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domingo, 25 de abril de 2021

Ricardo Lugo / El robo y el perro

 

Ricardo Lugo

EL ROBO Y EL PERRO

para el extinto Bar de  la Bombilla 

Existen varios modos de robar libros: en las bolsas de un abrigo o saco, debajo del pantalón o escondidos tras la camisa; en algún compartimiento secreto de una mochila o de plano salir de la librería ultrajada con el libro bajo el sobaco, como si se tratase de la biblia que nos regaló nuestra madrina el día de nuestra primera comunión y que nos acompaña con su blancura a todas partes. Robo libros desde hace algunos años y hasta ahora todos los subterfugios de seguridad de las librerías se han reblandecido ante mi tenaz paciencia (ni siquiera ante mi ingenio): cámaras de seguridad, arcos detectores de placas de metal adheridas subrepticiamente a las solapas, guardias auscultadores y vigías que otean el horizonte en busca de maléficos farderos. Algunas librerías cuidan sus muros como si dentro de estos se ofrecieran bellísimas vírgenes persas y no libros de interiores blanquecinos —ni en el Salón Florida son tan aprehensivos con sus productos.

Eso sí, nunca he deseado más de lo que puedo tomar en las manos. Tampoco he robado libros de bibliotecas públicas: aún no le encuentro sentido a ello.

Robar es para los pobres de espíritu una de las faltas que más los irritan; una atroz villanía; un flagelo a la propiedad. No por nada Dimas fue crucificado a lado de Jesucristo.

En librerías de viejo mi robo es casi siempre sosegado: cambio la etiqueta del precio y coloco uno más justo. Se necesita cultivar un buen juicio para ello. A veces hasta les aumento el costo: no es posible que cueste lo mismo Los amorosos que La noche mil dos. El primero es más bara, por supuesto.

El propio Vasconcelos, en su paso por la vida política del país, insinuó que no podía ser tipificado como delito el robo de libros. Desde entonces se denomina farderos a los que ejercen la profesión de Dimas y sustraen libros que no pueden pagar, que al fin de cuentas es un recurso al que la vida nos arroja.

También he usufructuado las bibliotecas personales de mis amigos, aunque jamás robaría libros en casa de desconocidos. No va con mi modus operandi ni con mi moral.

Hace una semana robé de la Librería Rosas Moreno la antología de textos El perro, de Adela Fernández. De ella había leído un par de cuentos: “La jaula de la tía Enedina” y “El montón”, algunas cartas, pero nunca un libro entero de su autoría había pasado por mis manos. El libro es pequeñito y cupo de maravilla debajo de mi camisa. Lo abrí al llegar a casa. Tiene una dedicatoria: “Para Tony con cariño, suerte y mil caminos abietos. Adela Sept. 97”.

A Adela la conocí por azar: Cierto día la mujer de mi mejor amigo me invitó a beber en el sanborns de San Ángel. Bebimos y el alcohol se acomodó dentro de nuestras almas mientras se vaciaban los vasitos. Ella acaba de cortar con él. Yo era un perro de flaco espinazo con la noche y sus placeres por delante. Igual y me la cojo, pensé. Cerramos la cuenta y caminamos hacía la calle de Dulce Oliva, ahí vivía un amigo que con seguridad nos daría posada. Su culo cada vez más ocupaba las parcelas de mi corazón. En el transcurso nos besamos y olfateé sus aperlados pezones, le levanté el reducido vestido negro y templé sus muslos. Llegamos al número 51 de Dulce Oliva. Dos, tres y cinco llamados: nadie abrió. De pronto alcanzamos a oír salir de una casa vecina un estruendo de carcajadas, de esas que sólo propicia el alcohol. Seguimos el rastro: había una verbena en el interior y vendían trago so pretexto de visitar una ofrenda luctuosa dedicada al Indio Fernández. La llama blanca del alcohol nos convocó. Entramos a la casa (La Casa Fuerte del Indio, anunciaba una placa en la entrada) de estilo esquizofrénico: bebimos, fajamos en el baño y en los descansos de una caracoleada escalera. Y de pronto, en medio de la peda, alcancé a ver pasar a una mujer de blanco cabello, enjuta y figura encorvada; con una mirada que denotaba desconfianza. Es Adela Fernández, la hija del Indio, me dijo Mariana mientras me apretaba el pito.

Después la vida me encontró con Adela. Compartí poco, nos llamamos por teléfono y comimos juntos un par de veces. Le publiqué un cuento y algunas cartas en una revista. Jamás bebí con ella aunque Mucho sé (sabía) de arrastrarse y hundirse, como dice otro de sus textos. Maestra del cuento y enamorada de la antropología: “Quizá recobre el entusiasmo por la vida o por la muerte. Lo importante es el entusiasmo: ir a los basureros a tirar los cadáveres (botellas vacías) y tirarnos a nosotros mismos”, me confesó alguna vez.

Adela Fernández escribía desde la médula de la condición humana y la sinceridad desgarbada, y por fortuna no desde el supuesto cromo de hembra solar o el trapío feminista de dama de La Condesa. Algo que sólo he encontrado en la tinta y el pulso de Sor Juana, Josefina Vicens, Elena Garro o M. Yourcenar.

Mariana y yo no cogimos esa noche. La peda se nos (o se me) subió de más. Al día siguiente volvió con mi amigo. Desde entonces nos miramos de soslayo, me saluda cuando nos encontramos con un beso carmesí estampado en mi rostro. Nos la debemos.


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