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domingo, 3 de octubre de 2021

Kate Chopin / Arrepentimiento

 


Kate Chopin

Arrepentimiento

Regret by Kate Chopin




      Mamzelle Aurélie tenía una figura imponente, mejillas coloradas, cabellos que variaban de castaño a gris, y una mirada enérgica. En la granja llevaba puesto un sombrero de hombre, un viejo sobretodo militar azul cuando hacía frío, y a veces botas de campaña.


       Mamzelle Aurélie nunca había pensado en casarse. Jamás había estado enamorada. A los veinte años recibió una propuesta de matrimonio, que rechazó de inmediato, y a los cincuenta seguía sin lamentar su decisión.
       Así que estaba sola en el mundo, excepto por su perro Ponto, los negros que vivían en las cabanas y labraban los campos, las aves de corral, unas cuantas vacas, un par de mulas, su escopeta (para dispararles a los halcones gallineros) y su religión.
       Una mañana, Mamzelle Aurélie se encontraba en la veranda de su casa, observando, con las manos en la cintura, a un pequeño grupo de niños muy pequeños que bien podían haber caído de las nubes por lo inesperado y desconcertante de su llegada, y tan inoportuna. Eran los hijos de su vecina más cercana, Odile, que a decir verdad no era tan cercana.
       La joven se había aparecido apenas cinco minutos antes, acompañada de los cuatro niños. En brazos llevaba a la pequeña Elodie, arrastraba de una mano rebelde a Ti Nomme, mientras Marcéline y Marcélette la seguían con paso indeciso.
       Tenía la cara roja y desfigurada por las lágrimas y la agitación. La grave enfermedad de su madre requería su presencia en un condado vecino, su marido se encontraba lejos, en Texas —que a ella le parecía a miles de miles de kilómetros de distancia—, y Valsin la esperaba con la carreta de mulas para llevarla a la estación.
       —No hay alternativa, Mamzelle Aurélie. Tiene que quedarse con los niños hasta mi regreso. Dieu sait que no la molestaría si hubiera otra solución. Oblíguelos a que la obedezcan, Mamzelle Aurélie, y castíguelos cuando sea necesario. Bueno, yo, como ve, ando medio enloquecida entre los niños y León lejos de casa. ¡Y quizá ni siquiera encuentre a mi pobre madre encoré con vida! —horrible posibilidad que llevó a Odile a una despedida final, precipitada y temblorosa, de su desconsolada familia.
       Los dejó amontonados en la franja angosta de sombra en el porche de la casa larga y baja. La blanca luz del sol recalentaba los viejos tablones blancos; varios pollos picoteaban la hierba al pie de las gradas, y uno de ellos, el más audaz, subió los escalones y empezó a caminar por la galería con pesadez y solemnidad, sin rumbo fijo. En el aire se sentía el agradable aroma de los claveles, y el sonido de la risa de los negros llegaba a través del floreciente campo de algodón.
       Mamzelle Aurélie se quedó observando a los niños. Miró con ojo crítico a Marcéline, que se tambaleaba bajo el peso de la regordeta Elodie. Examinó con la misma atención a Marcélette, que mezclaba sus lágrimas silenciosas con la rebeldía ostentosa y el ruidoso dolor de Ti Nomme. Durante esos pocos instantes contemplativos, trató de recobrar la calma, mientras definía una línea de conducta que debía coincidir con la línea del deber. Empezó por la comida.
       Si esas hubieran sido las únicas responsabilidades de Mamzelle Aurélie, se las habría quitado de encima con facilidad, pues su despensa estaba bien provista para esa clase de emergencias. Pero los niños pequeños no son cerditos; necesitan y exigen cuidados que Mamzelle Aurélie no esperaba en absoluto y estaba muy mal preparada para realizar.
       Durante los primeros días fue en verdad muy torpe en el manejo de los hijos de Odile. ¿Cómo podía saber que Marcélette solía llorar cuando le hablaban en voz demasiado alta y autoritaria? Era un rasgo característico de Marcélette. Se enteró de la pasión por las flores de Ti Nomme sólo después de que el niño arrancó las gardenias y los claveles más bonitos del jardín, con el propósito aparente de estudiar en detalle su estructura botánica.
       —No basta con decírselo, Mamzelle Aurélie —le explicó Marcéline—. Tiene que amarrarlo en una silla. Es lo que suele hacer maman todo el tiempo cuando se porta mal: lo amarra en la silla.
       La silla en la que Mamzelle Aurélie ató a Ti Nomme era amplia y cómoda, y como era una tarde calurosa, el niño aprovechó la oportunidad para dormir una buena siesta.
       Por la noche, cuando los mandó a todos juntos a la cama del mismo modo que hubiera espantado pollos en el gallinero, los niños la miraron desconcertados. ¿Y qué hacer con los pequeños camisones blancos que trajeron en fundas de almohada y que una mano fuerte debía sacudir hasta que restallaran como látigo de buey? ¿Y qué hacer con la tina de agua que había que colocar en el suelo, en medio del cuarto, para lavar con suavidad y esmero los pequeños pies cansados, polvorientos y bronceados por el sol? Y a Marcéline y Marcélette les causó mucha gracia la sola idea de que Mamzelle Aurélie hubiera creído, aunque fuera por un instante, que Ti Nomme podría dormirse sin que le contaran el cuento de Croque-mitaíne o el de Loup-garou, o los dos; o que Elodie pudiera conciliar el sueño sin que la mecieran en brazos o le cantaran una canción de cuna.
       —Créeme, tía Ruby —le confió Mamzelle Aurélie a su cocinera—, por mi parte, preferiría mil veces hacerme cargo de una docena de plantaciones que de cuatro niños. ¡Es tetrasenü! ¡Bonté! ¡No quiero saber nada de niños!
       —No esperaba que supiera cómo tratarlos, Mamzelle Aurélie. Lo comprobé ayer mientras observaba a ese niño pequeño jugando con sus llaves. ¿No sabía usted que jugar con llaves vuelve a los niños tercos y testarudos? Así como se les ponen duros los dientes si se miran al espejo. Esas son las cosas que tiene que saber cuando cría y educa niños.
       Por cierto, Mamzelle Aurélie no pretendía ni deseaba adquirir un conocimiento tan sutil y trascendente sobre el tema como el que poseía la tía Ruby, que “crió a cinco y enterró a seis” en sus buenos tiempos. Se contentaba con aprender dos o tres secretitos de madre para las necesidades del momento.
       Los dedos pegajosos de Ti Nomme la obligaron a desempolvar delantales blancos que no había usado en años, y tuvo que acostumbrarse a sus besos húmedos, a las manifestaciones de su naturaleza cariñosa y exuberante. Del estante más alto del armario bajó el costurero, que rara vez usaba, y lo colocó al alcance de la mano como lo exigían las enaguas desgarradas y las blusas sin botones. Le tomó varios días acostumbrarse a las risas, los llantos y el parloteo que resonaban durante todo el día dentro y fuera de la casa. Y pasaron más de dos noches antes de que pudiera dormir cómodamente con el cuerpecito regordete y cálido de Elodie apretado contra ella, mientras el dulce aliento de la niña le rozaba la mejilla como el suave aletear de un pájaro.
       Pero al cabo de dos semanas Mamzelle Aurélie ya estaba bastante acostumbrada a esas cosas y había dejado de quejarse.
       Y fue también al cabo de dos semanas, mientras observaba el establo donde se alimentaba el ganado al atardecer, cuando Mamzelle Aurélie vio la carreta azul de Valsin en la curva del camino. Odile estaba sentada al lado del mulato, muy derecha y alerta. A medida que se acercaban, el rostro radiante de la joven indicaba que el retorno al hogar era un regreso feliz.
       Pero esa llegada, sin previo aviso y tan sorpresiva, sumió a Mamzelle Aurélie en un estado de aturdimiento que bordeaba casi la agitación. Había que reunir a los niños. ¿Dónde estaba Ti Nomme? Allá, en el cobertizo, afilando una navaja en la piedra de amolar. ¿Y Marcéline y Marcélette? Cortando y cosiendo ropa de muñeca en un rincón de la veranda. En cuanto a Elodie, la niña se encontraba segura en brazos de Mamzelle Aurélie y había gritado de alegría al reconocer la carreta azul que traía de regreso a su madre.
       Pasó la excitación; ya se habían ido. ¡Qué silencio se hizo cuando se fueron! Mamzelle Aurélie se quedó en la veranda, mirando y escuchando. Ya no divisaba la carreta; la puesta de sol rojiza y el crepúsculo azul grisáceo extendieron a la vez una niebla púrpura sobre los campos y el camino que la borró de su vista. Ya no podía oír el traqueteo y chirrido de las ruedas. Pero aún podía escuchar a lo lejos las alegres voces bulliciosas de los niños.
       Entró en la casa. La esperaba mucho trabajo, pues los niños habían dejado todo en desorden. Pero no empezó la tarea de inmediato. Mamzelle Aurélie se sentó junto a la mesa. Echó una lenta mirada a través de la habitación, donde se deslizaban las sombras del anochecer, cada vez más oscuras alrededor de su figura solitaria. Dejó caer la cabeza sobre el brazo doblado, y empezó a llorar. ¡Ah, cómo lloraba! No en silencio como suelen hacer las mujeres. Lloró como un hombre, con sollozos que parecían desgarrarle el fondo del alma. No se dio cuenta de que Ponto le lamía la mano.


1985.


Originalmente publicado en la revista Century (mayo de 1895)
A Night in Acadie
(Chicago: Way & Williams, 1897)




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