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miércoles, 3 de marzo de 2021

Emmanuel Carrère / Limónov IV


Emmanuel Carrère
LIMÓNOV IV

4
    Me cuesta hacer coincidir estas imágenes: el escritor-gamberro que conocí en otro tiempo, el guerrillero acosado, el hombre político responsable, la estrella a la que las páginas de gente de las revistas consagran artículos embelesados. Me digo que para ver más claro en estas estampas tengo que conocer a militantes de su partido, a nasbols de base. Los cabezas rapadas que todos los días conducen a gente ante su jefe en un Volga negro y que al principio me asustaban un poco son buenos chicos pero no tienen mucha conversación, o bien soy yo el que no me apaño. A la salida de la conferencia de prensa con Kaspárov, abordé a una chica, simplemente porque me pareció bonita, y le pregunté si era periodista. Me respondió que sí, bueno, que trabajaba para el sitio Internet del Partido Nacional Bolchevique. Muy mona, formal, bien vestida: era nasbol.
    A través de esta chica encantadora conozco a un chico igualmente encantador, el responsable —clandestino— de la sección de Moscú. Con el pelo largo recogido en una coleta, la cara franca, amistosa, no tiene realmente pinta de facha, sino más bien de militante altermundialista o de un autónomo como los del grupo de Tarnac. En su pisito de las afueras hay discos de Manu Chao y en las paredes cuadros al estilo de JeanMichel Basquiat pintados por su mujer. Pregunto:
    —¿Y tu mujer comparte tu lucha política?
    —Oh, sí —responde—. De hecho está en la cárcel. Formaba parte de los treinta y nueve del gran proceso de 2005, el que siguió Politkóvskaia.
    Lo dice con una gran sonrisa, muy orgulloso; y en cuanto a él, si no está en la cárcel no es por culpa suya, sólo que « mnié nié poviezló »: en mi caso no fue así. Otra vez, quizá, no hay que desesperar.
    Vamos juntos al tribunal de la sección urbana Tagánskaia, donde resulta que juzgan ese día a algunos nasbols . La sala es minúscula, los acusados están esposados dentro de una jaula y en los tres bancos del público hay compañeros suyos, todos miembros del partido. Detrás de los barrotes hay siete acusados: seis chicos de físico bastante diverso, que va desde el estudiante barbudo y musulmán al working class hero en chándal, y una mujer más mayor, con el pelo negro enmarañado, pálida, bastante guapa, del estilo de la profe de historia izquierdista que se lía sus propios cigarrillos. Les acusan de hooliganismo , es decir, de trifulcas con las juventudes putinianas. Heridos leves en un bando y otro. Interrogados, dicen que no juzgan a los de enfrente, que son los que empezaron, que el proceso es puramente político y que si tienen que pagar por sus convicciones pues muy bien, que pagarán. La defensa alega que los detenidos no son hooligans sino estudiantes serios, que sacan buenas notas, y que ya han cumplido un año de prisión preventiva, que ya debería ser suficiente. El argumento no convence al juez. Veredicto para todos: dos años. Los guardias se los llevan, ellos salen riéndose, mostrando el puño y diciendo « na smiert »: hasta la muerte. Sus compañeros les miran con envidia: son héroes.
    Hay miles, quizá decenas de miles como ellos, sublevados contra el cinismo que se ha convertido en la religión de Rusia, y profesan un verdadero culto a Limónov. Este hombre que podría ser su padre y hasta, para los más jóvenes, su abuelo, ha llevado la vida de aventurero con la que todo el mundo sueña a los veinte años, es una leyenda viva y el corazón de esta leyenda, lo que todos quisieran imitar, es el heroísmo cool de que ha dado muestras durante su encarcelamiento. Ha estado en Lefórtovo, la fortaleza del KGB que en la mitología rusa es el equivalente con creces de Alcatraz, ha estado en un campo de trabajo, sometido al régimen más severo, y nunca se ha quejado, nunca se ha doblegado. Se las ha arreglado no sólo para escribir siete u ocho libros, sino para ayudar eficazmente a sus compañeros de celda, que acabaron considerándole a la vez un gran jefe y una especie de santo. El día en que le liberaron los celadores y los presos se peleaban por llevarle la maleta.
    Cuando le pregunté al propio Limónov cómo era la cárcel, al principio se contentó con responder: « Normalno », que en ruso quiere decir bien, sin problemas, nada que señalar, y sólo más tarde me contó la pequeña anécdota siguiente.
    De Lefórtovo le trasladaron al campo de Engels, a la orilla del Volga. Es un centro modélico, novísimo, fruto de las reflexiones de arquitectos ambiciosos, y que muestran de buena gana a los visitantes extranjeros para que saquen conclusiones halagüeñas sobre los progresos de la situación penitenciaria en Rusia. De hecho, los reclusos de Engels llaman a su campo «Eurogulag», y Limónov asegura que los refinamientos de su arquitectura no hacen la vida allí más agradable que en los barracones clásicos rodeados de alambre de espino: más bien menos. El hecho es que los lavabos de este campo, construidos con una placa de acero cepillado, coronada por un tubo de hierro fundido, de una línea  sobria y pura, son exactamente los mismos que los de un hotel concebido por el diseñador Philippe Starck, donde el editor norteamericano de Limónov le alojó durante la última estancia de éste en Nueva York, a finales de los años ochenta.

    La coincidencia le dejó pensativo. Ninguno de sus camaradas de cárcel estaba en condiciones de hacer la misma comparación. Tampoco podía hacerla ninguno de los clientes elegantes del elegante hotel neoyorquino. Se preguntó si habría en el mundo muchos otros hombres como él, Eduard Limónov, cuya experiencia incluyese universos tan diversos como el del preso de derecho común en un campo de trabajos forzados a orillas del Volga y el del escritor de moda que se mueve en un decorado de Philippe Starck. Llegó a la conclusión de que no, sin duda, y extrajo de ello un orgullo que yo comprendo, que es incluso el que me ha despertado el deseo de escribir este libro.
    Vivo en un país tranquilo y decadente, en donde la movilidad social es reducida. Nacido en una familia burguesa del distrito XVI, me convertí en un bobo del X. Hijo de un ejecutivo y de una historiadora de renombre, escribo libros, guiones, y mi mujer es periodista. Mis padres tienen una casa de veraneo en la isla de Ré, a mí me gustaría comprarme una en el Gard. No pienso que sea algo malo, ni que prejuzgue de la riqueza de una experiencia humana, pero en fin, desde el punto de vista tanto geográfico como sociocultural no se puede decir que la vida me haya llevado muy lejos de mis bases, y esta constatación es aplicable a la mayoría de mis amigos.
    Limónov, en cambio, fue un gamberro en Ucrania; ídolo del underground soviético; mendigo y después ayuda de cámara de un multimillonario de Manhattan; escritor de moda en París; soldado perdido en los Balcanes; y ahora, en el inmenso desmadre del poscomunismo, viejo jefe carismático de un partido de jóvenes desesperados. Él mismo se ve como un héroe y se le puede considerar un canalla: me reservo la opinión sobre este punto. Pero lo que pensé, después de haberme parecido meramente divertida la anécdota de los lavabos de Sarátov, es que su vida novelesca y peligrosa decía algo. No sólo sobre él, Limónov, no sólo sobre Rusia, sino sobre la historia de todos nosotros desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
    Algo, sí, pero ¿qué? Emprendo este libro para averiguarlo.








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