Vargas Llosa y Bataille: la parte maldita
El escritor peruano destaca la frustración de Bataille ante “el insalvable abismo” que separa al deseo de la realidad, impidiendo realizar sus fantasías
Rafael Narbona
23 de marzo de 2021
A veces, el espíritu sopla en lugares particularmente desapacibles. Mario Vargas Llosa descubrió a George Bataille en el Colegio Militar Leoncio Prado. Su profesor César Moro, pintor y poeta surrealista, le habló de sus libros y el joven cadete, que ya había desarrollado la idea de ser escritor, comprendió que la literatura era el único escenario donde el hombre podía liberar sus demonios interiores sin causar un cataclismo. Eso que Bataille llamó “la parte maldita” no es un rasgo de individuos dominados por pasiones turbias, sino un impulso que habita en todos nosotros. Todos alentamos pasiones dañinas, pero si nos dejamos llevar por ellas, nos condenaremos a vivir en los márgenes, execrados y aislados. Para el maldito que se atreve a serlo, la sociedad reserva la soledad de una celda y la infamia del patíbulo. Si respetamos los tabúes, absteniéndonos de colmar nuestros apetitos más oscuros, seguiremos viviendo entre los hombres. No soportaremos castigos ni soledades no deseadas, pero acumularemos un hondo malestar.
El precio de vivir en sociedad es la infelicidad. Sin embargo, hay una alternativa que nos proporcionará cierto placer sin destruirnos: plasmar en la escritura nuestros delirios más barrocos. En una página podemos volcar lo que reprimimos a diario, inhibiendo nuestras pulsiones demoníacas. Solo se trata de un juego, pero de un juego necesario que ofrece una salida al individuo y, al mismo tiempo, preserva la paz social. La literatura es el rito donde el mal se consuma y se purifica. Vargas Llosa celebra este descubrimiento, pues levanta las barreras que oponemos a la imaginación, recortando su vuelo. El escritor puede ser un “maldito”, incendiando los mundos que alumbra su creatividad, pero cuando abandona el terreno de la literatura, recobra su condición de ciudadano perfectamente integrado. ¿Qué es entonces la literatura? ¿Una pantomima? Sí, pero una pantomima sagrada.
En 1972, Vargas Llosa publicó Bataille o el rescate del mal, un largo prólogo a El verdadero Barba Azul (La tragedia de Gilles de Rais). Casi treinta páginas concebidas como una prospección en el pensamiento de Bataille, un “escritor de minorías” con un halo de clandestinidad. El Nobel peruano define su pensamiento como una aventura “ardiente y glacial” que continúa su viaje más allá de lo que Sartre, Camus o Merleau-Ponty se habían atrevido a imaginar. Bataille no se consideraba un filósofo, sino “un santo, tal vez un loco”. Su intención no era hallar la verdad, sino crearla, destruyendo las ortodoxias que impiden su aparición. Heterodoxo, iconoclasta, tímido, cultiva el secreto. En la vida real, hablaba en voz baja, casi inaudible y firmaba con pseudónimo en muchas ocasiones, pero en esa otra vida que es la literatura chillaba, clamaba, fulminaba. No le interesaban la claridad ni el orden, sino la soberanía. Soberano es el hombre que dice lo que realmente quiere decir. No le preocupaba ser poco inteligible. Lo que no soportaba era ser “inexacto”. “El que habla confiesa su impotencia”, escribe Bataille en El erotismo, incurriendo en una paradoja, pues su escritura es palabra vibrante y con una gran resonancia.
Si el lenguaje es impotencia, solo cabe subvertirlo, ignorando las leyes de la razón y los principios de la lógica. Este planteamiento acerca a Bataille al surrealismo, pero André Breton, un estricto moralista, lo acusó de “interesarse únicamente en lo más vil, lo más deprimente y lo más corrompido del mundo”. La fascinación de Bataille por lo oscuro, prohibido y terrible nace de la convicción de que la última palabra de la vida no es la belleza y el equilibrio, sino lo feo y estridente. Si una rosa pierde sus pétalos, solo queda “una mota de aspecto sórdido”. El mundo es un lugar inhóspito y solo puede ser tolerado eliminando las prohibiciones que frustran nuestros impulsos primigenios. Nada merece ser respetado. Para Bataille, esa idea es “idiota y grotesca”. El ser humano no experimenta la urgencia de conservar, sino de gastar, demoler y destruir. Su ambición primigenia es el despilfarro, la voluptuosidad del derroche, el lujo de inmolar todo lo que posibilita un mañana. El imperativo de sobrevivir contiene esa tendencia, forzando la moderación y la prudencia.
Bataille presupone que toda “sociedad produce más de lo que necesita para la subsistencia”. Vargas Llosa, testigo de la pobreza y el atraso en América Latina, no puede suscribir ese razonamiento. La escasez es tristemente real. El hambre y la falta de agua potable afligen a grandes sectores de la humanidad. La hipótesis de Bataille es falsa a la luz de la historia, pero no en términos metafísicos, pues la vida en sí misma es una “loca exuberancia”. La moral se ha alzado contra esa desmesura, levantando diques para ordenarla. La exuberancia alumbra sin cesar formas, tramas y variaciones, pero también caos y disolución. Crea y destruye, levanta y aniquila, conforma y deforma. El hombre no podría sobrevivir si no ahogara los elementos dañinos que acompañan a la vida en tanto fuerza ciega e irracional. La vida en sociedad nace de una mutilación. En lo que llamamos bien, solo hay una parte de lo humano. La integridad o soberanía solo acontece cuando la “parte maldita” se subleva y libera su pulsión de muerte, donde no se reconoce ningún límite o prohibición.
El erotismo desliga el sexo de la reproducción. Es un ejercicio de libertad que celebra la vida hasta en la muerte. Desafía a la razón y se rebela contra cualquier exigencia práctica. Sucede lo mismo con la mística, otro “lujo” que no contribuye a la perpetuación de la polis. Bataille no abomina de las prohibiciones. Entiende que son necesarias, pero siempre existirá el impulso de transgredirlas. Los que se atreven a violar los tabúes, los que osan cargar con el Mal, son monstruos, pero sus aberraciones están teñidas de heroísmo y santidad. Son el nuevo Prometeo, si bien la antorcha que enarbolan no es la razón o el conocimiento, sino el goce infantil y amoral. En la “parte maldita” también viajan las obsesiones, las frustraciones, el dolor psíquico. Todo ese sufrimiento se vuelve fecundo en la literatura, el lugar sin límites, el único espacio donde la trasgresión no destruye la vida, sino que la enriquece, imprimiéndole profundidad. En un mundo de papel, podemos fantasear que somos Gilles de Rais, sin causar estragos. Todos llevamos dentro un monstruo. Es un alivio saber que puede manifestarse en un territorio libre de riesgos y consecuencias.
Vargas Llosa sostiene que el mejor Bataille está en los ensayos, no en las novelas, interesantes pero imperfectas. Aun así se demora en Historia del ojo, escribiendo en 1978 un largo prólogo titulado 'El placer glacial', donde analiza e interpreta esa “historia de niños traviesos, […] una novela gótica del siglo veinte, un texto surrealista a medio camino de la prosa y de la poesía y un documento clínico sobre las obsesiones”. Los protagonistas de esta fábula perversa y blasfema solo obedecen al instinto y la fantasía. Su forma de actuar constituye una rebelión contra el mundo adulto, con sus normas y tabúes. No es algo consciente, sino el fruto de un ardiente deseo de autonomía: “Sólo así -lo sienten confusamente- romperán el cordón umbilical que los une quienes les dieron el ser y alcanzarán su propia soberanía. Por ello viven obsesionados por la voluntad de profanación del mundo adulto”. Para ellos, los otros solo son un objeto de diversión. No buscan amor ni placer, sino la soberanía de mancillar, rebajar y humillar la carne de los otros. “Les divierte más orinar y masturbarse –solos o a cuatro manos- que copular”. Parodia de la novela gótica, Historia del ojo constituye una auténtica insurrección contra la herencia cristiana. No se trata de simple apostasía o blasfemia, sino de una buena nueva que exalta la sangre, la muerte, la orina y las heces. En las orgías de los niños, se despilfarra el semen para dejar claro que el goce se ha emancipado de la vida. Bataille escoge la “pobreza formal”, deshidratando la prosa hasta reducirla a una desnudez elemental. Su intención es reflejar su “experiencia interior” con los mínimos recursos, evitando cualquier concesión a la belleza. Vargas Llosa sostiene que “Historia del ojo es realista y el contenido surrealista”. Se emplea la razón, fría y precisa, para dar cuenta a lo irracional, caudaloso y caótico. Se practica el “ascetismo verbal” para facilitar la hegemonía del deseo.
Historia del ojo desprende la irrealidad de los sueños, donde el tiempo y el espacio se desprenden de sus limitaciones. Proliferan las dislocaciones y las bilocaciones. Los protagonistas –señala Vargas Llosa- “no parecen seres despiertos sino sonámbulos inmersos en una prisión onírica que les da la ilusión de libertad”. En la órbita del deseo, hay libertad, pero también una gozosa esclavitud. Bataille es esclavo de sus pasiones y obsesiones, y no tiene ningún interés en librarse de ellas. El Nobel peruano apunta que Historia del ojo es también un “documento clínico”. Su autor nos cuenta sus parafilias, mostrando con desinhibida crudeza las patologías que han anidado en su cabeza. Es un ejercicio de egotismo que concibe la comunicación con el otro como algo secundario. Bataille no escribe para los demás, sino para sí mismo. Eso explica el carácter “glacial” y “sadomasoquista” que circula por su novela. La indiferencia hacia los sentimientos ajenos conduce inevitablemente al exhibicionismo. Vargas Llosa destaca la frustración de Bataille ante “el insalvable abismo” que separa al deseo de la realidad, impidiendo realizar sus fantasías. ¿Asume el escritor francés que sus impúdicos ensueños conducen a la destrucción del individuo y la sociedad? ¿Se limita a desahogarse ejerciendo su soberanía en el terreno de la ficción literaria? ¿Celebra que el esperma no se convierta en sangre? Vargas Llosa señala que los protagonistas de Historia del ojo “parecen unos seres profundamente infelices, de una seriedad fúnebre, sobre todo cuando se excitan y eyaculan”. ¿Piensa Bataille lo mismo?
El escritor Juan García Ponce objetó que Vargas Llosa no había comprendido a Bataille. En 'La ignorancia del placer', un breve y airado ensayo, afirmaba que Historia del ojo no era un texto libertino, sino religioso. La “experiencia interior” es una reelaboración de lo sagrado, pero desde la perspectiva de una finitud irreversible. El sentido es una invención del hombre. Jamás hallaremos una hebra de racionalidad en el cosmos, disperso, desordenado y frío. García Ponce afirma que Bataille no es un blasfemo, sino el adalid de “una religión atea, sin cabeza” que se manifiesta como angustia, vértigo, exceso, erotismo, muerte. Dado que Dios ha muerto y las leyes morales solo son convenciones, lo único que se puede transgredir es nuestro propio cuerpo, que nos proporciona una ilusoria sensación de coherencia y sentido. Bataille no se rebela contra Dios, sino contra la vida. El goce estético adquiere una dimensión religiosa cuando nace de la complacencia con la muerte. Gracias a obras como Historia del ojo, somos espectadores del aniquilamiento de la razón y sus vástagos: la moral, la sociedad, el cálculo, la moderación. Vargas Llosa respondió a García Ponce que Bataille era un “místico ateo” y, al mismo tiempo, “un espíritu radicalmente libertario”. Su rebeldía “representa el mal, pues persigue ávidamente la satisfacción de apetitos físicos y morales que exigen la transgresión de la Ley, el exceso la vida como puro gasto y pérdida”. Se trata de una espiral que conduce a la muerte. Por eso actúa como un libertino, regresando a su hogar tranquilamente tras haber perpetrado toda clase excesos y perversiones.
¿Es Bataille un místico o un libertino? Creo que ambas cosas. Místico porque quiere ir más allá de la razón, la lógica y el yo. Libertino porque se rebela contra la moral cristiana, utilizando la blasfemia y el sacrilegio como arietes de una nueva era. Frente a la “moral del ocaso”, que recorta la libertad para garantizar la supervivencia, la “moral de la cumbre” aspira a la soberanía, una meta que solo se puede realizar perdiendo el miedo a la muerte. Bataille es un filósofo del límite que se demora en la transición del bien al mal. Su pensamiento siempre flota en lo fronterizo. El absoluto que anhela no es el placer, sino el goce, que solo acontece mediante la transgresión. Su precio es la muerte. No es un coste muy alto, pues a fin de cuentas no somos eternos. La muerte puede desbaratar nuestros planes en cualquier momento. Cualquier planificación del futuro es absurda. El goce es peligroso, pero nos hace soberanos. Es el caso de Gilles de Rais, que se arroga el poder de matar, violando la ley de Dios y de los hombres. Sus crímenes nos horrorizan, pero su vida nos seduce, pues encarna –según Bataille- “la imagen milagrosa de una existencia ilimitada”.
No creo que Vargas Llosa se equivocara con su interpretación de Bataille, pero es indudable que dejó cosas fuera. En su respuesta a García Ponce, escribe: “Es cierto que buena parte de la obra de Bataille está teñida de religiosidad. Me refiero al Bataille de La experiencia interior. […] Este Bataille es el que menos me seduce y acaso lo comprendo mal”. Sin embargo, ese Bataille también está en La literatura y el mal, la obra que más ha trabajado Vargas Llosa. El mal no es solo transgresión, sino algo más importante: restauración. La caída en el tiempo, simbolizada mediante el mito del pecado original, significó abandonar la continuidad del reino animal para ingresar en la discontinuidad de la vida humana. En el éxtasis erótico dejamos de ser individuos. Durante unos instantes, volvemos al infinito del que procedemos, a esa fuerza indiferenciada de la que nos desprendimos por culpa de la razón. Bataille es un místico porque quiere restablecer la unidad primordial del ser. Como santa Teresa de Jesús o san Juan de la Cruz, desea fundirse con algo mucho más grande que su existencia individual. Siente nostalgia de la totalidad originaria, a la que no identifica con Dios, sino con la vida en su desnudez, con toda su carga de violencia e irracionalidad. Bataille deja de ser un místico y pasa a ser un libertino cuando refuta la tradición cristiana, incitando al exceso y la blasfemia. Desde su punto de vista, la soberanía se alcanza tratando al otro como un objeto, sometiéndolo a nuestros caprichos, ignorando sus emociones y anhelos.
Místico o libertino, Bataille considera que la individuación es una desgracia y que la dicha solo se logra mediante el eclipse de la conciencia. La transgresión es el éxtasis perfecto, pues destrona a la razón y escarnece la moral. En el catálogo de las transgresiones, Bataille incluye el canibalismo. Comerse al otro no es una forma de borrarlo de la faz de la tierra, sino de incorporarlo al turbio río del ser, donde víctima y verdugo se confunden. El caníbal oficia un rito donde ya no hay tú ni yo, sino una explosión de vida que aniquila la angustia ante la muerte.
Vargas Llosa aborda el tema del canibalismo en algunas de sus novelas. En La guerra del fin del mundo, el Beatito come la carne putrefacta del Conselheiro, pensando que su acto es una forma de eucaristía. En Lituma en los Andes, flota el mito del pishtaco o nakaq, un personaje mitológico de la tradición andina que degüella a sus víctimas para extraer su grasa y venderla o enterrarla. No se trata de crímenes irracionales, sino de ritos concebidos para fructificar la tierra y proteger los asentamientos. Sin mencionarlo, Vargas Llosa explota su riqueza como narrador para ilustrar las tesis de Bataille. El canibalismo es uno de los tabúes más antiguos, pues asimila al hombre a un animal, pero al mismo tiempo posibilita una comunión con una totalidad indiferenciada. El festín caníbal no es un acto de barbarie, sino una cena sagrada. Así lo entiende el Beatito, cuando degusta el pus del Conselheiro. Su gesto no es una falta de respeto, sino una manera de participar en lo divino. Bataille afirma que el canibalismo encarna una sabiduría ancestral. Nos permite salir de la civilización y volver a un estado prerracional, donde la carne y la sangre se transmutan en ofrendas, librándonos de las impurezas de la lógica y la moral.Vargas Llosa afirma que Bataille repudiaba la posibilidad del crimen. Cuando celebra la transgresión, solo piensa en la literatura. Yo creo que su pensamiento iba más allá. Al igual que Nietzsche, era un hombre débil que fantaseaba con la fuerza y la salud. En Historia del ojo y en El verdadero Barba Azul (La tragedia de Gilles de Rais), el goce se asocia a cosificar los cuerpos ajenos para someterlos a toda clase de vilezas. Se aprecia una fascinación morbosa por la crueldad y la violencia. Nada es santo ni intocable. Todo puede ser felizmente degradado: “Ninguna de las mujeres que amamos, por puras y encantadoras que sean, se hubiera librado de que Sade se cagara en su boca”. Bataille contempla extasiado la espeluznante fotografía que muestra la agonía de un reo ejecutado en China mediante la técnica de los mil cortes. Incluye la imagen en Las lágrimas de Eros como un ejemplo de horror sagrado. Su razonamiento, por mucho que se disfrace de teoría, revela la misma perversidad que se respira en el gabinete de Sade. Bataille tal vez solo era un escrupuloso bibliotecario que frecuentaba los burdeles, solicitando servicios repugnantes, pero en su mente bullían las mismas hogueras que incendiaron Europa en los años treinta, adorando a un nuevo Moloch.
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