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viernes, 6 de marzo de 2020

El poder de Gabo


Gabriel García Márquez



El poder de Gabo


14 de febrero de 2012

En enero del 80, la familia Peña Guerrero envía a Adalberto, el menor de los hijos, a estudiar Derecho en la Universidad Libre de Bogotá, una universidad de mucho prestigio para los costeños, ya que allí varios coterráneos brillan por su sabiduría y son dignos de imitar. En ese momento, la marimba es la forma más rápida y fácil de conseguir plata. Es entonces cuando al joven universitario le proponen ganarse unos pesos, y sin dudarlo da un sí irreversible: “¿Qué tengo que hacer?”, les pregunta Adalberto a los amigos samarios que le plantean la propuesta. “Pues, muy fácil, sólo tienes que ir a Santa Marta y allí te vas en un barco nuestro, full de marihuana, para los Yunay”. Adalberto emprende la travesía.


Pasa el tiempo sin noticias de Adalberto. Es un misterio. Parece que el frío capitalino se lo hubiera tragado sin saborearlo aún. Pero como entre cielo y tierra no hay nada oculto y mucho menos en la creación vallenata, un pajarito sin alas ni pico le dice a la familia que Ada ha caído en el embarque de una familia de Santa Marta y está preso en Cuba. La noticia cae como caen los mangos sobre los tejados con las brisas de febrero. La familia Peña, en cabeza de su hermana Clara, inicia la construcción de un puente firme y directo para llegarle al comandante Fidel Castro. Clarita busca a Consuelo Araújo Noguera, amiga del futuro Nobel, para que ésta le dé las coordenadas para encontrarlo, ya que piensa enviarle una carta, y Gabo es muy amigo de Fidel. Pero le dice la Cacica: “Clari, es difícil que te conteste Gabo esa carta, porque él en medio de su sabiduría filantrópica es fregao”.

A Clarita las palabras de la Cacica le entran por un oído y le salen por el otro. Inmediatamente le escribe una carta a Gabo. Se la escribe por escribírsela, porque la fe del perturbado es terca y majadera. En la carta le dice lo acontecido, con puntos y comas para mayor identificación, y manda señales escritas de dónde puede estar Adalberto.

A los tres meses, una mañana cualquiera, suena el timbre de la casa Peña Guerrero. Gabo ha respondido a la carta de Clarita, diciéndole que aún no da con el paradero de Adalberto, pero que con toda seguridad seguirá buscándolo. Una mañana cubana de esas en que las faldas quieren salir volando como cometas sin rabo de las caderas de las bronceadas isleñas que caminan por Varadero, un guardián de la cárcel saca a Adalberto con 31 colombianos más, por orden directa de Fidel, y se los llevan a una casa en La Habana (por lo que me contaron, debe ser la de Fulgencio Batista). Allí los presos desayunan como gente, y entre miradas de duda y pánico esperan la orden para ser fusilados (al menos eso piensan ellos, inocentes de todo lo que hierve por dentro).

De repente, un hombre canoso, de espesa bigotada, baja las escaleras vestido completamente de blanco y los mira a todos uno por uno, con una mirada tierna de padre molesto, y pregunta: “¿Quién es Adalberto, el hermano de Clarita Peña, el vallenato?”. Uno de los 32 grita: “¡Yooooooo!”.


“Me la saludas y mañana temprano se van todos para Colombia. Soy Gabriel García Márquez, un colombiano más, jodido como ustedes pero con el peligro de escribir lo que vive para poder comer. Tomen esta platica para que les lleven regalos a sus hijos y sus esposas ¡Sinvergüenzas!”, les dice con cierta sonrisa pícara y de felicidad ajena.

Ese mismo día, Clarita Peña recibe una llamada internacional: es Gabo, para preguntarle en qué lugar de Colombia quiere que le ponga a Adalberto. Clarita responde con los ojos en invierno: “Doctor García, me lo puede dejar desde Punta Gallina en La Guajira hasta Leticia en el Amazonas, donde mejor le parezca”.

“Entonces, Clara, te lo envío a Bogotá”. Ella, con un nudo en la garganta, le pregunta: “Doctor, ¿qué le debo?”. Gabo guarda silencio por un segundo y después del sonido grato de una sonrisa le dice: “Claro que me debes algo. Yo lo único que quiero es un sancocho de tres carnes, con ron caña, música vallenata, y debajo de un palo de mango para yo hacer de las mías”. Clara le pregunta que para cuándo puede ser, y Gabo vuelve a guardar el segundo silencio, y suelta la misma carcajada inicial. “Cuando tu presidente me deje entrar nuevamente a Colombia” (se refiere a Turbay Ayala).

Pasan más de dos años, cuando Clara vuelve a recibir una llamada internacional. “Clarita, soy yo, Gabo. No he olvidado tu deuda conmigo. Voy para este festival”. Clarita le pregunta cómo hacer para prepararle la invitación. “Háblate con Consuelo y ve al aeropuerto y lleva en la mano un ramo de rosas rojas con mariposas amarillas, para identificarte y poder saber que eres Clarita Peña y darte un fuerte abrazo”.

Así fue. Clara va adonde Consuelo, pero la Cacica le dice que es casi imposible porque ya Gabo es Nobel y las invitaciones se le han aumentado. A Clara las palabras de Consuelo vuelven a transitarle el oído sin freno alguno. El día de la llegada del Nobel se va Clara para el aeropuerto con un inmenso ramo de rosas rojas, adornado con inmensas mariposas amarillas, en papel de celofán y se dirige a la escalera del avión. Primero asoma la cara Alfonso López, el Pollo, luego la barba de un hombre guardado en guayabera blanca (Juan Gossaín) y por último, Gabo, que se detiene un poco, observa el paisaje humano que rodea el avión, identifica a Clarita, y es él quien se acerca y la abraza.

“Recógeme al mediodía en la casa de María Lourdes”. A las 12 en punto está Clara en la puerta de la casa de los Araújo Castro, y en medio de los escoltas logra colarse y encontrar a Gabo. En seguida él la aborda: “Clara, lo prometido es deuda, soy todo tuyo”. Sale sin escoltas, sin pedir permiso, se monta al pichirilo de Clarita y emprenden la marcha. Clara le advierte: “Doctor, yo vivo allá, al pie del río”. “No importa, dale que yo respondo. Lo que quiero es lo que te dije”.

Cuando van llegando a la casa, ya todos los medios de comunicación están allí, y Mercedes, su esposa, Juan Gossaín y medio pueblo más. Gabo se come el sancocho a sus anchas. De la vecindad traen abanicos de todos los tamaños y marcas para bajar la temperatura de los cachacos que bailan sin cansancio. En ese momento el Nobel es del pueblo. Toma ron caña, el del comandante del buen sabor, y bajo una fronda de mango baila, ríe, goza junto a Mercedes y su séquito de amigos. Los acordeones se retuercen como quieren y son las tres horas más felices de ese viaje a Macondo, perdón, a Valledupar. Al fin y al cabo es lo mismo. El tiempo también baila por el reloj sin decir nada, y al terminar la parranda Mercedes mira a su marido a los ojos: “Gabo, 25 años después entiendo por qué tú eres así”.

El Espectador

DE TODO UN POCO

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