Nací en un país pequeño (dos millones de habitantes) habitado por emigrantes europeos, víctimas de las hambrunas y de las guerras europeas: españoles, italianos, polacos, alemanes, checos, más turcos y armenios. A la izquierda de mi casa, vivía un zapatero remendón, judío alemán, escapado de un campo de concentración. A la derecha, un ex oficial nazi, al que le faltaban tres dedos. El judío pasaba el día leyendo versículos de la Biblia y soñaba con Israel; el oficial, extrañaba los cielos de Berlín y tocaba finamente la flauta travesera. No se saludaban.. Cuando le pregunté a mi madre por ese silencio, me contestó: “Ambos son alemanes, pero en Europa, uno hubiera matado al otro. En cambio, aquí, no se tratan, pero se respetan.” Pasé la adolescencia leyendo y devorando todas las películas que hablaban de la Segunda Guerra Mundial (en especial las soviéticas) desde el Diario de Ana Frank a Vuelan las grullas y escuchando emocionantes relatos de exiliados y refugiados: los vascos que guardaban una botella de champán para el día de la muerte de Franco, los rusos que habían luchado contra Hitler y contra Stalin, los judíos que habían perdido toda su fortuna por un pasaporte falso que los libró del campo de concentración, y ahora vendían helados o eran prestamistas. Conservo un cuaderno donde anoté el número aproximado de muertos que causó la Segunda Guerra Mundial: veinte millones de rusos, seis millones de judíos, tres millones de alemanes. Es un recuento parcial. Faltan los muertos de la Resistencia, los muertos italianos, los norteamericanos, los ingleses, los polacos… Me sorprendí al encontrar en la novela Las benévolas, de Jonathan Littell (reciente premio Goncourt; no fue a recibirlo) un recuento semejante. Quizás sólo se puedan admirar las novelas que una misma hubiera querido escribir, y ésta es la novela que a mí me hubiera gustado escribir, y si no lo hice, la especie humana me puede perdonar, me puede perdonar la Historia, porque un neoyorkino nacido en 1967, criado en Francia, miembro de una ONG en Rusia y en Chechenia lo ha hecho con un propósito definido: que esto no vuelva a ocurrir. Littell la ha escrito en francés, aunque también escribe en ruso (no le ha pedido opinión a ningún político catalán acerca de cuál es su cultura, si norteamericana, francesa o rusa, porque como es un genio, sabe que las grandes obras son universales, con independencia de la aldea donde nació el autor) ¿Una novela sobre la Segunda Guerra Mundial puede convertirse en el éxito de este año? Sí, porque muchos estamos hartos de literatura light, narcisista e intrascendente, reclamamos que opine, que diga algo sobre los horrores de la humanidad. Una de las frases más inquietantes de esta gran novela dice: “Por supuesto, ya se ha acabado la guerra. Y además, hemos aprendido la lección: no volverá a suceder. Pero ¿estamos completamente seguros de que no volverá a suceder? En cierto modo, la guerra nunca se acaba, no se habrá acabado hasta que entierren sano y salvo al último niño nacido el último día de lucha.” |
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