Páginas

viernes, 24 de diciembre de 2021

Joan Didion / Georgia O´Keeffe

 

Georgia O'Keeffe



Joan Didion
GEORGIA O’KEEFFE


    «Ni el sitio donde nací ni la forma en que he vivido importan para nada», nos contó Georgia O’Keeffe en el libro de pinturas y textos que publicó al cumplir noventa años. Parecía estar aconsejándonos que nos olvidáramos de la hermosa cara que aparece en las fotografías de Stieglitz. Parecía que estaba desdeñando ese romanticismo más bien condescendiente que para entonces ya era inseparable de su persona, ese romanticismo de la belleza extrema y la edad avanzada y el aislamiento deliberado. «Lo que tendría que interesar es lo que he hecho con los lugares donde he estado». Me acuerdo de una tarde de agosto en Chicago en 1973 en que me llevé a mi hija, que por entonces tenía siete años, a ver lo que había hecho Georgia O’Keeffe con el sitio donde había estado. Aquel día nos encontramos uno de los enormes lienzos de Cielo sobre las nubes de O’Keeffe suspendido por encima de la escalera de atrás del Chicago Art Institute, dominando lo que parecían ser varios pisos de vacío luminoso, y mi hija lo contempló todo de un solo vistazo, a continuación echó a correr hasta el rellano de la escalera y volvió a mirar:
    —¿Quién lo ha dibujado? —me dijo en voz baja al cabo de un momento.
    Yo se lo dije.
    —Tengo que hablar con ella —me dijo por fin.


    Aquel día en Chicago, mi hija estaba llevando a cabo una suposición inconsciente pero bastante básica sobre las personas y su obra. Estaba dando por sentado que la gloria que veía en la obra era el reflejo de la gloria de su creador, que la pintura era el pintor, del mismo modo que el poema es el poeta, y que cada elección que llevamos a cabo a solas —cada palabra que elegimos o rechazamos, cada pincelada plasmada o no plasmada— revela el carácter de uno. El estilo es el carácter. Aquella tarde a mí me dio la impresión de que yo nunca había visto aplicar ese principio de forma tan instintiva, y recuerdo haberme sentido complacida no solo porque mi hija reaccionara al estilo en tanto que carácter, sino por el hecho de que el estilo en concreto al que reaccionara fuera el de Georgia O’Keeffe: una mujer dura que había impuesto sus dieciocho metros cuadrados de nubes sobre Chicago.
    En nuestro siglo la «dureza» no ha sido una cualidad muy admirada en las mujeres, de la misma manera en que tampoco lo ha sido de forma oficial en los hombres durante los últimos veinte años. Cuando la dureza emerge en la gente muy mayor solemos interpretarla como «mal humor» o excentricidad, cierta condición de cascarrabias que se les puede permitir en la distancia. A juzgar por su obra, y por cómo habla de ella, Georgia O’Keeffe no es ni cascarrabias ni excéntrica. Es simplemente dura, alguien que no se anda con tonterías, una mujer libre de ideas preconcebidas y abierta a lo que ve. Se trata de una mujer que siendo muy joven ya era capaz de desdeñar a la mayoría de sus contemporáneos por considerarlos «unos soñadores», y que más tarde destacaría a uno que le caía bien diciendo que era «un pintor muy malo». (Y a continuación añadiría, al parecer con la intención de suavizar el golpe: «Supongo que en realidad no era un pintor ni era nada. No tenía coraje, y estoy convencida de que para crear un mundo propio en cualquiera de las artes hace falta coraje».) Se trata de una mujer que en 1939 ya era capaz de responder a sus admiradores que no estaban entendiendo nada, que si les gustaban sus famosas flores era únicamente por razones sentimentales. «Cuando pinto una colina roja —comentaba en tono desapegado en el catálogo de una exposición de aquel mismo año—, decís que es una lástima que no pinte flores siempre. Las flores casi siempre conmueven a la gente. Las colinas rojas, en cambio, no conmueven a todo el mundo». Se trata de una mujer capaz de describir la génesis de una de sus pinturas mejor conocidas  
de vaca: rojo, blanco y azul, propiedad del Metropolitan— como un desplante completamente deliberado y sarcástico. «Pensé en los hombres de ciudad a los que yo había estado viendo en el Este —escribió—. Se pasaban todo el tiempo hablando de escribir la Gran Novela Americana, la Gran Obra Teatral Americana, el Gran Poema Americano... De manera que yo estaba pintando mi cráneo de vaca sobre fondo azul y pensé para mí misma: “Voy a hacer que sea una pintura americana. A ellos no les entusiasmará que simplemente tenga dos rayas rojas a los lados, que hacen el rojo, el blanco y el azul, pero por lo menos se fijarán”».

    Los hombres de ciudad. Los hombres. Ellos. Las palabras no paraban de aflorar mientras aquella mujer asombrosamente agresiva nos contaba lo que había tenido en mente al pintar sus asombrosamente agresivos cuadros. Eran aquellos hombres de ciudad a quienes ella acusaba de sentimentalizar sus flores: «Hice que os tomarais vuestro tiempo para mirar lo que yo veía, y cuando por fin os detuvisteis para fijaros en mi flor le pegasteis todo lo que vosotros asociáis con las flores, como si yo pensara y viera lo mismo que vosotros pensáis y veis; y no es verdad».
Y no es verdad. Imaginen que están oyendo ustedes esas palabras y que lo que oyen en realidad es: No me piséis. A «los hombres» les parecía imposible pintar Nueva York, de manera que Georgia O’Keeffe pintó Nueva York. A «los hombres» no les gustaban mucho sus colores vivos, de manera que ella los hizo todavía más vivos. Los hombres tiraban para Europa, de manera que ella se fue primero a Texas y después a Nuevo México. Los hombres hablaban de Cézanne, se dedicaban a hacer «comentarios largos y alambicados sobre la “plasticidad” de sus formas y colores», y entre ellos se tomaban demasiado en serio sus comentarios largos y alambicados, en opinión de aquella angelical serpiente de cascabel que tenían en medio. «Yo puedo pintar uno de esos cuadros de colores deprimentes igual que los hombres», recuerda haber pensado en 1922 aquella mujer que siempre consideró que estaba en el margen, y lo hizo: pintó una cabaña «en tonos apagados y sombríos, con el árbol junto a la puerta». A aquel acto de rencor lo tituló La casucha
, y lo colgó en su siguiente exposición. «Pareció que los hombres lo aprobaban —nos informó cincuenta y cuatro años más tarde, sin perder un ápice de su desprecio—. Pareció que pensaban que a lo mejor yo estaba empezando a pintar. Fue el único cuadro que pinté en tonos apagados y colores deprimentes».
    Hay mujeres que luchan y hay otras que no. Igual que tantas otras guerrilleras que han tenido éxito en la contienda entre los sexos, Georgia O’Keeffe parece haber estado ya desde joven dotada de una noción inmutable de quién era ella y de un entendimiento bastante claro del hecho de que le iban a exigir que lo demostrara. En la superficie se había criado de forma convencional. Había sido una niña de la pradera de Wisconsin que jugaba con muñecas de porcelana y pintaba acuarelas de cielos nublados, porque la luz del sol era demasiado difícil de pintar, y que junto con sus hermanos y hermanas escuchaba todas las noches cómo su madre contaba historias del Salvaje Oeste, de Texas, de Kit Carson y de Billy el Niño. Les contaba a los adultos que de mayor quería ser artista y le daba vergüenza que le preguntaran qué clase de artista quería ser: no tenía ni idea de qué «clase». No tenía ni idea de qué hacían los artistas. Nunca había visto un solo cuadro que le interesara, solo una Doncella de Atenas que había dibujada a pluma en uno de los libros de su madre, algunas ilustraciones de la Madre Ganso estampadas sobre tela, la cubierta de un cuaderno que mostraba a una niña con rosas de color rosa, y la pintura de árabes a caballo que colgaba en la sala de estar de su abuela. A los trece años, estando en un convento de dominicas, le mortificó que una monja le corrigiera un dibujo suyo. En el Instituto Episcopaliano Chapman de Virginia pintaba azucenas y se escabullía a solas para ir caminando hasta donde pudiera ver el contorno de las montañas Blue Ridge en el horizonte. En el Art Institute de Chicago se escandalizó de que hubiera modelos de carne y hueso y quiso abandonar las lecciones de anatomía. En la Arts Students League de Nueva York uno de sus compañeros de clase le comentó que, como él iba a llegar a ser un gran pintor y en cambio ella iba a terminar de maestra en una escuela para chicas, ninguna obra que ella pintara sería tan importante como hacer de modelo para él. Otro se puso a pintar por encima del cuadro de ella para demostrarle cómo pintaban árboles los impresionistas. Ella no había oído nunca cómo pintaban árboles los impresionistas y tampoco le interesaba demasiado.
    A los veinticuatro años dejó atrás todas aquellas opiniones y se fue por primera vez a vivir a Texas, donde no había árboles que pintar ni tampoco nadie que le dijera cómo tenía que pintarlos. En Texas solo había aquel horizonte que ella anhelaba. En Texas tuvo con ella durante una temporada a su hermana Claudia, y al atardecer las dos se alejaban del pueblo y caminaban hacia el horizonte y miraban cómo salía el lucero de la tarde. «Me fascinaba aquel lucero de la tarde —escribió ella—. Por alguna razón me resultaba muy emocionante. Mi hermana tenía una pistola, y mientras caminábamos ella se dedicaba a lanzar botellas al aire y a intentar alcanzarlas de un disparo antes de que volvieran a caer al suelo. Yo no tenía nada que hacer más que caminar hacia la nada y adentrarme en la amplia extensión del crepúsculo donde estaba la estrella. De aquella estrella hice diez acuarelas». En cierta manera suscita tanto interés Claudia, la hermana pistolera, como Georgia, la pintora con su estrella, lo que pasa es que solo la pintora nos dejó este luminoso registro. De aquella estrella hizo diez acuarelas.
    1976

Joan Didion
Los que sueñan el sueño dorado

No hay comentarios:

Publicar un comentario