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miércoles, 8 de abril de 2020

John Updike / Un libro de Bech



John Updike



El alter ego de Updike


Tusquets edita Un libro de Bech, el primero de los tres volúmenes protagonizados por un escritor en crisis creativa


 El Cultural, 29/03/2012

Colección Andanzas. Tusquets. 240 pp, 17 euros.
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  • El doble ganador del Pulitzer John Updike (1932-2009) se inventó un original alter ego llamado Henry Bech. Si el maestro de la narrativa norteamericana contemporánea pertenecía a la cultura WASP (blanco, anglosajón y protestante, por sus siglas en inglés), estaba casado y tuvo una prolífica carrera que abarca el ensayo, la poesía, el relato corto y la novela, Bech es judío, soltero y atraviesa una larga crisis creativa tras su única novela de éxito. 'Un libro de Bech', publicado originalmente en 1970, recopila una serie de relatos que narran las esperpénticas peripecias del personaje en Europa del Este, tras ofrecerse a participar en unos "intercambios culturales" promovidos por el Departamenteo de Estado en la época del Telón de Acero, así como en Londres y de nuevo en Estados Unidos. Al comienzo del libro, el propio Bech escribe una carta a su creador, donde le hace notar que encuentra en su propia personalidad trazas de Norman Mailer, Bernard Malamud o J.D. Salinger


    A continuación reproducimos el comienzo del primero de los relatos.


    Rico en Rusia

    John Updike

    Los estudiantes a los que no les queda más remedio (seguramente como a ustedes) que comprar ejemplares en edición de bolsillo de sus novelas -en especial la primera, Travel Light, aunque últimamente haya habido cierto interés académico en su más surrealista, «existencial» y puede que incluso «anarquista» segunda novela, Brother Pig-, o que se topan con algún artículo de When the Saints en una satinada y gruesa antología de la literatura de mediados de siglo por 12,50 dólares, imaginan que Henry Bech, como miles menos famosos que él, es rico. No lo es. Los derechos de bolsillo de Travel Light los vendió íntegros su editor por dos mil dólares, de los que el propio editor se quedó mil y el agente de Bech cien (el diez por ciento del cincuenta por ciento). Para ser justos, el editor había tenido que saldar un tercio de la pequeña edición en tapa dura, y cuando Travel Light se puso de moda, después de Golding y antes de Tolkien, entre los estudiantes universitarios, el editor se delataba divertido a sí mismo contando la historia de la cesión de los derechos de Bech en las reuniones de ventas que se celebraban en el piso de arriba del restaurante 21. En cuanto a las antologías, la cuantía media de los permisos, cuando llega por fin al buzón de Bech, se ha erosionado hasta 64,73 dólares, u otra cifra sospechosamente rara, que apenas paga una comida en un restaurante con su amante y un vino no muy caro. Aunque Bech, y los muchos que lo han entrevistado, hayan convertido en una virtud quijotesca el que continúe viviendo en un lúgubre pero espacioso edificio de apartamentos en Riverside Drive (su buzón, que lo sepan los estudiantes, al que llegan sus cheques recortados hasta lo irrisorio, ha sido cubierto a conciencia de cicatrices por la voluble ira urbana y su apellido ha sido retocado con bolígrafo por traviesos gamberros de portales convirtiéndolo tan a menudo en un verbo malsonante que Bech ha acabado por dejar la placa con el nombre en blanco y depende de la clarividencia de los carteros), la verdad es que vive ahí porque no puede permitirse marcharse. Sólo fue rico una vez en su vida, y sucedió en Rusia, en 1964, de eso hará ya un deshielo.


    En aquellos tiempos, Rusia, como todos los demás países, era un lugar un poco más inocente. Jruschov, que acababa de ser depuesto, había dejado en el ambiente una atmósfera casi cómica, de calidez, de cierta apertura intermitente, de experimento inescrutable y de posibilidades elusivas. No parecía haber ninguna razón de peso por la que Rusia y América, ese par de encantadores gigantes paranoicos, no se repartieran alegremente un globo tan grande y azul; y en verdad tampoco parecía haber ninguna razón por la que a Henry Bech, el rebuscado pero afable novelista, en pleno bloqueo artístico que no afectaba a su desenvoltura social, no pudiera mandársele en un vuelo a Moscú a costa de nuestro Departamento de Estado para que pasara un mes dedicado a esa actividad básicamente imaginaria denominada «intercambio cultural». Al entrar en el avión de Aeroflot en Le Bourget, a Bech le pareció que olía como la trastienda de sus tíos de Williamsburg, a calor corporal envolvente y patatas del tiempo cociéndose. La impresión se prolongó todo el mes; Rusia le parecía judía, y, a Rusia, él le parecía judío. Nunca supo en qué medida la ternura y hospitalidad que encontró se debían a su raza. Su hombre de contacto en la embajada americana -un remilgado y quejumbroso ex jugador de baloncesto de Wisconsin, que respondía al deportivo nombre de Skip Reynolds- le aseguró que dos de cada tres intelectuales soviéticos ocultaban a un judío entre sus antepasados, y en una ocasión Bech se encontró en un apartamento de Moscú cuyas estanterías estaban llenas de fotografías (de Kafka, Einstein, Freud, Wittgenstein) que evocaban intencionadamente el esplendor de la Judenkultur prehitleriana. Sus anfitriones, tanto el hombre como la mujer, eran traductores profesionales, y el apartamento estaba asombrosamente atestado de parientes, entre ellos un joven ingeniero hidráulico con ojos de ciervo y una abuela que había sido dentista del Ejército Rojo, y cuyo sillón dental dominaba el salón. Durante una larga y cálida velada, la condición de judío, tal vez también intencionadamente, no se mencionó. Era uno de esos temas que Bech prefería pasar por alto. Su propia escritura había intentado salir del gueto de su corazón hacia los territorios más amplios de la otra orilla del Hudson; el triunfo artístico de los judíos americanos radicaba, creía, no en las novelas de los años cincuenta sino en las películas de los treinta, aquellos gigantescos y burdos artilugios con los que los cerebros judíos proyectaron a las estrellas gentiles sobre una nación gentil, y, a partir de su propia alegría de inmigrantes, dieron a una tierra todavía informe sueños e incluso una especie de conciencia. Pero las reservas del embalse de la fe, en 1964, se estaban desecando; el país se había mantenido en pie, a través de la Depresión y la convulsión del mundo, gracias al patriotismo arriviste de Louis B. Mayer y los hermanos Warner. Para Bech se trataba de una de las más grandes historias de amor que nunca habían existido, el romance mutuamente provechoso entre el Hollywood judío y la América eslava, vivido casi por entero en la oscuridad, con un repiqueteo de fervorosos mensajes que cruzaban el muro de la sierra de San Gabriel; y su escritor judío favorito fue el que le dio la espalda a sus tres hermosas novelas de Brooklyn y se fue al desierto a escribir guiones para Doris Day. Salvo para los estudiantes especializados, todo eso carecía de la menor importancia. Allí, en Rusia, hacía cinco años, cuando Cuba había sido sacada del horno para que se enfriase y Vietnam todavía estaba entrando en ebullición, Bech encontró una forma de vida, empobrecida pero ceremoniosa, desvencijada pero ornamental, una vida sentimental, sitiada y familiar, que le recordaba su pasado judío. La virtud, tanto en Rusia como en su infancia, parecía emanar de los hombres, como un consolador olor corporal, más que ser algo que procediera de las alturas, que ensartara a la sufrida alma como a una polilla en un alfiler. Salió del avión de Aeroflot, con su llamativamente altiva azafata, para entrar en una atmósfera de generosidad. Le recibieron con brazos cargados de rosas frías. La primera tarde, la Unión de Escritores le dio para sus gastos un fajo de billetes de rublos, Lenin rosa y lila y la Torre Spasskaya azul pálido. Durante el mes siguiente, y en concepto de «derechos de autor» (en honor de su llegada habían traducidoTravel Light, y varios de sus ensayos de Commentary [«M.G.M. and the U.S.A», «The Moth on the Pin», «Daniel Fuchs: An Appreciation»] habían aparecido en I Nostrannaya Literatura, pero como no había acuerdos de derechos, los royaltiesse calcularon arbitrariamente, como lluvias de maná), le entregaron más rublos, de manera que la semana de su partida Bech había acumulado más de mil cuatrocientos, que, según el cambio oficial, equivalían a mil quinientos cuarenta dólares. No había nada en que gastarlos. Todos sus hoteles, sus vuelos y sus comidas estaban pagados. Era un invitado del Estado soviético. De la mañana a la noche, nunca estaba solo. Aquella tarde, junto a los rublos, también le habían dado una acompañante, una traductora-escolta: Ekaterina Alexandrovna Ryleyeva. Era una pelirroja muy delgada, de pecho liso, piel del color del papel y una verruga transparente encima del ala izquierda de la nariz. Se acostumbró a llamarla Kate.

    John Updike


    -Kate -le dijo, exhibiendo los rublos en dos puñados sin preocuparle que algunos cayeran al suelo-, he robado al proletariado, ¿qué puedo hacer con mi sucio botín?

    En el curso de las muchas horas que ella no se apartaba de él, Bech adoptó y desarrolló un aire superamericano de payaso que disfrazaba todas las quejas como «numeritos». A modo de respuesta, ella reforzó su pose original, de paciente maestra de escuela, una pose con raíces campesinas eternas. La ocupación normal de Kate era traducir ciencia ficción del inglés al ucraniano, y él imaginó que este mes que pasaba con él suponía, hasta cierto punto, unas vacaciones para ella. Tenía una madre y, avanzada la noche, después de acompañarle a: una sesión matinal, aguardiente incluido, con los editores deYunost; una comida en la Unión de Escritores con su presidente que enseñaba fauces de tiburón; el hogar donde Dostoievski pasó su infancia (al lado de un manicomio, y donde se entronizaban unos angustiados manuscritos sombreados y unas gafas ovales de hojalata, diminutas, como si hubieran sido diseñadas para un lirón); un museo de arte popular; una interminable cena en un restaurante y una noche de ballet, Ekaterina llevaba a Bech de vuelta al vestíbulo de su hotel, se ponía una babushka sobre su poblado pelo naranja y se encaminaba entre la ventisca hacia su madre achacosa. Bech se preguntaba cómo sería la vida sexual de Kate. Skip Reynolds le aseguró con toda solemnidad que la vida personal era inescrutable en Rusia. También le dijo que Kate era indudablemente una espía del Partido. A Bech le conmovió y se preguntó qué tendría él que mereciera la pena ser espiado. Desde la más tierna infancia todos somos espías; lo vergonzoso no es eso sino que los secretos que se descubren sean tan pocos y mezquinos. Ekaterina debía de rondar ya los cuarenta, con lo que podría atribuírsele un amante muerto en la guerra. ¿Era ése el secreto de su vigilia, de las interminables horas anodinas que pasaba a su lado? Siempre estaba traduciendo para él y eso aumentaba su distancia y transparencia. Él tampoco había estado casado, e imaginaba que el matrimonio debía de ser algo parecido a esa relación.


    EL CULTURAL


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