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miércoles, 6 de mayo de 2020

Rubem Fonseca / La naturaleza, en oposición a la gracia

Artist Paints Nightmares With His Own Blood



Rubem Fonseca 

BIOGRAFÍA

LA NATURALREZA,EN OPOSICIÓN A LA GRACIA

Traducción de Basilio Losada


¿Hace mucho tiempo que vive usted en este edificio?, preguntó el policía.
    Dos años, respondí. Antes vivía en la Isla del Gobernador.
    Si el policía me hubiera interrogado unos días antes, estaría yo muerto de miedo. Pero después de todo lo pasado, ya no.
    Mientras el policía me iba haciendo preguntas, yo rememoraba todo lo ocurrido. No sé por qué, lo primero que recordé fue el calor de la sauna del bloque, la sauna donde yo me escondía para librarme de Sérgio. No olvido aquel día en el que estaba yo al borde de la piscina sentado al lado de Alessandra, tendida en bikini, en una tumbona, cuando Sérgio se acercó y, antes de que pudiera yo refugiarme en la sauna, se había instalado a nuestro lado con los ojos clavados en el cuerpo de mi novia. Luego preguntó: ¿Es que no va a meterse en el agua nunca este canijo?


    Él sabía nadar, jugar al tenis, practicaba el jiu-jitsu. Yo, no. Él era un tipo musculoso y yo no.
    Hice como si no le hubiera oído y, cuando Sérgio se largó, dijo Alessandra, como si estuviera hablando con un niño, has hecho muy bien en no partirle la cara a ese muchacho, él ni estudia ni trabaja, vive a costa del padre, es un burro, y si un burro te arrea una coz no vas a darle tú otra.
    Las palabras de Alessandra no me sirvieron de consuelo, y no pudieron impedir que yo sintiera vergüenza.
    Aquella tarde, mientras caminábamos por el playground , con mi cabeza llena de negros pensamientos, Alessandra dijo que un viejo de aspecto amenazador nos venía siguiendo. Ni siquiera miré hacia atrás. Respondí a Alessandra que nos estaba esperando su madre para cenar y que era mejor que nos diéramos prisa. Yo tenía miedo de todo el mundo.
    Los padres de Alessandra preferían que ella anduviera con un hombre con estudios, alguien que tuviera alguna profesión liberal, era hija única y estudiaba economía en una universidad, estaban orgullosos de su hija. El padre, un hombre de origen humilde, solía decir que había llegado a algo con enorme esfuerzo. Era propietario de una red de tres supermercados en los suburbios y pretendía ampliar sus negocios. La madre, buena cocinera, tenía un talento natural para inventar platos sabrosos sin haber leído nunca un libro de técnicas culinarias. Decía que no le gustaba copiar recetas de otros, pero la verdad es que era prácticamente analfabeta. Lamentaba que su futuro yerno no comiera los mejores platos que ella preparaba, pues yo era vegetariano. Doña Lurdinha me perdonaba esa excentricidad, como me perdonaba no tener un título universitario, y me preparaba los platos especiales con verduras y legumbres, pues yo era cortés, amable y trataba bien a su hija.
    Aquel día, doña Lurdinha me preguntó si Sérgio, aquel chico tan guapo, estaba allá en la piscina, y Alessandra respondió, inesperadamente, que Sérgio tenía unas pestañas muy hermosas.
    Salí de casa de los padres de Alessandra y caminé meditabundo por los alrededores del edificio pensando en lo que había dicho Alessandra de las pestañas de Sérgio. Para que alguien se dé cuenta de cómo son las pestañas de una persona es preciso mirarla con atención especial. Al pasar ante uno de los edificios del bloque vi a un viejo parado en la puerta. Pensé que era el mismo que nos había seguido antes.
    Se me plantó delante.
    Permítame que me presente, me llamo Víctor, dijo el viejo, recalcando la c . Vivo aquí, pero nadie me conoce, y nadie me conoce porque nadie me ve, y nadie me ve, porque prefiero ver en vez de ser visto.
    Me mantuve callado y el viejo añadió que le gustaría decirme algo. Por favor, acompáñeme hasta mi casa, dijo abriendo la puerta del portal. El portero de noche había desaparecido, sabe Dios por qué.
    Como si estuviese hipnotizado, seguí a Víctor hasta que llegamos a la puerta de su apartamento, un sitio oscuro, repleto de libros alineados en estanterías que cubrían todas las paredes.
    Siéntese, me dijo indicando una silla llena de libros que tiró al suelo con unos manotazos.
    Su voz se hizo más ronca. He visto el trato ofensivo que ese individuo le da siempre que se encuentran, he visto también lo que ocurrió hoy en la piscina. Usted, como hacen los perros amedrentados cuando se enfrentan a otro feroz, se inclinó sumiso con el rabo entre las piernas.
    Estas palabras, viniendo de otra persona, me habrían herido, pero el viejo parecía un brujo de un tebeo. Después de haberme dicho que yo no era más que un perrillo miedoso, añadió que sabía la razón de que yo no reaccionara a las provocaciones del otro.
    Usted se alimenta de verduras y hortalizas, y ésa es la causa de su miedo. Hasta Rousseau, un vegetariano compulsivo del siglo  XVIII, admitía que quien se alimenta básicamente de hortalizas y verduras se afemina.
    El viejo dijo esto ante una de las estanterías, soltando tacos y arreándoles puntapiés a los libros que se apilaban en el suelo.
    A ver dónde está ese maldito libro, nunca encuentro lo que busco en este desorden infernal, pero aunque haya perdido el de Rousseau es igual, entre los pensadores famosos él fue uno de los que dijeron más idioteces. Óigame bien, joven ignorante, el hombre es un animal que sólo adquirió valor cuando dejó de comer raíces y otras porquerías arrancadas de la tierra y empezó a comer buenas carnes rojas. Dime lo que comes, y te diré quién eres, hasta los cocineros lo saben. Una gacela come verduras, pero ¿qué come el león? El león se come a la gacela. Usted tiene que decidir si quiere ser cebra o tigre. ¿Cuánto tiempo hace que no come usted carne?
    Me molestaron aquellas palabras del viejo. Confuso, pedí permiso para marcharme de allí.
    Váyase si quiere, dijo, pero ya volverá.
    ¿Habría sido aquella dieta a base de verduras lo que había hecho de mí un cobarde? No, yo era sólo prudente, las personas felices son prudentes. La prudencia lleva a prevenir, y gracias a eso había escapado yo de la pobreza de mi infancia.
    Al día siguiente fui a casa de Alessandra y doña Lurdinha dijo: quien está vivo siempre vuelve. Voy a llamar a Alessandra, que anda un poco rara, salió un momento diciendo que iba al playground y volvió al cabo de un minuto y se encerró en su cuarto.
    Don Raimundo estaba viendo la tele, aprovechaba para ver los partidos de fútbol mientras doña Lurdinha cocinaba.
    Doña Lurdinha llamó a la puerta del cuarto. Alessandra, está aquí Ricardo.
    Alessandra no respondió. Se está arreglando, dijo don Raimundo. Pero cuando Alessandra abrió la puerta me di cuenta de que no lo había hecho, tenía los ojos hinchados, se la veía pálida.
    Quería que tú lo supieras por mí, dijo Alessandra.
    Me cogió del brazo y fuimos a dar una vuelta por el playground, y ella repitió, quería que lo supieras por mí, pero Sérgio te lo ha contado ya, ¿verdad?
    Sérgio no me había contado nada, pero, antes de que yo se lo dijera, Alessandra continuó, con todo, la culpa no es sólo de él, también es mía, creo que estaba ya enamorada de él y no me había dado cuenta.
    Las pestañas, pensé, sintiendo un vértigo y entendiendo al fin toda la situación.
    Me alejé confuso. Alessandra gritó adónde vas, pero siguió parada en el borde del rectángulo del tenis. Resulta que mi novia, la mujer a quien yo amaba, iba a quedar a merced de aquel salvaje. Me di cuenta de que estaba pasando por delante del bloque donde vivía el viejo Víctor al verlo parado ante la puerta. Él hizo un gesto, me llamaba. Lo seguí hasta el cuarto lleno de libros, precariamente iluminado por una luz débil.
    Me ha robado a mi novia, no sé qué hacer, dije quitando los libros de encima de la silla, donde me senté anonadado.
    Se ha pasado usted veinte años comiendo verduras y hortalizas, dijo el viejo, y ha llegado al punto crítico, ¿quiere un pedazo de carne?
    Me mostró algo que tenía en la mano, una asquerosa masa sanguinolenta.
    Usted sólo tiene una solución, querido joven, prosiguió el viejo, es usted un caso serio y para resolver su problema de nada sirve ponerse ahora a comer bistés a la parrilla. Lo que tiene que hacer es beber sangre, los grandes guerreros de antaño se fortalecían bebiendo sangre, pero nadie habla ahora de eso, la gente piensa en la sangre como un fluido rojo con plasma y corpúsculos unicelulares que sólo sirve para llevar de un lado a otro oxígeno, nutrientes y enfermedades. Los barberos antiguos, aquellos que hacían sangrías, sabían de la sangre mucho más que los médicos de hoy y que los científicos en general, porque sabían que la sangre es para ser derramada.
    ¿Lo dice en serio?, pregunté.
    Yo sólo hablo en serio, respondió el viejo Victor, ¿o se cree usted que soy un político?
    ¿Y qué sangre tengo que beber? ¿Sangre de gallina?
    Se volvió hacia mí, indignado. ¿De gallina? Sangre de gallina es lo mismo que sangre de cucaracha.
    Al día siguiente no fui a trabajar. Fui a una carnicería y la vista de toda aquella carne y el olor que exhalaba me llenó de repugnancia, pensé que iba a vomitar allí mismo, pero me rehíce y le pregunté al carnicero, en voz baja, para que no me oyera otro cliente, ¿me puede vender sangre? Él me preguntó si era para hacer morcillas, y cuando le respondí que no sabía qué era aquello de morcillas me dijo que era una comida hecha con sangre de cerdo coagulada.
    No, le dije, tiene que ser sangre fresca.
    Es difícil eso de sangre fresca.
    Y cuando le dije que no me importaba el precio, me preguntó en voz baja: ¿de cerdo, o de vaca?
    De toro, dije.
    Cuatro días después me telefoneó el carnicero diciéndome que la mercancía estaba allí, en la carnicería, a mi disposición. Una bolsa de plástico con una sustancia de un pardo rojizo.
    ¿No es líquida?
    La sangre se coagula, y ésa es de toro y se coagula más fácilmente, pero basta meterla en la licuadora, otro cliente mío lo hace así, la bate con un poco de agua, la sangre ya tiene normalmente un poco de agua, echarle un poco más no va a estropearla.
    Fui a ver al viejo, pero me equivoqué de bloque y no lo encontré. Los edificios eran todos iguales, sólo se diferenciaban por el nombre. Por suerte, cuando ya me volvía a casa lo encontré. El viejo me indicó con un gesto que lo siguiera hasta su apartamento.
    Le mostré el litro de sangre de toro que el carnicero me había vendido. Es de vaca, dijo el viejo, analizando el material, pero mejor esto que nada.
    Voy a tener que pasarla por la licuadora.
    El viejo soltó una carcajada, o fue quizá un ataque de tos.
    Nada de licuadora, tiene que comerla así, pero sólo un kilo de sangre coagulada es muy poco, tiene que comer esto todos los días durante un mes.
    Al volver a casa coloqué la sangre en un plato hondo, sintiendo su hedor nauseabundo. Con dos dedos me apreté la nariz y con la otra mano llené una cuchara con aquella sustancia, pero no conseguí llevármela a la boca. Pensé entonces en Alessandra diciendo aquello de las pestañas de Sérgio y eso hizo que decididamente llevara la cuchara a la boca, sin dejar de apretarme las narices con la otra mano. Mastiqué rápidamente y engullí aquella materia repelente, sudando, con ganas de vomitar, el cuerpo estremecido. Sentí que me invadía un mareo y, vacilante, fui al cuarto, me tumbé en la cama, pero pronto me dominó el orgullo de haber comido sangre, y desaparecieron las náuseas y mi cuerpo dejó de estremecerse.
    La primera semana fue la más difícil. No sólo sentía repugnancia ante aquella pasta de sangre que me veía obligado a ingerir, sino que me causaba náuseas la visión de cualquier alimento. El domingo, en casa de Alessandra, al ver el suflé de calabaza que doña Lurdinha había preparado especialmente para mí, sentí mareos y corrí al retrete, donde lo vomité todo.
    Durante un mes seguí con repugnancia la dieta del viejo, con la esperanza de cobrar valor para desafiar a mi enemigo pero aún sin fuerzas para enfrentarme a él.
    De nuevo fui a casa del viejo, esta vez sin éxito.
    Me quedé dando vueltas por las alamedas de los bloques y, para mi felicidad, Victor tenía el hábito de pasear de noche. Lo encontré recostado en un almendro del parque comunitario. Le hablé del miedo que continuaba sintiendo.
    Si usted quiere resultados a corto plazo, dijo, tiene que beber la sangre del enemigo, y si hay que matar al enemigo para beberle la sangre, pues se mata al enemigo, y hay que beber su sangre, y comer la carne. Así se hacía antiguamente, muy antiguamente. Y no se mata al enemigo para beberle la sangre y dejar de tenerle miedo, sino para no volver a tener jamás miedo de nada ni de nadie.
    Volví a casa. Al pasar por el aparcamiento, vi a Sérgio, que salía de un coche. Era de noche, pero se podían ver sus largas pestañas.
    Alessandra me ha dicho que te gusta pescar, yo tengo dos carretes, si quieres vamos a pescar un día, ¿quieres?, dijo amablemente.
    Sérgio me había tratado siempre con desprecio, pero aquel día se mostraba respetuoso. Cuando nos despedimos, anotó mi teléfono.
    La noche siguiente, cuando entraba yo en casa, vi al viejo Víctor ante mí, desgreñado, con barba crecida, la ropa sucia de arena, como si hubiera dormido en la playa. Lo saludé y él correspondió con una inclinación mientras hacía ruidos extraños que tanto podían ser un ataque de tos como un contenido acceso de risa.
    Me gusta su cara, la indecisión de su rostro, dijo, la indecisión tiene una dinámica singular, empieza siendo la duda entre hacer algo o no hacer nada, después entre hacer una cosa u otra y, al fin, siempre acaba uno haciendo algo. Ya nos veremos luego.
    Desapareció y en aquel momento llegó Alessandra. Se la notaba tensa. También yo lo estaba.
    ¿Es que no vas a decir nada?, preguntó.
    ¿Cómo te va?, respondí.
    Soy yo quien pregunta cómo te van las cosas. ¿Va mejor lo del estómago? ¿Has trabajado mucho?
    ¿Eres feliz?, pregunté.
    Mucho, pero echo en falta a mi amigo.
    El amigo era yo, me había convertido en eso: en amigo. Recordé al viejo Victor y su teoría de la indecisión. Al final, siempre hace uno algo.
    Al llegar a casa llamé a Sérgio y le pregunté si quería ir a pescar aquel fin de semana.
    Cuenta conmigo, respondió Sérgio. ¿Has pescado alguna vez de noche, en lo alto de un acantilado?
    El sábado, tal como habíamos acordado, nos encontramos en el estacionamiento. Sérgio llevaba dos carretes y me tendió uno.
    Es un regalo, me dijo, lo mereces, fuiste un novio respetuoso.
    ¿Cómo sabía él que yo había sido un novio respetuoso? Es duro, pero debía de haber descubierto eso, que yo había sido un novio respetuoso, cuando le quitó la virginidad a Alessandra, cosa que yo no hice, pese a que ella me lo pidió.
    Los peces nos esperan, conozco el camino, vamos en mi coche, es de importación, verás qué maravilla, dijo Sérgio dándome las llaves para que condujese yo durante el viaje.
    Fingí que iba concentrado conduciendo, así no tenía que hablar con él. Al fin llegamos a nuestro destino.
    Desde lo alto del acantilado oíamos el fragor del mar rompiendo contra las rocas. Era una noche oscura, sin luna, pero yo veía las largas pestañas de Sérgio. Vi también un pedrusco en el suelo, si no estuviera el pedrusco allí nada habría ocurrido tan rápidamente. Cogí la piedra y golpeé con fuerza en la cabeza de Sérgio. Cayó, sangrando mucho, y si no le hubiera sujetado se habría despeñado. Me tendí sobre él.
    Pegué mi boca a la herida de Sérgio para beber aquella sangre que fluía. No sentí el menor asco. Como si fuera jugo de tomate. Estuve sorbiendo su sangre durante unos diez minutos, mientras pasaba la punta de los dedos por sus largas y sedosas pestañas. Después, lo empujé y rodó por el talud. Oí el ruido del cuerpo al chocar con el agua y hundirse.
    ¿Resbaló?, preguntó el policía.
    Sí, resbaló, y yo no pude hacer nada, a no ser pedir socorro y esperar a los bomberos.
    El informe del forense dice que al muerto le fueron arrancadas las pestañas, dijo el policía.
    Serían los peces, dije.
    El policía me miró. Vio ante él a un hombre seguro y tranquilo.
    Bien, dijo, muchas gracias por su colaboración.
    Salí de la comisaría y nunca más me molestó la policía.
    Decidí ir al apartamento del viejo Victor para agradecerle los consejos que me había dado. Como siempre me equivocaba de bloque, no me extrañó cuando el portero me dijo que no conocía a ningún viejo con las características que le describí. Recorrí las porterías de todos los otros bloques, y los porteros respectivos me dieron la misma respuesta.
    Alessandra vino a verme, quería que volviéramos a ser novios. La llevé a la cama un par de veces y luego desterré de mi vida a Alessandra y a las verduras y hortalizas de su madre.



Rubem Fonseca
Secreciones, excreciones y desatinos
Seix Barral, Barcelona, 2003, pp. 41-53


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