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domingo, 14 de marzo de 2021

Alberto Moravia / El desprecio V

Alberto Moravia
EL DESPRECIO

CAPÍTULO QUINTO

Aquella noche tuve ciertamente el presentimiento de que empezaba para mí un tiempo lleno de dificultades. Mas, por extraño que parezca, no saqué de la conducta de Emilia las consecuencias que serían de esperar. Sin duda, ella se había mostrado fría y esquiva; tanto, que preferí renunciar al amor, antes que obtenerlo de aquella forma. Pero yo la amaba, y el amor tiene una gran capacidad, no sólo de ilusión, sino también de olvido. Al día siguiente —no sé cómo—, el incidente de la noche anterior, que al principio se me apareció lleno de significado, había ya perdido a mis ojos mucha de su importancia, aligerándose de su peso de hostilidad y reduciéndose a una fricción sin importancia. En realidad se olvida fácilmente lo que no se quiere recordar. Por otra parte, creo que a tal olvido contribuyó también Emilia, la cual, unos días después, aun sin renunciar a dormir sola, no rechazó mi amor. Es cierto que también esta vez se comportó del mismo modo pasivo y frío que había suscitado ya mi indignación. Pero, como suele ocurrir, lo que me había parecido intolerable la primera noche, días más tarde se me mostró no sólo tolerable, sino incluso lisonjero. En suma, sin darme cuenta de ello, me encontraba ya en el terreno resbaladizo en el que la frialdad del día anterior se convierte al día siguiente, gracias a los sofismas y a la buena voluntad del ánimo necesitado de ilusión, en cálido amor. Había pensado que Emilia se había comportado aquella noche como una prostituta. Pero, menos de una semana después, acepté amarla y ser amado por ella precisamente de aquel modo. Y como quiera que, en el fondo más oscuro de mi ánimo, tal vez había temido que ella no me quisiera ya en absoluto, le agradecí aquella su fría e impaciente pasividad como si hubiera sido la forma normal de nuestras relaciones amorosas.
    Pero si seguía haciéndome la ilusión de que Emilia me amaba como en el pasado, o, mejor aún, si prefería no plantearme la cuestión de nuestro amor, había algo que informaba a mi corazón acerca del cambio que se había producido entre nosotros. Y ese algo era mi trabajo. Provisionalmente había renunciado a mis ambiciones teatrales y me había dedicado al cine sólo para satisfacer las aspiraciones de Emilia de poseer una casa. Mientras estuve seguro de que Emilia me amaba, el trabajo de guionista no me había parecido demasiado gravoso. Pero después del incidente de aquella noche, me pareció de pronto que se insinuaba como una sutil sensación de desaliento, de inquietud y de repugnancia. En realidad, como ya he dicho, había aceptado aquel trabajo como hubiese aceptado cualquier otro, incluso más integrado y más alejado de mi vocación, solamente por amor a Emilia. Y ahora que me faltaba aquel amor, el trabajo perdía su significado y su justificación y adquiría a mis ojos el carácter absurdo de una simple servidumbre.
    Quiero decir algo sobre el oficio de guionista, si no por otra cosa, por lo menos para que se entienda bien el sentimiento que experimentaba en aquel tiempo. Como es sabido, el guionista es aquel que escribe —casi siempre en colaboración con otro guionista y con el director— el guión, o sea, el cañamazo del cual se extraerá luego la película. En el guión, uno por uno, según los desarrollos de la acción, se indican minuciosamente los gestos y las palabras de los actores y los distintos movimientos del tomavistas. El guión es, pues, al mismo tiempo, drama, mímica, técnica cinematográfica, puesta en escena y dirección. Ahora bien, aunque la parte del guionista en la película sea de primordial importancia y venga inmediatamente después de la del director, por razones inherentes al desarrollo seguido hasta ahora por el arte del cine, queda siempre irremediablemente subordinada y oscura. En efecto, si juzgamos las artes desde el punto de vista de la expresión directa —y no se ve en realidad de qué otra forma podrían juzgarse—, el guionista es un artista que, aun dando a la película lo mejor de sí, no tiene ni siquiera el consuelo de saber que se ha expresado a sí mismo. Así, con todo su trabajo creador, sólo puede ser un proveedor de hallazgos, de invenciones, de sutilidades técnicas, psicológicas, literarias. Corresponde, pues, al director utilizar esta materia según su genio y, a fin de cuentas, expresarse. Por tanto, el guionista es el hombre que permanece siempre en la sombra; que da lo mejor de sí mismo para el éxito de los demás, y que, aunque la fortuna de la película dependa de él en dos terceras partes, no verá jamás su nombre en los carteles publicitarios, en los que, por el contrario, están indicados los del director, actores y productor. Desde luego, puede —como ocurre a menudo— alcanzar las más altas cumbres en este oficio subalterno, e incluso ser muy bien pagado. Pero jamás podrá decir: «Esta película la he hecho yo…, en esta película me he expresado…, esta película soy yo». Esto puede decirlo solamente el director, que, en efecto, es el único que firma la película.
    Por el contrario, el guionista debe contentarse con trabajar por el dinero que recibe, el cual lo quiera o no, acaba por convertirse en el verdadero y único objeto de su trabajo. De esta forma, al guionista lo único que le queda es gozar de la vida, si es capaz de ello, con ese dinero que es el único resultado de su trabajo, pasando de un guión a otro, de una comedia a un drama, de una película de aventuras a otra sentimental, sin interrupción, sin pausas, algo así como las institutrices, que pasan de un niño a otro y no tienen tiempo de cogerle cariño a uno, cuando han de dejarlo y volver a empezar con otro, y, al final, el fruto de sus esfuerzos va a parar íntegramente a la madre que es la única que tiene derecho a llamar hijo suyo al niño.
    Pero además de estos inconvenientes, llamémoslos así, fundamentales e inalterables, el oficio de guionista tiene otros que no resultan menos enojosos por el hecho de variar según la calidad y el género de la película, así como el carácter de los colaboradores. Al contrario del director, que goza frente al productor de gran autonomía y libertad, el guionista sólo puede aceptar o rechazar el guión que se propone. Pero una vez aceptado el guión, no puede en modo alguno escoger a sus colaboradores. Él es el elegido, no el que elige. De esta forma, según las simpatías, la conveniencia o el capricho del productor o, simplemente, el caso, el guionista se ve obligado a trabajar con personas que le son antipáticas, que son inferiores a él en cultura y educación, que lo irritan con tratos de carácter y maneras que no son de su gusto.
    Ahora bien, trabajar juntos en un guión no es como hacerlo, por ejemplo, en una oficina o en una fábrica, donde cada uno tiene su trabajo que hacer, independientemente del de su vecino, y donde las relaciones pueden ser reducidas a muy poca cosa, si no quedan abolidas por completo. Trabajar juntos en un guión quiere decir vivir juntos, desde la mañana a la noche, desposando y fundiendo la propia inteligencia, la propia sensibilidad y el propio ánimo con los de los otros colaboradores. Quiere decir, en suma, crear, durante los dos o tres meses que tarda en confeccionarse el guión, una ficticia y artificiosa intimidad, que tiene como único objeto la hechura de la película y, por tanto, en última instancia, como ya he dicho, el dinero. Además, esta intimidad es de la peor especie, o sea, la más agotadora, enervante y enojosa que imaginarse pueda, porque está fundada no sobre un trabajo silencioso —como puede ser el de científicos que se dedicasen juntos a cualquier experimento—, sino sobre la palabra. El director suele reunir a sus colaboradores ya desde las primeras horas de la mañana, pues así lo exige la brevedad del tiempo concedido a la confección del libreto; y desde las primeras horas de la mañana hasta la noche, los guionistas no hacen más que hablar, casi siempre de cuestiones relacionadas con el trabajo, aunque a menudo, por volubilidad o cansancio, divagan juntos sobre los temas más dispares. Quién explica anécdotas licenciosas; quién expone sus ideas políticas: quién analiza psicológicamente a este o aquel conocido común; quién habla de actores o de actrices; quién, finalmente, se desahoga exponiendo su propio caso personal.
    Entretanto, en la sala en que se desarrolla el trabajo, la atmósfera se llena del humo de los cigarrillos, las tazas de café se amontonan sobre las mesas junto a las hojas del guión, y los guionistas que habían entrado por la mañana limpios, peinados y compuestos, se encuentran por la tarde desaliñados, en mangas de camisa, sudorosos y despeinados, peor que si hubiesen tenido que forzar a una mujer frígida y reacia. Y, en realidad, la forma mecánica y rutinaria en que se va confeccionando el guión, se asemeja notablemente a una especie de estupro del ingenio, originado más bien por la voluntad y el interés, que por cualquier clase de inspiración o simpatía. Naturalmente, puede ocurrir también que la película sea de calidad superior; que el director y sus colaboradores estén ya previamente unidos por una mutua estima y amistad y que, en suma, el trabajo se desarrolle en esas condiciones ideales que pueden darse en cualquier actividad humana, por muy ingrata que sea. Pero estas coincidencias son tan raras, como raras son las buenas películas.
    Recuerdo que, tras haber firmado el contrato para un segundo guión —éste, no con Battista, sino con otro productor—, me abandonaron de pronto el entusiasmo y la voluntad y empecé a sentir con creciente repugnancia e irritación todos los inconvenientes de que he hablado hasta ahora. Desde que  me levantaba, se me presentaba el día como un desierto árido, sin sombra alguna de contemplación ni de ocio, dominado por el indiscreto sol de la forzada inspiración cinematográfica. Tan pronto como entraba en casa del director y él me recibía en su despacho con una frase de este estilo: «¿Has pensado en algo esta noche? ¿Has encontrado la solución?», experimentaba una sensación de enojo y de rebelión. Luego, durante el trabajo, lo veía todo bajo una luz de impaciencia y de disgusto: las divagaciones de toda clase, con las que los directores y guionistas —como ya he dicho— tratan de aligerar las largas horas de discusión; la incomprensión, obtusidad o simple disparidad de opinión de mis colaboradores, a medida que se iba desarrollando el guión; incluso las alabanzas del director por cada hallazgo o resolución míos, alabanzas que me dejaban un regusto amargo porque me parecía —como ya he dicho— que daba lo mejor de mí mismo por algo que en el fondo no me afectaba y en lo que no participaba de buena gana. Más aún, este inconveniente se me mostraba por aquellos días como el más intolerable. Y cada vez que el director, con ese lenguaje demagógico y populachero que es propio de muchos de ellos, saltaba sobre la silla y exclamaba: «¡Magnífico! ¡Qué tío más grande eres!», yo no podía por menos de pensar con indignación: «Esto habría podido ponerlo en un drama mío, en una comedia mía». Además, por una singular y amarga contradicción, y pese a mi repugnancia, no lograba sustraerme a mi deber de guionista. Los guiones se parecen algo a los viejos tiros de caballos de cuatro en que había animales más fuertes o más voluntariosos que tiraban en realidad, mientras que los otros fingían tirar, cuando en realidad se dejaban arrastrar por sus compañeros. Pues bien, con toda mi impaciencia y todo mi disgusto, yo era siempre el caballo que tiraba; los otros dos, el director y mi colega guionista —como no tardé mucho en advertir—, esperaban siempre, frente a cualquier dificultad, que yo me adelantara con mi solución. Y yo, aun maldiciendo dentro de mí mi escrúpulo y mi facundia, no me hacía rogar y, con repentina inspiración, proveía la solución. Y no me empujaba a ello ningún espíritu de emulación, sino más bien un impulso de honradez más fuerte que cualquier voluntad contraria. Se me pagaba y, por tanto, había de trabajar. Pero siempre me avergonzaba de mí mismo y tenía una sensación de avaricia y de remordimiento, como si malbaratase por unas cuantas monedas algo que no tenía precio y de lo que, de todas formas, habría podido hacer un uso infinitamente mejor.
    Como ya he dicho, me di cuenta de todos estos inconvenientes sólo dos meses después de haber firmado mi primer contrato con Battista. Y no acerté a comprender cómo no se me habían aparecido claro desde el principio y había tardado tanto tiempo en darme cuenta de ello. Pero al persistir la sensación de repugnancia y de decaimiento que despertaba en mi espíritu aquel trabajo, tan deseado antes, poco a poco —como suele ocurrir— no pude por menos de conectarlo de algún modo con mis relaciones con Emilia. Y finalmente, comprendí que mi trabajo me repugnaba porque Emilia no me amaba ya o, por lo menos, así lo parecía. Y yo había afrontado con entusiasmo y confianza aquel trabajo mientras estuve seguro del amor de Emilia. Pero ahora que había perdido tal seguridad, me habían abandonado el entusiasmo y la confianza, por lo que el trabajo me parecía únicamente servidumbre, despilfarro de ingenio y pérdida de tiempo.


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