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sábado, 31 de octubre de 2020

Confesiones de Paul Auster a una profesora danesa

 



Confesiones de Paul Auster 

a una profesora danesa

I. B Siegumfeldt, estudiosa de la obra de Auster, descifra en este libro los secretos del escritor.

4 de julio de 2018

PRÓLOGO

Aclarando las cosas

Inge Birgitte Siegumfeldt: En su última novela, Sunset Park, uno de los personajes, Morris Heller, anota en su diario: “Los escritores nunca deberían hablar con los periodistas. La entrevista es una forma literaria degradada que no sirve de nada, salvo para simplificar lo que jamás debe simplificarse”. Si está de acuerdo con las observaciones de Heller —y no hay razón para pensar que no lo está—, ¿por qué ha aceptado entablar una conversación que, al menos en cierta medida, adoptará la forma de entrevista?

Paul Auster: Heller se refería a esas entrevistas breves y superficiales a que se someten los escritores para complacer a sus editores, en periódicos y revistas, en la radio, la televisión e internet: los denominados medios de comunicación generalistas. Tales conversaciones están inevitablemente relacionadas con el comercio, la promoción de libros. Menos mal que usted no es periodista. Es una lectora seria, catedrática de Literatura, y cuando me propuso que acometiéramos juntos este proyecto, que usted describió como una “biografía de mi obra”, me sentí intrigado. Indeciso también, desde luego, pero intrigado.

IBS: ¿Por qué indeciso?

PA: Una reticencia innata, supongo. Junto con el hecho de que no me siento cualificado para hablar de mi propia obra. Soy enteramente incapaz de discutirla con la menor inteligencia crítica. La gente pregunta por qué, y nunca sé contestar. El cómo también puede ser bastante problemático.

IBS: Y, a pesar de todo, ahí está usted, empezando a hablar conmigo.

PA: Sí, porque convino en restringir las conversaciones al qué, cuándo y dónde. Espero que sea posible tratar esa clase de cuestiones. Y mientras intento darles respuesta, puede que surja algo positivo, quizá descubra cosas interesantes.

IBS: También dijo que veía este proyecto como una ocasión de “aclarar las cosas”.

PA: Por dos razones. En primer lugar, porque me he tropezado con algunos malentendidos importantes sobre mis libros, errores tan egregios que creo que deben enmendarse. No me refiero a cuestiones de gusto o interpretación, sino a simples hechos. Se ha publicado una buena cantidad de trabajos académicos sobre mi obra, unos cuarenta libros o algo así, además de un montón de artículos. Me han enviado algunos de esos libros. No los leo. Les echo una rápida ojeada, y luego los cierro y los coloco en un estante. Hace dos o tres años, sin embargo, estaba echando un breve vistazo a un libro que acababa de llegar y me encontré con la afirmación, enteramente desconcertante, de que todas mis obras autobiográficas —La invención de la soledad, El cuaderno rojo y A salto de mata— eran en realidad obras de ficción, libros inventados, pseudonovelas. Me quedé pasmado al leerlo; y entristecido, también. El elevado costo espiritual que supuso explorar esas experiencias recordadas, tantos esfuerzos para ser honrado con lo que escribía, y luego ver que todo eso se convertía en una especie de inteligente juego posmoderno me dejó perplejo. ¿Cómo podía alguien estar tan equivocado? De manera que quiero dejar constancia de una vez por todas, y declarar que mis novelas son ficción y mis escritos autobiográficos son no ficción. Eso para empezar.

IBS: ¿Y la otra razón?

PA: Para desenmarañar las retorcidas ideas sobre mi presunta influencia en la obra de Siri (la escritora Siri Hustvedt, mujer de Auster). Desde hace bastante tiempo vienen circulando diversas ideas erróneas —tanto en forma impresa como por internet— acerca de que yo la inicié en el estudio de Freud y el psicoanálisis, que le enseñé todo lo que sabe sobre Lacan, que le di a conocer las teorías de Bajtín, y así sucesivamente. Todo eso es falso. Cuando salió la primera novela de Siri, incluso hubo un periodista que le dijo —en su propia cara— que era imposible que ella hubiera escrito el libro y que, por tanto, tenía que haberlo escrito yo.

Sería difícil pensar en un insulto más desagradable que ese. ¿Acaso tenía aquel hombre tal prejuicio contra las mujeres que simplemente no podía creer que una mujer bella podía ser al mismo tiempo una persona inteligente y una novelista de talento?

Estos son los hechos: soy ocho años mayor que Siri, y en 1981, cuando empezamos a vivir juntos, ella solo tenía veintiséis años, era poeta, licenciada en Filología Inglesa y se esforzaba mucho para obtener el doctorado, y como no sacó el título hasta 1986, y como su primera novela no se publicó hasta 1992, yo ya era un individuo conocido cuando ella entró en escena. Era demasiado para cierta gente —¡dos novelistas en la misma familia!—, y así empezó el rumor de que yo dirigía una especie de fábrica literaria en Brooklyn. Una absoluta estupidez.

Siri es una de las personas más inteligentes que he conocido en la vida. Ella es la intelectual de la familia, no yo, y todo lo que sé sobre Lacan y Bajtín, por ejemplo, lo he aprendido directamente de ella. En realidad, solo he leído un breve ensayo de Lacan, el artículo ‘La carta robada’, en el número sobre posestructuralismo de la Yale French Studies, allá por 1966. En cuanto a Freud y el psicoanálisis, todo eso me da risa. Siri lleva leyendo atentamente a Freud desde que tenía quince años, y en mayo de este año la invitaron a dar la trigésimo novena conferencia anual sobre Sigmund Freud en la Fundación Freud de Viena. Por favor, pero si antes que a ella solo habían elegido a una persona sin título de Medicina.

Su libro de 2009, La mujer temblorosa, causó tal revuelo en el mundo de la medicina, la neurociencia y la psiquiatría que el comité de la Fundación Freud decidió por unanimidad que ella impartiera la conferencia de ese año.

IBS: Sí, la he oído dirigirse a un auditorio de académicos de diversos campos. Es sumamente culta y muy impresionante. Para aclarar las cosas, ¿hay algo más que desee añadir?

PA: No, creo que no. Podría seguir, desde luego, pero probablemente he dicho suficiente.

IBS: ¿Preparado para empezar a hablar de su obra?

PA: Sí, sí, adelante.

Libro Paul Auster

En esta reveladora entrevista, Auster admite referirse por primera vez a su propia obra.

Foto: 

EL TIEMPO

IBS: La invención de la soledad es un libro innovador que traspasa las fronteras de la convención literaria. Transforma usted el material autobiográfico en dos interesantes narraciones, que exploran ideas sobre la memoria, la soledad y ciertas formas de estar en el mundo, temas que han constituido la piedra angular de todo lo que ha escrito desde entonces. ¿Qué lo impulsó a escribir la primera parte, Retrato de un hombre invisible? ¿Fue la muerte de su padre?

PA: Sí, sin duda fue la muerte de mi padre, que, como usted sabe, ocurrió de forma inesperada y me produjo una verdadera conmoción. Tenía 66 o 67 años —nunca he sabido exactamente en qué año nació—, no era viejo, en cualquier caso. Había gozado de buena salud durante toda su vida. No bebía, no fumaba. Jugaba todos los días al tenis. Siempre había creído que viviría hasta los noventa años y apenas había pensado en que se iba a morir algún día. Pero ahí lo tenía. Había ocurrido.

Y causó un tremendo trastorno en mi vida. La frustración de tener tantos asuntos sin concluir con mi padre me indujo a escribir sobre él. De pronto ya no estaba, ahora ya no podía hablar con él. Imposible hacerle ya todas las preguntas que deseaba plantearle. Pero, ya ve, es importante observar que si se hubiera muerto el año anterior, quizá no hubiera escrito Retrato de un hombre invisible. En aquella época yo seguía escribiendo poesía, exclusivamente poesía, y más o menos había abandonado la idea de escribir prosa. Pero entonces la poesía se agotó, y ya no era capaz de escribir nada. Fue una época deprimente.

Entonces, tal como he descrito en Diario de invierno, asistí a un ensayo de ballet y ocurrió algo. Una revelación, una liberación, algo fundamental. Inmediatamente me lancé a escribir Espacios blancos, que casualmente acabé la noche que murió mi padre. Me fui a la cama a las dos, según recuerdo, un sábado por la noche/domingo de madrugada, pensando cómo esa obra, Espacios blancos, constituía el primer paso hacia una nueva forma de pensar sobre cómo escribir. Luego sonó el teléfono por la mañana, solo unas horas después. Era mi tío quien llamaba, diciéndome que mi padre había muerto aquella noche. Esa fue la conmoción. Coincidiendo con el hecho de que yo había vuelto a la prosa, de que me sentía capaz de escribir en prosa, finalmente, después de tantos años de esfuerzos por escribir ficción, para luego abandonar.

IBS: ¿Por qué era posible de pronto?

PA: Por el texto que acabé aquella noche.

IBS: ¿De manera que Espacios blancos marca una transición en su carrera de escritor?

PA: Me liberó de las limitaciones que me habían estado bloqueando durante los últimos dos años o así. En cierto sentido, aprendí a escribir de nuevo. Olvidé todas las lecciones que había asimilado a lo largo de mi educación; que constituían más una carga que una ayuda, según me temo.

IBS: ¿A qué educación se refiere?

PA: Hablo de mi educación literaria. Mis estudios en la Universidad de Columbia y el minucioso examen de textos que uno emprende cuando estudia literatura. Había llegado a tal grado de contención que en cierto modo creía que toda novela tenía que estar completamente resuelta de antemano, que hasta la última sílaba debía producir una especie de eco filosófico o literario, que una novela era una gran máquina de pensamiento y emoción que podía analizarse hasta el último fonema de cada frase. Era demasiado. No había comprendido que el inconsciente desempeña un papel tan amplio en la construcción de historias.

Aún no había percibido la importancia de la espontaneidad y la inspiración súbita. Tardé mucho en aprender que la falta de comprensión acerca de lo que estás haciendo puede ser tan útil como saber lo que te traes entre manos. Espacios blancos, por bueno o malo que pueda ser el texto, fue un paso importante para mí. Estaba preparado para dejar que mi escritura adoptara formas nuevas, y, en cierto sentido, la muerte de mi padre fue la excusa para seguir adelante. Escribí Retrato de un hombre invisible en un estado febril. Murió a mediados de enero de 1979, y yo diría que a primeros de febrero había empezado a escribir el libro. No es un texto extenso, y solo tardé dos meses en acabarlo. Después, absurdamente, decidí alargarlo y redactarlo de una forma más tradicional, pero más adelante deseché la versión extensa y volví a la original.

Desde luego, fue el producto de una combinación de agotamiento emocional, de la necesidad de decir algo sobre mi padre y la sensación muy literal de que, si no lo hacía, él desaparecería. En aquel momento me encontraba artísticamente preparado para asumir la tarea. Eso es crucial.

EL TIEMPO

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