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jueves, 29 de octubre de 2020

Colson Whitehead / Los chicos de la Nickel / Reseña

 



El cementerio secreto de la Nickel: la fosa común de más de 50 niños

'Babelia' adelanta el prólogo de 'Los chicos de la Nickel', la última novela de Colson Whitehead en la que recuerda la terrorífica historia de un reformatorio de Florida donde se produjeron todo tipo de abusos durante décadas


3 de septiembre de 2020

La antropóloga Erin Kimmerle en el cementerio del centro, en una imagen de archivo.
La antropóloga Erin Kimmerle en el cementerio del centro, en una imagen de archivo.

Hasta muertos creaban problemas, los chicos. El cementerio secreto estaba en el lado norte del campus de la Nickel, en media hectárea de terreno irregular llena de hierbajos entre la antigua caballeriza y el vertedero. Aquello eran pastos cuando la escuela tenía montada una vaquería y vendía leche a clientes de la localidad, una de las maneras con que el estado de Florida aliviaba la carga fiscal que suponía la manutención de los muchachos. Los urbanistas del parque empresarial habían reservado el terreno para hacer una zona de restaurante, con cuatro fuentes arquitectónicas y un quios­co de música para algún concierto ocasional. El hallazgo de los cadáveres fue una costosa complicación tanto para la em­presa inmobiliaria que estaba esperando el visto bueno del estudio medioambiental, como para la fiscalía del Estado, que acababa de cerrar una investigación sobre las presuntas agre­siones. Ahora tenían que iniciar nuevas pesquisas, establecer la identidad de los fallecidos y la forma en que murieron, y a saber cuándo aquel maldito lugar podría ser arrasado, despe­jado y limpiamente borrado de la historia. Lo único que to­dos tenían claro era que la cosa iba para largo.

Todos los chicos estaban al corriente de aquel lugar abyec­to. Tuvo que ser una alumna de la Universidad del Sur de Florida quien lo sacara a la luz pública varias décadas después de que el primer chico fuese arrojado al hoyo dentro de un saco de patatas. Cuando le preguntaron cómo había descu­bierto las tumbas, la alumna, Jody, respondió que el terreno «se veía raro». La tierra como hundida, los hierbajos mal esparci­dos. Jody y el resto de los estudiantes de Arqueología de la universidad se tiraron meses cavando en el cementerio oficial de la escuela. El Estado de Florida no podía enajenarse la fin­ca mientras los restos mortales no fueran debidamente reubi­cados y a los estudiantes de Arqueología les venía bien hacer horas de prácticas para conseguir créditos. Armados de estacas y alambre, parcelaron la zona de búsqueda y cavaron con pa­las y material pesado. Una vez cribado el suelo, las bandejas de los estudiantes se convirtieron en una indescifrable exposición de huesos, hebillas de cinturón y botellas de refresco.

Los chicos de la Nickel llamaban Boot Hill al cementerio oficial, un nombre que tenía su origen en Duelo en el O. K. Corral y en las sesiones de cine de los sábados que solían disfru­tar antes de que los mandaran al reformatorio, privándolos de tales pasatiempos. El nombre se mantuvo a lo largo de genera­ciones, incluso entre los alumnos de la Universidad del Sur de Florida, que no habían visto jamás una película del Oeste. Boot Hill estaba al otro lado de la larga cuesta, en la zona norte del campus. En las tardes luminosas, el sol se reflejaba en las X de hormigón pintado de blanco que señalaban las tumbas. Dos terceras partes de las cruces llevaban grabado el nombre del di­funto; el resto estaban en blanco. Las identificaciones no fueron fáciles, pero se trabajaba a buen ritmo gracias al afán competi­tivo de los jóvenes arqueólogos. Los archivos de la escuela, si bien incompletos y un tanto caóticos, facilitaron la identifica­ción de un tal Willie 1954. Los restos carbonizados correspon­dían a las víctimas del incendio ocurrido en el dormitorio co­lectivo en 1921. Coincidencias de ADN con parientes todavía vivos –aquellos cuyo paradero lograron rastrear los estudian­tes de Arqueología– volvieron a conectar a los muertos con el mundo de los vivos, que había seguido su camino sin ellos. No fue posible identificar a siete de los 43 cadáveres.

Imagen del antiguo reformatorio público de Marianna, en Florida.
Imagen del antiguo reformatorio público de Marianna, en Florida. ARCHIVOS DE FLORIDA

Los estudiantes amontonaron las cruces de hormigón blanco junto al lugar de la excavación. Una mañana, cuando volvieron al trabajo, alguien las había hecho pedazos.

Boot Hill fue liberando a sus chicos uno a uno. Jody se entusiasmó cuando, al limpiar con la manguera varios artefac­tos encontrados en una de las zanjas, dio con sus primeros restos humanos. El profesor Carmine le dijo que aquel hueso en forma de flauta que tenía en la mano debía de pertenecer a un mapache u otro animal de pequeño tamaño. El cemen­terio secreto la redimió. Jody encontró el osario mientras deambulaba por el recinto buscando cobertura para el móvil. Carmine respaldó su corazonada basándose en las irregulari­dades que ya habían visto antes: todas aquellas fracturas, los cráneos hundidos, los costillares acribillados a perdigonazos. Si los restos hallados en el cementerio oficial eran ya sospecho­sos, ¿qué no les habría ocurrido a los de la fosa clandestina? Dos días después, perros adiestrados para encontrar cadáveres e imágenes de radar confirmaron las sospechas. Ni cruces blancas ni nombres: solo huesos a la espera de que alguien los encontrara.

–Y a esto lo llamaban escuela –dijo el profesor Carmine. En media hectárea de tierra se puede esconder casi de todo.

Uno de los chicos, o uno de sus parientes, dio el soplo a los medios de comunicación. Los estudiantes, después de tan­tas entrevistas, tenían ya cierta relación con algunos de los chicos. Estos les recordaban al típico tío cascarrabias o a per­sonajes duros de sus antiguos vecindarios, tipos que podían ablandarse una vez que llegabas a conocerlos pero que nunca perdían su dureza interior. Los estudiantes de Arqueología les contaron a los chicos el hallazgo del segundo cementerio, y también se lo contaron a los familiares de los chicos que ha­bían desenterrado, y entonces un canal de Tallahassee envió a investigar a un periodista. Muchos chicos habían hablado ante­riormente del cementerio secreto, pero, como ocurría siempre con la Nickel, nadie los creyó hasta que alguien más lo dijo.

El escritor Colson Whitehead.
El escritor Colson Whitehead. PETER ANDREAS HASSIEPEN (CORTESÍA DE LA EDITORIAL)

La prensa nacional se hizo eco del reportaje y la gente empezó a ver el reformatorio con nuevos ojos. La Nickel había estado cerrada tres años, lo que explicaba el estado selvático del recinto y el clásico vandalismo adolescente. Hasta la escena más inocente –uno de los comedores o el campo de fútbol– se veía siniestra sin necesidad de trucos fotográficos. Las secuencias de la película eran inquietantes. En la periferia aparecían sombras temblorosas, y cada mancha, cada señal, pa­recía de sangre seca. Como si las imágenes registradas por el equipo de vídeo emergieran con toda su tenebrosa naturale­za al descubierto, la Nickel que uno podía ver al entrar y la que no podía verse al salir.

Si aquello ocurría con unos espacios inofensivos, ¿cómo se verían otros lugares más siniestros? Los chicos de la Nickel eran, como solía decirse, más ba­ratos que un baile de diez centavos en el que bailas más rato del que has pagado. No hace muchos años, varios de los an­tiguos alumnos organizaron grupos de apoyo a través de in­ternet. Quedaban en un restaurante o un McDonald’s, o en torno a la mesa de la cocina de alguno después de conducir durante una hora. Entre todos realizaban un ejercicio de ar­queología espectral, excavando en el pasado y sacando de nue­vo a la luz los fragmentos y artefactos de aquellos años. Cada cual con sus propios retazos. «Él te decía: 'Más tarde pasaré a verte». «Los escalones tambaleantes que bajaban al sótano de la escuela». «Notar los dedos de los pies pringosos de sangre dentro de las zapatillas de deporte». Juntar esos fragmentos les servía como confirmación de una oscuridad compartida: si es cierto para uno, también lo es para alguien más, y así uno deja de sentirse solo.

Big John Hardy, vendedor de alfombras jubilado de la ciu­dad de Omaha, se ocupaba de subir las últimas novedades so­bre los chicos de la Nickel a una página web. Mantenía a los demás informados acerca de la petición de que se abriera una nueva investigación y las negociaciones sobre un escrito for­mal de disculpa por parte del Gobierno. Un contador digital parpadeante hacía el seguimiento de la recaudación de fon­dos para un posible monumento conmemorativo. Uno podía enviar por email la historia de su época en la Nickel y Big John la subía a la web junto con la fotografía del remitente. Compartir un enlace con tu familia era una manera de decir: Aquí es donde me hicieron. Una explicación a la vez que una disculpa.

La reunión anual, que iba por su quinta convocatoria, era tan extraña como necesaria. Los chicos eran ya hombres ma­yores con mujeres y exmujeres e hijos con los que se hablaban o no, con nietos que a veces se traían y rondaban recelosos por allí y otros a los que tenían prohibido ver. Habían conse­guido salir adelante tras abandonar la Nickel, o tal vez no habían logrado encajar entre la gente normal. Los últimos fu­madores de marcas de tabaco que ya no se ven, rezagados del régimen de la autoayuda, siempre al borde de la extinción. Muertos en prisión o pudriéndose en habitaciones alquiladas por semanas, o pereciendo de hipotermia en el bosque tras beber aguarrás. Los hombres se reunían en la sala de confe­rencias del Eleanor Garden Inn para ponerse al día antes de ir en procesión hasta la Nickel para realizar el solemne recorri­do. Unos años te sentías lo bastante fuerte para enfilar aquel sendero de hormigón sabiendo que conducía a uno de los sitios malos; otros años, no. Según las reservas que uno tuvie­ra esa mañana, evitaba mirar un edificio en concreto o lo hacía sin amilanarse. Después de cada reunión, Big John subía un informe a la página web para quienes no habían podido asistir.

En Nueva York vivía un chico de la Nickel llamado El­wood Curtis. A veces le daba por hacer una búsqueda en in­ternet sobre el viejo reformatorio para ver si había alguna novedad, pero no asistía a las reuniones y tampoco añadía su nombre a las listas, por muchas razones. ¿Para qué, al fin y al cabo? Hombres hechos y derechos. ¿Qué vas a hacer, pasarle un Kleenex al de al lado, coger el que te pasa él? Alguien col­gó un post sobre la noche en que estuvo aparcado frente a la casa de Spencer durante horas, mirando las ventanas, las silue­tas en el interior, hasta que descartó tomarse la justicia por su mano. Tenía preparada su propia correa de cuero para atizarle al superintendente. Elwood no lo entendió; si había lle­gado a ese extremo, ¿por qué no seguir hasta el final?

Cuando encontraron el cementerio secreto, Elwood supo que tendría que volver. Los cedros que asomaban sobre el hombro del reportero de televisión trajeron de vuelta la sen­sación de calor en la piel, el chirrido de las moscas secas. No estaba tan lejos. Nunca lo estará.

EL PAÍS

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