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jueves, 16 de diciembre de 2021

Fernanda Melchor / La culpa del subalterno


La culpa del subalterno

Fernanda Melchor vuelve a encontrar en ‘Páradais’ el equilibrio perfecto entre fondo y forma. La historia del jardinero de una urbanización de lujo en Veracruz le sirve esta vez para retratar la violencia de un mundo desigual

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Carlos Pardo

12 de marzo de 2021


Desde 2013, año en que publicó su primera novela, Falsa liebre, y el magistral libro de crónicas  Aquí no es Miami, Fernanda Melchor (Veracruz, 1982) viene hilando una difícil mezcla de escritura ambiciosa (de “gran estilo”) con el inteligentísimo análisis de la sociedad mexicana, de sus violencias y vulnerabilidades. Y puede decirse que con Temporada de huracanes (2017), novela finalista del Premio Booker, Melchor ya alcanzó el equilibrio de ambas formas, encontró esa distancia que le permitía ser, a la vez, una narradora con una prosa que posee la potencia connotativa de la poesía sin que esto supusiera “aplastar” la materia compleja de sus libros, el rigor del análisis de una sociedad a partir, en este caso, de un feminicidio explicado por esa misma sociedad en clave de culpa de la víctima.


Si en Temporada de huracanes estilo e inteligencia eran una misma cosa, en Páradais  la combinación vuelve a ser deslumbrante. En esta ocasión, la novela se contagia de la perspectiva de Polo, jardinero de una urbanización de lujo de Veracruz. En los años finales de su adolescencia, Polo lidia con un fracaso vital de partida: subalterno en cada sentido de su experiencia, hijo de madre soltera, tentado por la posibilidad de convertirse en uno de “aquellos”, como su primo secuestrado por un cártel como soldado joven. Y Melchor hace resonar el eco universal de su personaje gracias a una sutilísima perspectiva, una inspirada distancia que le permite decir que Polo pedalea “encomendado a la memoria de sus músculos” sin que esto suponga ahorrar sordidez y ternura a su desamparo. Es decir, sin colocarse por encima de la desorientación de Polo ni caer en un patetismo (esa forma de cursilería moral) que neutralice la violencia. Y sin que tampoco perdamos nunca de vista la sociedad en la que Polo vive y proyecta su rabia


“¿Quién era él realmente? Un hijo de la chingada, decía su madre siempre. El hijo único de la chingada, la bendición de la chacha burlada que supo escalar peldaños”.


En este “escalar peldaños”, el conjunto residencial de Páradais le permite a Melchor un juego de desplazamiento: se tocan los extremos de la clase social. Polo se junta, en una relación desigual y azarosa, con el gordo Franco, otro adolescente “perdido”, si bien de buena familia. Y de una manera también azarosa (con algo de idiotez y fatalidad, también de transgresión) ambos se convertirán en los agentes de la acción de la novela, que no desvelaré en esta crítica. Pero sí diré que Páradais trabaja esta acción dramática con una maravillosa precisión. Se expande en tramas envolventes (la historia de Milton, el embarazo de la prima Zorayda) que dosifican los detalles y terminan por cargar el presente de la narración y darle un aire febril, sobrecargado.


Esto es especialmente notable en el final de Páradais, entrevisto como idea desde el comienzo de la lectura, pero cuyo estilo es una sorpresa y un verdadero gozo: la frase de Melchor se hace corta y exacta, con un ritmo macabro y concentrado, preciso y frío.


En apenas 160 páginas y con una historia en apariencia lateral, Melchor ha conseguido captar la complejidad de un mundo. Y no me refiero a la premeditada etiqueta “violencia mexicana”, sino a una violencia estructural común y cuidada, universal. Al doble rasero de la víctima, a la “culpa” del pobre. Páradais es gran literatura.


EL PAÍS


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