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jueves, 23 de abril de 2009

Juan Marsé / Un narrador frente a los intelectuales




Juan Marsé, ayer en Alcalá de Henares.
Juan Marsé
Alcalá de Henares, 23 de abril de 2009
Foto de Uly Martín
EL DÍA MÁS GRANDE DE LAS LETRAS

Juan Marsé

Un narrador frente a los intelectuales


23 de abril de 2009




[...] Para la famosa pregunta: ¿qué entendemos hoy por novela?, dispongo de mil famosas respuestas, que nunca [...] me han servido de gran cosa. No me considero un intelectual, solamente un narrador. Los planteamientos peliagudos, la teoría asomando su hocico impertinente en medio de la fabulación, el relato mirándose el ombligo, la llamada metaliteratura, en fin, son vías abiertas a un tipo de especulación que me deja frío y me inhibe; bastante trabajo me da mantener en pie a los personajes, hacerlos creíbles, cercanos y veraces.

Con respecto al trabajo mantengo algunos principios, pocos, que bien podrían resumirse en dos: procura tener una buena historia que contar, y procura contarla bien, es decir, esmerándote en el lenguaje; porque será el buen uso de la lengua, no solamente la singularidad, la bondad o la oportunidad del tema, lo que va a preservar la obra del moho del tiempo. Ciertamente es un utillaje del que no puede uno presumir.[...]

"Mis principios: tener una buena historia y procurar contarla bien"
"Soy un catalán que escribe en castellano. Nunca vi en ello nada anormal"
"Siempre busqué un eco del conflicto entre apariencia y realidad"
"Un escritor no es nada sin imaginación. Ni sin memoria"





En el origen de la vocación, allá por los años cuarenta del siglo pasado, habría en la imaginación del aprendiz de escritor un famoso esqueleto de leopardo sobre las nieves del Kilimanjaro, una imagen germinal que evoca una senda recorrida, de la cual, sin embargo, no queda ningún rastro, ninguna huella. Sería algo parecido al recorrido del Minotauro en su laberinto. Nadie sabe si el monstruo podrá salir, si recuerda el trazado de su propia obra, los oscuros motivos que le indujeron a su construcción, y los meandros y detalles de su intríngulis. Nadie sabe si, en realidad, es prisionero de su obra. Sabemos, eso sí, que Teseo ha sido lo bastante ingenioso para tender un hilo que le permite rehacer el camino y salir. Pues bien, ese hilo, ese ingenioso ardid, no sería otra cosa que el relato literario, la forma inteligible que desvela la personal arquitectura monstruosa, al fondo de la cual se esconde el terrible constructor, con sus sueños y obsesiones, su verdad y sus quimeras. El escritor, en fin. [...] Frente a este misterio [...] siempre me reconfortó recordar algo que dejó dicho el gran poeta, y controvertido ciudadano, Ezra Pound: El esmero en el trabajo, el cuidado de la lengua, es la única convicción moral del escritor.


Lo suscribo, pero con la mayor cautela. Porque pienso que muchas cosas que se dicen o escriben [...] deberían a menudo merecer más atención y consideración que la misma lengua en la que se expresan. Actualmente, los medios de comunicación son tan abrumadores y omnipresentes, se siente uno tan asediado las veinticuatro horas del día por una información tan apremiante, insidiosa y reiterativa, que casi no hay tiempo para la reflexión. La televisión debería contribuir a reconocer y asumir la variedad lingüística y es de suponer que en cierta medida lo hace, pero no parece que nadie se pare a pensar en los contenidos ni en su nefasta influencia cultural y educativa. [...] Soy del parecer que más de la mitad de lo que hoy entendemos por cultura popular proviene y se nutre de lo que no merece ser visto ni oído en la televisión. En la lengua que sea.

Como saben ustedes, soy un catalán que escribe en lengua castellana. Yo nunca vi en ello nada anormal. Y aunque creo que la inmensa mayoría comparte mi opinión, hay sin embargo quién piensa que se trata de una anomalía, un desacuerdo entre lo que soy y represento, y lo que debería haber sido y haber quizá representado. [...] En todo caso [...] nunca he querido representar a nadie más que a mí mismo. [...]

La dualidad cultural y lingüística de Cataluña, que tanto preocupa, y que en mi opinión nos enriquece a todos, [...] puede que comporte efectivamente un equívoco, un cierto desgarro cultural, pero es una terca y persistente realidad. [...]Debo hacer constar que en casa de mis padres apenas había una docena de libros. Antes hubo muchos en lengua catalana, según mi madre, pero, después de una purga preventiva por razones de seguridad, sólo quedaron dos. [...] Los demás libros habían sido sacrificados en una hoguera nocturna, en el jardín de una convecina [...]. Acudieron otros vecinos, todos traían algo que pensaban debía ser quemado. Era poco después de acabada la guerra, yo debía de tener siete años, pero recuerdo muy bien la fogata en medio del pequeño y sombrío jardín, los libros abriéndose al calor como flores rojas, las páginas desprendidas arrugándose y bailando sobre la cresta de las llamas, revoloteando un instante como grandes mariposas negras. [...] Entre los que quedaron en la pequeña librería casera, salvados porque eran en lengua castellana recuerdo cuatro o cinco títulos: El libro de la selva, Genoveva de Brabante, Tarzán de los monos. [...]

La primera lectura completa del Quijote fue, por supuesto, una experiencia especial.[...] Siempre que he revisitado el libro, esa impresión germinal ha persistido. En el corazón del caballero chiflado que no distingue entre apariencia y realidad anida, como es bien sabido, el germen y el fundamento de la ficción moderna en todas sus variantes. [...] Quizá [...] de un modo u otro, consciente o no de ello, he buscado en toda obra narrativa de ficción un eco, o un aroma, de ese eterno conflicto entre apariencia y realidad, que de tantas maneras se manifiesta en el transcurso de nuestras vidas.

Porque yo soy ante todo un lector de ficciones, un amante incondicional de la fabulación. Tan adicto soy a la ficción, que a veces pienso que solamente la parte inventada, la dimensión de lo irreal o imaginado en nuestra obra, será capaz de mantener su estructura, de preservar alguna belleza a través del tiempo. [...]

Debo referirme también, como complemento importante a una formación muy precaria, al cine y a sus queridos fantasmas. [...] A lo largo de más de tres décadas, desde los años veinte hasta mediados los sesenta, antes del auge y el abuso de la tecnología, el cine estableció con la novelística una alianza para intercambiar formas y contenidos, palabras sabias, mitos, una sensibilidad y una estética del gesto, y hasta unos hábitos de comportamiento. La novela asumió la impronta decididamente visual de la narrativa cinematográfica. [...]

También la memoria histórica y sus vericuetos y espejismos, un asunto tan de actualidad, podría ser comparada a una cinta de celuloide sensible e inflamable, con su apagada voz en off [...].

Sabemos que el olvido y la desmemoria forman parte de la estrategia del vivir, tanto en la sociedad civil como en los estamentos del poder, sabemos que hablar de ello en nuestros días conlleva para muchos, todavía, una carga de dolor y resentimiento, suspicacias y malentendidos.[...] Hay una memoria compartida, que no debería arrogarse nadie, una memoria que fue durante años sojuzgada, esquilmada y manipulada. El lenguaje oficial había suplantado al lenguaje real. En la calle y en los papeles las palabras vivían bajo sospecha, muchas cosas parecían no tener nombre, porque nadie jamás se atrevía a nombrarlas, otras se habían vuelto decididamente equívocas y apenas podía uno reconocerlas. [...]

Este desacuerdo entre apariencia y realidad [...] no tiene nada que ver con el glorioso equívoco que propició la locura y forjó la leyenda de don Quijote. Pero son muchas, y todas vigentes, las lecciones que ofrece la obra de Cervantes. Y así, el aprendiz de escritor tomaría buena nota de la primera y más sencilla de todas ellas, esa que dice: Las cosas no siempre son lo que parecen. [...]

Y fue entonces, todavía en años de aprendizaje, cuando la imaginación echó una mirada sobre aquel expolio de la memoria, y le tendió la mano. [...] Ciertamente un escritor no es nada sin imaginación, pero tampoco sin memoria. [...] No hay literatura sin memoria. Hay que acotar nuevas parcelas de la memoria, hacer más denso el laberinto, cuidando, pues, de dejar una traza de hilo, como hizo Teseo aquella vez, para poder volver al exterior, y contarlo. Sobre todo, en lo que a mí respecta por lo menos, persistir en la búsqueda de algo, que nunca he sabido definir, pero que tiene que ver, por encima de cualquier otra finalidad, con alguna forma de belleza.

EL PAÍS

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