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sábado, 27 de marzo de 2021

John Steinbeck / Johnny El Oso

 



John Steinbeck 

Johnny "El Oso"


   


Johnny Bear by John Steinbeck


   La aldea de Loma se alza, como su mismo nombre indica, sobre una loma redondeada que parece una isla en la boca del valle de Salinas en California. Al norte y al este de la población se extienden muchos kilómetros cuadrados de terreno pantanoso, que por el sur ha sido desecado para su aprovechamiento agrícola. Tan fértil es aquel terreno ganado al marjal, que en él las coles y las lechugas alcanzan proporciones gigantescas.


       Los propietarios de los terrenos situados al norte del pueblo no quisieron ser menos que sus inteligentes vecinos del sur y no tardaron en organizarse en cooperativa para el mejor aprovechamiento de sus tierras. Yo era empleado de la compañía encargada de los trabajos de desecación. Cuando tuvimos a punto las excavadoras, iniciamos la apertura de una gran zanja a través del pantano.
       Al principio intenté vivir en el campamento flotante, en compañía de los obreros, pero los mosquitos que infestaban las ritieras y la niebla espesa y pestilente que nos envolvía por las noches no tardaron en llevarme hasta el pueblo de Loma, donde alquilé una habitación amueblada, la más miserable que he conocido en mi larga existencia, en el domicilio de la señora Ratz. Podía haber buscado más detenidamente, pero la seguridad de que la señora Raíz sabría guardarme celosamente la correspondencia, me hizo decidirme por aquel acomodo. Al fin y al cabo, en aquella habitación lóbrega y fría sólo tenía que dormir. Las comidas las hacía en el rústico comedor del campamento.
       En Loma no viven más allá de doscientas personas. La iglesia metodista ocupa la cumbre de la colina y su aguja es visible desde larga distancia. Dos tiendas de comestibles, un almacén de ferretería, una sala de conferencias y el Buffalo Bar constituyen la totalidad de sus edificios públicos. A un lado del montículo se encuentran las casitas de madera del pueblo, y en el llano están las granjas de los terratenientes, rodeadas de setos de boj que sirven de barrera al fuerte viento del anochecer.
       Por las noches no puede hacerse nada en Loma, salvo visitar el bar, viejísimo local de madera con una galería cubierta en la fachada. Cada noche todo habitante de Loma de más de quince años de edad realiza por lo menos una visita al Buffalo Bar, para beber algo, hablar un poco y despedirse luego hasta el día siguiente.
       Fat Carl, propietario y único dependiente, saluda a los forasteros con una indiferencia soñolienta que, pese a todo, inspira confianza y hasta afecto. Su rostro es hosco y su voz poco agradable, pero sin embargo, cada vez que volvía hacia mí sus ojos apagados para decirme con tono impaciente: “Bueno, ¿qué va a tomar?”, yo comprendía que me consideraba uno de los suyos y me sentía agradecido y satisfecho. Siempre hacía la misma pregunta aunque lo único que podía ofrecer era whisky, y de una clase. Más de una vez le vi negarse a añadir un poco de jugo de limón al vaso que había servido a un forastero. A Fat Carl no le gustan las extravagancias. Lleva siempre un trapo blanco atado a la cintura y frota con él los vasos mientras se mueve de un lado a otro detrás del mostrador. El suelo del local es de madera, cubierto siempre de serrín, y las sillas en torno a las mesas son duras e incómodas. La única decoración visible la constituyen los carteles pegados en la pared por candidatos de remotas elecciones, subastadores y firmas comerciales.
       El Buffalo Bar, de acuerdo con esta descripción, podría parecer a cualquiera un lugar infernal, pero cuando se recorre de noche la larga calle, después de haber estado batallando muchas horas contra la niebla y los mosquitos del pantano, se abre la puerta del bar de Fat Carl y se oyen conversaciones y tintineo de vasos, parece que se ha llegado por fin al paraíso.
       Lo corriente es que se haya organizado una partida de póker. Timothy Ratz, el marido de mi patrona, es el único que se mantiene aparte, haciendo solitarios y haciéndose trampas descaradamente, ya que se ha impuesto la regla de que no puede beber mientras no le salga el solitario completo. Le he visto hacer trampas hasta cinco veces seguidas. Cuando gana recoge la baraja cuidadosamente, se levanta y se dirige con parsimonia al mostrador. Fat Carl, que ha empezado a llenarle el vaso desde que le ha visto incorporarse, le pregunta invariablemente:
       —Bueno, ¿qué va a tomar?
       —Whisky —contesta Timothy con gravedad.
       En el salón, los hombres del campo y de la aldea permanecen sentados en las incómodas sillas, o en pie, apoyados en el mostrador. Un murmullo apagado de conversaciones llena el local, salvo cuando es época de elecciones o se comentan importantes combates de lucha, ya que entonces las voces suben de tono.
       Nada me desagradaba tanto como abandonar el Buffalo Bar para sumirme otra vez en la noche obscura y húmeda, escuchando a lo lejos el ruido de los motores y el arrastrar de cadenas y cangilones de nuestra maquinaria, trabajando incesante con el suelo fangoso del pantano. Y sobre todo, me horrorizaba la perspectiva de encerrarme unas horas en el sucio cuarto que me había cedido la señora Ratz.
       Poco después de mi llegada a Loma entablé amistad con Mae Romero, una hermosa muchacha de origen mejicano. Algunas noches salía a pasear con ella por la ladera sur del cerro, hasta que la niebla pegajosa nos obligaba a regresar al pueblo. Después de dejarla en su casa solía visitar por segunda vez el bar de Fat Carl.
       Estaba una noche sentado en el bar, charlando con Alex Hartnell, propietario de una hermosa finca. Hablábamos de pesca, cuando se abrió la puerta y todos los presentes guardaron súbito silencio. Alex me dio un codazo disimulado, diciéndome:
       —Es Johnny “el Oso”.
       Me volví a mirar al recién llegado.
       Su apodo era el más apropiado. Parecía, efectivamente, un gran oso estúpido y sonriente. Su cabeza lanuda caía ligeramente sobre su pecho y sus largos brazos pendían inertes dando la impresión de que más que un hombre, era un cuadrúpedo erguido momentáneamente sobre las patas traseras, que eran cortas y gruesas y terminaban en unos pies gigantescos y deformes. Vestía de azul, como un obrero, pero iba descalzo. Se había detenido en el umbral, balanceando los brazos como acostumbran a hacer los idiotas. Su sonrisa era grotesca e inalterable. Luego se movió, y más que un hombre, pareció al avanzar un gigantesco animal selvático, silencioso y furtivo. Al llegar al mostrador se detuvo, mirando atentamente todos los rostros, y preguntó con ansiedad:
       —¿Whisky?
       Los habitantes de Loma no se caracterizan por su esplendidez. Allí sólo se invita al vecino a echar un trago si se tiene la certeza de que el otro corresponderá inmediatamente. Por eso quedé sorprendido al ver que uno de los campesinos colocaba en silencio una moneda sobre el mostrador. Fat Carl llenó un vaso. El monstruo lo cogió ávidamente y lo vació de un trago.
       —¿Qué diablos...? —empecé a decir, pero Alex me dio otro codazo, diciendo:
       —Chist...
       Entonces empezó una curiosa pantomima. Johnny “el Oso” retrocedió hasta la puerta, de donde regresó al centro del salón andando a cuatro patas. La estúpida sonrisa no se borró de su cara. Cuando se detuvo, se dejó caer de bruces en el suelo, y una voz salió de su garganta, una voz que me parecía haber oído muchas veces.
       —Es usted demasiado bonita para vivir en un pueblo tan mísero como éste.
       Luego la voz se transformó en otra más suave y dulce, con un ligero acento hispano:
       —Es usted un adulador.
       Creí desmayarme. La sangre latió con fuerza en mis sienes y me ruboricé intensamente. Era mi voz la que salía de la garganta de Johnny “el Oso”, mis palabras, mi entonación. Y después la voz de Mae Romero... exacta. Si no hubiera visto a aquel hombre gigantesco echado en el suelo habría llamado a Mae. El diálogo continuó. Esas cosas parecen estúpidas cuando es otro el que las dice. Johnny siguió hablando, o mejor dicho, “yo” seguí hablando. Dijo cosas y emitió ruidos. Poco a poco los rostros de todos los presentes se apartaron de Johnny “el Oso” para volverse hacia mí, sonriendo. Yo no podía hacer nada. Sabía que tendría que luchar para conseguir que aquello terminara, y así la escena prosiguió hasta el final. Cuando todo hubo terminado me alegré de que Mae Romero no tuviese parientes en el pueblo. Las palabras emitidas por los labios deformes de Johnny me parecían ridículas y absurdas. Finalmente se incorporó, sonriendo como un tonto y preguntó de nuevo:
       —¿Whisky?
       Creo que todos los que estaban en el bar se compadecían de mí. Evitando mirarme otra vez, se enfrascaron en sus conversaciones interrumpidas. Johnny “el Oso” se dirigió a un rincón, se metió debajo de una mesa, enroscándose como un perro y disponiéndose a dormir.
       Alex Hartnell me miraba lleno de compasión.
       —¿Es la primera vez que lo oye?
       —Sí; ¿qué significa todo esto?
       Alex no me contestó inmediatamente.
       —Si está preocupado por la reputación de Mae, tranquilícese. Johnny “el Oso” la ha seguido otras veces antes de ahora.
       —Pero, ¿cómo ha podido oírnos? Yo no lo he visto.
       —Nadie ve ni oye a Johnny “el Oso” cuando actúa. Se mueve como un fantasma. ¿Sabe qué hacen los jóvenes del pueblo cuando salen de paseo con chicas? Se llevan perros. Los perros le tienen miedo a Johnny y descubren su presencia inmediatamente.
       —¡Pero es increíble! Esas voces...
       Alex asintió.
       —Lo sé. Es algo extraordinario. Alguien escribió una vez a una Universidad hablando de Johnny y enviaron a un especialista. Estudiaron el asunto y nos hablaron de Tom “el Ciego”. ¿Ha oído hablar de Tom “el Ciego” alguna vez?
       —¿Se refiere al pianista de color? Sí, he oído hablar de él.
       —Tom “el Ciego” también era idiota. Casi no sabía hablar, pero era capaz de reproducir en el piano todo lo que oía, por largo que fuese. Lo probaron con obras famosas y reprodujo, no sólo la música sino todos los detalles personales de la ejecución. Para cogerlo en algún error, cometieron faltas adrede, y él las repitió exactamente. Era como si fotografiase la música. Aquel experto nos dijo que el caso de Johnny “el Oso” era idéntico, con la diferencia de que Johnny lo que reproduce son voces y palabras. Probó a Johnny con un largo discurso en griego y Johnny lo repitió palabra por palabra. No sabe lo que está diciendo, pero lo dice. Carece de inteligencia suficiente para inventar frases, por lo que se puede estar seguro de que todo lo que dice lo ha oído primero.
       —Pero, ¿por qué lo hace? ¿Qué interés tiene para él escuchar a los demás si no entiende nada?
       Alex lió un cigarrillo y lo encendió.
       —Ninguno, pero le gusta el whisky y sabe que si escucha por las ventanas y luego viene aquí a repetir lo que ha oído, alguien le dará de beber. Por ejemplo, repite lo que la señora Ratz ha dicho en la tienda, o las conversaciones de Jerry Noland con su madre, pero nadie le da whisky por cosas así.
       —Es raro que no le hayan pegado un tiro mientras espiaba por una ventana.
       Alex dio una chupada a su cigarrillo.
       —Muchos se lo han propuesto, pero no hay manera de ver a Johnny “el Oso”, ni de cazarlo. Ha tenido suerte de que fuese obscura la noche. Si le hubiera visto, había reproducido la acción además de la palabra. Y le aseguro que la mímica de Johnny “el Oso” imitando a una jovencita es algo horrible.
       Dirigí una mirada a la confusa figura acurrucada bajo la mesa. Me daba la espalda y la luz del salón iluminaba su enmarañada cabellera. Una mosca se posó en su cabeza y juraría que vi temblar su cuero cabelludo como tiembla la piel de un caballo para sacudirse las moscas. Me estremecí involuntariamente.
       La conversación general volvía a ser un murmullo indefinible y monótono. Fat Carl llevaba diez minutos secando un vaso con su delantal. Un grupo de hombres cerca de mí hablaba de perros de caza y gallos de pelea, y no tardaron en referirse a corridas de toros.
       Alex, a mi lado, dijo de pronto:
       —Volvamos a beber algo.
       Nos acercamos al mostrador. Fat Carl sacó dos vasos.
       —¿Qué van a tomar?
       No contestamos. Carl llenó los vasos. Me miró gravemente y luego me hizo un guiño casi imperceptible. Sin saber por qué, me sentí halagado. Carl hizo un leve gesto con la cabeza, señalando hacia el que dormía bajo la mesa.
       —¿Le ha tomado el pelo, eh?
       Le devolví el guiño.
       —La próxima vez llevaré un perro. —Procuraba espiar sus frases concisas. Apuramos los vasos y regresamos a nuestros asientos. Timothy Ratz terminó un solitario y ordenó la jaraja antes de acercarse al mostrador.
       Volví a mirar hacia Johnny “el Oso”. Se había vuelto en el suelo y miraba sonriente a su alrededor. Parecía un animal asomado a la puerta de su cueva. Luego salió con lentitud y se levantó. Sus movimientos resultaban sorprendentes porque aunque parecían torpes no aparentaban representar esfuerzo alguno para él.
       Sonriendo se acercó al mostrador, repitiendo con insistencia su pregunta.
       —¿Whisky? ¿Whisky? —Parecía el canto de un pájaro. No sabría decir de qué clase de pájaro, pero yo lo había oído en alguna parte... dos notas de escala ascendente, repetidas una y otra vez.
       —¿Whisky? ¿Whisky?
       Cesaron las conversaciones pero nadie se adelantó a dejar dinero sobre el mostrador. Johnny sonrió, repitiendo en tono plañidero:
       —¿Whisky?
       Entonces trató de interesar al público. De su garganta salió una voz de mujer que decía con enfado:
       —Le digo que todo era hueso. A veinte centavos la libra, y la mitad era hueso.
       Y un hombre que contestaba:
       —Sí, señora, tiene usted razón. No me había dado cuenta. Ya le daré unas salchichas en compensación.
       Johnny “el Oso” miró en redondo, esperando.
       —¿Whisky?
       Pero nadie se adelantó. Johnny entonces se dirigió al centro del local y se agachó. Pregunté en voz baja:
       —¿Qué está haciendo ahora?
       Alex contestó, también en voz baja:
       —¡Chist! Escuchando por una ventana.
       Se oyó una voz de mujer, enérgica, segura, fría.
       —No acabo de comprenderlo. ¿Acaso eres un monstruo? Si no lo hubiera visto no podría creerlo.
       Otra voz femenina le contestó, ahogada y trémula, como llena de congoja.
       —Es posible que sea un monstruo como dices. Pero no puedo evitarlo. No puedo.
       —“Tienes” que poder —interrumpió la otra voz—. De lo contrario prefiero verte muerta.
       Un sollozo escapó de los gruesos labios de Johnny “el Oso”. Era un sollozo de una mujer desesperada. Me volví a mirar a Alex. Estaba rígido en su silla, con los ojos muy abiertos, sin parpadear siquiera. Abrí la boca para hacerle una pregunta, pero con un gesto me ordenó que me callara. Entonces miré por toda la sala. Todo el mundo estaba callado y tan atento como Alex. Cesaron los sollozos.
       —¿Nunca has sentido lo que yo siento, Emalin?
       Alex pareció quedarse momentáneamente sin respiración al oír aquel nombre. La fría voz que había hablado primero contestó con energía:
       —Desde luego que no.
       —¿Nunca... ninguna noche? ¿Nunca... nunca en toda tu vida?
       —Nunca. Si así fuera, me quitaría la vida. Y ahora deja de lamentarte, Amy. No pienso tolerarlo. Y si no dominas tus nervios haré que se te someta a tratamiento médico. Ahora, vete a rezar.
       Johnny “el Oso” sonreía abiertamente.
       —¿Whisky?
       Dos hombres se adelantaron sin decir nada y depositaron unas monedas en el mostrador. Fat Carl llenó dos vasos y luego un tercero cuando Johnny los hubo apurado. Este detalle indicaba la fuerte impresión que el tabernero había recibido, porque el dueño del Buffalo Bar nunca invitaba a nadie. Johnny “el Oso” volvió a sonreír antes de alejarse hacia la puerta, que se cerró tras él sin ruido.
       La conversación no volvió a renacer. Todos los presentes parecían estar meditando algún importante problema. Uno a uno fueron saliendo al exterior. Alex se levantó también, y yo le seguí.
       La niebla era espesa y maloliente. Parecía pegarse a las casas. Apreté el paso para alcanzar a Alex.
       —¿Qué ha ocurrido? —le pregunté—. ¿De qué se trata?
       Por un momento creí que no iba a responderme. Luego se detuvo, volviéndose a mirarme.
       —¡Maldita sea! Escuche: toda población tiene sus aristócratas, su familia selecta, situada por encima de toda sospecha. Emalin y Amy Hawkins son nuestras aristócratas, dos solteronas muy bondadosas. Su padre era miembro del Congreso. Sucede algo que no me gusta nada. Johnny “el Oso” no debería meterse en esto. Las dos mujeres le dan de comer y cuidan de él. No habría que darle whisky por estos chismes. Ahora no dejará de rondar la casa, sabiendo que así tiene el whisky asegurado.
       Pregunté:
       —¿Son parientes suyas?
       —No, pero son... distintas a los demás. Su granja está junto a la mía. Tienen unos cuantos colonos chinos. Verá... es algo difícil de explicar. Las Hawkins, más que mujeres, son símbolos. Son el ejemplo que ponemos a nuestros hijos cuando queremos referirnos a... lo que está bien.
       —Bueno —dije yo—. Entonces, nada de cuanto diga Johnny puede hacerles daño, ¿verdad?
       —No lo sé. No tengo idea de lo que significa. O mejor dicho, creo que sí la tengo. En fin, vaya a acostarse. No he traído el Ford y tendré que ir andando hasta mi casa. —Se volvió en redondo y se perdió en la espesa niebla.
       Me dirigí a casa de la señora Ratz. Podía oír la trepidación del motor diésel en el pantano y el ruido metálico de la excavadora que iba abriéndose paso en el terreno encharcado. Era noche de sábado. La draga se pararía al amanecer, para reanudar su trabajo a mediodía del domingo. El ruido lejano bastaba para indicarme que todo iba bien. Subí a mi cuarto. Una vez en la cama dejé un rato la luz encendida y estuve contemplando el absurdo diseño floral del papel de las paredes. Pensaba en aquellas dos voces que habían brotado de la garganta de Johnny “el Oso”. Eran voces auténticas, no vulgares imitaciones. Recordando sus tonos, podía ver a las dos mujeres que habían hablado: Emalin la de la voz fría y Amy, con su rostro transido de dolor. ¿Cuál podía ser el motivo de aquel dolor? ¿Era tal vez la soledad, tan terrible para una mujer? No podía creerlo, porque en su voz latía un terror inexplicable. Me quedé dormido sin haber apagado la luz y muy avanzada la noche tuve que levantarme para hacerlo.
       A las ocho de la mañana atravesaba el pantano para reintegrarme al trabajo. Los obreros estaban muy atareados arrollando cable nuevo en los tambores y retirando el cable viejo y gastado. Estuve supervisando la faena y hacia las once regresé a Loma. Frente a la pensión de la señora Ratz vi a Alex Hartnell en su Ford modelo T. Me llamó.
       —Ahora mismo iba a buscarle. He matado un par de pollos y quería pedirle que nos acompañara en la mesa.
       Acepté complacido. Nuestro cocinero no era malo, pero me producía náuseas verle fumar enormes cigarros habanos en una boquilla de bambú con sus dedos manchados de nicotina. Subí al Ford de Alex y descendimos la ladera en dirección a las ricas tierras del sudoeste. El sol iluminaba intensamente el panorama. Cuando era pequeño me dijo una vez un muchacho católico que el sol sale todos los domingos, aunque sólo sea unos minutos, porque es el día del Señor. Desde entonces he procurado fijarme, y parece que es cierto. Con estrépito, el coche se detuvo cuando llegamos al llano.
       Alex me gritó sobre el estruendo del motor:
       —¿Se acuerda de las Hawkins?
       —Sí, desde luego.
       Señaló con la cabeza.
       —Esa es su casa.
       De la casa se veía poco porque un alto seto de boj la rodeaba por los cuatro costados. Sólo podían distinguirse el tejado y la parte alta de las ventanas. Pude ver que la casa estaba pintada de marrón claro, como casi todas las escuelas y estaciones ferroviarias de California. El granero se alzaba fuera de la cerca, en la parte posterior de la casa. El seto estaba muy bien cortado y parecía extraordinariamente fuerte y espeso.
       —El seto sirve para detener el viento —me dijo Alex.
       —Pero no para detener a Johnny “el Oso” —contesté.
       Su rostro se ensombreció. Luego me señaló una casita blanca que se levantaba en mitad de los sembrados.
       —Allí es donde viven los colonos chinos. Son muy trabajadores. Me gustaría tener algunos a mi servicio.
       En aquel momento se abrió un rastrillo y apareció un carruaje que salió al camino. El caballo era muy viejo pero estaba bien cuidado, como todos sus arreos. En las dos puertas se veían grandes H de plata.
       Alex me dijo:
       —Ahí las tiene, camino de la iglesia.
       Nos quitamos los sombreros y dedicamos respetuosas reverencias a las distinguidas señoritas, que contestaron a nuestro saludo con leves inclinaciones de cabeza. Pude contemplarlas a placer y quedé verdaderamente sorprendido. Johnny “el Oso” era mucho más monstruoso de lo que podía imaginar, ya que reproduciendo el tono de su voz era capaz de dar una perfecta imagen de una persona. No tenía necesidad de preguntar cuál era Emalin y cuál era Amy. Los ojos claros y limpios, la barbilla erguida y firme, la boca breve y de labios finos, la silueta angulosa y señorial, correspondían a Emalin. Amy se le parecía mucho, pero no obstante, era completamente distinta. Su mirada dulce, su boca gruesa, sus contornos redondeados. Sus rasgos eran idénticos a los de Emalin, pero si la boca de su hermana era fina y enérgica por naturaleza, la de Amy tenía un rictus forzado. Emalin debía tener cincuenta o cincuenta y cinco años y Amy sería unos diez años más joven. Sólo pude verlas un momento y no volví a verlas jamás, pero aunque parezca extraño, creo que a pocas personas del mundo conozco tan bien como a aquellas dos mujeres.
       Alex estaba diciéndome:
       —¿Comprende ahora lo que le decía acerca de los aristócratas?
       Asentí con un gesto. Era fácil de comprender. Cualquier comunidad se sentiría... a salvo contando con dos mujeres como aquéllas. Un lugar como Loma, con sus nieblas ponzoñosas, sus pantanos malolientes y traicioneros, necesitaba realmente personas como las hermanas Hawkins. Los habitantes se habrían vuelto locos más pronto o más tarde si no hubieran tenido a las Hawkins como poder moderador.
       La cena fue agradable. La hermana de Alex preparó los pollos e hizo maravillas con el resto del menú. Sentí que crecía mi antipatía hacia nuestro pobre cocinero. Luego nos sentamos a fumar y a beber buen coñac.
       Entre sorbo y sorbo, dije a Alex:
       —No comprendo por qué va al Buffalo. Allí el whisky es...
       —Lo sé —me interrumpió Alex—. Pero el Buffalo no es sólo un bar, sino el cerebro de Loma. Es su periódico, su teatro y su club.
       Tan cierto era esto que cuando Alex puso en marcha el Ford para devolverme a mi domicilio, supe, como lo sabía él, que pasaríamos una o dos horas en el Buffalo Bar antes de despedirnos.
       Estábamos llegando al pueblo cuando descubrimos en el camino las luces semiapagadas de otro automóvil. Alex frenó con brusquedad, diciéndome:
       —Es el doctor Holmes. —Cuando se detuvo el otro coche, gritó—: Dígame, doctor, ¿podrá ir a ver a mi hermana? Tiene una hinchazón en el cuello.
       El doctor contestó, también a gritos:
       —Está bien, Alex. Ya iré en cuanto pueda. ¿Quiere apartarse, por favor? Tengo prisa.
       Alex siguió hablando.
       —¿Quién está enfermo, doctor?
       —Miss Amy, que no está bien del todo. Miss Emalin me ha llamado por teléfono pidiéndome que acudiera cuanto antes. Apártese, ¿quiere?
       Alex dio marcha atrás y dejó pasar al médico. Luego seguimos nuestro camino. Iba yo a decir que la noche estaba muy despejada cuando descubrí a lo lejos los primeros jirones de niebla que brotaban de los pantanos y trepaban como serpientes por la falda de la montaña. El Ford se detuvo delante del Buffalo Bar. Entramos.
       Fat Carl se acercó a nosotros, limpiando un vaso en su delantal. Sacó de debajo del mostrador una botella de whisky.
       —¿Qué van a tomar?
       —Whisky.
       Por un momento una ligera sonrisa pareció dibujarse en el rostro inexpresivo del grueso tabernero. La sala estaba llena de público. Todos mis obreros se encontraban allí, excepto el cocinero, que estaría sin duda tumbado en su camastro, fumando un habano en su boquilla de bambú. No bebía nunca, y eso bastaba para que no me fuese simpático.
       Era el bar más tranquilo que he conocido jamás. Nunca se producían altercados, se cantaba poco y nadie hacía trampas en el juego. Los ojos apagados y sombríos de Fat Carl hacían del beber un acto solemne y pacífico. Timothy Ratz, el único tramposo del pueblo, hacía solitarios en un rincón. Alex y yo apuramos nuestros vasos. No había sillas disponibles, por lo que tuvimos que quedarnos recostados en el mostrador, hablando u oyendo hablar de deporte y aventuras... una conversación corriente, propia de un sitio como aquél. Pedimos más whisky un par de veces más, y así debieron transcurrir casi dos horas. Alex había dicho ya que se iba a su casa, y yo estaba a punto de hacer lo propio. Los obreros se dirigían a la puerta en tropel, porque a medianoche se reanudaba el trabajo.
       Entonces se abrió la puerta silenciosamente y Johnny “el Oso” penetró en el salón, balanceando sus brazos peludos de gorila mientras sonreía estúpidamente.
       —¿Whisky? —preguntó. Nadie lo animó. Entonces empezó su pantomima, arrojándose al suelo como le había visto hacer la primera vez y emitiendo palabras incomprensibles con voz cantarina, probablemente en chino. Luego me pareció que las mismas palabras las repetía una voz distinta, más despacio y sin entonación nasal. Johnny “el Oso” levantó la cabeza del suelo y preguntó:
       —¿Whisky? —Luego se puso en pie sin esfuerzo. Me sentí interesado y con ganas de verle actuar, por lo que coloqué una moneda sobre el mostrador. Johnny apuró un vaso de un trago.
       Instantes después deseé no haberlo hecho. La expresión de Alex era terrible cuando Johnny “el Oso” se situó en mitad de la habitación, adoptando la actitud de quien escucha junto a una ventana.
       La helada voz de Emalin Hawkins estaba diciendo por boca de Johnny:
       —Aquí la tiene, doctor. —Cerré los ojos para no ver al monstruo, e inmediatamente fue ella la que creí tener ante mí.
       Yo había escuchado la voz del doctor en la carretera aquella misma noche, y puedo asegurar que efectivamente aquella voz era la suya.
       —Ya... ¿y dice usted que se ha... desmayado?
       —Sí, doctor.
       Hubo una breve pausa antes de que la voz del médico preguntara, con gran dulzura:
       —¿Por qué lo ha hecho, Emalin?
       —¿Por qué ha hecho... qué? —Latía una oculta amenaza en la pregunta.
       —Soy su médico, Emalin, y fui médico de cabecera de su padre. Tiene que decírmelo todo. ¿Cree que es la primera vez que veo esa clase de marca en el cuello de una persona? ¿Cuánto rato llevaba colgando cuando usted la bajó?
       La pausa que siguió fue más larga. Luego la voz de la mujer pudo oírse sin el tono frío de antes. Sonaba apagada, casi como un susurro.
       —Dos o tres minutos. ¿La salvará, doctor?
       —Oh, sí, desde luego. No es grave. Pero, ¿por qué lo ha hecho?
       La respuesta fue más helada y cortante que todas las palabras anteriores.
       —No lo sé.
       —Querrá decir que no quiere decírmelo.
       —Quiero decir lo que digo.
       Luego la voz del doctor dio diversas instrucciones sobre el tratamiento a seguir; reposo, dieta de leche y un poco de licor.
       —Sobre todo, sea amable con ella —añadió—. No le reproche nada.
       La voz de Emalin tembló ligeramente al decir: —No lo dirá a nadie, ¿verdad, doctor?
       —Soy su médico —contestó él con dulzura—. Puede confiar en mi discreción. Esta misma noche le enviaré un soporífero.
       —¿Whisky? —Abrí los ojos. El horrible Johnny sonreía pidiendo su recompensa.
       Todos guardaban silencio, como avergonzados. Fat Carl miraba al suelo. Me volví a Alex para disculparme, ya que yo era el verdadero responsable.
       —No podía suponer que pasaría esto —balbucí—. Lo siento.
       Me dirigí a la puerta y me encaminé a casa de la señora Ratz. Una vez en mi cuarto, abrí la ventana y contemplé la niebla. Lejos, en el pantano, se escuchaba el ruido del motor, ya en marcha. Al cabo de un rato pude distinguir el tintineo metálico de los cangilones que sacaban agua fangosa del canal.
       A la mañana siguiente se produjo una serie de accidentes, inevitables en un trabajo como el nuestro. Uno de los cables nuevos se partió dejando caer un cangilón sobre uno de los pontones, inundándolo completamente. Cuando pusimos un cable de repuesto y tiramos de él con un cabrestante para reparar el daño, el segundo cable se rompió también y cortó limpiamente las dos piernas de uno de los operarios. Le ligamos los muñones como pudimos y lo trasladamos apresuradamente a Salinas. Luego sucedieron otros accidentes menores. Un mecánico se hirió con un alambre y la herida se le infectó muy seriamente. El cocinero confirmó mis anteriores sospechas al ser descubierto en el momento de intentar vender mariguana al capataz. La tranquilidad había huido de nuestro lado. Tardamos dos semanas en instalar un nuevo pontón y en conseguir otro operario y un cocinero nuevo.
       Este último era un hombrecillo moreno y delgado, adulador y charlatán.
       Mi vida social en Loma se había hecho más difícil desde el desgraciado incidente de la última noche en el Buffalo Bar, pero cuando la excavadora volvió a funcionar nonnalmente, no pude resistir la tentación de dirigirme una noche a casa de Alex Hartnell. Al pasar por delante del domicilio de las Hawkins, miré lleno de curiosidad por uno de los rastrillos. La casa estaba a obscuras. El viento era muy fuerte y a ratos desgarraba la espesa niebla. A la luz de la luna que aquellas ráfagas de viento dejaban pasar de vez en cuando pude ver una silueta obscura que corría a través del patio y me pareció escuchar un gemido. Por las pisadas creí reconocer a uno de los colonos chinos.
       Alex acudió a abrir cuando llamé a su puerta. Pareció alegrarse al verme. Su hermana había salido. Me senté junto a la estufa y él me ofreció un trago de coñac.
       —He oído decir que ha estado de mala suerte —me dijo.
       Le expliqué nuestras dificultades.
       —Los accidentes vienen por rachas. Dicen mis hombres que nunca se producen menos de tres, y a veces cinco, siete y hasta nueve seguidos.
       Alex asintió.
       —Yo también lo creo.
       —¿Qué sabe de las hermanas Hawkins? —le pregunté—. Me ha parecido oír llorar a alguien cuando he pasado hace un momento.
       Alex pareció poco dispuesto a hablar de aquel tema, pero luego se decidió a hacerlo.
       —Las visité la semana pasada. Miss Amy no se encuentra muy bien. No pude verla; sólo vi a Miss Emalin. —Luego añadió—: Algo les pasa... algo muy raro.
       —Habla de ellas como si fueran de su familia —observé.
       —Verá: su padre y el mío eran íntimos amigos. Nosotros llamábamos a las hermanas Tía Amy y Tía Emalin. Estoy seguro de que son incapaces de hacer nada malo. Y sería poco conveniente para todos nosotros que las hermanas Hawkins no fueran lo que son.
       —¿La conciencia de la comunidad?
       —La válvula de seguridad, si prefiere llamarlo así —contestó—. Su casa ha sido siempre un refugio para todos. Son orgullosas, pero creen en los valores eternos. Y su vida ha sido siempre un ejemplo de que la... honradez y la decencia son la mejor política. Verdaderamente las necesitamos.
       —Comprendo.
       —Pero creo que Miss Emalin se enfrenta ahora con algo terrible y... me parece que lleva las de perder.
       —¿Qué quiere decir?
       —Ni yo mismo lo sé. Pero he llegado a pensar en pegarle un tiro a Johnny “el Oso” y echar el cadáver al pantano. Lo he pensado muy en serio.
       —Él no tiene la culpa —protesté—. No es más que un gramófono que repite todo lo que oye. La única diferencia es que hay que echarle whisky en vez de monedas de níquel.
       Luego nuestra conversación fue por otros derroteros, y al cabo de un rato decidí volver a Loma. Me pareció como si la niebla pretendiera derribar con sus embates el sólido seto de las hermanas Hawkins. No había luz en la casa.
       Nuestro trabajo volvió a ser rutinario y normal. La excavadora iba abriéndose paso en el suelo del pantano. Mis hombres se habían convencido ya de que la mala racha había pasado, y el nuevo cocinero se mostraba tan amable con todos, que los obreros habrían comido de sus manos cemento hervido sin protestar. Es más importante en un cocinero de campamento el don de gentes que la habilidad culinaria en sí.
       Un par de noches después de mi visita a Alex me presenté en el Buffalo Bar. Fat Carl me recibió, como siempre, secando cuidadosamente un vaso.
       —Whisky —dije en voz alta sin darle tiempo a preguntarme qué quería. Tomé el vaso y me dirigí a una mesa. Alex no estaba presente. Timothy Ratz hacía solitarios y estaba teniendo mucha suerte. Le salió bien cuatro veces seguidas y bebió otras tantas.
       Iban llegando clientes al bar a medida que avanzaba la noche.
       Hacia las diez nos enteramos de la sorprendente noticia. Miss Amy se había suicidado. ¿Cómo lo supo el vecindario? No lo sé. Decían que se había ahorcado. Los asiduos del bar se mostraban reacios a comentar el asunto. Era algo que no acababan de comprender. Se formaron corros, y todos hablaban en voz baja.
       Entonces se abrió la puerta y entró Johnny “el Oso”, sonriendo estúpidamente. Sus enormes pies parecían patinar sobre el piso de madera.
       —¿Whisky? ¿Whisky? —preguntó con voz cantarina.
       Todos estaban sedientos de información. Comprendían que su curiosidad era malsana, pero no podían evitarlo. Fat Carl llenó un vaso. Timothy Ratz olvidó la baraja por un momento y se acercó al mostrador. Johnny apuró el vaso mientras yo cerraba los ojos.
       El doctor hablaba con dureza.
       —¿Dónde está, Emalin?
       Nunca había oído una voz como la que contestó, fría, mecánica, pero al mismo tiempo impregnada de angustia infinita.
       —En la habitación de al lado, doctor.
       —Hum. —Una larga pausa—. Ha estado colgando demasiado tiempo.
       —No puedo decirle cuánto, doctor.
       —¿Por qué lo ha hecho, Emalin?
       —No lo sé, doctor.
       Silencio. Luego:
       —Hum... Emalin, ¿sabía usted que esperaba un niño?
       La dureza de la voz se quebró y se escuchó un suspiro.
       —Sí, doctor.
       —Si ha sido por eso por lo que ha tardado usted tanto en encontrarla... No, Emalin, perdóneme, no quería decir eso.
       La voz de Emalin recuperaba poco a poco su seguridad.
       —¿No puede extender el certificado de defunción sin mencionar...?
       —Sí puedo, desde luego. Tranquilícese. Hablaré también con el de la funeraria. No debe preocuparse.
       —Muchas gracias, doctor.
       —Ahora tengo que telefonear. Pero no quiero que se quede sola. Venga conmigo al otro cuarto, Emalin. Voy a ponerle una inyección que le calmará los nervios...
       —¿Whisky? ¿Whisky para Johnny? —Abrí los ojos para ver aquella horrible sonrisa de idiota. Fat Carl le sirvió otro vaso. Johnny bebió y luego fue a echarse bajo una mesa, para quedarse dormido casi instantáneamente.
       Nadie habló. Todos parecían aturdidos, después de haber presenciado el derrumbamiento de un mito. Luego entró Alex, acercándose a mí.
       —¿Se ha enterado? —me preguntó.
       —Sí.
       —Temía una cosa así —exclamó—. Ya le dije la otra noche que algo raro estaba sucediendo.
       Entonces yo le pregunté:
       —¿Sabía usted que Miss Amy esperaba un niño?
       Noté que se ponía rígido. Miró en torno y luego se volvió otra vez a mí.
       —¿Johnny “el Oso”? —preguntó con laconismo.
       —Sí.
       Alex se pasó una mano por los ojos.
       —No puedo creerlo. —Iba yo a contestarle cuando oí un ruido. Johnny salía de nuevo de su escondrijo para acercarse a la luz.
       —¿Whisky? —miraba sonriente a Fat Carl.
       Entonces Alex se adelantó para dirigirse a todos.
       —¡Escuchadme bien! Este asunto ha ido ya demasiado lejos. Se acabó. —Si esperaba que alguien le contradijera debió sentirse decepcionado, porque todos asintieron en silencio.
       —¿Whisky para Johnny?
       Alex se volvió al idiota.
       —Tendrías que avergonzarte. Miss Amy te daba de comer y si llevas puesta alguna ropa es gracias a ella.
       Johnny seguía sonriendo, sin comprender.
       —¿Whisky?
       Repitió sus habilidades, esta vez reproduciendo palabras incomprensibles que parecían chino. Alex se tranquilizó.
       Pero luego se oyó otra voz que lentamente y con vacilaciones parecía repetir las mismas palabras de aquel lenguaje oriental.
       Alex se movió con tanta rapidez que nadie pudo detenerlo. Su puño se descargó con violencia contra la boca sonriente de Johnny.
       —Te he dicho que esto se acabó para siempre —gritó fuera de sí.
       Johnny “el Oso” recuperó el equilibrio. Tenía un labio partido y chorreando sangre pero no había dejado de sonreír. Sus brazos rodearon el cuerpo de Alex como los tentáculos de un pulpo, oprimiendo su cintura con fuerza increíble. Entonces salté yo también para coger uno de aquellos brazos y retorcerlo, sin conseguir que soltara su presa. Fat Carl se acercó por detrás con una barra de hierro y tuvo que golpear varias veces aquella cabeza lanuda y gigantesca antes de que Johnny cayese inerte al suelo. Ayudé a Alex a incorporarse y lo llevé hasta una silla.
       —¿Le ha hecho daño?
       Intentó respirar.
       —Me duele mucho la espalda. No será nada.
       —¿Tiene el Ford ahí fuera? Le llevaré a su casa.
       Ninguno de los dos miró hacia la casa de las hermanas Hawkins al pasar. Yo no aparté la vista de la carretera. Ayudé a Alex a entrar en su casa, que estaba a obscuras, lo desnudé y le serví un vaso de coñac. Desde que saliera del bar no había despegado los labios, pero al tenderlo en la cama me preguntó:
       —¿Cree que alguien se habrá dado cuenta? Actué a tiempo, ¿no es verdad?
       —¿A qué se refiere? La verdad es que todavía no sé por qué tuvo que atacarle.
       —Escuche— me dijo—. Tendré que guardar cama unos días con esta espalda tan dolorida. Si oye que alguien lo da a entender, impídalo, ¿me lo promete?
       —Le repito que no sé de qué me está hablando.
       Me miró a los ojos un momento.
       —Me parece que puedo confiar en usted —dijo—. Sepa que la segunda voz... era la de Miss Amy.




John Steinbeck
El valle largo



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