Páginas

domingo, 10 de diciembre de 2006

Zadie Smith / Estoy aprendiendo qué tipo de escritora soy

Zadie Smith


Zadie Smith

Estoy aprendiendo qué tipo de escritora soy

26 de octubre de 2006

Zadie Smith. La novelista británica, que acaba de publicar en España Sobre la belleza (Salamandra), reflexiona sobre las sensaciones que produce la escritura de un nuevo libro. Lejos de cualquier divismo literario, la joven autora de Dientes blancos despliega aquí todas las cuestiones que se esconden en la cocina de un escritor de hoy: de la cuestión de la euforia inicial por la obra terminada al odio, pasando por la resignación final.

Zadie Smith
Para un escritor, cada nueva novela es una corrección de la anterior. ¿Los lectores lo entienden? Es difícil saber qué piensan los lectores sobre los escritores. Tal vez crean que un autor ofrece su última novela al "público lector" con el siguiente espíritu triunfal: "Bueno, está bien, ¿no? Éste es el tipo de cosas que son incuestionablemente buenas. Lo que les ofrecí la última vez sin duda era muy bueno, pero ahora están de suerte, ¡y les daré algo realmente espléndido!". ¿Es esto lo que piensan los lectores?
Triunfante es como me imagino que se sentiría Unilever al anunciar al mundo un nuevo jabón en polvo que lave más blanco que ningún otro en el mercado: satisfacción garantizada. Pero con las novelas es difícil estar seguro de cómo lavarán o de quién quedará satisfecho, en especial el propio autor.



Nadie necesita nada que uno vaya a escribir. La gente necesita queso, coches o vestidos de noche



MÁS INFORMACIÓN



Cada nueva novela se asemeja bastante a un nuevo tropiezo que uno da en público. Corrección es el término que creo que más se ajusta. Cuando escribes, siempre piensas que puedes corregir tu rumbo y llegar a la novela perfecta. En este sentido, los lectores que hace mucho que sufren saben más que los escritores: no funciona así. Una corrección literaria es algo complicado de realizar. Mientras se deshace de viejos malos hábitos, el escritor se contagia de otros nuevos sin darse cuenta.
Supongamos que decide que odia la "ironía"; la echa por la borda, pero ahora ha perdido el sentido del humor. Decide deshacerse de una trama compleja y artificial... Vaya, no le queda historia que contar. O le da la espalda a la hipérbole y se vuelve tan sobrio que ya no dice gran cosa.
Es una peculiar lucha de revisiones y equilibrios. En algún lugar de la habitación, flota sobre ti la novela más increíble y platónica, y tu único trabajo -tal vez el trabajo de tu vida- consiste en intentar echarle el lazo al maldito libro, arrastrarlo a la Tierra hasta tu ordenador. Cuando un escritor se sienta para comenzar, siempre afronta las mismas dos preguntas: ¿qué tipo de novela quiero escribir? Y, más tarde: ¿la he escrito?
Mientras escribía Sobre la belleza, la pregunta que me preocupaba más era la primera, como siempre. Desde el principio, no tenía nada claro si era el tipo de novela que quería crear o ni siquiera la que me apetecía leer.
¿Un libro sobre una familia erudita que vive en Estados Unidos? ¿Con tres hijos? ¿Ambientada en un campus universitario? ¿Una comedia suburbana burguesa? ¿El marido es infiel? ¿Y ya está? ¿Me gustan este tipo de cosas? ¿Es esto lo que necesita alguien ahora mismo? (Ésta, por cierto, es la peor pregunta que cualquier escritor puede formular. Nadie necesita nada que uno vaya a escribir. La gente necesita queso, coches o vestidos de noche. En momentos de expansión o de recesión, en la paz o en el holocausto nuclear, tu novela siempre es absolutamente superflua, así que puedes escribir lo que te plazca).
Envié fragmentos de ella a todo el mundo que conozco, como siempre hago: amigos, escritores, directores, a mi madre, a mis ex alumnos, a extraños por Internet; no me gusta que me editen, me gusta que me editen por comité. La gente me sugirió cambios, y yo los acepté.
En varias ocasiones tuvieron que convencerme para que no abandonara por completo el libro. Es increíblemente difícil acallar la voz del gremlin literario: ¿por qué iba a querer alguien leer esto?
El mejor antídoto para esa sensación es entrar en una librería y recorrer las estanterías en busca de algo para leer; escrutar alfabéticamente: no, ése no, ni ése; ése ya lo he leído, y ése; ése me encantó; éste lo odio... Pero ¿qué estoy buscando?
Bueno, como casi todo el mundo, busco una novela que sea algo más... que tenga un argumento que no... con un diálogo que te haga desear... y gente que creas que... Y luego, si eres escritor, te das cuenta de que esto tan particular e idiosincrásico -un libro que te guste- es, por supuesto, lo que estás intentando escribir.
Cuando acabé Sobre la belleza y como una niña escribí FIN al final, me estremeció la sensación de que había escrito justamente el libro que esperaba. Lloré, bebí mucho, bailé en el jardín y me caí. Básicamente, lo disfruté mientras pude. No era tan tonta como para confiar en esa sensación: me sentí igual con el anterior y con el anterior a ése.
Esa sensación dura unas cuatro horas (quizá algo más en el caso de Norman Mailer), y es tan dichosa que es prácticamente trascendental, pero no es real: durante cuatro horas no eres tú, eres un genio, y este libro no es obra tuya, sino que ha caído de los cielos.
Pero el éxtasis no tarda en convertirse en odio, cuaja y se transforma en tolerancia y, unas semanas después, durante la edición, cae en una aburrida resignación. Después de todo, no es un libro caído del cielo. Es un libro escrito por ti, e incluye, en la proporción correcta, los diversos aspectos positivos y negativos de ti, las vicisitudes de tu personalidad, tu ambición, tu voluntad y tu talento.
Es tuyo, de acuerdo. Lo reconoces, del mismo modo en que conoces tus pretextos amorosos y tu temperamento. Cuando tienes 18 años (vale, cuando tenía 18 años), tienes la falsa idea de que si hubieras de convertirte en escritor, serías inagotable; cada uno de tus libros sería bastante distinto del anterior, y nunca te sorprenderían recorriendo los mismos temas e ideas, o dando vueltas obsesivamente por un terreno conocido y nostálgico como el pobre y viejo Philip Roth.
¡Eres joven! ¡No tienes límites! Y, de hecho, hay unos cuantos escritores fuera de lo común que prácticamente no parecen tener ego, que poseen el don keatsiano de la capacidad negativa; eligen una nueva temática, un nuevo mundo, en cada excursión. Son radicalmente cambiantes.
Graham Greene era un poco así, y saltaba de país en país (aunque con él, viajar era una constante). Más recientemente, Michael Faber se ha convertido en un inteligente camaleón literario.
Son excepciones. La mayoría de los escritores no tienen más posibilidades de huir de sí mismos en la página que en el diván del psiquiatra. Yo pensé "Dios mío" cuando recibí las galeradas de Sobre la belleza, donde cada página está representada exactamente con la misma tipografía que mis dos anteriores trabajos, Yo de nuevo.
Pero si hubo cierta decepción al concluir Sobre la belleza, se vio contrarrestada por grandes dosis de alegría al escribirlo. Me encuentro en un estadio tan temprano de mi vida como escritora (espero) que cada nueva novela supone, como quizá dirían en la sala de juntas de Unilever, una "pronunciada curva de aprendizaje". Estoy aprendiendo qué tipo de escritora soy.
Este artículo es un fragmento de un texto en el que la autora comenta su última novela, Sobre la belleza. Traducción de News Clips. (c) Zadie Smith.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 21 de octubre de 2006

No hay comentarios:

Publicar un comentario