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domingo, 14 de marzo de 2021

Alberto Moravia / El desprecio VII

 


Alberto Moravia
EL DESPRECIO
CAPÍTULO SÉPTIMO

El segundo guión se iniciaba a las cuatro. Por tanto, faltaba aún hora y media. Cuando estuve en la calle me dirigí a casa de una manera casi instintiva. Sabía que Emilia no podía estar en ella, porque había ido a comer a casa de su madre. Pero, invadido por un angustioso extravío, casi esperaba que esto no fuese cierto y que la encontraría en casa. En tal caso —me decía—, tendría el valor de hablar francamente con ella, de provocar una explicación casi definitiva. Me daba cuenta de que de tal explicación dependían no sólo mis relaciones con Emilia, sino también mi trabajo. Pero ahora, después de tantas tergiversaciones piadosas e hipócritas, me parecía preferir cualquier desastre a la prolongación de una situación, por desgracia, cada vez más clara y menos tolerable. Tal vez me vería obligado a separarme de Emilia, a rechazar el segundo guión de Battista; tanto mejor si ocurría así. Fuese cual fuese la verdad, me parecía ya infinitamente más aceptable que aquella oscura y vil condición, entre la mentira y la compasión de mí mismo.


    Cuando entré en la calle en que vivía, me invadió la perplejidad. Emilia, sin duda, no estaría en casa, y yo, en aquel apartamento nuevo, que ahora, más que extraño, me parecía incluso hostil, me sentiría más perdido y angustiado que en un lugar público. Por un momento, casi tuve la tentación de alejarme de allí e ir a pasar aquella hora y media en un café. Luego, con repentino y providencial despertar de la memoria, recordé que el día anterior había prometido a Battista encontrarme en casa a aquella hora, para fijar con él, por teléfono, una cita. Era una cita importante, porque Battista tenía que hablarme, finalmente, del nuevo guión, hacerme proposiciones concretas y presentarme al director. Y yo le había asegurado que me encontraría en casa a aquella hora, como, en efecto, ocurría siempre. Es cierto que podría haber telefoneado a Battista desde el café. Pero, en primer lugar, no estaba completamente seguro de encontrarlo en casa, porque Battista comía a menudo en el restaurante. Y, en segundo lugar —como me dije—, necesitaba, en mi agudo extravío, de un pretexto para volver a casa. Y precisamente me ofrecía tal pretexto la llamada de Battista.

    Así, entré, me dirigí al ascensor, cerré las puertas y oprimí el botón del último piso, en el que vivía. Pero mientras subía el ascensor, empecé a pensar que, en el fondo, no tenía derecho a fijar aquella cita, desde el momento en que no estaba seguro de aceptar la nueva proposición de Battista. Todo dependía de mi conversación con Emilia, y yo sabía que si Emilia declaraba explícitamente no amarme ya, no sólo no haría aquel nuevo guión, sino ninguno más durante toda mi vida.
    Pero Emilia no estaba en casa. Y cuando Battista telefoneara, no estaría en condiciones, honradamente, de decirle si aceptaba discutir o no su proposición. Ahora bien, tratar un asunto para luego volverse atrás me parecía, entre las muchas cosas absurdas de mi vida, una de las más absurdas. Asaltado, ante este pensamiento, con un impulso casi histérico de rabia y de repugnancia, cerré de golpe el ascensor y oprimí el botón de bajada. Era mejor —me dije—, mucho mejor que Battista no me encontrara en casa cuando telefoneara. Más tarde, aquella misma noche, hablaría con Emilia. Y al día siguiente daría al productor una respuesta de acuerdo con el resultado de la conversación que sostuviera con Emilia. Entretanto, el ascensor iba bajando, mientras yo veía cómo los pisos, uno tras otro, iban desfilando tras los cristales esmerilados, con la misma mirada desesperada de un pez que ve bajar rápidamente el nivel del agua en la pileta en que vive. Por fin se detuvo el ascensor y me dispuse a abrir la puerta. Pero, de pronto, me detuvo una nueva reflexión: era cierto que la suerte del nuevo trabajo dependía de la conversación que sostendría con Emilia. Pero si aquella misma noche Emilia me confirmara su amor, ¿no correría el riesgo, al no encontrarme en casa, de disgustar a Battista y perder el trabajo? Sabía por experiencia que los productores eran caprichosos como pequeños tiranos. Semejante contratiempo podría bastar para que Battista cambiara de idea e inducirlo a escoger otro guionista. Estas reflexiones se sucedieron con rapidez en mi mente atormentada, inspirándome un oscuro sentimiento de aguda miseria. No cabía la menor duda —me dije— de que era un pobre hombre lacerado entre el interés y los afectos, incapaz de elección ni de decisión. Y quién sabe cuánto tiempo habría permanecido aún, titubeante y extraviado, dentro del ascensor si, de pronto, una joven señora, con los brazos cargados de paquetes, no hubiese abierto las puertas. Se le escapó un grito de miedo al descubrirme ante ella hecho un poste. Pero, rehaciéndose inmediatamente, entró a su vez, y me preguntó a qué piso iba. Yo se lo dije, y ella anunció:
    —Yo, al segundo —mientras oprimía el botón.
    El ascensor emprendió de nuevo la subida. Una vez en el rellano, sentí un profundo alivio, a la vez que reflexionaba: «Pero ¿en qué estado me encuentro para comportarme de este modo? ¿Qué he hecho para quedar reducido a esto? ¿A qué punto he llegado?». Ocupado por estos pensamientos, entré en casa, cerré la puerta y pasé a la sala de estar. Entonces, tumbada en el sofá, en bata y leyendo una revista, vi a Emilia. Junto al sofá había una mesita, en la que se veían los platos y los restos de la comida. Emilia no había salido, no había comido con su madre. En resumen, me había mentido.
    Debí de poner muy mala cara, porque ella, tras haberme mirado, preguntó:
    —Pero ¿qué te pasa? ¿Qué te ha ocurrido?
    —¿No tenías que comer con tu madre? —dije con voz sofocada. ¿Cómo es que estás en casa? Me habías dicho que comerías fuera.
    —Mi madre me telefoneó después diciéndome que no podía —respondió ella plácidamente.
    —Entonces, ¿por qué no me lo has advertido?
    —Mi madre telefoneó en el último momento. Y creí que ya no estarías con Pasetti.
    Inmediatamente estuve seguro de que me mentía, aunque no podía decir por qué. Pero, incapaz de aportar las pruebas, no sólo para ella, sino incluso para mí mismo, callé y, a mi vez, me senté en el sofá. Tras un momento preguntó ella, mientras hojeaba la revista y sin mirarme:
    —¿Y qué has hecho?
    —Los Pasetti me han invitado.
    En aquel momento sonó el teléfono. Yo pensé: «Es Battista. Le diré que he decidido no hacer más guiones. ¡Al diablo con todo! Está bien claro que esta mujer no siente ni una pizca de afecto por mí». Entretanto, Emilia, con su acostumbrada indolencia, me dijo:
    —Ve a ver quién es. Sin duda te llaman a ti.
    Yo me levanté y salí. El teléfono estaba en la habitación de al lado, sobre al mesita de noche. Antes de descolgarlo, miré hacia la cama, vi la solitaria almohada que ocupaba el centro de la cabecera y sentí que se afirmaba mi resolución: había terminado todo, rechazaría el guión y luego abandonaría a Emilia. Descolgué el receptor, pero en vez de la voz de Battista oí la de mi suegra, que preguntaba:
    —Ricardo, ¿está Emilia?
    Contesté casi sin reflexionar:
    —No está. Me dijo que iba a comer a casa de usted. Ha salido. Yo creía que estaban ahí las dos.
    —Pero si le he telefoneado diciéndole que no podía porque la criada tiene hoy su día libre… —dijo la mujer, sorprendida.
    En aquel momento levanté los ojos del teléfono, y al otro lado de la puerta, que había quedado abierta, vi que Emilia, tendida en el sofá, me miraba. Y noté que sus ojos, fijos en mí, estaban llenos no tanto de maravilla, cuanto de tranquila aversión y frío desprecio. Comprendí que ahora, de los dos, el que había mentido era yo, y que ella sabía por qué había mentido. Engarbullé entonces algunas palabras de despedida y luego, de improviso, como reponiéndome, grité:
    —No…, espera. Emilia acaba de llegar. Ahora se pone.
    Al mismo tiempo señalé a Emilia, invitándola a que viniera al teléfono. Ella se levantó del sofá, atravesó la estancia con la cabeza baja y cogió el receptor de mi mano sin mirarme ni darme las gracias. Yo me alejé hacia la sala de estar y ella hizo un gesto impaciente, como para indicarme que cerrara la puerta. Así lo hice. Luego, con el espíritu lleno de confusión, me senté en el sofá y esperé.
    Emilia estuvo hablando largamente con su madre, y yo, en mi impaciencia dolorosa y aprensiva, casi me pareció que lo hacía expresamente. Pero en realidad —como me repetía—, sus conversaciones telefónicas con la madre eran siempre muy largas. Había permanecido siempre muy apegada a su madre, que era viuda y sola, y únicamente la tenía a ella. Y parecía haberla convertido en su confidente. Permanecí callado y quieto, comprendiendo, por su semblante, insólitamente duro, que estaba airada conmigo.
    En efecto, dijo en seguida, empezando a reunir los platos en la mesita:
    —Pero ¿te has vuelto loco? ¿Por qué le has dicho a mamá que había salido? —Yo no abrí la boca, herido por su tono. ¿Para ver si había dicho la verdad? —prosiguió. ¿Para ver si era cierto que mamá me había advertido realmente que no podía comer conmigo?
    Finalmente, respondí con esfuerzo:
    —Tal vez sea ésa la razón.
    —Pues bien, te ruego que no lo hagas más. Yo digo la verdad. Y no tengo nada que ocultarte. No puedo soportar este tipo de cosas.
    Dijo estas palabras en tono definitivo y luego cogió la bandeja en la que había reunido los platos y los vasos y salió de la estancia.
    Al quedar solo, casi experimenté por un momento una amarga sensación de victoria. Era, pues, cierto: Emilia no me amaba ya. En otro tiempo no me habría hablado de aquel modo. Me habría dicho con dulzura, mezclada con advertido estupor: «Pero ¿acaso crees de verdad que te he mentido?»; luego habría reído como de una travesura infantil y perdonable y, al fin, tal vez se habría mostrado halagada: «¿Eres celoso, querido? ¿Acaso no sabes que sólo te amo a ti?». Todo habría acabado con un beso casi maternal, como una caricia de sus largas y grandes manos sobre mi frente, como para arrancarme toda preocupación y todo pensamiento. Mas, por otra parte, en otro tiempo jamás habría pensado yo en vigilarla, y mucho menos en poner en duda sus palabras. Todo había cambiado: en su amor y en el mío. Y todo parecía ir de mal en peor.
    Pero el hombre quiere siempre esperar, aunque esté convencido de que no hay esperanza. En efecto, yo había tenido la demostración de que Emilia no me amaba ya y, sin embargo, me quedaba aún la duda o, mejor dicho, la esperanza de haber dado una interpretación atolondrada a un incidente que, en el fondo, carecía de importancia. De pronto me dije que no debía precipitar las cosas; que era necesario que fuese ella misma la que me dijera que no me amaba ya; que sólo ella podía darme las pruebas que me faltaban aún. Estos pensamientos se sucedieron rápidamente mientras, sentado en el sofá, mantenía la mirada en el vacío. Luego se abrió la puerta y volvió a entrar Emilia.
    Fue al sofá, se tendió de nuevo en él; detrás de mí, y empezó a hojear la revista. Dije sin volverme:
    —Dentro de un rato me telefoneará Battista para proponerme un nuevo guión…, un guión muy importante.
    —Bien. Estarás contento, ¿verdad? —me contestó con su voz tranquila.
    —Con ese guión podría ganar mucho —continué. Por lo menos, para pagar dos plazos de la casa. —Ella no dijo nada esta vez. Yo proseguí—: Por otra parte, el guión es importante para mí porque, si lo hago, podré luego continuar con otros… Se trata de una gran película.
    Finalmente, preguntó ella, con la voz suspendida del que está leyendo y habla sin levantar los ojos de la página:
    —¿Qué película?
    —Aún no lo sé —respondí. Permanecí un momento en silencio y luego añadí con voz algo enfática—: Pero he decidido rechazar este trabajo.
    —¿Y por qué?
    Su tono era aún tranquilo, indiferente.
    Me levanté, di la vuelta al sofá y fui a sentarme frente a Emilia. Tenía en las manos la revista, pero cuando vio que me sentaba frente a ella, la bajó y me miró.
    —Porque —dije con sinceridad— ya sabes que odio este trabajo, y si lo hago, es sólo por tu amor…, para pagar los plazos de esta casa, que tanto significa o parece significar para ti. Pero ahora, que estoy seguro de que ya no me amas, creo que todo esto es inútil… —Ella me miraba con los ojos muy abiertos, pero no dijo nada. Ya sé que no me amas —proseguí—, por lo cual no haré este tipo de trabajo. En cuanto a la casa, la hipotecaré o la venderé. En resumidas cuentas, que no puedo seguir adelante de este modo, y creo que ha llegado el momento de decírtelo. Bien, ahora ya lo sabes. Dentro de poco telefoneará Battista y lo mandaré al diablo.
    Le había dicho, pues, todo, y había llegado el momento de la explicación, tan temida y deseada a la vez durante tanto tiempo. Al pensar en esto sentí casi una sensación de alivio, y miré a Emilia con una frialdad nueva, esperando su respuesta. Ella permaneció un momento en silencio, antes de contestarme. Evidentemente, la había sorprendido aquella mi brusca declaración. En efecto, preguntó al fin, con precaución, como si quisiera ganar tiempo:
    —Pero ¿qué es lo que te hace pensar que ya no te quiero?
    —Todo —respondí con apasionada violencia.
    —¿Por ejemplo?
    —Dime, ante todo, si es o no verdad.
    Ella rebatió con obstinación.
    —Dime tú qué es lo que te hace pensar en ello.
    —Todo —repetí. Tu modo de hablarme, de mirarme, de comportarte conmigo. Todo… Hace ya un mes que quieres que durmamos separados. En otro tiempo no lo habrías querido.
    Ella me miró con aire de irresolución. Y luego, de improviso, vi pasar por sus ojos la luz de una rápida decisión. En aquel preciso instante había decidido —pensé— la actitud que había de adoptar hacia mí, y no se volvería atrás de aquella decisión, fuese cual fuese la misma. Al fin respondió con dulzura:
    —Te aseguro, y puedo jurártelo, que me es imposible dormir con la ventana abierta. Necesito oscuridad y silencio. Te lo juro.
    —Pero ya te dije que podíamos dormir con la ventana cerrada.
    —Bueno… —titubeó ella—, debo decirte también que no eres silencioso durmiendo.
    —¿Qué quieres decir?
    —Que roncas. —Sonrió ligeramente y luego añadió—: Cada noche me despiertas. Por eso he decidido dormir sola.
    Quedé desconcertado por aquel detalle de los ronquidos, que ignoraba y que, por otra parte, me resultaba difícil creer. Había dormido con otras mujeres y ninguna de ellas me había dicho jamás que roncara. Dije:
    —Lo cierto es que no me amas, porque una mujer que ama —titubeé, algo avergonzado— no se une a un hombre como lo haces tú conmigo de un tiempo a esta parte.
    Ella protestó inmediatamente, con enojada aspereza:
    —La verdad, no sé lo que quieres… Lo hacemos siempre que lo deseas… ¿Acaso me he negado a entregarme a ti nunca?
    Yo sabía que, de los dos, en este tipo de conversación confidencial, el púdico, el vergonzoso, el embarazado, era siempre yo. Emilia, por lo general, reservada y decente, en la intimidad no parecía conocer el pudor ni la vergüenza. Antes bien, de una manera que me sorprendía cada vez oscuramente y que me atraía por no sé qué natural inocencia, ella solía hablar de la propia coyunda antes de la unión carnal, durante dicha unión y después de la misma, y lo hacía sin velo alguno de reticencia o de ternura, con una crudeza y una libertad desconcertantes. Dije casi como en un susurro:
    —No, negarte a hacerlo, no, pero…
    Ella me interrumpió con tono apremiante:
    —Cuantas veces lo has deseado, lo hemos hecho. Y tú no te contentas con el simple acto… Sabes despacharte a tus anchas…
    —¿Lo crees así? —pregunté casi halagado.
    —Sí —replicó ella secamente, sin mirarme. Y si no te amara, precisamente el hecho de hacerlo cumplidamente, tal como tú lo deseas, me asquearía y procuraría no hacerlo… Y una mujer puede encontrar siempre pretextos para negarse, ¿no es verdad?
    —De acuerdo —dije—, lo haces y nunca te has negado a entregarte a mí… Pero la forma en que lo haces no es la de una mujer que ama.
    —¿Y de qué modo lo hago?
    Habría debido contestarle: «Lo haces como una prostituta que se entrega al cliente y desea sólo que la cosa termine cuanto antes… De esa manera lo haces». Pero, por respeto a ella y a mí mismo, preferí callar. Y, por lo demás, ¿de qué habría podido servir? Me habría contestado que no era cierto, y tal vez me habría recordado, incluso, con cruda precisión técnica, ciertos arrebatos sensuales suyos en los que había de todo: habilidad, búsqueda del placer, recreo, furor erótico, todo, menos la ternura y el abandono inefable de la verdadera entrega, Y yo no habría sabido qué oponer. Y, por añadidura, al ofenderla con aquel injurioso parangón, habría cometido una injusticia. Dije desesperado, comprendiendo que se había esfumado la explicación que deseaba provocar:
    —Sea cual fuere la causa, estoy convencido de que ya no me amas. Eso es todo.
    Me miró de nuevo, antes de contestarme ni de moverse, como para calcular, a través de mi rostro, la actitud que le convenía adoptar. Entonces observé en ella un detalle que ya conocía: Su bello rostro moreno y lleno de serenidad, tan armonioso, tan simétrico y tan compacto, experimentaba, en la indecisión que dividía su espíritu, casi una especie de proceso de descomposición: una mejilla parecía haber adelgazado de pronto, y la otra, no; la boca no era ya el centro exacto del rostro; los ojos parecían deshacerse dentro de sus órbitas, extraviados y sombríos, como si estuvieran dentro de una cera oscura. He dicho que conocía este detalle. En efecto, lo observaba siempre que había de afrontar una decisión que le repugnaba o hacia la cual no se sentía llevada naturalmente.
    Luego, con un repentino impulso de todo su cuerpo, me arrojó los brazos al cuello y me dijo con una voz que me sonó falsa:
    —Pero, Ricardo, ¿por qué me dices eso? Te amo…, ni más ni menos que antes.
    Su aliento llegaba cálido a mi oreja, sentí que me pasaba la mano por la frente, por las sienes, por la cabeza, que atraía contra su pecho, apretándola fuertemente con ambos brazos.
    Pensé que me abrazaba de aquel modo para no mostrarme la cara, que tal vez reflejaba simplemente aburrimiento y diligencia, como la del que hace algo sin participación espiritual alguna, guiado sólo por la voluntad. Y aun apretándome el rostro, con desesperada nostalgia de amor, contra su pecho, semidesnudo, que ora se ponía turgente, ora se relajaba, siguiendo el ritmo de su respiración tranquila, no pude por menos de pensar: «Todo esto no son sino ademanes… Acabará por traicionarse con alguna frase o inflexión de voz». Esperé un poco y luego la oí arriesgar, con precaución:
    —¿Y qué harías si en realidad hubiese dejado de amarte?
    Tenía, pues, razón, pensé con amargo triunfo: se había traicionado. Quería saber qué haría yo en el supuesto de que hubiese dejado de amarme, para sopesar y valorar todos los riesgos de una franqueza total. Dije sin moverme, hablando en su seno dulce y cálido:
    —Ya te lo he dicho. En primer lugar, rechazar el nuevo trabajo de Battista. —Habría querido añadir: «y me separaría de ti»; pero no tuve el valor de decirlo en aquel momento, con mi mejilla contra su pecho y su mano en mi frente. En realidad seguía esperando que ella me amase, y temía que aquella separación, aun admitiendo solamente la posibilidad de la misma, pudiera verificarse.
    La oí decir al fin, mientras seguía abrazándome estrechamente:
    —Pero te amo… Todo esto es absurdo. ¿Sabes qué harás ahora? Tan pronto como te telefonee Battista, quedas de acuerdo con él y aceptas el trabajo.
    —Pero ¿por qué he de hacerlo, si en realidad no me amas ya? —grité exasperado.
    Ella respondió, esta vez en tono de razonable reproche:
    —Te amo, te amo… No me lo hagas repetir más. Y quiero seguir viviendo en esta casa. Si no te gusta el trabajo, no lo discuto. Pero si no lo quieres hacer porque crees que he dejado de amarte y ya no me interesa para nada la casa, has de saber que te equivocas.
    Casi tuve la esperanza de que no mentía, y, al mismo tiempo me di cuenta de que, al menos por aquel día, me había convencido. Pero, desesperadamente, habría querido entonces saber algo más, estar seguro del todo. Y como si ella hubiese intuido aquel pensamiento mío, abandonó de pronto su presa y susurró:
    —Bésame, ¿quieres?
    Me enderecé y la miré por un momento, antes de besarla. Me sorprendió el aspecto cansado y casi enervado que dejaba traslucir de su semblante, más que nunca deshecho y lleno de indecisión. Era como si hubiese realizado un esfuerzo sobrehumano mientras me hablaba, me acariciaba y me apretaba contra su pecho, y se aprestase a realizar otro, más penoso aún, con el beso. Sin embargo, tomé su mentón en mi mano y acerqué mis labios a los suyos. En aquel momento se oyó el teléfono.
    —Es Battista —dijo ella desprendiéndose de mí, con manifiesto alivio, y corriendo hacia la habitación contigua.
    Desde el sofá, en el que me había sentado, a través de la puerta abierta la vi descolgar el auricular y decir:
    —Sí, está aquí. Se pone en seguida. ¿Cómo está usted? —De la otra parte del hilo siguieron algunas palabras. Y ella, mientras me hacía desde lejos una señal de inteligencia, dijo—: Precisamente ahora estábamos hablando de usted y de su película. —Otras frases misteriosas. Ella dijo con voz tranquila—: Sí, nos veremos cuanto antes. Ahora le paso a Ricardo.
    Me levanté, pasé la estancia y tomé el auricular. Como había previsto, Battista me anunció que me esperaba al día siguiente por la tarde en su despacho. Dije que iría, intercambiamos unas cuantas palabras más y luego colgué. Sólo entonces me di cuenta de que Emilia había salido de la estancia mientras yo hablaba con Battista. Y no pude por menos de pensar que se había ido porque ya había conseguido que yo aceptase la cita con Battista. Por tanto, no eran ya necesarias ni su presencia ni sus caricias.


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