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viernes, 14 de enero de 2022

Triunfo Arciniegas / Gente que lee

Ilustración de Jonathan Wolstenholme

Triunfo Arciniegas
GENTE NO QUE LEE
1 de enero de 2021

Leer no es una obligación, y uno puede pasarse la vida sin este placer y no hay problema. Otros viven sin conocer París o Nueva York o sin un atardecer en la playa con la persona amada, y lo mismo. La lectura, aunque enriquece la existencia, no garantiza la felicidad.

No terminar un libro es uno de los derechos fundamentales del lector, por supuesto, pero pretender que esta desdicha sea una crítica literaria es una mezquindad. Un intelectual colombiano dijo con cierto orgullo que no había pasado de la segunda página de El olvido que seremos, la grandiosa y celebrada novela de Héctor Abad y texto fundamental sobre el duelo, y otro, todavía más estúpido, le celebró el comentario. El primero pretendía hacer ver que se trata de un libro malo, y no es así. Tanto el uno como el otro sólo expresan su odio por el autor, que no es monedita de oro. Nadie lo es.

Hay cantidad de libros que uno no termina, por una y otra circunstancia, pero debería guardarse la lista, o al menos debería reconocer en el mismo renglón que se trata de su propia incapacidad y no siempre o casi nunca de la calidad del libro. No he podido con Ulises ni Bajo el volcán, y en el tercer intento, precisamente durante la pandemia, sólo llegué a la mitad de Guerra y paz, pero en ningún momento pretendo decir que Joyce o Malcolm Lowrey o Tolstói sean malos escritores. No soy tan estúpido ni tan ignorante como para afirmar semejante barbaridad.

Un lector tan grande, un crítico tan reconocido como Vargas Llosa no puede con Proust. Nabokov no hablaba bien de Cervantes. Tolstói detestaba a Shakespeare. Hay tantos casos.

"Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído", escribió Borges. Uno, que no tiene tal categoría, debería decir simplemente que se enorgullece de leer, no de no leer. 

Y hay casos peores: gente que habla mal de los libros que no ha leído. Oyen el comentario en un bar o en algún evento literario y lo dan por hecho. Y no leen porque precisamente se pasan el tiempo en los bares o en eventos literarios o en sus trabajos. Otros censuran a un autor por su pensamiento político o sus fulminantes éxitos y renuncian a toda su obra, pasada o futura.

El caso más extremo sucedió en Cali. Uno de estos intelectuales que tanto abundan dijo que una determinada novela de un escritor colombiano era mala, y el otro le señaló que la novela todavía no se había publicado. Detalle clave. "Pero la hijueputa novela es mala", insistió el primero.


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