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viernes, 2 de abril de 2021

Scott Fitzgerald / Vida nueva

 


Francis Scott FitzgeraldVida nueva






I

      Fue el primer día en que hizo el calor necesario para comer al aire libre en el Bois de Boulogne, mientras las flores de los castaños llovían oblicuamente sobre las mesas y caían con insolencia en la mantequilla y el vino. Julia Ross se comió algunas con el pan mientras oía cómo los peces se movían en el estanque y los gorriones aleteaban alrededor de una mesa que acababa de quedar vacía.. Volvías a ver a la gente: camareros con cara de camareros; mujeres francesas y perspicaces, sólo tacones y ojos; Phil Hoffman sentado en la silla de enfrente, con el corazón haciendo malabarismos sobre el tenedor, y el hombre extraordinariamente guapo que acababa de salir a la terraza.


... la fuerza transparente del mediodía púrpura.
No pesa el soplo de la brisa húmeda
en los capullos sin abrir...

      Julia se estremeció con discreción; pudo controlarse. No saltó de alegría ni se puso a gritar: “¡Bien! ¿No es magnífico?”, ni lanzó al maître d’hôtel entre los lirios del estanque. Siguió sentada, una mujer muy formal, de veintiún años, y con discreción se estremeció.
      Phil se levantaba en aquel momento con la servilleta en la mano.
      —¡Eh, Dick!
      —¡Phil!
      Era el hombre guapo; Phil se le acercó y, lejos de la mesa, se pusieron a charlar.
      —...visto a Cárter y Kitty en España...
      —...abarrotado el Bremen...
      —...así que iba a...
      Luego el hombre siguió al jefe de camareros y Phil volvió a sentarse.
      —¿Quién es? —preguntó Julia.
      —Un amigo, Dick Ragland.
      —Es, sin duda alguna, el hombre más guapo que he visto en mi vida.
      —Sí, es guapo —asintió Phil con poco entusiasmo.
      —¡Guapo! Es un arcángel, un puma. Está para comérselo. ¿Por qué no me lo has presentado?
      —Porque es el americano con peor reputación de todo París.
      —Tonterías. Deben de ser calumnias, una conjura infame:
      una multitud de maridos celosos porque sus mujeres le han echado el ojo. Pero si ese hombre no ha hecho otra cosa en su vida que mandar
      cargas de caballería y salvar niños a punto de ahogarse.
      —El caso es que no lo invitan a ninguna parte, y no por una, sino por mil razones.
      —¿Qué razones?
      —Todas. Alcohol, mujeres, cárceles, escándalos... Mató a uno con el coche. No da golpe, es una persona despreciable y...
      —No me creo una palabra —dijo Julia con firmeza—. Apuesto a que es una persona tremendamente interesante. Y, cuando has hablado con él, parecías pensar lo mismo.
      —Sí —dijo Phil de mala gana—, como muchos alcohólicos, tiene cierto encanto. Si por lo menos no hubiera complicado a nadie en sus líos... Y, precisamente cuando alguien lo ayuda y se toma por él las mayores molestias, entonces derrama la sopa en la espalda de su anfitriona, besa a la criada y pierde el conocimiento en la perrera. Y lo hace con frecuencia. Ha abusado de mucha gente y ya no le queda nadie. —Yo —dijo Julia.
      Quedaba Julia, que era casi excesivamente buena y a veces se quejaba de ser demasiado perfecta. Hay que pagar todo lo que se añade a la belleza: es decir, las cualidades que funcionan como sustitutos pueden convertirse en un lastre cuando se añaden a la belleza. La mirada de Julia, luminosa, color avellana, era suficiente: no necesitaba el inquietante brillo de la inteligencia que la iluminaba; su irrefrenable sentido del ridículo le afeaba la suave línea de los labios, y su figura espléndida hubiera sido más evidente si se hubiera movido con un poco más de despreocupación y coquetería en vez de mantenerse, sentada y de pie, muy derecha, de acuerdo con la disciplina que le había inculcado un padre severo.
      Jóvenes tan perfectos como Julia se habían presentado alguna vez cargados de regalos, pero, por lo general, con aire de saberlo ya todo, de no tener posibilidades de seguir evolucionando. Y además había descubierto que los hombres de más valía eran demasiado íntegros y cortantes en su juventud, y ella era demasiado joven para que le gustara aquello. Ahí tenía enfrente, por ejemplo, a aquel joven egocéntrico y desdeñoso, Phil Hoffman, que evidentemente llegaría a ser un brillante abogado y que prácticamente la había seguido hasta París. Le gustaba tanto como cualquier otro conocido, pero en aquel momento lucía toda la altivez propia del hijo de un jefe de policía.
      —Esta noche me voy a Londres y el miércoles zarpo —dijo Phil—. Y tú pasarás en Europa todo el verano, con alguien nuevo cada dos o tres semanas que te rumie al oído.
      —Tú sigue haciendo comentarios tan inteligentes como ése y llegarás lejos —dijo Julia—. Anda, aunque sea para quedar bien, preséntame a ese tal Ragland.
      —¡Sólo me quedan unas horas!
      —Pero durante tres días enteros te he concedido la oportunidad de que llegáramos a entendernos. Sé un poco civilizado e invítalo a tomar café.
      Cuando el señor Dick Ragland se reunió con ellos, Julia dejó escapar un suspiro de placer. Era un hombre imponente, rubio y bronceado, con una luminosidad especial en la cara. Su voz transmitía fuerza y serenidad, y parecía temblarle un poco con una especie de alegre desesperación; su manera de mirar a Julia la hizo sentirse atractiva, interesante. Durante media hora, mientras sus palabras flotaban agradablemente entre el aroma de las violetas y las campánulas, los pensamientos y los nomeolvides, el interés de Julia fue en aumento. Incluso se alegró cuando Phil dijo:
      —Me acabo de acordar de mi visado para Inglaterra. En contra de lo que me dicta la razón, tengo que dejaros solos como dos tortolitos a punto de enamorarse. ¿Os importaría ir a despedirme a la Gare Saint Lazare, a las cinco?
      Miró a Julia con la esperanza de que dijera: “Te acompaño ahora”. Julia sabía que no le convenía quedarse a solas con aquel hombre, pero la hacía reír, y últimamente no se había reído mucho, así que dijo:
      —Me quedaré un rato; hace un día muy agradable. Cuando Phil se hubo ido, Dick Raglán sugirió tomar un buen champán.
      —Me han dicho que tiene usted una terrible reputación —dijo Julia impulsivamente.
      —Horrorosa. Ya nadie me invita. ¿Quiere que me ponga el bigote falso?
      —Qué raro —continuó Julia—. ¿Es verdad que se ha cerrado usted todas las puertas? ¿Sabe que Phil se ha sentido en la obligación de prevenirme contra usted antes de presentarnos? Y yo podría haberle dicho perfectamente que no nos presentara. —¿Y por qué no se lo dijo?
      —Pensé que sería una lastima porque parecía usted muy interesante.
      La expresión de Dick se suavizó, pero Julia advirtió que había oído tantas veces aquella frase que lo dejaba indiferente.
      —Me da igual lo que cuenten de usted —se apresuró a decir
      Julia.
      No se daba cuenta de que el hecho de que fuera una especie de proscrito aumentaba la atracción que ejercía sobre ella: no por la disipación, que para ella, que no la conocía, sólo era una abstracción, sino por las consecuencias de la disipación, aquella soledad profunda. Algo atávico la empujaba hacia el extraño a la tribu, un ser de un mundo con costumbres diferentes a las suyas, que prometía lo inesperado, que prometía aventuras.
      —Voy a decirle algo —dijo Dick de pronto—. El cinco de junio, día de mi veintiocho cumpleaños, dejaré de beber para siempre. Ya no me gusta beber. Evidentemente, no soy uno de los pocos que saben beber.
      —¿Está seguro de que podrá dejar de beber?
      —Lo que digo lo cumplo. Y voy a volver a Nueva York, a trabajar.
      —Yo misma me sorprendo de la alegría que me está usted dando —fue una imprudencia, pero lo dijo.
      —¿Quiere otro champán? —sugirió Dick—. Así se sentirá aún más alegre.
      —¿Piensa seguir así hasta su cumpleaños? —Probablemente. El día de mi cumpleaños estaré en mitad del océano, en el Olympic.
      —¡Yo también vuelvo en ese barco! —exclamó Julia. —Pues ya comprobará el cambio: dejaré de beber para el concierto del barco.
      Estaban limpiando las mesas. Julia se dio cuenta de que había llegado el momento de despedirse, pero era incapaz de dejarlo allí sentado, con aquella expresión de infelicidad oculta bajo la sonrisa. Se sintió maternalmente obligada a decirle algo que lo ayudara a mantener su resolución.
      —Dígame por qué bebe tanto. Probablemente, habrá algún motivo que ni siquiera usted conoce.
      —Sé perfectamente por qué empecé a beber. Se les fue otra hora mientras se lo contaba. Se había ido a la guerra a los diecisiete años y, cuando volvió, la vida en Princeton, con la gorra negra de los estudiantes de primer curso, le resultó un poco aburrida. Así que se fue a la Escuela Técnica de Boston y luego al extranjero, a estudiar Bellas Artes. Y allí le pasó algo.
      —Heredé algún dinero y descubrí que con unas copas me volvía expansivo, me convertía en alguien que tenía la habilidad de gustarle a la gente, y la idea me trastornó. Entonces empecé a beber mucho para animarme y que todo el mundo pensara que yo era maravilloso. Me emborrachaba continuamente y me peleé con casi todos mis amigos, pero entonces conocí a una pandilla absolutamente disparatada y durante cierto tiempo les caí simpatiquísimo. Pero me sentía superior a ellos y un día pensé: “¿Qué hago yo con esta gente?”. Y, claro, no les hizo mucha gracia. Y, cuando un taxi en el que yo iba mató a un hombre, acabé en los tribunales. Fue un chanchullo, pero salí en los periódicos y, cuando me soltaron, quedó la impresión de que al hombre lo había matado yo. Así que de lo único que he podido presumir durante los últimos cinco años es de una reputación que hace que las madres se lleven corriendo a sus hijas si yo estoy en el mismo hotel.
      Un camarero impaciente daba vueltas cerca de la mesa y Julia miró el reloj.
      —Vaya, habíamos quedado con Phil a las cinco. Hemos pasado aquí toda la tarde.
      Mientras corrían hacia la Gare Saint Lazare, Dick preguntó:
      —¿Nos veremos otro día o cree que es mejor que no nos veamos?
      Julia le devolvió la mirada interminable. No había señales de disipación en la cara de Dick Ragland, en sus mejillas saludables, en su andar erguido.
      —A la hora de comer me encuentro bien siempre —añadió, como un inválido.
      —Estoy segura —Julia se echó a reír—. Invíteme a comer pasado mañana.
      Subieron corriendo las escaleras de la Gare Saint Lazare, sólo para ver cómo el último vagón del Flecha de Oro desaparecía camino del Canal. A Julia le remordía la conciencia, porque Phil había venido a verla desde muy lejos.
      Como si quisiera expiar su culpa, fue al apartamento donde vivía con su tía y escribió a Phil una carta, pero no podía dejar de pensar en Dick Ragland. A la mañana siguiente, los efectos de su atractivo físico habían disminuido, y Julia tuvo la tentación de escribirle una nota diciéndole que no podía verlo. Pero lo único que Dick había hecho era pedirle que comiera con él; lo demás eran imaginaciones suyas. A las doce y media del día señalado lo estaba esperando.
      Julia no le había dicho nada a su tía, que tenía invitados para el almuerzo y podría preguntar por el nombre del acompañante de su sobrina: es raro salir con un hombre cuyo nombre no puede ser mencionado. Dick Ragland se retrasaba, y Julia esperó en el recibidor, mientras oía cómo parloteaban en el comedor los invitados de su tía. A la una abrió la puerta.
      En el rellano de la escalera había un hombre a quien no recordaba haber visto antes. Estaba blanco como un muerto, y se había afeitado de un modo irregular; llevaba el sombrero aplastado contra la cabeza, como un moño; tenía sucio el cuello de la camisa, y todo, excepto la corbata, era impresentable. Pero, en el instante en que reconoció a Dick Ragland, advirtió un cambio que redujo a la nada todos los demás: un cambio en su expresión. Toda su cara era una absoluta mueca de burla y desprecio: le costaba trabajo conseguir que los párpados no se le cerraran sobre los ojos fijos; la mandíbula inferior, descolgada, se adelantaba a los dientes superiores; la barbilla le temblaba, como una barbilla postiza que se le estuviera despegando: era una cara que, al mismo tiempo, expresaba e inspiraba asco.
      —Hola —murmuró.
      Julia retrocedió, se apartó de él. Y entonces, en medio de un repentino silencio que llegaba al vestíbulo desde el comedor, inspirada por el propio silencio del vestíbulo, casi lo empujó al rellano de la escalera, salió del piso y cerró la puerta a sus espaldas.
      —Ah —fue lo único que dijo, con un suspiro, espantada.
      —No he ido a casa desde ayer. Me lié en una fiesta en...
      Con repugnancia, lo cogió del brazo y le obligó a dar la vuelta y, tambaleándose, bajaron las escaleras y pasaron ante la mujer del portero, que los observó con curiosidad tras los cristales de la portería. Y por fin salieron a la radiante luz del sol, a la Rué Guynemer.
      En contraste con la lozanía primaveral del Jardín du Luxembourg, resultaba mucho más grotesco. Le daba miedo; buscó desesperada un taxi, pero uno que doblaba la esquina de la Rué de Vaugirard no atendió a su señal.
      —¿Dónde vamos a comer? —preguntó Ragland.
      —Usted no está en condiciones de comer en ninguna parte. ¿No se da cuenta? Tiene que volver a casa, a dormir.
      —Estoy perfectamente. En cuanto me tome una copa me pondré bien.
      Un taxi que pasaba frenó al ver la señal de Julia.
      —Tiene que ir a casa y dormir. No está en condiciones de ir a ninguna parte.
      Cuando consiguió fijar la mirada en Julia, de pronto vio algo fresco, nuevo y hermoso, algo ajeno al mundo turbulento y cargado de humo en el que había pasado las últimas horas, y tuvo un atisbo de discernimiento. Julia vio cómo se le torcía la boca en una mueca de respeto y temor, y se dio cuenta de que vagamente intentaba mantenerse derecho. El taxista bostezó.
      —A lo mejor tiene usted razón. Lo siento.
      —¿Cuál es su dirección?
      Le dio sus señas e inmediatamente se derrumbó en un rincón del coche, con expresión de seguir luchando para volver a la realidad. Julia cerró la puerta.
      Cuando el taxi se alejó, cruzó corriendo la calle y entró en el Jardin du Luxembourg como si alguien la estuviera siguiendo.


II

       Por casualidad Julia cogió el teléfono cuando Ragland llamó aquella tarde a las siete. Le temblaba la voz, forzada:
      —Me figuro que no servirá de mucho pedir perdón por lo de esta mañana. No sabía lo que hacía, aunque eso no sea una excusa. Pero si me permite verla un momento mañana, sólo un minuto, donde le parezca, me gustaría tener la oportunidad de decirle en persona lo terriblemente arrepentido que...
      —Mañana tengo muchas cosas que hacer.
      —El viernes entonces, o cualquier otro día.
      —Lo siento, tengo muchas cosas que hacer esta semana.
      —¿Me está diciendo que no quiere volver a verme?
      —Señor Ragland, no consigo entender qué utilidad tiene seguir dándole vueltas. La verdad es que lo que ha pasado esta mañana ha sido excesivo. Lo siento mucho. Espero que se encuentre mejor. Adiós.
      Se lo quitó por completo de la cabeza. No se le había ocurrido relacionar la reputación de Ragland con semejante espectáculo: un bebedor empedernido era alguien que se levantaba tarde, bebía champán y quizá, de madrugada, volvía a casa cantando. Aquel espectáculo a plena luz del día era mucho peor. Para Julia era bastante.
      Y hubo otros con quienes comer en Ciro y bailar en el Bois. Recibió una carta llena de reproches de Phil Hoffman, desde Estados Unidos. Ahora apreciaba más a Phil, que tanta razón llevaba en aquel asunto. Quince días después hubiera olvidado por completo a Dick Ragland, si no hubiera oído pronunciar su nombre con desprecio en varias conversaciones. Evidentemente, había hecho cosas parecidas en otras ocasiones.
      Entonces, una semana antes de zarpar, se lo encontró en el despacho de billetes de la White Star Line. Era tan guapo... Julia apenas daba crédito a sus ojos. Apoyaba un codo en el mostrador, imponente y erguido, los guantes amarillos tan inmaculados como sus ojos transparentes, luminosos. Su personalidad, tan llena de fuerza y alegría, había seducido al empleado que lo atendía con fascinada deferencia; las mecanógrafas levantaban la vista un instante e intercambiaban miradas. Entonces vio a Julia, que lo saludó con la cabeza, y, con un cambio de expresión repentino, casi una mueca de dolor, Ragland se quitó el sombrero.
      Llevaban un buen rato juntos, cerca del mostrador, y el silencio era agobiante.
      —¿No es una lata? —dijo ella.
      —Sí —dijo él, nervioso, y añadió—: ¿Vuelve en el Olympic?
      —Sí.
      —Pensaba que a lo mejor había cambiado de barco.
      —No, por supuesto que no —dijo Julia con frialdad.
      —Yo pensaba cambiar; de hecho, estoy aquí para solicitarlo.
      —Es absurdo.
      —¿No le resulta insoportable mi presencia? ¿No se mareará cada vez que nos crucemos en cubierta?
      Julia sonrió, y Ragland aprovechó su ventaja:
      —He mejorado un poco desde la última vez que nos vimos.
      —No hable de eso.
      —Bueno, entonces ha mejorado usted. Lleva el vestido más bonito que he visto en mi vida —era un cumplido exagerado, pero casi logró estremecerla—. ¿No le apetecería tomar café conmigo en la cafetería de al lado, a ver si nos recuperamos de este martirio?
      Qué debilidad hablar con él así, permitirle sus insinuaciones. Era como estar fascinada por una serpiente.
      —Me temo que no me es posible —un asomo de terrible timidez y vulnerabilidad se insinuó en la cara de Dick Ragland, y tocó una fibra del corazón de Julia, que se sorprendió al oírse decir—: Vale,
      muy bien.
      Sentados a una mesa, en la acera, al sol, nada le recordaba a Julia lo que había pasado aquel día horroroso de hacía dos semanas. Jekyll y Hyde. Era cortés, era encantador, era divertido. ¡Y la hacía sentirse tan atractiva, tan interesante! Y él ni parecía darse cuenta.
      —¿Ha dejado de beber? —preguntó.
      —Hasta el cinco de junio, no.
      —¡Ah!
      —Hasta el día que tengo decidido, no. Entonces dejaré de beber.
      Cuando Julia se levantó para irse y Ragland sugirió un futuro encuentro, ella negó con la cabeza.
      —Nos veremos en el barco. Después de su veintiocho cumpleaños.
      —De acuerdo. Otra cosa: es lógico que pague un alto precio por mi delito; le he hecho algo imperdonable a la única chica de la que he estado enamorado en mi vida.
      Lo vio en el barco el primer día, y se le cayó el alma a los pies cuando se dio cuenta de hasta qué punto lo deseaba. No importaba cuál fuera su pasado, no importaba lo que hubiera hecho. Y eso no significaba que pensara decírselo algún día, sino sólo que él la enternecía, químicamente, más que nadie que hubiera conocido, y que el resto de los hombres palidecía a su lado.
      Todo el mundo lo apreciaba en el barco; Julia se enteró de que iba a dar una fiesta la noche de su veintiocho cumpleaños. No estaba invitada. Cuando coincidían, pasaban charlando un rato agradable, nada más.
      El día seis lo encontró tumbado en su silla de cubierta, blanco como la cera. Tenía arrugas en la frente y alrededor de los ojos, y la mano, cuando la alargó para coger una taza de caldo, le temblaba. Y allí seguía al final de la tarde, sufriendo visiblemente, visiblemente desdichado. Después de pasar tres veces a su lado, Julia no pudo resistirse y le dijo:
      —¿Ha empezado la nueva era?
      Ragland hizo un débil esfuerzo para levantarse, pero Julia lo detuvo con un gesto y se sentó con él.
      —Parece cansado.
      —Sólo estoy un poco nervioso. Es el primer día desde hace cinco años que no tomo una copa.
      —Pronto se sentirá mejor.
      —Ya lo sé —dijo, lúgubre.
      —Sea fuerte.
      —Lo seré.
      —¿Puedo hacer algo para ayudarle? ¿Quiere un tranquilizante?
      —No soporto los tranquilizantes —dijo, casi con mal humor—. No, de verdad, gracias.
      Julia se levantó.
      —Sé que se siente mejor solo. Mañana lo verá todo más claro.
      —No se vaya, si es que puede soportarme.
      Julia volvió a sentarse.
      —Cánteme una canción. ¿Sabe cantar?
      —¿Qué tipo de canción?
      —Algo triste... Algo así como un blues.
      Le cantó Así termina la historia, de Libby Holman, con una voz suave y profunda.
      —Es buena. Cánteme otra. O vuelva a cantarme la misma.
      —De acuerdo. Si quiere, me pasaré la tarde cantándole.


III

       El segundo día en Nueva York la llamó por teléfono.
      —Te he echado mucho de menos —dijo—. ¿Tú me has echado a mí de menos?
      —Me temo que sí —respondió Julia, de mala gana.
      —¿Mucho?
      —Te he echado mucho de menos. ¿Estás mejor?
      —Ya estoy perfectamente. Todavía me siento un poco nervioso, pero mañana empiezo a trabajar. ¿Cuándo nos veremos?
      —Cuando quieras.
      —Esta noche entonces. Y... dímelo otra vez.
      —¿Qué?
      —Que temes haberme echado de menos.
      —Me temo que sí—dijo Julia, obediente.
      —Que sí me has echado de menos —añadió Dick.
      —Me temo que sí te he echado de menos.
      —Estupendo. Suena como esas canciones que cantas.
      —Adiós, Dick.
      —Adiós, Julia, querida.
      Julia se quedó en Nueva York dos meses en lugar de los quince días que había planeado, porque Dick no la dejaba irse. El trabajo ocupaba durante el día el lugar de la bebida, pero luego necesitaba ver a Julia. A veces ella sentía celos de su trabajo cuando él la llamaba por teléfono y le decía que estaba demasiado cansado para ir al teatro. Sin alcohol, la vida nocturna no significaba nada para él: era algo sin sentido ni interés. Para Julia, que nunca bebía, la noche por sí sola era estimulante: la música y el desfile de trajes de noche y la hermosa pareja de baile que formaban. Al principio veían a Phil Hoffman de vez en cuando; Julia pensaba que se había tomado aquello bastante mal, y luego dejaron de verlo.
      Ocurrieron algunos incidentes desagradables. Una antigua compañera de colegio, Esther Cary, le preguntó si conocía la reputación de Dick Ragland. En lugar de enfadarse, Julia la invitó a conocer a Dick, y le encantó la facilidad con que cambiaron las convicciones de Esther. Hubo otros episodios fastidiosos, poco importantes, pero por fortuna las tropelías de Dick no habían salido de París, y en Nueva York parecían lejanas e irreales. Se querían profundamente: el recuerdo de aquella mañana se iba borrando poco a poco de la mente de Julia. Pero quería estar segura.
      —Dentro de seis meses, si todo sigue igual, anunciaremos nuestro compromiso. Y, cuando pasen otros seis meses, nos casaremos.
      —Es demasiado tiempo —se quejó Dick.
      —Recuerda tus últimos cinco años —contestó Julia—. Confío en ti con la inteligencia y con el corazón, pero algo me dice que esperemos. Recuerda que también estoy decidiendo por mis hijos.
      Aquellos cinco años... ¡ay!, tan desperdiciados, tan perdidos.
      En agosto Julia fue a pasar dos meses a California, a ver a su familia. Quería saber cómo se las arreglaba Dick solo. Se escribían todos los días; las cartas de Dick eran sucesivamente alegres, pesimistas, hastiadas y esperanzadas. El trabajo le iba mejor cada día. A medida que iba recuperando el dominio de la situación, su tío había empezado a confiar en él de verdad, pero echaba permanentemente de menos a Julia. Y cuando un día en una carta apareció un signo de desesperación, Julia acortó su visita una semana y volvió al Este, a Nueva York.
      —Gracias a Dios que estás aquí —exclamó Dick mientras salían de la estación central cogidos del brazo—. Ha sido tan difícil. He estado a punto muchas veces de echarlo todo a perder, y tenía que pensar en ti, y estabas tan lejos...
      —Mi vida, estás tan cansado, estás tan pálido. Trabajas demasiado.
      —No, lo único que pasa es que vivir solo es muy triste. Cuando me acuesto no puedo dejar de darle vueltas a la cabeza. ¿No podríamos adelantar la boda?
      —No lo sé; ya veremos. Ahora ya tienes a tu Julia cerca, y lo demás no importa.
      Una semana más tarde, Dick ya se había recuperado. Cuando se ponía triste, Julia lo trataba como a un niño, apretando su hermosa cabeza contra el pecho, pero prefería que Dick confiara en sí mismo, y la animara, que la hiciera reír y sentirse cuidada y segura. Había alquilado un apartamento con otra chica y seguía unos cursos de biología y economía doméstica en Columbia. Cuando llegó el otoño, iban juntos al fútbol y a los estrenos de teatro y paseaban por Central Park, donde habían caído las primeras nieves, y también pasaban tardes enteras frente a la chimenea del apartamento de Julia. Y el tiempo corría, y los dos se sentían impacientes. En vísperas de Navidad una visita inesperada —Phil Hoffman— se presentó en casa de Julia. Era la primera vez en muchos meses. Nueva York, con su característico laberinto de accesos y escaleras próximos pero independientes, es poco propicia incluso al encuentro con los amigos íntimos, pero, en el caso de unas relaciones tensas, es fácil evitar los encuentros.
      Y ellos eran dos extraños. Phil, con su manifiesto escepticismo acerca de Dick, se había convertido automáticamente en un enemigo, aunque, por otra parte, Julia reconocía que había mejorado que se había desprendido de algunas de sus peores facetas; era ayudante del fiscal del distrito, y cada vez se movía en su profesión con mayor desenvoltura.
      —Así que te vas a casar con Dick —dijo—. ¿Cuándo? —Muy pronto. Cuando mi madre venga al Este. Phil negó decididamente con la cabeza. —Julia, no te cases con Dick. No tengo celos, sé perder, pero me parece terrible que una chica tan maravillosa como tú se lance con los ojos cerrados a un lago lleno de rocas. ¿Qué te hace pensar que la gente cambia de rumbo? A veces se seca o incluso toma un canal paralelo, pero no conozco a nadie que haya cambiado de verdad. —Dick ha cambiado.
      —Quizá. Pero ¿no es un quizá tremendo? Si no fuera atractivo y te gustara, te diría: adelante. A lo mejor estoy absolutamente equivocado, pero resulta evidente que lo que te fascina es su pinta imponente y esos modales encantadores.
      —No lo conoces —respondió Julia con lealtad—. Conmigo es distinto. No sabes lo amable y lo sensible que es. ¿No estás siendo un poco mezquino?
      —Hmm... —Phil se quedó pensativo—. Volveré a verte dentro de unos días. O a lo mejor hablo con Dick.
      —Deja en paz a Dick —gritó Julia—. Ya tiene preocupaciones de sobra para que tú vayas a darle la lata. Si fueras su amigo, intentarías ayudarle en vez de hablar conmigo a sus espaldas. —Antes soy tu amigo. —Ahora Dick y yo somos una sola persona. Pero tres días más tarde Dick se presentó en casa de Julia a una hora en la que normalmente estaba en el despacho.
      —He venido a la fuerza —dijo despreocupadamente—: Phil Hoffman me ha amenazado con desenmascararme.
      A Julia se le cayó el alma a los pies como una plomada. “¿Se ha rendido?”, pensó. “¿Ha vuelto a beber?”
      —Se trata de una chica. Me la presentaste el verano pasado y roe dijiste que fuera amable con ella. Es Esther Cary —el corazón de Julia latía ahora más despacio—. Cuando te fuiste a California me sentía solo y un día me la encontré. Le gusté y durante cierto tiempo nos vimos bastante. Entonces volviste y rompí la relación. Pero había un pequeño problema: no me había dado cuenta de que ella tuviera tanto interés.
      —Entiendo —la voz de Julia transparentaba perplejidad e indefensión.
      —Intenta comprenderlo. Aquellas terribles noches de soledad. Creo que, de no ser por Ésther, hubiera vuelto a beber. Nunca la he querido, nunca he querido a nadie excepto a ti, pero necesitaba ver a alguien que me quisiera un poco.
      Fue a abrazarla, pero desistió, porque ella pareció sentir frío. —Así que cualquier mujer hubiera servido —dijo Julia despacio—. Daba lo mismo cuál.
      —¡No! —exclamó Dick.
      —Pasé fuera tanto tiempo para que volaras con tus propias alas y recuperaras la dignidad.
      —Sólo te quiero a ti, Julia.
      —Pero cualquier mujer puede ayudarte. Así que la verdad es que no me necesitas, ¿no? —ahora tenía la expresión de vulnerabilidad que Julia ya había visto otras veces. Se sentó en el brazo del sillón de Dick y le acarició la mejilla—. Entonces ¿qué me ofreces? —preguntó—. Pensaba que me ofrecías la fortaleza acumulada por haber vencido tu debilidad. ¿Qué me ofreces ahora? —Todo lo que tengo. Julia negó con la cabeza.
      —Nada. Que eres guapo. Pero el camarero que anoche nos sirvió la cena también lo era.
      Se pasaron dos días hablando y no resolvieron nada. A veces Julia se abrazaba a él y se acercaba a aquellos labios que tanto quería, pero parecía abrazar paja.
      —Me voy, para que lo pienses mejor —dijo él, desesperado—. No puedo imaginarme la vida sin ti, pero me figuro que no puedes casarte con un hombre que no te merece confianza. Mi tío quiere que vaya a Londres a resolver un asunto...
      La noche de su partida los muelles sombríos rezumaban tristeza. Lo único que la ayudaba a seguir adelante era que no despedía a una imagen de la fortaleza; ella sería lo mismo de fuerte sin él. Pero, cuando las luces turbias cayeron sobre la delicada estructura de las sienes y la barbilla de Dick Ragland, y Julia vio cómo la gente se volvía a mirarlo, cómo lo seguían con la mirada, una sensación tan terrible de vacío se apoderó de ella que hubiera querido decirle: “No te preocupes, vida mía; lo intentaremos juntos”.
      Pero intentar qué. Era humano jugarse a cara o cruz el éxito o el fracaso, pero probar suerte a la desesperada entre el desastre y lo que está bien...
      —Dick, sé bueno y fuerte y vuelve a mí. ¡Cambia, Dick, cambia! —Adiós, Julia... Adiós.
      Lo vio por última vez en la cubierta, perfilado como un camafeo contra la llama de una cerilla cuando encendió un cigarrillo.


IV

       Sería Phil Hoffman quien estuviera con ella al principio y al final. Fue Phil quien le dio la noticia lo más suavemente posible. Llegó al apartamento de Julia a las ocho y media y con disimulo quitó de en medio el periódico de la mañana. Dick Ragland había desaparecido en el mar.
      Tras el primer arrebato de dolor de Julia, a Phil no le importó hablarle con cierta crueldad.
      —Se conocía. No tenía voluntad; no quería seguir viviendo. Y, para que te des cuenta de que no puedes echarte en absoluto la culpa, te voy a contar una cosa: hacía cuatro meses que apenas aparecía por su despacho; desde que fuiste a California. No lo despidieron gracias a su tío; los asuntos por los que iba a Londres no tenían la menor importancia. En cuanto se le pasó el entusiasmo de los primeros días, se rindió.
      Julia lo miró inquisitivamente.
      —No bebía, ¿verdad? ¿Estaba bebiendo?
      Phil titubeó una décima de segundo.
      —No, no bebía; cumplió su promesa. Aguantó.
      —Eso fue —dijo Julia—. Cumplió su promesa y se mató para mantenerla —Phil, incómodo, la dejó hablar—. Cumplió su palabra y se ha dejado la piel por cumplirla —continuó Julia, a punto de echarse a llorar—. ¡Qué cruel es la vida a veces! Tan cruel que no respeta a nadie. Era tan valiente... Murió por cumplir su palabra.
      Phil se alegraba de haber quitado de en medio el periódico que insinuaba la alegre noche que Dick había pasado en el barco, una de las muchas noches alegres de las que Phil había tenido noticia en los últimos meses. Sentía alivio porque todo hubiera acabado, pues la debilidad de Dick había puesto en peligro la felicidad de la chica a quien quería; pero sentía una pena terrible por Dick, incluso comprendiendo hasta qué punto había necesitado convertir su inadaptación a la vida en una sucesión de disparates. Pero tuvo la suficiente sabiduría para dejar que Julia soñara que había salvado a Dick del naufragio.
      Pasaron un momento delicado, un año más tarde, pocos días antes de su boda, cuando ella dijo:
      —Deberías comprender lo que siento y siempre sentiré por Dick, ¿no crees, Phil? No era sólo por su belleza. Confiaba en él, y en cierto sentido no me equivocaba. Prefirió partirse en dos antes que doblegarse; era un hombre acabado, pefo no un hombre malo. Me lo dijo el corazón la primera vez que lo vi.
      Phil acusó el golpe, pero no dijo nada. Quizá había algo más que ellos no conocían. Era mejor que descansara en las profundidades del corazón de Julia y en las profundidades del océano.


The Saturday Evening Post, 204 (4 de julio de 1931)



DE OTROS MUNDOS

CUENTOS

Tales of the Jazz Age (1922):

All the Sad Young Men (1926)

Afternoon of an Author: A Selection of Uncollected Stories and Essays (1957)

Bits of Paradise: 21 Uncollected Stories by F. Scott and Zelda Fitzgerald (1973)

The Price Was High: The Last Uncollected Stories of F. Scott Fitzgerald (1979)

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SHORT STORIES

Tales of the Jazz Age (1922):

All the Sad Young Men (1926)

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