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jueves, 16 de enero de 2020

Juan José Saer / Nadie nada nunca / Reseña





Juan José Saer
Nadie nada nunca

Francesc Bon
13 de marzo de 2016

Idioma original: español
Año de publicación: 1980
Valoración: recomendable



Primero: no estamos ante una novela del calibre de El entenado. Quien quiera una revisitación de esa épica aquí no va a encontrarla. Porque Nadie nada nunca no es un libro fácil y desde luego no lo es para acceder al mundo del escritor argentino fallecido en París en 2005.


Segundo; precisamente esa versatilidad dice mucho a su favor. Pocos escritores son capaces de manejarse tan bien en contextos tan diferentes. Ese es un motivo de estímulo, quién sabe qué se esconderá tras una tercera lectura de Saer, si otra sorpresa, o (he fisgoneado en la red) alguna obra relacionada con esta, que comparta personajes, situaciones o atmósferas. 

Atmósferas. La que inicia el libro es asfixiante. Febrero en el cono sur. Cerca del río: un aplastante calor. Bonita ilustración de la portada, con los elementos del libro. El Gato Garay (sólo avanzado el libro sabremos su apellido) en calzones. El bayo amarillo, caballo del que está cuidando. Porque algo está pasando en la zona. Alguien se acerca a los caballos y los mata de un tiro en la cabeza. Luego ha empezado a destriparlos. Nadie tiene idea de quién puede hacerlo, nadie ni siquiera puede concebir motivos para tanta crueldad. La expectación ante estos crímenes no condiciona la vida. Conviven con esa violencia en el ambiente, pero las existencias discurren sin novedad aparente. Todas. La del Gato y su novia, disfrutando de un dolce far niente solo aderezado por el sexo y la curiosa actividad consistente en rellenar por orden alfabético direcciones en sobres que acabarán conteniendo no se sabe muy bien qué. Las de otros personajes como el vigilante de la playa, observador de lo que acontece, o el Caballo, policía de métodos expeditivos que es convocado para ayudar en la resolución de los crímenes, y que acaba siendo directamente afectado por uno de ellos. Pero no hay que engañarse por tanta concreción como parece manifestarse en esta sinopsis. Porque Saer estaba decidido a jugar con el lector, a hacer que éste dudase en todo momento. Y los recursos al servicio de este juego son variados. Una tonalidad falsamente anodina, como si el texto pesase como el calor ambiental. Una sensación vagamente enfermiza, irreal, donde todos los personajes están paralizados por un horror que no les ataca directamente. Donde flota un halo de desconfianza y de estupor, como si se temiera que los animales sacrificados son símbolos o incluso preámbulos. Se repiten párrafos, frases, descripciones, las veces que haga falta para obtener el efecto preciso. Un efecto mísero y miserable. Turbio e inquietante. Los bidones semienterrados, los neumáticos tirados en el suelo, a nadie le preocupa esa estampa. Nadie quiere manifestarse ni dar un paso adelante, todos parecen querer ampararse en el anonimato antes que hacerse notar, para peor.



Cuesta emparentar a Saer en una generación. Su condición de exiliado le permitía ser directo y, en cambio en Nadie nada nunca opta por jugar a la mera sugerencia. Un personaje secundario se llama Videla. Una de las especulaciones sobre la muerte de los animales es la presencia de militares. Caballo, el personaje, parece un siniestro especialista de la ESMA. Sin ser una novela perfecta, su lectura permanece en la memoria y no importa volver atrás en los párrafos y constatar las virtudes narrativas de un escritor desacomplejado y consciente de que al otro lado serán comprendidos sus trucos y sus trampas.


UN LIBRO AL DÍA


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