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sábado, 3 de abril de 2021

Scott Fitzgerald / La década perdida

 



Francis Scott FitzgeraldLa década perdida





      Personas de todo tipo entraban en la redacción del semanario y Orrison Brown mantenía toda clase de relaciones con ellas. Cuando acababa el horario de oficina era “uno de los redactores—jefe”, pero durante el trabajo sólo era un hombre de pelo rizado que hacía un año había sido director del Jack—O—Lantern de Dartmouth y ahora se contentaba con asumir las tareas menos deseables de la redacción: desde corregir originales ilegibles a desempeñar las funciones de un botones sin serlo.


       Había visto a aquel individuo entrar en el despacho del director: un individuo pálido y alto, de unos cuarenta años, con el pelo rubio impecablemente peinado, y ademanes que no eran ni huraños ni tímidos, ni sobrenaturales como los de un monje, pero que tenían algo de las tres cosas. El nombre que aparecía en su tarjeta, Louis Trimble, le traía vagos recuerdos, pero, al no encontrar un punto de referencia, Orrison se despreocupó, hasta que un timbre sonó en su escritorio y, por experiencias anteriores, adivinó que el señor Trimble iba a ser el primer plato del almuerzo del día.
       —El señor Trimble... El señor Brown —dijo la fuente del dinero de todos los almuerzos—. Orrison, el señor Trimble ha estado ausente mucho tiempo. O por lo menos a él le parece que ha sido mucho tiempo: casi doce años. Mucha gente se consideraría afortunada si hubiera perdido la última década.
       —Así es —dijo Orrison.
       —Hoy no tengo tiempo ni para comer —continuó el jefe—. Llévalo a Voisin, o al Veintiuno o a donde quiera. El señor Trimble cree que se ha perdido muchas cosas.
       Trimble objetó educadamente:
       —Bueno, me las puedo arreglar.
       —Lo sé, camarada. Nadie conocía esta ciudad como tú. Y si Brown se empeña en explicarte los carros sin caballo, me lo mandas inmediatamente. Y a las cuatro te vienes para acá, ¿de acuerdo?
       Orrison cogió el sombrero.
       —¿Ha estado fuera diez años? —preguntó mientras bajaban en el ascensor.
       —Estaban empezando a construir el Empire State Building —dijo Trimble—. ¿En qué año fue?
       —En 1928, poco más o menos. Pero, como ha dicho el jefe, ha tenido la suerte inmensa de perderse muchas cosas —y, como sondeándolo, añadió—: Seguramente usted tenía cosas más interesantes que ver.
       —Creo que no.
       Llegaron a la calle y, por la manera en que Trimble contrajo la cara ante el fragor del tráfico, Orrison hizo otra conjetura.
       —¿Ha vivido lejos de la civilización?
       —En cierto sentido —las palabras fueron pronunciadas de una manera tan comedida, que Orrison llegó a la conclusión de que aquel hombre sólo hablaría si se lo pedían, y al mismo tiempo se preguntó si habría pasado los años treinta en la cárcel o el manicomio.
       —Éste es el célebre Veintiuno —dijo—. ¿Prefiere comer en otro sitio?
       Trimble guardó silencio unos segundos, mientras miraba con atención el edificio de piedra caliza roja.
       —Recuerdo cuando el nombre del Veintiuno empezó a hacerse famoso —dijo—, más o menos el mismo año que el Moriarity —inmediatamente continuó casi en tono de excusa—: Pensaba que pasearíamos un rato por la Quinta Avenida y comeríamos donde nos apeteciera: en algún sitio donde pudiéramos ver gente joven.
       Orrison le echó una mirada rápida y volvió a pensar en rejas y muros grises y más rejas; se preguntaba si entre sus deberes se incluiría presentarle al señor Trimble chicas complacientes. Pero al señor Trimble no parecía habérsele ocurrido semejante posibilidad: tenía una expresión de absoluta y profunda curiosidad, y Orrison trató de relacionar su nombre con la expedición perdida en el Polo Sur del almirante Byrd o con los aviadores desaparecidos en la jungla brasileña. Era, o había sido, todo un personaje: era evidente. Pero la única pista definitiva para averiguar su procedencia —y a Orrison aquella pista poco le decía— era que, como hombre de ciudad, respetaba los semáforos y prefería ir por la acera y no por mitad de la calle. De pronto se paró a mirar el escaparate de una camisería.
       —Corbatas de crespón —dijo—. No veía corbatas así desde que dejé la universidad.
       —¿Dónde estudió?
       —En el Instituto Tecnológico de Massachusetts.
       —Magnífico sitio.
       —La semana que viene iré a hacerle una visita. Podemos comer algo en algún sitio de por aquí... —habían pasado la calle 50—. Elija usted.
       Había un buen restaurante con una pequeña marquesina a la vuelta de la esquina.
       —¿Qué prefiere ver? —preguntó Orrison cuando se sentaron.
       Trimble se quedo pensativo un instante.
       —Bueno... La nuca de la gente —sugirió—. El cuello... Cómo la cabeza se une al cuerpo. Me gustaría oír qué le están diciendo a su padre aquellas dos chicas. No exactamente lo que están diciendo, sino sólo si las palabras flotan o se hunden, y cómo se cierran sus labios cuando acaban de hablar. Sólo es una cuestión de ritmo: Colé Porter volvió a Estados Unidos en 1928 porque intuyó que había nuevos ritmos en el ambiente.
       Orrison creyó haber encontrado por fin una pista segura, y, con amable delicadeza, no siguió por aquel camino ni un milímetro, incluso reprimió un repentino deseo de decirle que había un buen concierto en el Carnegie Hall aquella noche.
       —El peso de las cucharas —dijo Trimble—, tan liviano. Un cuenco pequeño pegado a un mango. El ligero estrabismo de ese camarero. Lo conozco desde hace mucho tiempo, pero seguro que no se acuerda de mí.
       Pero, al irse del restaurante, el camarero miró a Trimble como si dudara, como si estuviera a punto de reconocerlo. Cuando salieron a la calle, Orrison se echó a reír:
       —Diez años bastan para olvidar.
       —Estuve aquí en mayo —Trimble se interrumpió bruscamente.
       Orrison llegó a la conclusión de que todo aquello era un poco descabellado, y de repente decidió convertirse en una especie de guía.
       —Desde aquí puede ver el Rockefeller Center —señaló animosamente— y el edificio Chrysler y el Armistead, el padre de todos los nuevos edificios.
       —El edificio Armistead —Trimble miró hacia aquella zona, obediente—. Sí, lo proyecté yo.
       Orrison negó con la cabeza y sonrió. Estaba acostumbrado a tratar con toda clase de gente. Pero la broma de que había comido en el restaurante en mayo...
       Se detuvo ante la placa de bronce que había en la piedra angular del edificio: “Construido en 1928”.
       Trimble hizo un gesto de asentimiento.
       —Empecé a emborracharme aquel año, a emborracharme de verdad. Así que es la primera vez que lo veo.
       —Ah —Orrison titubeó—. ¿Quiere entrar?
       —He entrado muchas veces, muchas. Pero no lo he visto. Y ahora no es lo que me gustaría ver. Ahora mismo sería incapaz. Sólo quiero ver cómo camina la gente y cómo son los vestidos, los sombreros, los zapatos. Y los ojos y las manos. ¿Le importaría estrecharme la mano?
       —En absoluto, señor.
       —Gracias, gracias. Es muy amable. Me figuro que parecerá extraño, pero la gente creerá que nos estamos despidiendo. Voy a pasear un rato por la avenida, así que es verdad que nos tenemos que despedir. Diga en el semanario que volveré a las cuatro.
       Orrison lo siguió con la mirada cuando empezó a alejarse, casi esperando ver cómo se metía en un bar. Pero no había nada en Trimble que sugiriera o hubiera sugerido alguna vez que bebiera.
       “Jesús”, dijo para sí, “diez años borracho.”
       Súbitamente palpó el tejido de su abrigo y luego alargó la mano y apretó el pulgar contra el granito del edificio.


Esquire, 12 (diciembre de 1939)
The Stories of F. Scott Fitzgerald
(New York: Charles Scribner’s Sons, 1951.)


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