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lunes, 2 de noviembre de 2020

‘Shhhon’... Connery

Sean Connery con Kim Bassinger en 1983


‘Shhhon’... Connery

Más allá del hombre más sexy del planeta y del marcado acento escocés, el actor era “one of the lads”, el sanctasanctórum de la masculinidad



Patricia Gosálvez
1 de noviembre de 2020

“Shhhon”. Se tarda un rato, pero al final encuentras a Sean Connery pronunciando su propio nombre en YouTube. Es en una entrevista noventera con David Letterman. El escocés aterriza en el estudio con un jetpack para demostrar que está en plena forma tras el reciente rumor de su muerte a raíz de una confusión en Japón con el fallecimiento del exgobernador de Texas John Connally (“que allí se dice igual”, se carcajea políticamente incorrecto). Letterman parece otro, sin la barbota de viejo hipster que gasta ahora. Connery está idéntico. Calvo, perilla cana y cejas negras como orugas, en esa madurez indefinida y perfecta en la que estuvo anclado durante décadas. Gracias a ella, y a su enorme talento, colaba como titilante amante de actrices mucho más jóvenes (La casa Rusia, El primer caballero, La Trampa) y como padre refunfuñón de actores a los que apenas sacaba una docena de años (Indiana Jones y la última cruzada). En la entrevista tendrá más de sesenta, pero es una delicia verle sacar los morros y decir Shhhon. Sus “sh” son míticas, hay vídeos enteros dedicados a cómo pronuncia “yesh”, “Shpain”, “shex”... Y por supuesto, muchos más diciendo “Bond, James Bond”.

Pero ni James ni Sean; su primer nombre era Thomas (Big Tam para los amigos). Elegir como artístico el que no sabría cómo pronunciar medio mundo, pero en el que resonaban sus ancestros gaélicos, parece una decisión nada banal del hijo de una limpiadora y un camionero de un barrio obrero edimburgués que se quería comer el mundo sin perder su identidad por el camino. Era “auténtico” repiten los epitafios. Sexy y paternal, elegante y divertido, un bribón entrañable. La bonhomía pícara. Un truhan y un señor, ya saben.


También era un poco hortera (quizás todos los eran en la Marbella de los ochenta y noventa donde vivió), un poco alfa pasado de moda y cruelmente displicente cuando quería. Más que auténtico, Connery, raro ídolo de las adolescentes de mi generación, porque nos ponía cuando podía ser nuestro abuelo, se antoja complicado. El triunfo de la clase obrera sin pelos en la lengua, el control sofisticado de cierta hosquedad (con desagradables salidas de tono entre estudiadas sonrisas), el símbolo de un nacionalismo algo fantoche (McNotice-Me, le llegaron a llamar por su querencia a ponerse kilt y pedir la independencia escocesa a pesar de tributar en Bahamas). En una entrevista con Michael Parkinson, en la que también estaba un joven Boris Johnson, el histórico presentador de la BBC le recuerda que Ian Fleming, autor de la saga de Bond, no le quería como protagonista. “Por supuesto que no, fue a Eton”, dice Sean levantando una expresiva ceja hacia el rubicundo Johnson, hijo del privilegio inglés, que a su lado, parece un cerdito blando y rosado. Sin perder la simpatía, Connery se burla del político a la mínima ocasión, poniéndole la manaza en el muslo en plan “Tranquilo chico”. El subtexto: “Tú y los tuyos sois unas nenazas”.

Otro escocés, el cómico Billy Connolly (ahí ya sí flipas con el acento), contaba en un documental sobre su amigo que lo fascinante no era que las mujeres se pusieran nerviosas cuando Sean entraba en la sala, sino que lo hicieran los hombres (heterosexuales se entiende): “Se ponen muy raros, aflautan la voz”. Posible efecto de esa virilidad anticuada, peluda, poderosa y también siniestra, que en su caso incluyó feroces comentarios, solo mucho después retractados, sobre las bondades de soltar un sopapo a tiempo cuando las mujeres se pasan de pesadas. Su primera esposa le acusó de ello, la segunda ha estado 45 años a su lado.

A pesar de ser un icono erótico-romántico, protagonista de tremendas historias de amor y pasión tórrida, -tierno y exhausto en Robin y Marian, obsesivo y peligroso en Marnie, la ladrona, magnético macho-man en 007-, la química más brutal en pantalla, donde más chispas de conexión saltan, la consiguió con su compinche Michael Caine en El hombre que pudo reinar. Más allá del hombre más sexy del planeta, Connery era “one of the lads”, que dicen en Escocia, el sanctasanctórum de la masculinidad.

La primera opción para Bond fue Cary Grant, pero el dios hirsuto de los hombres resplandecientes por fuera y oscuros por dentro era muy caro. La opción barata resultó un hallazgo, un cóctel de retranca y fiereza que lanzó al estrellato a un actor valiente que mantuvo su acento y abandonó el rol que le encumbró para demostrarse como tal. Sin sus “shhh” se ha hecho un silencio.




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