar unas habitaciones en las casas de huéspedes entonces vacías. Al parecer no transcurría mucho tiempo sin que hubiera logrado entablar amistad con alguna mujer, viuda o soltera, cuya edad oscilase entre los treinta y cinco y los cincuenta años. Todas afirmaron en la vista de la causa general, que le habían conocido a la orilla del mar. Por regla general, se declaraba a los quince días y al poco tiempo se celebraba la ceremonia nupcial. Después, de una forma u otra, lograba convencerlas para que le entregaran sus ahorros y al cabo de unos meses, pretextando que tenía que ir a Londres por algún negocio, desaparecía. Todas menos una no le volvieron a ver hasta que comparecieron para declarar en el juicio. Eran mujeres de cierta respetabilidad; una de ellas era hija de un médico y otra de un pastor. Estaba también la dueña de una casa de huéspedes, la viuda de un viajante de comercio y una modista retirada. Por lo común, la fortuna oscilaba entre las quinientas y las mil libras, pero cualquiera que fuese la cantidad, las engañadas esposas se quedaban sin un céntimo. Algunas refirieron conmovedores detalles de la miseria en que habían quedado, pero todas reconocieron que Mortimer había sido siempre un buen marido. Y no sólo tres de ellas intercedieron en su favor, sino que incluso una declaró que estaba dispuesta a volver a su lado si él lo deseaba. El hombre se dio cuenta de que estaba leyendo esto.
       —Trabajó en favor mío —dijo—. De esto no hay duda. Pero yo suelo decir que lo pasado, pasado está. A nadie le gusta más que a mí un buen solomillo, pero le confieso que me desagrada bastante un asado de cordero, frío.
       Mortimer Ellis no pudo casarse con su duodécima mujer, que era lo que ambicionaba su gusto por la simetría, debido a una pura casualidad. Estaba ya prometido a una tal miss Hubard. Ésta tenía, según me confesó, dos mil libras de capital, y ya se habían publicado las amonestaciones cuando una de sus antiguas mujeres hizo averiguaciones y acabó denunciándole a la policía. Le detuvieron el día antes de su duodécima boda.
       —Era una mala mujer, se lo aseguro —dijo—. Me engañó de una forma inicua.
       —¿Cómo fue eso?
       —Le explicaré. La conocí en Eastbourne, en el muelle, un mes de diciembre, y me dijo en el curso de la conversación que había sido modista, pero que en la actualidad ya no trabajaba. Me confesó que había ganado una bonita suma de dinero. No me quiso decir exactamente cuánto, pero me dio a entender que se trataba de unas mil quinientas libras. Cuando nos casamos, ¿querrá usted creerlo?, no tenía ni siquiera trescientas. Y ésta fue la que me denunció. Tenga presente que yo nunca la censuré por lo que me había hecho. Muchos hombres se habrían enfurecido al verse burlados. Yo no demostré el menor signo de desencanto; la dejé, sencillamente, sin decir una palabra.
       —Pero supongo que lo haría con las trescientas libras en el bolsillo.
       —Vamos, caballero, sea usted razonable —contestó en tono ofendido—. No creerá usted que las trescientas libras iban a durar siempre, y estuve viviendo con ella cuatro meses antes de que me confesara la verdad.
       —Perdóneme la pregunta —dije—, y no crea que mis palabras implican desprecio hacia su aspecto personal, pero ¿por qué se casaban con usted?
       —Porque se lo pedía —contestó bastante sorprendido, al parecer, por mi pregunta.
       —¿Y no recibió ninguna negativa?
       —Muy rara vez. No más de cuatro o cinco en toda mi carrera. Naturalmente, yo no me declaraba hasta estar muy seguro del terreno que pisaba, pero esto no quiere decir que alguna vez no me equivocara. Comprenda usted, es imposible acertar siempre, y a menudo desperdicié varias semanas cortejando a una mujer antes de darme cuenta de que era asunto perdido.
       Durante unos instantes permanecí entregado a mis propios pensamientos. A poco me percaté de que una sonrisa se dibujaba en el inquieto rostro de mi amigo.
       —Comprendo lo que quiere usted decir —afirmó—. Es mi aspecto lo que le despista. Nadie se explica lo que las mujeres ven en mí. Esta es la consecuencia de leer novelas y de ir al cine. Usted cree que las mujeres desean un cowboy o un tipo de novela, un español de ojos ardientes y tez morena, que baile maravillosamente. Me produce usted risa.
       —Me alegro de ello —repuse.
       —¿Está usted casado, caballero?
       —Sí, pero sólo tengo una mujer.
       —Entonces no puede ser buen juez. No es posible generalizar si sólo se cuenta con la experiencia de un solo caso. Ya comprende lo que quiero decir. Porque yo le pregunto, ¿qué sabría usted de perros si tuviera únicamente un bullterriert?
       La pregunta era sencillamente enfática. Mortimer estaba convencido de que no hacía falta respuesta. Hizo una pausa para dar más efecto a sus palabras y continuó:
       —Está usted equivocado, totalmente equivocado. Las mujeres pueden encapricharse por un joven guapo y apuesto, pero no les gusta casarse con él. En realidad, el aspecto del individuo les tiene sin cuidado.
       ”Douglas Jerrold, que era un hombre tan feo como ingenioso, solía decir que si le daban diez minutos de ventaja con una mujer derrotaría al hombre más guapo que hubiese en la habitación.
       ”Las mujeres no desean que el hombre tenga ingenio.
       Tampoco les gusta que sea demasiado chistoso; le juzgarían poco serio. Y menos que sea demasiado guapo; pensarían también que no era serio. Lo que quieren precisamente es eso, que sea serio. La seguridad ante todo. Y, después, que se tengan atenciones con ellas. Puede que yo no sea guapo, que no sea divertido, pero, créame, poseo todo lo que una mujer quiere. Y la prueba es que he hecho felices a todas mis mujeres.
       —Desde luego, dice mucho en su favor que tres de ellas intercedieran por usted y que una estuviera dispuesta a volver a vivir en su compañía.
       —Fue mi pesadilla durante el tiempo que estuve en la cárcel. Cuando ya iban a soltarme pensé que me esperaría en la puerta y le dije al director que por lo que más quisiera me sacara de allí sin que me viese.
       Volvió a alisarse los guantes y sus ojos sé fijaron nuevamente en el agujero que tenía en el dedo índice.
       —Éstas son las consecuencias de vivir en pensiones. ¿Cómo puede vivir uno limpio y arreglado si no tiene una mujer que lo cuide? Me he casado demasiadas veces para poder vivir sin una mujer. Hay hombres que detestan el matrimonio. No los comprendo. El hecho es que no puede hacerse bien una cosa si no se pone el corazón en ella, y a mí me gusta la vida de casado. No me cuesta nada preocuparme de esos pequeños detalles que tanto gustan a las mujeres y que a algunos de los hombres les son insoportables. Como le he dicho antes, lo que una mujer quiere son atenciones, y yo no me marchaba nunca de casa sin dar un beso a mi mujer y otro tanto hacía al regresar. Además, rara era la vez que no aparecía con unos bombones o unas flores. Jamás me importó gastar dinero en ello.
       —Se comprende. Gastaba usted el dinero de ellas —le repliqué.
       —¿Qué importancia tiene eso? En un regalo no se mira lo que vale, sino la atención. Esto es lo que aprecian las mujeres. No, no lo digo por vanagloriarme, pero le aseguro que soy un buen marido.
       Volví a hojear los recortes de periódicos que aún conservaba en la mano.
       —Lo que me sorprende —dije— es que todas sus esposas fueran mujeres respetables, de cierta edad, honradas y decentes. Sin embargo, se casaron con usted sin enterarse de quién era y tras un brevísimo noviazgo.
       Me puso la mano sobre el brazo como queriendo dar más efecto a sus palabras:
       —¡Ah!, es eso lo que usted no entiende. Todas las mujeres tienen unos deseos locos de casarse. Lo mismo las jóvenes que las viejas, las altas que las bajas, las rubias que las morenas. Todas tienen un deseo común: el matrimonio. Y fíjese en lo que yo digo: yo me casaba con ellas incluso por la Iglesia. Ninguna mujer se siente segura de verdad, si no se casa por la Iglesia. Usted dice que no soy un hombre atractivo; conforme, pues nunca me he hecho esta ilusión, pero si hubiera sido cojo o jorobado también hubiese encontrado muchísimas mujeres que no rechazarían la oportunidad de casarse conmigo. A las mujeres no les importa el hombre, lo que les interesa es el matrimonio. Es una manía, una enfermedad. Casi todas me habrían dicho que sí al segundo día de conocerlas, pero yo, naturalmente, antes de arriesgarme quería estar seguro del terreno que pisaba. Cuando se descubrió todo, se produjo un regular escándalo porque me había casado once veces. ¿Y qué son once veces? Nada, ni siquiera una docena. Si hubiese querido me habría podido casar treinta. Le doy mi palabra de honor de que cuando pienso en las oportunidades que he desaprovechado me asombra mi moderación.
       —¿Y no le parecía un poco monótono el hacer tantas veces la corte a las mujeres?
       —Creo que soy un hombre lógico y siempre disfrutaba comprobando que a las mismas causas sucedían los mismos efectos. Me comprende, ¿no es cierto? Por ejemplo, con una mujer soltera yo pasaba siempre por viudo. Era milagroso. A las solteras les gustan los hombres con un poco de experiencia. Pero a las viudas les decía que era soltero; a las viudas las asustan los hombres casados que sepan demasiado.
       Le devolví los recortes y él volvió a doblarlos cuidadosamente, guardándolos de nuevo en su grasienta cartera.
       —A mi juicio, caballero, he sido juzgado mal. Ya ha visto lo que dicen de mí: me consideran una peste para la sociedad, un villano sin conciencia, un desalmado truhán. Pero ahora míreme bien y dígame si tengo aspecto de ser todo esto. Usted me conoce, sabe juzgar a las personas y le he contado toda mi historia, ¿me cree un mal hombre?
       —La verdad, le conozco muy superficialmente, y comprenderá… —repuse con el mayor tacto.
       —No sé si el juez, el jurado y el público tuvieron en cuenta alguna vez mi punto de vista. La gente se sentía indignada contra mí cuando me condujeron a la sala del juicio, y la policía tuvo que protegerme contra su ira. Pero ¿se les ocurrió a alguno de ellos pensar en lo que yo había hecho por todas esas mujeres?
       —Se apoderó usted de su dinero.
       —Cierto que les quité su dinero. De algo tenía que vivir. Sin embargo, ¿qué les di, a cambio de su dinero?
       Esta era otra pregunta retórica y, a pesar de que me miraba como si esperase una respuesta, permanecí callado. Por otra parte, tampoco hubiese sabido qué contestar. Su voz se elevó de tono entonces y empezó a hablar con cierto énfasis. Me di cuenta de que se había puesto serio.
       —Pues voy a decirle lo que les proporcioné a cambio de su dinero. Les proporcioné un poco de ilusión. Mire este sitio —hizo un amplio ademán circular abarcando con él el mar y el horizonte—. Hay cientos de sitios en Inglaterra iguales a éste; mire el mar, mire él cielo, mire esas casas de alquiler; mire el muelle y este malecón. ¿No se siente usted abrumado de tristeza? Todo parece como muerto. Para usted está muy bien porque sólo viene aquí a pasar una semana o dos con el fin de reponerse; pero piense en todas esas mujeres que se ven obligadas a pasarse la vida aquí. No han tenido una oportunidad de librarse. Apenas conocen a nadie. Poseen el dinero preciso para vivir y nada más. No sé si se hace usted cargo de la tristeza de sus vidas. Parecen iguales a este malecón, un camino de cemento, largo, recto, que se prolonga de un lugar de veraneo a otro. Incluso la temporada de verano no representa nada para ellas. Pertenecen a otro ambiente. Son como muertas, Entonces aparecía yo. Repare en que no me dirigía nunca a una mujer que confesase menos de treinta y cinco años. Y les daba amor. Muchas de ellas no sabían lo que era tener un hombre que les hiciese la corte. Muchas no sabían tampoco lo que era sentarse en un banco, en la oscuridad de la noche, con el brazo de un hombre ceñido en torno a la cintura. Yo cambié el curso de sus vidas, dándoles un poco de ilusión. Vivían encerradas en una mustia soledad y yo aparecí para arrancarlas de ella. Hice nacer en sus almas un nuevo orgullo de sí mismas. Fue como un rayo de sol para aquellas vidas monótonas. No es extraño, pues, que me hicieran caso, ni es extraño que quisieran volver a vivir conmigo. La única que me acusó fue la modista; ella me dijo que era viuda, pero mi opinión personal es la de que nunca estuvo casada. Usted dice que les robé, pero fui la felicidad y la fascinación de once vidas que sin mí se hubieran quedado para vestir santos. Usted afirma que soy un villano, un sinvergüenza, pero está equivocado. Soy un filántropo. Me condenaron a cinco años de cárcel, cuando lo que debieran haber hecho era concederme la medalla de Beneficencia.
       Sacó su paquete vacío de “Gold Flake” y lo miró haciendo un melancólico movimiento de cabeza. Cuando le ofrecí mi pitillera, tomó de ella un cigarrillo sin decir una palabra. Ante mí tenía el espectáculo de un hombre en lucha contra su emoción.
       —Y ahora le pregunto: ¿qué es lo que saqué de todo ello? —continuó poco después—. Lo suficiente para comer, dormir y comprarme cigarrillos. Pero nunca pude ahorrar y la prueba está en que ahora que ya no soy joven no tengo ni media corona en el bolsillo. —Me miró a hurtadillas—. Para mí es una gran tragedia encontrarme en esta situación. Siempre pude pagar mis gastos y jamás en la vida pedí prestado. Pero ahora tal vez pudiera usted hacerme un favor. Es humillante que me vea obligado a decírselo, pero lo cierto es que le quedaría muy agradecido si pudiera prestarme una libra.
       Realmente, el polígamo me había proporcionado un entretenimiento que bien valía una libra, y no dudé en echar mano a mi billetero.
       Miró los billetes que sacaba.
       —¿No podrían ser dos, caballero?
       —Creo que sí.
       Le tendí dos billetes de una libra y los cogió dejando escapar un leve suspiro.
       —Usted no sabe lo que representa para un hombre acostumbrado a las comodidades del hogar, encontrarse con que no sabe dónde pasar la noche.
       —Me gustaría que me explicase una cosa —dije—. No quiero que me crea un cínico, pero yo sostengo la opinión de que las mujeres sacan siempre el mejor partido posible, por lo que los hombres suelen más bien dar que recibir. Así que, dígame, ¿cómo convenció usted a esas respetables mujeres, que debían de ser todas un poco tacañas, para que le confiasen todos sus ahorros?
       Una sonrisa divertida se dibujó en su rostro.
       —Caballero, ya sabe usted que Shakespeare dice que la ambición no tiene límites. Ésta es la explicación. Dígale a una mujer que usted tiene medios de duplicar su capital en seis meses y le entregará hasta el último de sus ahorros. Es la codicia lo que las mueve, no otra cosa.
       Se sentía una profunda sensación estimuladora del apetito —como una salsa caliente con crema helada— al pasar de aquel divertido rufián a la respetabilidad de apolillados miriñaques y pelucas del matrimonio Saint Clair y de miss Porchester. En la actualidad pasaba todas las veladas con ellos. En Cuanto las señoras se levantaban de la mesa, míster Saint Clair me invitaba a tomar una copita de oporto con él. Cuando terminábamos, nos dirigíamos al salón para tomar café. A míster Saint Clair le gustaba una copita de coñac. La hora que pasaba con ellos era tan exquisitamente aburrida que poseía para mí una singular fascinación. Un día supieron por la patrona que yo escribía obras de teatro.
       —Acostumbrábamos ir a menudo al teatro cuando sir Henry Irving estaba en el Liceum —dijo míster Saint Clair—. Tuve el gusto de conocerle personalmente. Me había invitado a cenar en el Garrick Club sir Everard Millais y me presentaron a míster Irving.
       —Dile lo que te dijo, Edwin —le sugirió su mujer. Míster Saint Clair adoptó una actitud dramática imitando, bastante bien por cierto, a Henry Irving.
       —“Tiene usted cara de actor, míster Saint Clair”, me dijo. “Si piensa alguna vez dedicarse al teatro, venga a verme y le daré un papel”. —Míster Saint Clair volvió a asumir su actitud natural—. Aquello era bastante para sorber el seso a un joven.
       —Pero no hizo efecto en usted —murmuré.
       —No le niego que si mi situación hubiese sido distinta tal vez hubiera sucumbido a la tentación. Pero tenía que pensar en mi familia. Mi padre habría tenido un disgusto terrible si yo no hubiese continuado su negocio.
       —¿Qué negocio es el suyo? —pregunté.
       —Soy comerciante de té. Mi casa es la más antigua de la City. Me he pasado cuarenta años de mi vida combatiendo lo mejor que supe la afición de mis compatriotas por tomar té de Ceilán en vez de tomar té de China, que es el que se tomaba siempre en mi juventud.
       A mí me pareció una encantadora característica suya aquello de pasarse toda una vida tratando de persuadir al público para que comprase una cosa que no quería, en vez de amoldarse a sus gustos.
       —En su juventud mi marido representó algunos papeles como aficionado y todos confirman que valía mucho —dijo mistress Saint Clair.
       —Shakespeare, y algunas veces La escuela del escándalo. Me negué siempre a hacer obras superficiales. Pero todo esto son cosas del pasado. Tenía aptitud y quizá fue una lástima que no lo aprovechase; ahora ya es demasiado tarde. Sólo cuando me invitan a alguna reunión me dejo convencer por las señoras y recito los monólogos de Hamlet. Pero nada más.
       “¡Oh!”, exclamé en mi interior, pensando fascinado en aquellas reuniones y en la remota posibilidad de asistir a ellas. Mistress Saint Clair me sonrió levemente, con sonrisa un poco almidonada, como si se sintiese un poco ofendida.
       —Mi marido fue en su juventud algo bohemio —dijo.
       —Sí, la corrí un poco. Conocí a muchos pintores y escritores, a Wilkie Collins, por ejemplo, e incluso a periodistas. Watts pintó un retrato de mi mujer y compré un cuadro de Millais. También conocí a bastantes prerrafaelistas.
       —¿Tiene usted algún Rosetti? —le pregunté.
       —No. Admiraba su talento, pero no podía aprobar su vida privada. Nunca compraré un cuadro de un artista a quien no pueda invitar a cenar a mi casa.
       La Cabeza me daba vueltas; de pronto miss Porchester, mirando su reloj, dijo:
       —¿No nos vas a leer nada esta noche, tío Edwin?
       Me despedí.
       Una noche, mientras tomaba una copita de oporto con mister Saint Clair, éste me contó la triste historia de miss Porchester. Había estado prometida con un sobrino de mistress Saint Clair que era abogado, pero se descubrió que la hija de la lavandera que le lavaba la ropa era su amante.
       —Fue una cosa horrible —exclamó mister Saint Clair—. Sí, una cosa horrible. Pero mi sobrina tomó, como es de suponer, la única decisión posible. Le devolvió el anillo, sus cartas y su fotografía, diciéndole que jamás podría casarse con él. Le rogó que se casara con la joven de la que se había burlado, prometiéndole que sería una hermana para ella. Desde entonces no se ha interesado por ningún otro hombre.
       —¿Y él se casó con la joven?
       Míster Saint Clair movió la cabeza y suspiró.
       —No; sufrimos con él una terrible equivocación. A mi esposa le produjo un profundo dolor ver que su sobrino se portaba de una forma tan poco hornada. Poco tiempo después nos enteramos de que estaba prometido a una joven de muy buena familia y con diez mil libras de dote. Yo consideré un deber escribir al padre de la joven poniéndole en antecedentes de lo ocurrido. Me dijo que prefería mucho más que su yerno hubiese tenido amantes antes de casarse a que las tuviese después.
       —¿Qué sucedió entonces?
       —Se casaron, y hoy el sobrino de mi mujer es uno de los jueces de Su Majestad en el Supremo de Justicia, y su esposa tiene el título de Milady. Pero no hemos querido recibirlo nunca en nuestra casa. Cuando a él le hicieron caballero, Eleanor sugirió la idea de que le invitásemos a cenar, pero mi mujer dijo que no consentiría que pusiese los pies en nuestra casa, y yo la apoyé.
       —¿Y la hija de la lavandera?
       —Se casó con un hombre de su clase y ahora tiene una taberna en Canterbury. Mi sobrina, que tiene algún dinero, hizo todo lo que pudo por ella y es la madrina de su hijo mayor.
       ¡Pobre miss Porchester! Se había sacrificado ella misma en el altar de la moralidad victoriana y temo que el único beneficio que sacó de ello fue la conciencia de haberse portado honradamente.
       —Miss Porchester es una mujer de aspecto extraordinario —dije—. De joven debió de ser una verdadera belleza. No me extrañaría que se casara el mejor día.
       —Miss Porchester fue considerada como una gran belleza. Alma Tadema la admiraba tanto, que le rogó que fuera modelo de uno de sus cuadros, pero, naturalmente, no podíamos consentir semejante cosa. —El tono de mister Saint Clair me indicó que aquella solicitud había ultrajado profundamente su sentido de la decencia—. Pero a mi sobrina sólo le ha interesado su primo. Nunca ha vuelto a hablar de él y ahora hace treinta años que riñeron, pero estoy convencido de que le sigue amando. Es una mujer constante, mi querido amigo, y aunque quizá lamente haberse visto privada de las alegrías del matrimonio y de la maternidad, no puedo por menos de admirar su firmeza.
       Pero el corazón de las mujeres es un misterio y muy osado será el hombre que crea que siempre permanecerá inalterable. Muy atrevido fue el tío Edwin. Había conocido a su sobrina durante muchos años, pues cuando murió su madre se llevó a la huérfana a su confortable e incluso lujosa casa de Leinster Square, pero entonces sólo era una niña; y ahora, en las cosas difíciles, ¿podría decir el tío Edwin que conocía a su sobrina?
       Unos días después de que mister Saint Clair me hubiera confiado la conmovedora historia que explicaba por qué miss Porchester se había quedado soltera, al volver una tarde al hotel, luego de jugar un rato al golf, se me acercó la patrona en un estado de gran agitación.
       —Míster Saint Clair me encarga le diga sí puede subir inmediatamente a la habitación número veintisiete.
       —Naturalmente que puedo, pero ¿qué ocurre?
       —Ha sucedido algo. Ya se lo explicarán.
       Llamé a la puerta. Oí un “¡Adelante, adelante!” que me recordó que mister Saint Clair había representado algunos personajes de Shakespeare, probablemente en la más distinguida compañía de aficionados de Londres. Entré y vi a mistress Saint Clair echada en un sofá con un pañuelo empapado de agua de Colonia en la frente y un frasco de sales en la mano. Míster Saint Clair permanecía de pie delante del fuego, en una postura que hubiera impedido a todos los que se encontrasen en la habitación recibir su calor.
       —Le suplico me perdone por haberle rogado que subiera de una manera tan poco ceremoniosa, pero acabamos de tener un gran disgusto y quizá pueda usted aclarar lo sucedido.
       Su agitación era evidente.
       —¿Qué ha sucedido?
       —Nuestra sobrina, miss Porchester, se ha fugado. Esta mañana dejó un recado a mi esposa diciendo que tenía uno de sus habituales dolores de cabeza. Cuando le sucede esto quiere que la dejemos completamente sola. Y esta tarde mi mujer fue a ver si necesitaba algo, pero se encontró con la habitación vacía. Su baúl estaba hecho. Su neceser, con todas sus alhajas, había desaparecido. En la almohada encontramos una carta explicándolo todo.
       —Lo siento —exclamó—. Pero no veo lo que yo pueda hacer.
       —Nosotros teníamos la impresión de que era usted el único hombre de Elsom que ella conocía.
       Comprendí en el acto lo que trataba de sugerir.
       —Yo no me he fugado con ella —repliqué—. Soy un hombre casado.
       —Ya vemos que no se ha fugado usted con ella. En el primer momento creíamos que… Pero si no ha sido usted, ¿quién puede haber sido?
       —Estoy seguro de que no le conozco.
       —Enséñale la carta, Edwin —dijo mistress Saint Clair desde el sofá.
       —No te muevas, Gertrudis. Podría ser malo para tu lumbago.
       Miss Porchester tenía “sus” dolores de cabeza y mistress Saint Clair “su” lumbago. ¿Qué tendría míster Saint Clair? Apostaría doble contra sencillo que también tendría “su” gota. Me entregó la carta y yo la leí con un aire de correcta conmiseración:


    Queridos tío Edwin y tía Gertrudis:
     Cuando recibáis ésta ya estaré lejos. Esta mañana me voy a casar con un hombre a quien quiero mucho. Sé que hago mal obrando de esta forma, pero he tenido miedo de que pusieseis obstáculos a mi matrimonio y, como nada es capaz de hacerme cambiar de opinión, he pensado que os ahorraría muchos disgustos casándome sin deciros nada. Mi novio es un hombre muy retraído y debido a haber vivido mucho tiempo en países tropicales no está muy bien de salud. Ésta es la causa de que quisiera que nos casáramos sin decirlo a nadie. Cuando veáis lo feliz que soy, creo que me perdonaréis. Os agradeceré remitáis el baúl a la oficina de equipajes de la estación Victoria.
     Vuestra sobrina que os quiere,

Eleanor.



       —¡No la perdonaré nunca! —exclamó míster Saint Clair al devolverle yo la carta—. No volverá a mancillar mi casa. Gertrudis, te prohíbo que menciones su nombre en mi presencia.
       Mistress Saint Clair comenzó a llorar silenciosamente.
       —¿No será usted un poco duro? —dije—. ¿Hay alguna razón que impidiera a miss Porchester contraer matrimonio?
       —¡A su edad! —contestó colérico—. ¡Es ridículo! Seremos el hazmerreír de todo el mundo. ¿Sabe usted qué edad tiene? Cincuenta y un años.
       —Cincuenta y cuatro —corrigió mistress Saint Clair entre sollozos.
       —Fue siempre la niña de mis ojos. La considerábamos como una hija. Después de tantos años de soltera me parece incluso hasta poco decente que pensara en casarse.
       —Para nosotros fue siempre una niña, Edwin —murmuró su mujer.
       —¿Y quién será el hombre con el que se ha casado? A mí lo que más me ha herido ha sido su falsía. Debe de haberse entendido con él ante nuestras propias narices. Y ni siquiera nos dice su nombre. Me temo lo peor.
       De súbito tuve una inspiración. Aquella mañana, después de desayunarme, había ido a comprar cigarrillos y en el estanco me encontré con Mortimer Ellis. Hacía varios días que no le había visto.
       —Va usted muy elegante —le dije.
       Se había arreglado las botas, que llevaba muy limpias; el sombrero aparecía recién cepillado y llevaba un cuello limpio y unos guantes nuevos. Pensé que aquello sería fruto de mis dos libras.
       —Tengo que ir esta mañana a Londres por un asunto de negocios —me contestó.
       Le saludé y salí del estanco.
       Recordé que hacía uno días, paseando por el campo, me había encontrado a miss Porchester y pocos pasos detrás de ella a Mortimer Ellis. Era muy posible que fueran juntos y que, al verme, Mortimer se hubiera retrasado un poco. ¡Por Júpiter! Ahora lo comprendía todo.
       —Creo recordar que me dijo usted que miss Porchester tenía algún dinero suyo —dije.
       —Una insignificancia. Trescientas libras.
       Estaba en lo cierto. Los miré confuso. De pronto mistress Saint Clair dio un grito y se puso en pie de un salto.
       —¡Edwin… Edwin!… Suponte que no se casa con ella.
       Míster Saint Clair se llevó las manos a la cabeza y presa de un gran abatimiento se dejó caer en una silla.
       —¡Esta desgracia me matará! —gimió.
       —No se alarmen ustedes —dije entonces—. Se casará con ella con todas las de la ley. Siempre ha hecho lo mismo.
       El afligido matrimonio no prestó atención a mis palabras. Debieron suponer que me había vuelto loco de súbito. No me cabía la menor duda. Mortimer Ellis había conseguido por fin satisfacer su ambición. Miss Porchester hacía el número doce.


1924.


Originalmente publicado en la revista Good Housekeeping (marzo de 1924);
Six Stories Written in the First Person Singular
(Londres: William Heinemann Ltd., 1931.)



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