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miércoles, 27 de octubre de 2021

Mary Beard / Pompeyo Magno, el primer emperador

Pompeyo Magno




Mary Beard
POMPEYO MAGNO


    Solo cuatro años después de su proceso contra Verres, en 66 a. C. Cicerón arengó al pueblo romano sobre la seguridad del imperio en una reunión pública. Ahora, siendo pretor y con los ojos puestos en el Consulado, hablaba en favor de una propuesta presentada por un tribuno para poner a Pompeyo al mando de la eterna e intermitente guerra contra el mismo rey Mitrídates, contra el que los romanos habían estado luchando, con relativo éxito, durante más de veinte años. Los poderes otorgados a Pompeyo incluían el control casi total de una extensa franja del Mediterráneo oriental durante un período ilimitado, con más de 40 000 tropas a su disposición, y el derecho de firmar la paz o declarar la guerra y de establecer tratados de forma más o menos independiente.

    Es posible que Cicerón estuviera verdaderamente convencido de que Mitrídates era una amenaza real para la seguridad de Roma y de que Pompeyo era el único hombre apto para la tarea. Desde el corazón de su reino en el mar Negro, sin duda el rey se había apuntado aterradoras victorias ocasionales sobre intereses romanos al otro lado del Mediterráneo oriental, como había ocurrido en 88 a. C., en la tristemente famosa y mítica masacre de decenas de miles de romanos e itálicos en un solo día. Aprovechando el odio que se había extendido por la presencia romana y ofreciendo incentivos añadidos (todo esclavo que matase a un dueño romano sería liberado), coordinó ataques simultáneos contra los residentes romanos de las ciudades de la costa occidental de lo que hoy es la moderna Turquía, desde Pérgamo en el norte hasta Cauno, la «capital de los higos» del Egeo, en el sur, matando, según estimaciones romanas altamente hinchadas, entre 80 000 y 150 000 hombres, mujeres y niños. Aunque solo se acercase a esta magnitud, fue sin duda una masacre fría, calculada y genocida, pero es difícil resistirse a la sensación de que en la década de los años 60 a. C., tras las campañas de Sila en los 80 a. C., Mitrídates debía de ser más molesto que peligroso y, además, se había convertido en un práctico enemigo en los círculos políticos romanos: el coco que justificaba campañas potencialmente lucrativas y el palo con el que sacudir a los rivales por su inactividad. Cicerón admitió también haberse doblegado a los intereses comerciales de Roma, preocupado por los efectos que la prolongada inestabilidad, real o imaginaria, de Oriente pudieran tener sobre los beneficios privados y también sobre la economía del Estado. La frontera entre lo privado y el Estado se había desdibujado minuciosamente.
    En su defensa por la obtención de aquel mando especial, Cicerón señaló el éxito relámpago conseguido por Pompeyo el año anterior al limpiar el Mediterráneo de piratas, gracias a los amplios poderes votados por la asamblea popular. En el mundo antiguo los piratas eran una amenaza endémica y una expresión de temor convenientemente indefinida, no muy diferente del moderno «terrorista»: algo que abarcaba desde la armada de un estado pendenciero hasta traficantes humanos de poca monta. Pompeyo se deshizo de ellos en el lapso de tres meses (hecho que sugiere que posiblemente fueran un objetivo más fácil de lo que se creía) y coronó su triunfo con una política de reasentamiento, insólitamente tolerante para el mundo antiguo, e incluso para el moderno. Dio a los piratas pequeñas parcelas a considerable distancia de la costa, donde pudieran ganarse la vida honestamente. Aunque a algunos no les fuera mejor que a los veteranos de Sila, uno de los que sí se adaptaron bien a su nueva vida hace una breve aparición lírica en el poema de Virgilio sobre agricultura, las Geórgicas , escrito a finales de la década de los años 30 a. C. El viejo vive tranquilamente cerca de Tarento, en el sur de Italia, convertido ahora en un experto en horticultura y apicultura. Sus días de piratería quedaron atrás, y en lugar de ello «al plantar hierbas dispersas entre los arbustos y lirios blancos por todas partes, verbenas y delicadas amapolas, en su ánimo igualaba las riquezas de los reyes».
    Sin embargo, el argumento subyacente de Cicerón era que los nuevos problemas requerían nuevas soluciones. El peligro que suponía Mitrídates para los beneficios comerciales de Roma, para sus ingresos procedentes de los impuestos y para las vidas de los romanos asentados en Oriente exigía un nuevo enfoque. Mientras el imperio se había ido expandiendo a lo largo de los dos siglos anteriores, Roma había llevado a cabo todo tipo de ajustes en el sistema tradicional de ejercicio de cargos para lidiar con las exigencias del gobierno en ultramar y para incorporar al personal disponible. Por ejemplo, el número de pretores había aumentado a ocho en tiempos de Sila; y ahora había un sistema establecido mediante el cual se enviaban a los funcionarios electos a puestos en el extranjero durante un año o dos (como pro cónsules o pro pretores, « en el puesto de cónsules o pretores») después de haber completado un año de servicios en Roma. Sin embargo, estos cargos seguían siendo parciales y de corta duración cuando lo que necesitaba Roma frente a un enemigo como Mitrídates era al mejor general, con un mando prolongado sobre toda la zona que pudiera verse afectada por la guerra, con dinero y soldados para llevar a cabo la tarea, sin verse obstaculizado por los controles habituales.
    Era de esperar que hubiera oposición. Pompeyo era un transgresor ambicioso y radical que ya había incumplido la mayoría de las convenciones de la política romana en las que los tradicionalistas seguían insistiendo. Hijo de un «hombre nuevo», había alcanzado relevancia militar aprovechando los disturbios de la década de los años 80 a. C. Cuando todavía estaba en la veintena de años, había reunido tres legiones de entre sus clientes y seguidores para luchar en nombre de Sila y pronto le fue concedido un triunfo por dar caza a los rivales de Sila y a un surtido de principitos africanos enemigos. Estos acontecimientos le valieron el apodo de adulescentulus carnifex : «carnicero adolescente» más que enfant terrible. No había ostentado ningún cargo electo de ninguna clase cuando el Senado le otorgó un mando de larga duración en Hispania para terciar con un general romano que se «había hecho nativo» con un gran ejército, otro de los riesgos de un vasto imperio. De nuevo victorioso, terminó siendo cónsul durante el año 70 a. C., a los treinta y cinco años y sorteando todos los puestos subalternos, en flagrante colisión con las recientes reglamentaciones de Sila relativas al ejercicio de los cargos. Era tal su ignorancia de cuanto ocurría en el Senado, que como cónsul tenía que presidir, que recurrió a un amigo instruido para que le escribiese un manual de procedimientos senatoriales.
    Del discurso de Cicerón podemos deducir algunas de las objeciones que se presentaron a este nuevo mando. Por ejemplo, la reiterada insistencia en el peligro inminente que planteaba Mitrídates («cada día llegan cartas informando de la quema de pueblos en nuestras provincias») es sobrado indicio de que había personas que aseguraban que se estaba exagerando y que era una excusa para concederle nuevos e inmensos poderes a Pompeyo. Los objetores no tuvieron éxito, aunque es posible que sintieran que sus temores no eran infundados. Durante los siguientes cuatro años, de acuerdo con las condiciones de su nuevo mando, Pompeyo emprendió la tarea de volver a dibujar el mapa de la parte oriental del Imperio Romano, desde el mar Negro en el norte hasta Siria y Judea en el sur. En la práctica no pudo haberlo hecho solo, debió de contar con la ayuda de centenares de amigos, oficiales subalternos, esclavos y consejeros. Pero en aquella época, aquel nuevo trazado de la geografía le fue adjudicado a Pompeyo.
    Su poder se debía en parte al resultado de sus operaciones militares. Mitrídates fue rápidamente expulsado de Asia Menor, a sus territorios de Crimea, donde más tarde sería derrocado por uno de sus hijos en un golpe de Estado y acabaría suicidándose. Los romanos asediaron con éxito la fortaleza de Jerusalén, donde dos rivales se disputaban la realeza y el alto sacerdocio. No obstante, una parte de su poder se debía a una acertada combinación de diplomacia, acoso y oportuna exhibición de las fuerzas romanas. Pompeyo dedicó meses de su tiempo a convertir la parte central del reino de Mitrídates en una provincia romana gobernada directamente, modificando las fronteras de otras provincias, fundando decenas de ciudades nuevas y asegurándose de que los numerosos monarcas y dinastas locales quedaran neutralizados y rindieran obediencia al viejo estilo.
    En el triunfo celebrado en 61 a. C., después de su regreso a Roma y en su cuarenta y cinco cumpleaños (sin duda una coincidencia planificada), decían que Pompeyo había vestido una capa que antaño perteneciera a Alejandro Magno. Es imposible saber de dónde demonios había sacado aquella falsificación, o aquel disfraz, pero no engañó a muchos de los astutos observadores romanos, que no eran menos escépticos que nosotros en cuanto a la autenticidad de la tela. Evidentemente la intención era la de emparejar no solo el nombre («Magno») que había tomado prestado de Alejandro sino también sus ambiciones de vastas conquistas imperiales. Algunos romanos quedaron impresionados, otros decididamente dubitativos en cuanto a la exhibición. Plinio el Viejo, que escribió más de cien años después, destacó con desaprobación un retrato de la cabeza de Pompeyo que él mismo había encargado, realizado enteramente con perlas: «la derrota de la austeridad y el triunfo del lujo». Sin embargo, había un propósito aún más importante. Esta celebración fue ya la expresión más poderosa del Imperio Romano desde el punto de vista territorial e incluso de la ambición romana por la conquista del mundo. Uno de los trofeos transportados en la procesión, probablemente en forma de un gran globo, tenía una inscripción que declaraba que «este es un trofeo del mundo entero». Además, una lista de los éxitos de Pompeyo exhibida en el templo romano incluía el revelador alarde, aunque exageradamente optimista, de que había «extendido las fronteras del imperio hasta los límites de la tierra».


El primer emperador

    Pompeyo tiene derecho a ser considerado el primer emperador romano. Es cierto que ha pasado a la historia como el hombre que, en última instancia, apoyó la causa de la República contra el poder cada vez más independiente de César y, por consiguiente, como opositor al gobierno imperial. No obstante, su actuación en el este y los honores que se le prodigaron (o que él mismo planeó) prefiguraban muy de cerca muchos de los elementos definitorios de la imagen y estatus del emperador romano. Fue casi como si las formas y los símbolos del gobierno imperial que, unas décadas después, con Julio César e incluso su sobrino nieto, el emperador Augusto, fueron la norma en Italia y Roma tuvieran sus prototipos en el gobierno romano en el extranjero.
    Julio César, por ejemplo, fue la primera persona viva cuya cabeza apareció en una moneda acuñada en Roma. Hasta aquel momento, en la calderilla tan solo se representaban imágenes de héroes muertos desde hacía tiempo, y aquella innovación fue una descarada señal del poder personal de César, seguida por todos los gobernantes romanos posteriores. Sin embargo, una década antes, las comunidades orientales habían acuñado monedas con la cabeza de Pompeyo. Este honor iba emparejado a otros extravagantes cumplidos e incluso a varias formas de culto religioso. Se conoce a un grupo de «adoradores de Pompeyo» ( Pompeiastae ) en la isla de Delos. Nuevas ciudades adoptaron su nombre: Pompeiopolis, o «Ciudad de Pompeyo»; Magnopolis, o «Ciudad del Magno». Era aclamado como «igual que un dios», «salvador» e incluso solamente «dios». Y en Mitilene, en la isla de Lesbos, un mes del calendario portaba su nombre, igual que después, en Roma, se darían los nombres de Julio César y Augusto a meses del año.
    Había precedentes de muchos de estos elogios y alabanzas. Los reyes que siguieron a Alejandro Magno, en los territorios desde Macedonia hasta Egipto, a menudo habían expresado su poder en términos más o menos divinos. Las antiguas religiones politeístas trataban la frontera entre dioses y humanos de manera más flexible y provechosa que los monoteísmos modernos. Los primeros comandantes romanos en el Mediterráneo oriental en ocasiones habían sido honrados con fiestas religiosas instituidas en su nombre: Cicerón en una carta a Ático desde Cilicia insinúa que había declinado el ofrecimiento de un templo. Sin embargo, en su conjunto, los honores de Pompeyo tenían un alcance totalmente nuevo. Es difícil imaginar que Pompeyo, después de esta clase de encumbramiento en Oriente y tras el poder independiente que había ejercido reorganizando inmensas extensiones de tierra, pudiera regresar a Roma y convertirse en un simple senador, uno entre otros muchos. Aparentemente es lo que hizo. No marchó sobre Roma al estilo de Sila, pero también en Roma había indicios de cambio soterrados.
    
    El extenso programa constructivo de Pompeyo de erigir teatros, jardines, pórticos y salas de reuniones cubiertos de esculturas famosas era indudablemente una innovación imperial. Era mucho más ambicioso de lo que fueron los templos individuales que solían construir los primeros generales para agradecer la ayuda de los dioses en el campo de batalla. Consagrado en el año 55 a. C., fue el primero de una serie de inmensos complejos arquitectónicos que serían el sello de los posteriores emperadores, que trataron de dejar su huella, en resplandeciente mármol, en el paisaje romano, y que hoy en día conforman nuestra imagen de la antigua Roma. Hay también indicios de que incluso en Roma Pompeyo era presentado, de manera muy similar a los emperadores posteriores, como si fuera un dios. Este tema ya aparece en el discurso de Cicerón de 66 a. C. que de forma reiterada califica los talentos de Pompeyo de «divinos» o «dotado por los dioses», distinguiendo su « incredibilis ac divina virtus » («su increíble y divina virtus »). No queda claro hasta qué punto hay que tomar literalmente la palabra divina , pero en el mundo romano nunca fue del todo la metáfora muerta que es hoy en día. Como mínimo, había en Pompeyo algo que era un poco más que humano. Esta consideración se advierte también en un honor que a petición de dos tribunos se votó para él en el año 63 a. C., anticipándose a su regreso de Oriente: Pompeyo tendría permiso para llevar el atuendo de general triunfador cada vez que asistiera a las carreras en el circo.
    Esta prerrogativa era mucho más importante de lo que puede parecer y sin duda mucho más que un asunto de código de vestimenta, puesto que el especial atuendo tradicional que llevaba el general conquistador en su desfile triunfal era idéntico al que llevaba la estatua del dios Júpiter en el templo de la colina Capitolina. Era como si la victoria militar permitiese al general ponerse literalmente en la piel de un dios, aunque solo por un día, lo que explica que el esclavo que estaba de pie detrás de él en la cuadriga supuestamente le susurrase al oído una y otra vez: «Recuerda que eres (solo) un hombre». Permitir que Pompeyo se vistiese con todos los atributos triunfales en otras ocasiones equivalía a darle un estatus divino fuera de aquel contexto ritual estrictamente definido. Todo aquello debió de parecer un paso arriesgado, porque Pompeyo, según dicen, solo hizo uso de su nuevo privilegio una vez; y, como observó con agudeza un escritor romano unos setenta años después, «aquello fue ya demasiado a menudo».
    Uno de los grandes dilemas a los que se enfrentó la República romana fue el de encontrar el equilibrio del éxito y la celebridad individual con la teórica igualdad de la élite y los principios del poder compartido. Muchas historias míticas de la Roma primitiva plantean el problema de héroes gallardos que traspasan los límites para enfrentarse al enemigo en combate singular. ¿Merecían castigo por su desobediencia u honores por llevar la victoria a Roma? También hubo figuras históricas anteriores a Pompeyo cuya prominencia había entrado en conflicto con la estructura tradicional de poder del Estado. Mario y Sila son ejemplos evidentes. No obstante, más de cien años antes, a pesar, o a causa, de su retahíla de colosales victorias, Escipión el Africano pasó el resto de su vida en un exilio virtual, tras varios intentos en los tribunales romanos de bajarle los humos: de ahí su enterramiento en el sur de Italia y no en la majestuosa tumba de la familia Escipión en Roma. Según algunas historias, él mismo alegaba inspiración divina y solía pasar la noche en el templo de Júpiter para aprovecharse de su relación especial con el dios. Sin embargo, a mediados del siglo  I a. C., los riesgos eran mucho más grandes, el tamaño de las operaciones y obligaciones de Roma mucho más amplias y los recursos económicos y personal disponible tan inmensos que el auge de hombres como Pompeyo era prácticamente imparable.
    Lo que al final detuvo a Pompeyo fue un rival, en la figura de Julio César, miembro de una vieja familia patricia, con un programa político inscrito en la tradición radical de los Gracos y con ambiciones que, en última instancia, llevaban directamente al gobierno de un solo hombre. No obstante, al principio estos dos hombres fueron parte de una famosa alianza a tres bandas.

Mary Beard
SPQR
UNA ANTIGUA HISTORIA DE ROMA


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