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lunes, 25 de octubre de 2021

Sergi Puertas / Victoria




Sergi Puertas
Victoria


La peor noche de mi vida no fue aquella en la que borracho como una cuba me caí por las escaleras de aquel bar y me rompí la nariz. Tampoco aquella en que Patricia, una de mis novias, se cansó de mí y me ignoró como si yo ya no estuviera allí, como si de repente me hubiera convertido en El Increíble Hombre Vitrina. Ni siquiera aquella en que unos rapados nazis me dieron tal somanta de palos que me mandaron al hospital.

Ni de lejos. La peor noche de mi vida la pasé durante el pasado mes de agosto, mientras estaba de vacaciones en uno de esos espantosos rincones turísticos de la costa, repletos de alemanes rojos como gambas, de discotecas sucursales del infierno en la tierra, y de esas sangrías a base de vino peleón que provocan invariablemente ardor de estómago. Ese tipo de vacaciones que, aparte de una atroz resaca, le dejan a uno tal sensación de vacío y absurdo que le hacen plantearse pasar el siguiente mes de agosto encerrado en casa practicando la autolesión, sin duda mucho más económico e igual de efectivo.

La peor noche de mi vida, llegué a la pensión a aquello de las cuatro de la madrugada. Borracho, claro, para variar.

Compartía habitación con Xavier, un amigo que las noches de borrachera siempre me desconcertaba con su extraña costumbre de sentarse en la cama y eructar. Luego se tumbaba un rato, y al poco se incorporaba de nuevo y volvía a eructar. Así pasaba al menos la primera hora de la noche, incorporándose, eructando y tumbándose de nuevo una y otra vez hasta que finalmente se dormía y no volvía a eructar hasta la mañana siguiente. Porque Xavier también eructaba por las mañanas, claro. Nunca supe si sufría del estómago o qué demonios le pasaba. Tampoco se lo pregunté. Sencillamente no me parecía que estuviera bien que yo me inmiscuyera en sus costumbres. Que eructara si quería. Vive y deja vivir.

Llegué borracho, iba diciendo, y me metí en la cama, intentando conciliar el sueño mientras Xavier practicaba su misterioso ritual. Estaba Xavier eructando sus halitosas ofrendas a alguna ancestral deidad cuando llamaron a la puerta.

Vi a Xavier muy ocupado eructando, así que con todo el fastidio que os podéis imaginar, encendí la luz de mi mesita de noche. Abrí la puerta. Era Victoria. Por su expresión, enseguida imaginé que algo andaba verdaderamente jodido.

—¿Puedo pasar? Nacho me la ha hecho peor que nunca. Es un hijo de puta. Me cago en el hijo de puta de Nacho.

Victoria era una vieja amiga mía que había venido con Nacho, su novio. Se alojaba en una de las habitaciones del piso de abajo con él, y durante la semana que llevábamos de vacaciones, apenas había salido con el resto de nosotros un par de días.

—Claro. ¿Qué ha pasado? —pregunté.

Victoria hizo una pausa y miró a Xavier. Estaba en ese extraño estado de entrevela en el que se sumía durante su etapa nocturna de culto al eructo. Estaba claro que no se estaba enterando de nada. Luego continuó:

—Llego a la pensión con Nacho, ¿vale? Nacho va como una cuba, totalmente paposo. El cabrón estaba tan pasado que iba cayéndose e insultando a la gente por la calle. No nos han dado una paliza de milagro. Meterle en la cama ya ha sido toda una aventura. Estaba como ido. Le he tumbado en la cama, le he sacado las botas, me he tendido a su lado y he apagado la luz. Al poco... Joder... —Victoria sacó un cigarrillo visiblemente afectada.

—Tranquila, mujer —dije dandole fuego y encendiendo uno para mí.

—Joder... Al poco oigo a Nacho moverse en la cama y oigo como un siseo. Como ruido... como de agua corriendo, ¿vale? Y noto como una humedad. Enciendo la luz y veo que el hijo de puta se ha girado hacia mi lado de la cama, se ha sacado la polla y está meando. ¡En la cama! El tío está como ido. Le doy palmadas en la cara pero no reacciona. Sigue meando, ¿vale? Acaba, se guarda el rabo, se da media vuelta y sigue durmiendo.

—Hostia. Qué chungo. Pues no sé qué decir.

—Lo que más me jode es que el tío va totalmente pasado, no se entera de nada, pero al muy cabrón todavía le ha quedado cerebro suficiente para mearse en MI lado de la cama. Luego se ha girado y, hala, a dormir. Es espabilado este Nacho, ¿eh? Hasta cuando va borracho. Me cago en su madre. Se ha dado media vuelta y a dormir. Me he pegado una ducha y, bien, no te importará que duerma aquí, ¿verdad? Aquello está asqueroso. Que se pudra en sus putos meos. ¡Jodido cabrón!

—Claro que no, Victoria. Estaremos un poco estrechos, pero si a ti no te importa, a mí menos. Y tranquila, que mañana será otro día.

Comencé a meterme en la cama mientras Victoria se desnudaba.

Vale. Había visto a Victoria desnuda en más de una docena de ocasiones. Como digo, era amiga mía desde hacía bastantes años. Incluso en una ocasión recuerdo que nos bañamos juntos desnudos en la gigantesca bañera de la casa de Jaume. Pero achacádselo al calor infernal de aquel cuartucho en agosto, achacádselo a... qué sé yo... Aquella noche aquella pelirroja de veinticinco años me pareció el ser más deseable de todo el planeta tierra. Cuando se metió conmigo en aquella diminuta cama tal como Dios la trajo al mundo pensé inmediatamente en decir algo, pero me pareció absolutamente fuera de lugar. "Oye, Victoria. ¿Puedes ponerte algo de ropa encima, por favor? Es que... verás, no sé cómo decírtelo... me pones a cien". Ni hablar. No podía decirle algo así, menos después de lo que acababa de pasar.

Victoria apagó la luz, murmuró un "Buenas noches" y me dio un beso en la mejilla.

Yo dormía en calzoncillos y, embutido en aquella pequeña cama con Victoria, notaba sus majestuosos pezones clavándose en mi espalda. Notaba todo el resto de su tibio cuerpo apoyándose en el mío. Notaba muchas cosas e imaginaba muchas más. Comencé a ponerme malo. Malo de verdad.

Un pensamiento cruzó mi mente: ¿querría Victoria que me acostara con ella aquella noche?

Está bien, lo reconozco: en general no se me da bien interpretar esas sutiles señales que a menudo utilizan las mujeres para insinuarnos a los hombres que quieren pasar una noche loca con nosotros. Conozco a quien vería en el leve temblor de una ceja una invitación a la cama. Yo más bien soy de los que se preguntarían: "¿qué estará intentando decirme?", si una mujer abriera sus piernas y me suplicara "poséeme", con voz tersa y jadeante.

El caso es que por mucho que le diera vueltas y más vueltas en mi cabeza, no conseguía encontrar ningún signo de que Victoria quisiera acostarse conmigo aquella noche. Por más veces que pasara y repasara la moviola de la breve conversación que acabábamos de tener, sólo sabía ver mal humor. Quizás algo de ternura cuando me había preguntado si podía quedarse a pasar la noche, pero nada más.

Llegados a este punto debo reconocer que tras un par de horas de estar tumbado allí con mi calentura mirando a la oscuridad y dándole vueltas al asunto, hubo momentos en los que estuve convencido de que Victoria se moría por mis huesos, pero claro, eso era porque le había dado demasiadas vueltas. Si le dabas las suficientes vueltas a las cosas podías llegar fácilmente a conclusiones tales como que Hitler era un buen hombre, o que Carol Woitila era un santo varón. Todo se reduce a darles vueltas en el sentido deseado, modelándolas hasta que adoptaban el aspecto que queremos. A eso lo llaman autoengaño, creo. Yo siempre he sido un maestro en el arte del autoengaño.

Aun así, incluso en aquellos breves instantes en los que me creía destinado a follar el resto de la noche con Victoria, una frase me acababa deteniendo siempre. Una frase que sólo resonaba en mi cabeza, claro, pero que imaginaba resonando en mis oídos pronunciada por Victoria a la mínima de cambio: "¿se puede saber qué coño haces?". La secuencia de imágenes que imaginaba se desarrollaba más o menos de la siguiente manera: yo me daba media vuelta y acercaba mis labios a los de Victoria. "¿Se puede saber qué coño haces?", decía ella. Yo me daba media vuelta y acariciaba uno de los pechos de Victoria. "¿Se puede saber qué coño haces?", decía ella. Así sucesivamente con pequeñas variaciones.

Victoria no era de las que tenían el sueño tranquilo: se removía detrás mío como una mala cosa. Podría decir que la pasión me consumía, pero será más gráfico decir que el dolor de huevos debido a la erección constante me estaba mortificando.

A aquello de las nueve decidí que el bar de abajo estaría abierto y que ya era hora de levantarse y de tomar un café. Había pasado cinco horas en la cama con Victoria, con el cerebro funcionándome a cien por hora repleto de pensamientos e ideas que cada vez se volvían más extraños y con un dolor de huevos espantoso. Recuerdo que hacia el final, prácticamente deliraba.

Por supuesto, a lo largo de la noche también me planteé dormir en el suelo o simplemente levantarme y marcharme a dar una vuelta, pero a pesar de la pesadilla que suponía pasar la noche de aquella manera, había algo de confortante ya sólo en el hecho de tener el cuerpo de mi amiga junto al mío. Por primera vez en una vida consagrada a un ateísmo militante, comprendí al menos en parte el sentimiento cristiano de redención a través del sufrimiento.

También pensé en masturbarme, claro, sin embargo extrañamente, de repente no me atraía la idea de una buena paja. Yo quería a Victoria o nada. ¿No había tenido a Victoria? Entonces sería nada, gracias.

Así que me puse unas bermudas, una camiseta y unas playeras y bajé al bar de abajo. Gracias a Dios estaba abierto. Abrí la puerta.

—¡Qué hay! ¡Arturo!

El inigualable y único. No podía ser otro. Eran las nueve y cuarto y allí estaba Nacho, en la barra chupando de su cubata de ron. Todo el grupo de amigos éramos unos borrachos, ¿y qué? A mucha honra. Pero lo de Nacho era distinto. A menudo, cuando él no estaba presente, circulaba un adjetivo que causaba cierta incomodidad incluso entre unos bebedores de fondo habituales como nosotros: "alcohólico".

—Qué pasa, Nacho.

—Oye, ¿has visto a Victoria?

Abrí la boca sin saber muy bien qué iba a decir, pero Nacho me interrumpió y continuó:

—Se ve que la muy cabrona iba tan borracha que esta noche se ha meado en la cama. ¿Qué te parece? Me he despertado empapado. Un asco, tío. Te lo digo yo...

Continuó hablando, pero ya no le escuchaba. Pobre Victoria. Decidí olvidarme del café y pedirme un whisky con agua. Lo necesitaba, qué cojones. Al fin y al cabo acababa de pasar la peor noche de mi vida.





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