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sábado, 5 de marzo de 2011

Federico Luppi / "La muerte es una gran putada"


Federico Luppi
Foto de James Rajotte



Federico Luppi: "La muerte es una gran putada"


Hoy ha muerto, a los 81 años, un emblema del cine argentino. En su prestigiosa trayectoria, casi un centenar de películas y una docena de teleseries. Inolvidable en 'Martín (Hache)'. Inigualable como conversador. En esta entrevista de marzo de 2011, publicada en 'El País Semanal', el actor hacía un balance sobre su vida y trayectoria profesional.




Nacido en Ramallo, en la provincia de Buenos Aires, y con la nacionalidad española, Luppi dispone de un apartamento en el barrio de Argüelles de Madrid desde hace diez años, donde disfruta no solo del contraste con su tierra, sino de las curiosidades múltiples que se va inventando. Ha dirigido una película (Pasos) y ha interpretado una infinidad. Fue actor de teatro en sus comienzos y posee tantos premios que para no aburrir resume en una Concha de Plata en el Festival de San Sebastián. Cualquiera desearía tenerlo no solo como actor admirado o como querido amigo. Simplemente tenerlo como interlocutor enriquece todo el tiempo que se está a su lado. Y lo prolonga. En su tierra argentina se hallan tan seducidos por él que le han concedido seis veces el Premio Cóndor de Plata al mejor actor, récord en la categoría.

Gustándole tanto la pintura, ¿cómo fue que eligió ser actor?
Me gusta mucho la pintura y soy un dibujante frustrado. Pero, bueno... Me puse a estudiar en la Ciudad de la Plata, y estando haciendo Bellas Artes, una chica de otro curso se acercó a conversar, nos hicimos medio amigos, me invitó a ver un grupo de teatro, un grupo importante en la ciudad, y me fui quedando allí como oyente. Iba dos o tres veces por semana a ver los ensayos y ya me picó el gusanillo. Así que lentamente se fue desplazando la supuestamente inamovible vocación por el dibujo.
¿Y cómo empezó a actuar?
Entre la gente del grupo teatral de La Plata, un chico que es hoy ingeniero petrolero hacía teatro fuera de su facultad hasta que su padre, al saberlo, le planteó: "O la carrera o la actuación". O la carrera o le cortaba los víveres. Así que el chico dejó la actuación en mitad de una obra que alcanzó después un éxito internacional y se reincorporó a los estudios de ingeniería. Y creo que eso fue el impulso para hacer yo lo que más me gustaba.
Y usted, ¿en qué situación estaba como para poder incorporarse a la obra?
Yo estaba trabajando en La Plata en un banco y el horario era de ocho de la mañana a dos de la tarde. Era bastante incómodo. Por la noche iba a Bellas Artes y por la tarde tenía la posibilidad de ensayar con ellos, pero sin pensar que aquello podía ser algo serio como un oficio.
¿Cuándo empezó a ser serio?
Serio fue siempre, yo lo tomaba con mucha seriedad.
Pero ¿cuándo se sintió, quiero decir, con posibilidades de ser profesional?
Eso ocurrió con una prueba que pasé en Buenos Aires. Yo estaba haciendo un trabajo con un teatro independiente, los famosos teatros independientes, y me vio un director de televisión que me dijo: "Necesito hacer una obra, y me hace falta esto y lo otro, así o asá". Me convenció para que lo hiciera. Lo acepté por aquella cosa de la novedad. Trabajé muchísimo tiempo, durante casi seis, siete meses, hasta tal punto que me obligó, casi en términos de ultimátum, a dejar el banco. Lo dejé. Renuncié al banco. Lo que pasó después es que, cuando creía que ya tenía el camino abierto, estuve cuatro o cinco meses sin trabajar nada, ni un bolo, ni una parte, ni un rol pequeño. Fue el aprendizaje de que este oficio, o esta carrera, como quiera llamarlo, casa inequívocamente con la inseguridad.
Que no se sabe si llaman o no llaman...
Y además, aunque te llamen, el trabajo puede ser bueno, pero si lo que has hecho no cunde, no funciona, no expande, entonces tu nombre se une a eso que fracasó. Son las incongruencias típicas de una profesión ligada a un montón de factores que poco tienen que ver con la calidad de lo que se hace. El clima político, el clima económico, los vendavales sociológicos, que permiten que una comunidad tiemble o se serene. La condición casi neurótica del mundo moderno.
Pero, en fin, la actuación no resultó luego una caprichosa elección para usted.
No, no. Me puse a leer enseguida toda la teorización posible sobre la actuación y el mundo del teatro, sobre todo del mecanismo de adaptación del actor, porque yo creo que la actuación tiene un misterio, que es que no hay capacidad posible de aprender el oficio en términos fijos. En definitiva, así como nosotros cambiamos todos los días hasta la muerte, la actuación, como reflejo de lo cotidiano, de la vida compleja del mundo, también cambia. Entonces, los sentidos y los modos de reflejar ese mundo tan complicado cambian constantemente, no hay un aprendizaje repentino, y eso me llama la atención y me parece misteriosamente atractivo. Porque, independientemente de las civilizaciones, de las escuelas y los libros, lo único que importa es una actitud muy alerta para captar esos destellos tan singularmente elocuentes del mundo cotidiano.

Pero ¿tiene la sensación de haber hecho cosas importantes que no fueron apreciadas en su valor?
No, al contrario. En general ha sido un balance más o menos coherente. En conjunto las cosas buenas han ido siempre bien. Tuve la suerte de barruntar que algo podría funcionar como cosa atractiva. Aunque también ha ocurrido lo contrario, ha habido cosas que yo pensaba que eran extraordinarias y han sido un fracaso espantoso. Esto del arte es muy complicado. Además, hay una cuestión que después uno, con la adultez, lo aprende más amargamente, y es que una gran parte de la actividad humana, sea cual fuere, más o menos lúdica, más o menos perversa, más o menos atrabiliaria, está modificada permanentemente por el mercado. El mercado es una palabra que yo odio y no me gusta nada, pero, en definitiva, es algo que uno ve todos los días en televisión, sobre todo en programas nada recomendables, por supuesto, en lo que todo el mundo llama la televisión basura, que funciona con altas cotas de audiencia. ¿Y cuál es el parámetro racional para abordar eso? Pues no existe.
¿Podría decir que ha aprendido a hacer aquello que tendría mayores probabilidades de éxito?
Claro que no, porque esa especulación no tiene fundamentos reales. Cuando uno cree que puede especular con aquella bella frase de "hay que darle al público lo que el público quiere", comprueba que la ecuación es inexistente. El público de pronto puede necesitar mucha revista, mucho culo, muchas tetas, mucho desparpajo de gente que tiene la condición innata para eso. Si yo quisiera especular con que voy a aprovecharme de esa fórmula, no me va a salir. Hay cosas que solo cierta gente las puede hacer. Imagínese una actriz de talento, hermosa, con un cuerpo precioso, que dijera, por ejemplo: "Caramba, voy a cambiar mis preocupaciones y voy a hacer lo que hace Belén Esteban en Madrid". Seguramente fracasaría.
Pero usted ha tenido la suerte de que siendo usted mismo no le ha ido nada mal.
Bueno, me ha ido bien con muchas cosas que he hecho con buenos directores. Yo le digo una cosa: yo descreo mucho de tan peligrosa afirmación que uno suele hacerse a sí mismo al cabo de un tiempo: me ha ido muy bien porque soy un profesional serio. El actor depende de un montón de factores que son inmanejables: el director, la condición del mercado, la fluctuación de los climas políticos, el porqué en cierto momento la comunidad consume ciertas cosas y otras no, la situación de la competencia. Muy difícil.

Pero usted actúa de todos modos y ha sido feliz con esto.
Sí, sí. Yo creo que el único mérito, si se puede llamar así, ha sido que me ha interesado y me interesa todavía, hoy más que antes, el supuesto misterio que es abordar, encarar comportamientos, situaciones, de una persona que no eres tú y que otro escribió. Fíjese, ningún actor del mundo, por más genial que sea o por más tonto que fuere, quiere estar mal. Todos quieren hacer un buen trabajo de verdad, verosímil, creíble, sincero, atractivo. ¿Y por qué es eso? ¿Solamente por el narcisismo de decir "quiero que me vean muy bien"? Hay algo más: tengo la impresión de que tiene que ver con esta relación de uno con el resto de la gente, esta necesidad de que tengan la absoluta convicción de que soy honesto en expresar lo que expreso, que no vendo mercadería averiada y que intento dar la parte más luminosa, con sus misterios, de lo que llamamos el ser humano. Y eso funciona en todos, hasta en el talentoso y el mediocre. Este mecanismo egocéntrico, no egoísta; egocéntrico, de ser el centro de algo para los demás.
Esta voluntad de hacer bien el papel y con tanta intensidad ¿no le crea una cierta aunque pasajera esquizofrenia, un problema de personalidad?
No. Voy a decirle algo que puede parecerle un poco herético, pero que tiene que ver con la actuación. Yo no soy el pintor que tiene un gabinete o un atelier, pintando lo que mi imaginación me dicta o lo que guardé de lo que vi ayer; no soy el escritor que está en su escritorio solo en chancletas, fumando un cigarrillo: estoy permanentemente conectado con la presencia de los otros. Y eso conlleva también colocar una enorme dosis de inteligencia; si la tengo o no, no importa. Por esto me parece a mí que cuando el trabajo sale como tú lo has soñado, o como te dicen los demás que está perfecto, hay sentido del deber cumplido, hay una suerte de alegría sana, no enfermiza. Puedes hacer Hamlet, un drama terrible, la tragedia más espantosa, y esa noche tú sales con ganas de tomarte un chuletón de dos dedos de grueso, un par de vinos. Eso es lo que pasa con la actuación. La neurosis proviene de otras cuestiones. El actor nunca pierde su identidad. Tengo la impresión de que ese mito de la enfermedad creadora es un invento que funcionó como un falso glamour para el mercado. Pero si uno revisa la vida o los momentos importantes de los grandes creadores, vemos que su vida ha sido bastante ordenada. No digo "de orden", digo una vida ordenada en sentido productivo.
Pero hay muchos actores y actrices que acaban enajenados, bien por la droga, bien por la ambición del éxito, por la fama...
Pero igual que si fueran médicos o abogados o taberneros. Yo creo que ahí hay cuestiones más complicadas, que tienen que ver con la estructura psíquica y un montón de cosas, no creo que sea por el oficio.
¿A usted no le ha pasado nada de esto?
No, no.
¿No le ha pasado, por ejemplo, estar representando a un personaje y marcharse a dormir con ese personaje dentro?
No, una cosa es preocuparse por el ensayo en el teatro, o de alguna condición física que no te haya dejado satisfecho. Es posible que te vayas zumbado a casa porque no salió bien. Pero lo que uno quiere inequívocamente es estar bien, ser concebido como alguien que es capaz de mostrar sensiblemente algo parecido a lo que el ser humano es en la vida real. Nada más que eso.
¿Siente usted que le queda algún trabajo por cumplir, algo por realizar?
Sí, me queda por realizar esta fantasía que todos los actores tenemos: todavía puedo encarnar, todavía puedo expresar, todavía puedo transmitir sensibilidades, pero no como una suerte de cumplimiento con algún tipo de cornucopia que no se llena nunca. Es capacidad de saber seguir, no es más que eso.
¿Y se ha sentido un fracasado en alguna etapa de su vida?
Sí.
¿Cuándo?
Fue llegando a los 50 años. Seguramente es una edad crítica desde el punto de vista existencial, un punto de inflexión, no entendido solamente de manera racional; es la mitad de la vida.
¿Y qué pensaba?
Pensaba que... ¿qué más iba a hacer, qué podía hacer, qué me quedaba por hacer? Uno hace un examen de todos aquellos atributos que vienen con la juventud, y que naturalmente empiezan a desaparecer, menos arrogancia varonil, menos pelo, menos energía... Mire, hasta que tuve 50 años hice siempre lo mismo. Pero recuerdo una película que hice aquí en Madrid y me impresionó mucho. Era la vida de Belmonte, y el personaje le confiesa a un amigo que le gusta el cortijo, levantarse temprano, ir a cabalgar, salir a ver sus novillos y sus toros. Para rematar después: "El día que no pueda montar a caballo, se acabó la vida". Y a la mañana se levanta, se pone su ropa de campo, quiere montar y no puede, las piernas no responden, se sienta en el escritorio y se pega un tiro. Sería genial que biológicamente fuéramos capaces de vivir evitando ese descenso por la parte oscura de la Luna, ese descenso lento, increíblemente lento pero angustioso, hacia lo que llamamos la ceremonia del adiós.

Pero como actor no necesariamente se requiere fuerza física.
No, pero tienes que verlo con el sentido de la vida. Una vez me dijo un jugador de fútbol argentino, del Racing Club, lo mismo. Me decía: yo jugué al fútbol a los 11 años, me enseñaron a patear la pelota con la pierna izquierda, con la derecha, me enseñaron esto y lo otro, luego me enseñaron a invertir, a tener una vida ordenada, productiva, con un físico bien cuidado, a alimentarme bien, y a ser mejor persona, pero nunca me enseñaron cómo retirarme de esto. Porque hacía pocos meses que había dejado el fútbol y pasó un momento de angustia y depresión horroroso, horroroso. Imagínese que va al teatro y le gritan: "¡Federico, Federico!". Dejar eso es un dolor muy grande. Y nadie te enseña a retirarte. Incluso nadie te enseña a retirarte de la vida: ni papá, ni mamá, ni el psicoanalista, ni Dios, ni el cura, ni el político de turno, ni el mandamás de la City.
¿Y no se llega a un punto en que se dice ya está bien, voy a trabajar sin más exigencias, espontáneamente, sin responder a las expectativas de los demás?
Yo le podría decir, para parecer inteligente, que sí, que eso es así, pero no. La exigencia que me gustaría realmente cumplir como una última definición sería estar en el Pirineo de Navarra mirando el valle del Roncal.
¿Y la muerte? Llega un momento en que uno ve que mueren sus amigos, sus familiares, y piensa que tanta ambición no vale para nada.
En cierto modo es así. Pero si uno no tuviese el pensamiento de la muerte, la vida carecería de sentido. Lo que da sentido a la vida es la muerte. Pero yo creo que la muerte es una gran putada. Yo creo que frente a la muerte el mundo debería levantarse en masa con armas en la mano y salir a pelear estruendosamente para que eso no vuelva a suceder nunca más. Es una tontería soberanamente absurda, estúpida, tener que morirse, pero bueno...
¿Las películas dan acaso una segunda vida?
Sí. Te dan vida y son una suerte de recordatorio bastante perverso, porque yo veo una película mía y digo: "Ese señor está todavía joven, y yo no". Ahí hay un señor entre luces y sombras que te dice que sigue siendo un joven. No es una sensación excesivamente agradable.
¿Se ha gustado cuando se ha visto en el cine?
Sí, cuando es contemporáneo, sí. Cuando veo una película vieja aparece el elemento crítico: esto no lo hubiera hecho, esto sí. Siempre he pensado y sigo pensando que uno nunca debería volver sobre lo que ha hecho. Nunca. Porque el pasado es inmodificable; estar ahí hurgando en el desván de la memoria, en el arcón de la abuela, no tiene demasiado sentido. Justamente porque decimos: "Si yo tuviera 20 años...". Ya tuviste 20 años. No te enganches en esa fantasía, que es absolutamente malsano.
¿Y qué puede decirme de su vida personal?
No ha sido una vida excesivamente excitante.
¿Por qué?
Pues porque no he hecho nada digno de mención.
¿Hijos?
Sí, sí. Me casé dos veces. Tuve dos hijos con la primera mujer. Después durante muchísimo tiempo viví solo.
¿A qué edad?
Ya tenía treinta y algo. Y no volví a tener pareja hasta hace 11 años.
¿Sufrió mucho con la separación?
La separación no es buena, es como la muerte, otra putada. Te dicen: tenemos que cortarle la pierna porque si no se muere. Ya, ya, está bien, córtenla. Pero es una amputación.
¿Usted se prefiere como una persona independiente, que no necesita compañía?
No. Me pregunta usted algo que necesito generalizar: primero, los seres humanos no somos independientes, dependemos sí o sí unos de otros con una complejísima red de dependencias mutuas. Y yo en el terreno afectivo he sido siempre muy dependiente. El hecho de apartarme de parejas estables es la manera de luchar contra mi dependencia amorosa. Siempre he sido muy faldero.
¿Pero faldero también en el sentido de depender del juicio de la pareja?
No, no. Le voy a contar una cosa que me ocurrió hace muchísimos años. Yo estaba en Roma, creo que en 1974. Había ido a un festival a Berlín y pasé por Roma para ver a unos amigos; me quedé ahí 15 días. Y un día hacía mucho frío, eran las cuatro de la tarde, y me asaltó una enorme necesidad de una mujer. No solamente en el sentido del sexo; algo cálido, redondo, otoñal. Naturalmente, no tenía a ninguna mujer en Roma. Y entonces me di cuenta de que es imposible sobrellevar la soledad: uno se acostumbra a ella, la puede manejar, puede manipularla, puede hacer como que se puede vivir con ella, pero es una situación nada recomendable. Roma, invierno, cuatro de la tarde. Hay que apostar por ser humilde y bajarle los humos a Don Juan.
¿Usted no ha sido un donjuán?
No, no. Alguna vez lo dijo alguien: si quieres a todo el mundo, hay algo que no quieres. Conquistar a mil mujeres es no tener ninguna. No, yo no he sido eso.
¿Le ha gustado más la estabilidad?
La estabilidad o alguien con quien uno pueda estar afectivamente cómodo. El donjuanismo consiste en colocarse medallas: me gusta la mujer más difícil, la más hermosa...
Y ahora mismo, a sus 74 años, ¿qué espera?, ¿qué le hace ilusión?
Nací trabajando. Ahora me gustaría tener una cabaña en la montaña, me gustaría no trabajar demasiado. Los actores no tenemos jubilación, no tenemos retiros seguros.
¿Y hay posibilidades de cumplir su sueño?
Lo veo un poco verde, pero, caramba, un día estábamos filmando allí en el Roncal, tuvimos que ir hasta cerca de los 2.000 metros, en los Pirineos, y hacía un frío espantoso. Le dije al director que paráramos un poco, eran las tres de la tarde, había una especie de llovizna o aguanieve, y había unos pastores que tenían una especie de cobertizo de piedra donde estaban guardando un montón de ovejas en un corral de atrás. Nos invitaron allí, había un fuego y partieron unos quesos enormes, tostaron pan. Me senté en esa cabaña comiendo pan y mirando a los Pirineos y me dije: "¿Por qué hay que seguir trabajando?".

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