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domingo, 28 de junio de 2020

Borges / De la traducción a la ironía


BORGES: DE LA TRADUCCIÓN A LA IRONÍA (1)


Anna Gargatagli
Departamento de Filología Española
Universitat Autònoma de Barcelona
1611 / Revista de historia de la traducción No. 13 / 2009

Oh, muerte, ven callada
como sueles venir en la saeta.

I
Me gustaría comenzar, modestamente, deshaciendo algunos equívocos subrayados con insistencia por la crítica. El primero de ellos se refiere a la condición bilingüe de Borges entendida como característica personal y herramienta esencial de las traducciones que hizo, utilizó o comentó.
No hay escritor argentino del siglo XX que no haya sido, en cierto modo, bilingüe y casi ninguno de estos autores dejó de practicar la traducción como ejercicio profesional o como mero placer. La nómina sería muy larga y voy a eludirla mencionando los ejemplos más notorios: Leopoldo Lugones, Francisco Luis Bernárdez, Leopoldo Marechal, Juan Filloy, Manuel Gálvez, Ricardo Güiraldes, Norah Lange, Silvina Ocampo, Alberto Girri, Carlos Mastronardi, Ezequiel Martínez Estrada, Manuel Peyrou, Oliverio Girondo, Manuel Mujica Láinez, Rodolfo Walsh, Rodolfo Wilcock, Julio Cortázar.
            Es posible decir, entonces, que el conocimiento de otras lenguas ha sido un elemento esencial de los escritores argentinos, un rasgo canónico de la literatura argentina.

 II

El segundo equívoco se deriva del anterior y ha teñido de irrealidad comentarios, exposiciones y hasta ediciones dedicadas a exaltar su obra. Me refiero a la supuesta ambivalencia verbal de Borges, a un extraño discurrir entre dos lenguas: el castellano y el inglés; hipótesis curiosa sin verificación en su escritura, nacida de las representaciones biográficas que el autor y su creciente fama internacional tramaron a partir de 1960. Ninguno de sus grandes críticos de la primera parte del siglo: Pedro Henríquez Ureña, María Rosa Lida, Raimundo Lida, Alfonso Reyes, Ana María Barrenechea hubieran podido compartir esa definición de Borges como escritor extraterritorial. Tampoco la hubieran compartido los lectores para quienes Borges era un escritor meramente argentino, dotado eso sí de la heterogeneidad propia de los escritores argentinos. Y pocos ejemplos bastan para demostrar esta afirmación: Miguel Cané, fue autor del primer best-seller nacional: Juvenilia (1884), 2000 ejemplares vendidos en pocos días. El resto de su obra son crónicas que alojan noticias y chismes culturales… de París. Ricardo Güiraldes fue artífice de la primera gran novela nacional: Don Segundo Sombra (1926), concebida al parecer en un viaje a la India, cuyo impacto espiritual aparece después en Poemas místicos (1928) y en El sendero (1936). Oliverio Girondo publicó Veinte poemas para ser leídos en un tranvía, en 1922, en París.

 III

De todo esto procede un tercer equívoco: Borges, en tanto raro escritor transnacional y plurilingüe habría abordado la traducción como forma de divulgación cultural de un canon extranjero. Tampoco esta vaga afirmación es verdadera. Si analizamos los medios donde publicó Borges: efímeras publicaciones de vanguardia, suplementos literarios de diarios formales e informales (Crítica, La Prensa, La Nación), magazines como El Hogar, revistas literarias como Los Anales de Buenos Aires o Sur, lo que predomina, por parte de los muchos colaboradores, son las traducciones o las reseñas de obras extranjeras. Más aún, publicaciones populares y no populares aparecidas en los primeros decenios del siglo XX (como la Biblioteca Científica, Biblioteca «La Nación», Ediciones Mínimas, El Cuento Ilustrado, La Cultura Popular, La Novela de Hoy, La Novela de la Juventud, La Novela del Día, La Novela Elegante, La Novela Femenina, La Novela Semanal) parecen destinadas exclusivamente a dar a conocer las novedades literarias y no literarias del mundo. Años después, la extranjeridad sigue siendo dominante. Un ejemplar de Leoplán (13 de noviembre de 1935), tomado al azar, ofrece lo siguiente: relatos de Benito Lynch, Luigi Pirandello, Yamadú Rodríguez, Victor Hugo, Nathaniel Hawthorne y un nutrido repertorio de desconocidos autores de nombre inglés, probablemente seudónimos. Este Magazine popular argentino, que dirigía Ramón Sopena, parece muy semejante a las antologías compiladas por Borges y Bioy.

IV

La idea de que Borges hubiera contribuido a crear un canon para la literatura argentina porque la literatura argentina, en tanto país periférico, carecía de horizontes culturales, también merece ser revisada.
Debo confesar que la he compartido y que por esto mismo planteo su necesaria revisión. ¿La Argentina es un país periférico respecto de qué centro? ¿De Europa, de Estados Unidos? Imposible porque nunca estuvo geográficamente ahí. De América. Imposible también. Porque la Argentina, con la ley 1420, de 1884, eliminó progresivamente el analfabetismo, antes que muchos países de América (¿todos?) y muchos de Europa, entre ellos España. Tuvo, por tanto, un público lector siempre creciente, por lo menos desde 1910, y una industria cultural que en el plazo de muy pocos años produjo revistas, diarios, libros, películas que se consumían y exportaban en gran cantidad. ¿Estos son los rasgos de una cultura periférica? Deberíamos convenir en que más bien describen una centralidad a la que sólo pudo poner en duda, y a lo largo del tiempo, la inestabilidad económica. Una centralidad americana sorprendente en una antigua colonia (muy semejante a la de Estados Unidos) y nacida de la nada porque no hubo allí un aparato cultural sólido como los que construyó el Imperio español en México o Perú. Creo que el sistema cultural argentino tiene muchas peculiaridades.(2) Lo periférico debería dejar de ser una de ellas.
           
V

Existe también la difundida creencia de que Borges contribuyó a cierta teoría de la traducción y de que sus ensayos sobre estos temas forman algún tipo de corpus revelador. Sin embargo, si se leen con atención estos textos («Las dos maneras de traducir», el prólogo a la versión de Néstor Ibarra de El cementerio marino de Paul Valéry, «Las versiones homéricas» o «Los traductores de las 1000 y una noches») los conceptos relacionados con el métier resultan en extremo exiguos. Las ideas profesionales (hay dos maneras de traducir: la forma clásica y la romántica; existe desde antiguo una polémica: la fidelidad y la libertad) resultan muy pobres frente a la grandeza de otros argumentos que se exponen y a los que necesariamente debemos relacionar con «El arte narrativo y la magia», «De las alegorías a las novelas», piezas claves de una poética de la producción textual y de una fragmentaria preceptiva literaria. La traducción, desde esta perspectiva, es punto de partida (uno de los borradores), una de las formas naturales de la creación literaria.

VI

Abordemos ahora los equívocos respecto a Borges traductor. ¿Era Borges un traductor profesional? Tampoco es posible afirmarlo. Para entender esto habría que dividir sus traducciones en dos apartados. La traducción de obras largas y por encargo: William Faulkner, Virginia Woolf, Henry Michaux; los textos que tradujo por interés personal. Las traducciones que hizo para ganar dinero (como suelen hacerse) fueron elegidas por Victoria Ocampo (no consta en el caso de Faulkner, sí en los otros) y no resulta fácil dilucidar si las hizo él solo.(3) Lo importante, en cualquier caso, es que tienen poco que ver con la escritura de Borges, algo (en el caso de Faulkner) con su concepción de los espacios literarios. Y con razón: es posible establecer fáciles homologías entre la literatura y los sistemas culturales de la Argentina y de los Estados Unidos.
            La existencia de estos textos como obras de Borges, existencia ahora ya incuestionable, es el resultado del modo como fueron leídos y de su consecuente inclusión en el canon de Borges por parte de la crítica.

 VII

Muy diferentes son los fragmentos, pocas veces completos, de autores y de textos que publicó en revistas y ensayos diversos. Para no ser exhaustiva esbozaré una definición negativa. ¿A quién no tradujo? A casi todos los escritores relevantes, con la excepción de Shakespeare, al que citó siempre en inglés. Estos traslados fragmentarios (a veces invisiblemente fragmentarios) no forman parte de un ejercicio profesional. Las traducciones que hizo en los años veinte en España, de las que no puede hacerse un dictamen muy favorable, podrían calificarse de ejercicios culturales: dar a conocer algunas voces de las vanguardias. Los nombres elegidos, sin embargo, no reflejaban una voluntad profética. Dentro de la lista formada por los ingleses E. R. Dodds, Henry Mond, Conrad Aiken, el francés Pierre Albert-Birot, y los alemanes Kurt Heynicke, Wilhelm Klemm, Ernest Stadler, Johannes R. Becher, Alfred Vagts, August Stramm y Lothar Schreyer no aparecen los poetas más relevantes de los movimientos modernos ni las traducciones —tal como las hizo descuidadamente Borges—(4) parecen destinadas a ilustrar novedades estéticas.
La traducción de la última página de Ulises inicia de manera más clara otro camino, el de las probaturas, ejercicios de estilo que no siempre reflejan el original ni contienen la voluntad de hacerlo. Así aparecen en sus ensayos o de forma autónoma versiones de Walt Whitman, Edgar Lee Masters, Langston Hughes, C. T. Chesterton, André Gide, Carl Sandburg, T. S. Eliot, Franz Kafka, Thomas Browne, E. E. Cummings, Wallace Stevens, Kart Jay Shapiro, Thompson Dunstan, Herman Melville, T. E. Lawrence, Edith Boissonas, Francis Ponge, Robert Louis Stevenson, Rudyard Kipling, Edgar Allan Poe.
            Cotejados los originales (y las normales desviaciones y acortamientos) pueden emitirse dos juicios contradictorios; uno: Borges traducía mal, se equivocaba, etcétera, como suele afirmar cierta crítica; dos: Borges corregía el original como si tuviera delante un texto propio. Esta segunda idea, que comparto, borra la diferencia entre textos originales y traducciones recordando el devenir literario antes de que el novedoso concepto de originalidad (s. XVIII) diera valor estético a la autoría. Y, de hecho, la mayor parte de las traducciones donde romançar vuelve a ser aromançar, fueron un trabajo conjunto e indefinible de Borges y Bioy.
            Así dice Bioy en el volumen Borges:

Del Mabinogion traducimos o parafraseamos para la antología de cuentos breves la historia de los dos reyes que juegan al ajedrez mientras sus ejércitos combaten (y la suerte del combate depende de la suerte en el juego). La historia del sitio de Madagascar y la reina y el pueblo que seguían con más interés un ajedrez que las vicisitudes de las tropas que saqué de un irrecuperable Times Literary Suplement, la atribuimos a Celestino Palomeque, (Cabotaje en Mozambique, Porto Alegre, s. d.), en la seguridad de que nadie advertirá ninguna anomalía métrica.(5) 
            El editor de este volumen, Daniel Martino, informa que el «autor» del relato («La sombra de las jugadas») era un abogado que estafó al padre de Bioy. También señala los octosílabos que forman el nombre y los datos de la edición apócrifa.

Otro ejemplo:
            «Después de comer, con Borges redactamos una contratapa para Brat Farrar de Josephine Tey, un libro que ninguno de los dos ha leído y del que no sabemos nada; ni siquiera el jacket inglés: inventamos un crítico y su juicio».(6)
            En opinión de este experto imaginario, Farrel du Bosc, una recreación del nombre del hispanista Raymond Foulché-Delbosc: «Las novelas de Josephine Tey sobresalen por su educada ironía, por su agudo conocimiento del alma humana y por el acento trágico. El manejo de la expectativa es, en todas ellas, magistral y la trama del enigma, impecable. Ninguna de ellas nos parece mejor que Brat Farrar».
            Estas invenciones (cuya ironía intentaré explicar después) parecen confirmar —como postulan las indiferencias entre original y traducción— el borramiento esencial de los lugares literarios: autor, crítico, lectores, textos. Es decir, un escenario poderosamente clásico. Ciertos rasgos, sin embargo, detienen nuestra atención. Estas obras fragmentarias (Antología de la literatura fantástica, Cuentos breves y extraordinarios, Libro del cielo y del infierno), ¿no recuerdan el valor poético de lo fragmentario que definieron o descubrieron los románticos alemanes? ¿No tiene el mismo linaje la idea de un libro infinito y atribuible a un solo autor: el espíritu humano?
            Pareciera entonces que este es el punto de partida. No la tradición clásica tomada ahistóricamente sino la tradición clásica revisitada y redefinida por Schlegel o Novalis. Un absoluto literario cuyos límites los define esa literatura que cortejará su fin y que puede ser ficcionalizada o vuelta a representar: como tradición clásica, como tradición clásica desestructurada, como parodia y como exaltación.
            Borges podría ser definido como un escritor antirromántico porque se afilia a la «nadería de la personalidad» y porque, parafraseándolo, parece tener un extenso pasado por delante. Sin embargo, es interesante observar de qué manera se apropia de ese pasado, lo vuelve moderno y termina fundando una poética absolutamente personal, aquella que lo identifica con los autores «fuertes».

 VIII

Este traducir fragmentario tuvo además otra función. La de construir un canon de modelos literarios a la manera de los repertorios retóricos que antaño enseñaban a escribir, canon opuesto en todo a la preceptiva realista. Borges enfatizó muchas veces que lo fantástico, que daba forma a las elecciones de estas antologías, no se relacionaba con la percepción moderna del género, más bien recordaba que esta forma de imaginación había sido el horizonte inicial de lo literario. Seleccionar autores extranjeros y reproducirlos junto a escritores argentinos era, como he señalado, un movimiento general de la edición de revistas y libros de la época. Recortar fragmentos, adulterarlos, agruparlos bajo diferentes títulos proponía, por el contrario, una lectura irónica de la tradición literaria cuyo epígrafe general más apropiado sería el «alteren y transformen» que aparece al final del relato Gradus ad parnasum (Crónicas de Bustos Domecq, 1967). Título que recuerda, por otra parte, uno de aquellos instrumentos clásicos (también llamados Bibliotheca musarum) para aprender a escribir.

IX

Y esto nos lleva al último y más extendido equívoco: «Pierre Menard, autor del Quijote», relato considerado una metáfora perfecta sobre la traducción. Pensar que un texto es una figura implica dejar de leerlo como ficción, me gustaría recordar que se trata de un cuento y que puede ser leído como tal.
            La estrategia narrativa comienza con la noticia de la muerte del protagonista a la que sigue la etopeya retrospectiva del muerto. Este recurso, que Borges había elogiado en The Power and the Glory (7) y que después imitó Orson Welles, coloca los hechos en un necesario e indiscutible pasado.
            Para hacer creíble ese pasado —de supercherías literarias— la narración ofrece un repertorio progresivo, muy cómico, de las diferentes actividades de Menard. Muchas de esas ocupaciones son una mise en abîme, una miniatura, del proyecto más ambicioso del personaje: escribir el Quijote. Una de ellas es la de Luc Durtain, destinatario de «una réplica» por haber negado «la existencia… de las leyes métricas esenciales de la prosa francesa».
            ¿Quién era este señor? Era médico, se llamaba André Nepveu y fue un escritor polifacético: escribió poemas, cuentos, novelas y ensayos sobre los ambientes más diversos, de los países musulmanes a Rusia, de Hollywood a América del Sur. No faltaba la Argentina, donde era casi popular. Su obra cumbre fue una comedia en tres actos, traducción libre de «El curioso impertinente» y representada en el Odéon de París en 1937. De la lectura de la pieza (8) se comprende que Durtain no tuvo inconveniente alguno en convertir el drama renacentista (y homoerótico) del marido celoso en una obra de boulevard. Y la impresión de menardismo la corrobora la crítica que dijo, por ejemplo: «Luc Durtain, a partir de un cuento de Cervantes, compuso una serie de escenas de una riqueza verbal mucho más apreciable que la riqueza que ofrecía la simplicidad del relato. Por un momento, creíamos asistir a una representación de Alfred de Musset. Nos sorprendería que Le mari singulier no fuera acusada de romanticismo». Y también: «Cervantes bosquejó este mari singulier del que M. Luc Durtain nos ha ofrecido un retrato magnífico. A esta substancia, muy rica en sí misma, M. Durtain añadió un cuadro, de apariencia pirandeliana…».
            El señor Durtain es, para nosotros, un completo desconocido. Es posible, sin embargo, que fuera o pudiera ser conocido por el lector argentino de 1939. En cualquier caso su presencia es algo más que un chiste. Es una de las muchas estrategias de la ficción dirigidas a construir la aceptación de la singularidad de Menard que el relato expondrá de inmediato.
            El lector debe pensar, sin asombro, que Menard hace cosas raras y debe estar preparado para aceptar que aprenda español y escriba el Quijote. La suspensión de la incredulidad debe llevarlo a creer que los párrafos de Cervantes y de Menard pueden ser diferentes. Y porque cree en esa diferencia se ve obligado a buscarla con tenacidad. Llevar al lector a este punto de credulidad y hacerlo reír con el fracaso, ¿tiene algo que ver con la traducción?
            Si un relato triunfa como relato es difícil imaginarlo como metáfora. Porque no parece haber en «Pierre Menard, autor del Quijote» propósito ilusorio, representación, desdoblamiento. Hay quizás una historia secreta. No la que parece contarse sino la que transcurre entre los textos: las transferencias que (a la manera de los lenguajes simbólicos a los que también se alude aquí) señalan la historia material de la escritura.
            No hay diferencias esenciales entre los morceaux choisis de Menard y los, más extensos, que usaron Borges y Bioy para componer las diversas antologías. Ambos escenarios tienen idénticos fines: mostrar lo deleitable, enseñar los artificios. Aunque no solo esto.
           
X

Siempre me interesó saber si el fragmento tomado del Quijote (la verdad cuya madre es la historia…) era de Cervantes o, como en muchos casos, lo había tomado de otros autores. No me costó encontrarlo en Cicerón y luego corroborarlo en la edición crítica de Diego Clemencín:
            Estas expresiones recuerdan las de Cicerón en el libro II del Orador: Historia testis temporum, lux veritatis, vita memoriæ, magistra vitæ nuntia vetustatis. Cristóbal Suárez de Figueroa, en su Pasajero tradujo así las palabras de Cicerón: testimonio de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida y mensajera de la antigüedad. El pasaje de Cervantes comprende el mismo concepto, y añade además la discreta y profunda idea de que la historia de lo pasado envuelve el anuncio de lo futuro.(9)
            ¿De qué se está hablando cuando se cuenta (discreta y profundamente) que Menard escribe a Cervantes que escribe a Cicerón?
            Creo que se ofrece al lector (secretamente) la posibilidad de observar las tramoyas de la creación literaria, el artefacto completo, aunque desestructurado e irónico.
            ¿En qué sentido irónico? Todo lo que hay de gracioso en los escritos y las actividades de Borges (y de Bioy) puede explicarse como humor, broma, chiste. Lo irónico, en cambio, no.
            La ironía, una figura literaria, suele ser definida como un discurso donde las palabras dicen lo contrario de lo que dicen. Más inquietante resulta imaginar que la ironía es un discurso cuyas palabras no dicen lo que dicen.(10) Idea que permite imaginar que la ironía es una propiedad intrínseca del lenguaje. En realidad, lo que esencialmente lo define. Imaginar que también la literatura tiene la propiedad de hablarnos irónicamente supone llegar a cierto límite. Repitiendo a Wayne Booth, una ironía es rígidamente disyuntiva, ya que obliga a un simultáneo y doble trabajo: reconocer y reconstruir. Lo primero nos sitúa en la esfera de la experiencia; lo segundo introduce la dificultad de reconstruir esa experiencia. También en la traducción existe esta duplicidad: dos textos que son el mismo texto. Este relato, en cambio, postula lo contrario: un mismo texto que puede atribuirse a dos autores, quizás a muchos.
            Pierre Menard es un artefacto cómico porque es lo que parece: un chiste. Su devenir como broma sigue las secuencias de Bustos Domecq, entre cuyas obras figura de varios modos. Mostrar el tránsito de Cicerón a Cervantes, de Cervantes a Pierre Menard, de Pierre Menard a Bustos Domecq revela que los desplazamientos literarios son más significativos que los resultados. La invisibilidad de Cicerón en Cervantes es tan relevante como la presencia de Menard en Cervantes.
            ¿Debemos tomar en serio esta afirmación? En un sentido sí: el epígrafe de este texto «Oh muerte, ven callada como sueles venir en la saeta» pertenece a la Epístola moral a Fabio, y formó parte de una de las preocupaciones (laterales) de Borges. ¿De qué poeta latino eran los versos que había copiado, traducido o recreado el anónimo autor español del siglo XVII? Estas pesquisas interesaban al escritor argentino porque, aunque su propósito parece policial (¡la policía literaria también existe!), su finalidad es poética. Comprender o intuir que el universo literario es un discurrir de frases o formas que se repiten, se disfrazan y se copian produce vértigo y desolación. En la misma proporción que saber que lo infinito es dramáticamente inabarcable y que nada hay fuera de él. La clara conciencia de la agilidad eterna, de la plenitud ilimitada del caos (son palabras de Schlegel) (11) iluminan el sistema poético de Borges. En su interior, como máscara o como revelación, la traducción está integrada con solidez a ese devenir que vive cortejando su fin.
             
NOTAS

(1) Este artículo retoma y desarrolla ideas expuestas en Jorge Luis Borges y la traducción, Universidad Autónoma de Barcelona, 1993 [tesis doctoral resumida en Translators through History, John Benjamins Publishing Co. y Editions Unesco, Amsterdam, 1996)], sobre la función de la traducción dentro del sistema literario de Borges.
(2) Entiendo que la peculiaridad esencial es la simultánea creación de dos redes culturales antagónicas: el proyecto nacionalista, que incluyó la invención de una tradición nacional; las vanguardias y la modernidad. Si lo último propició la existencia de la moderna literatura argentina; el nacionalismo devino ideología y elemento de cohesión social de las multitudes alfabetizadas, pero iletradas. .
(3) Consultado Adolfo Bioy Casares respondió lo siguiente: «Cuando la madre de Borges traducía, a la noche leía el texto a su hijo, para que lo corrigiera. A veces ella nos corrigió. Por ejemplo: ni Borges ni yo supimos si debíamos escribir los degollaron "de parado" o "de parados". Cuando hicimos la pregunta a doña Leonor, replicó: "Parecen gringos. De parado, desde luego"». Carta del 14 de febrero de 1991.
(4) Así lo hemos ido verificando con Juan Gabriel López Guix en una investigación sobre las traducciones de Borges contenidas en dos artículos iniciales: «Borges y la "lírica inglesa": Conrad Aiken, E. R. Dodds y Henry Mond», publicados en http://www.saltana.org. El primero de ellos también apareció en Lucera (Rosario, Argentina), 7 y 8 (2005).
(5) Adolfo Bioy Casares, Borges, Barcelona, Destino, 2006, p. 80.
(6) Ibídem, p. 73.
(7) En España se llamó Poder y gloria (1933). Dirigida por William Howard; intérpretes: Spencer Tracy, Collen Moore, Ralph Morgan; guión: Preston Sturges.
(8) «Le mari singulier», La Petite Illustration, 838 (3 de julio 1937), París.
(9) Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Edición de Diego Clemencín, Madrid, 1833-1839, vol 1, p. 114.
(10) Idea tomada de Gonzalo Díaz-Minoyo, en «El funcionamiento de la ironía», Espiral, 7, Madrid, 1980.
(11) En L'absolu littéraire. Théorie de la littérature du romantisme allemand, edición de Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy, París, Seuil, 1978.

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