Miguel Delibes, un hombre feliz andando
El confinamiento mantiene en las catacumbas una exposición del autor de ‘La sombra del ciprés es alargada’
Juan Cruz
15 de mayo de 2020
Miguel Delibes era un hombre al aire libre. Feliz andando o en bicicleta. Delibes en bicicleta (Nórdica) ha titulado Jesús Marchamalo su libro del centenario del autor de La sombra del ciprés es alargada. Marchamalo es el responsable de la exposición con la que la Biblioteca Nacional lo iba a celebrar desde el 18 de marzo. La pandemia no permitió abrirla, y ahí está, apagada, como símbolo de lo que puede el virus. Ahora, dice Marchamalo, esa exposición es como una playa que no suena, llena de Delibes “pero quieta”. En otoño echará andar y quizá coincida con el 17 de octubre, el día en que nació Delibes hace un siglo. La metáfora del cierre encuentra antecedente en Mi idolatrado hijo Sissi (1953), su novela sobre la gripe de 1918, cuando una epidemia así “era como una oleada de muerte, como un lúgubre viento arrasando las calles y plazas de la ciudad”. Aquí todo se paró “cuando estaba esa exposición terminada, todo en su sitio, una ilusión cumplida y de repente fantasmal, esperando a que volvamos”.
“Un solitario larguirucho, altiricón, hacía cien kilómetros para ir a enamorar desde Molledo Portolín, en Cantabria, a Sedano, donde estaba Ángeles, la alegría de su vida”. La protagonista de Mujer de rojo sobre fondo gris. La madre de sus siete hijos. Marchamalo lo ve “cantando zarzuela, vestido con un tabardo, con visera, un retrato de la felicidad”. Javier Goñi tiene, como Marchamalo, un libro en las librerías ahora entreabiertas, Cinco horas con Miguel Delibes (Fórcola). Lo han descrito pesimista, sombrío, “pero yo lo vi abierto, con mucho sentido del humor”. Individualista, claro, cómo no iba a ser individualista si era como el aire, o como un árbol sin sombra. “No necesitaba el aplauso, y era pesimista sencillamente porque el mundo iba mal”. Hablaba bien y mal de la gente, “y, a veces, cuando llevábamos rato conversando, exclamaba ¡y no hemos hablado de Cela!”.
Elisa, su hija, que vivió a su lado hasta que murió (12 de marzo de 2010), lo recuerdo riendo con los nietos. “¡Mira, abuelo, cuántas entradas tienes en Google!”. “¿Y Cela?”
Elisa, su hija, que vivió a su lado hasta que murió (12 de marzo de 2010), lo recuerdo riendo con los nietos. “¡Mira, abuelo, cuántas entradas tienes en Google!”. “¿Y Cela?”. En 1974, cuando murió Ángeles, cayó sobre él la sombra que aliviaban hijos y nietos. Cuando murió Franco, recuerda Elisa, hubo un resplandor, le divertían todas aquellas escenas que acompañaron el sepelio del dictador. “¡Qué ya llegó Pinochet!... ¡El rey, el rey, el rey a caballo!”. Muchas veces dijo: “He llegado más lejos de lo que esperaba”. Llegar lejísimos tampoco le debía interesar mucho. A Elisa le pareció que era importante un día que lo acompañó a una conferencia de Lázaro Carreter. “Llegó de puntillas, pero Lázaro se interrumpió: “Es que entra Delibes”.
Durante años se negó a ir a Madrid. En la Feria del Libro un hombre quiso que le firmara a su perro. En la Academia alguien le dijo que allí no se hacía un diccionario de pájaros, y dejó de ir. “¡Llevó hasta treinta nombres de pájaros!”. En el catálogo que ahora reside en las catacumbas del confinamiento hay un texto en el que el académico Pedro Álvarez de Miranda cuenta lo que hizo don Miguel por definir sonidos o artes de los ríos y del aire… Pero hay más, dice Álvarez de Miranda. Poco antes de morir regaló este sello de amor al idioma: “La lengua nace del pueblo; que vuelva a él, que se funda con él, porque el pueblo es el verdadero dueño de la lengua”. Y se fue, cantando, o andando, feliz sobre su bicicleta. “¡Y no hemos hablado de Cela!”
EL PAÍS
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