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viernes, 6 de diciembre de 2019

Los puntos cardinales de Joan Didion

Joan Didion
David Levine

Los puntos cardinales de Joan Didion


A sus 82 años, la legendaria periodista y escritora estadounidense sigue vigente: a principios de año publicó South and West, apuntes de dos viajes, uno al sur profundo de su país y otro a San Francisco, en la década del 70. No publicó ninguna de esas crónicas hasta ahora, en que sus indagaciones arrojan nuevas luces y sombras sobre la identidad de Estados Unidos bajo Trump. Didion hace, como pocos, que lo personal sea político: sus propias ansiedades sirven para hurgar en las de su país.

Es una de las periodistas americanas más célebres, vigente a sus más de 80 años y voz imprescindible para entender a Estados Unidos, ayer y hoy. Fue parte fundamental del fenómeno del Nuevo Periodismo de los años 60, pues reporteó y analizó en sus ensayos y crónicas aspectos identitarios relevantes de su tiempo y de su país. Autora de cinco novelas (la segunda, Según venga el juego, acaba de traducirse y llegar a Chile) y nueve libros de no ficción, ha logrado ser leída en forma transversal, especialmente por sus obras más recientes, El año del pensamiento mágico Noches azules, que la transformaron en fenómeno de ventas.
Creció bajo el sol californiano: nació en Sacramento y estudió en Berkeley. Partió su carrera en Vogue, donde adquirió el gusto por la moda y ese aire estiloso tan Didion que conserva hasta hoy (el año pasado la casa de modas Céline la contrató para una campaña publicitaria). Aunque es muy tímida, dice que su única ventaja como periodista es que “soy tan pequeña físicamente, tan temperamentalmente discreta, y tan neuróticamente inarticulada, que la gente tiende a olvidar que mi presencia corre contra su propio interés”, relató en uno de sus libros.
Mientras ascendía como periodista en Vogue, en 1963 publicó su primera novela, Run, River. Su editor fue John Gregory Dunne, escritor y periodista también. Mientras trabajaban en la novela se enamoraron y muy luego se casaron.
Sus crónicas y ensayos comenzaron a llamar la atención. Su capacidad de descripción de ambientes y personas, el uso de diálogos y escenas, la agudeza y originalidad de su mirada, le dieron espacio en Life Esquire. Uno de sus más celebrados libros vino pocos años después: Slouching Towards Bethlehem, colección de ensayos que toma su nombre de la crónica homónima que retrataba el movimiento hippie en San Francisco, en 1967. Allí retrata el flower power, las drogas, la sensación de libertad, también la perdición y la frivolidad de esa generación: “San Francisco era donde la hemorragia social se estaba mostrando. San Francisco era donde los niños perdidos se estaban juntando y llamándose a sí mismos, hippies”.
Tuvo tal éxito, que Didion se transformó en referente. Su estilo de escritura, la fragilidad de su porte, la aparente severidad de su mirada, fueron seguidos y admirados por sus fans.
“Las mujeres que encontraron a Joan Didion cuando eran jóvenes recibieron de ella una manera de ser mujer y de ser escritoras que nadie más les podía dar. Ella era nuestro Hunter Thompson, y Slouching Towards Bethlehem era nuestro Miedo y asco en las Vegas”, dice Caitlin Flanagan en un artículo sobre ella en The Atlantic.

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A pesar de la fama y los fans, hacia 1970 Didion se sentía –como muchas otras veces– perdida. Decidió, también como otras veces, transformar esa sensación en movimiento y en palabras, y hacer un viaje con su esposo. Solo sabía que iba a partir en Nueva Orleans y que el pasaje final sería a San Francisco. Las escalas, un misterio.
El secreto de que estos apuntes hayan durado décadas quizás recae en que no son versiones oficiales ni grandilocuentes. No hay expertos ni estadísticas. Sí la peluquera, la socialité, el rico empresario racista, la mujer objeto, la belleza, el clasismo, el calor, la humedad… La sensación de pasado, de distorsión.
Manejó un mes alrededor de Louisiana, Misisipi y Alabama. De ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, bajo el sol y la humedad, querían vivir el sur de las plantaciones, del racismo, del calor, de la naturaleza salvaje. Pero Didion no quería entender ese mundo, como quien estudia una tribu ajena: también estaba tratando de contestarse preguntas sobre su propia identidad. Tenía la teoría de que si podía comprender el sur, podría entender algo sobre California, su propio lugar en ese inmenso universo que es Estados Unidos. ¿Por qué? Porque muchos de los colonizadores de California venían del sur, dijo ella en una entrevista para The Paris Review. Su idea de que el oeste y el sur se parezcan es extraña, pues se supone que mientras el primero es solo futuro, el sur, puro pasado.
Didion observa ese culto hacia el pasado, pero ve en esa tierra algo del sentido de futuro californiano, y eso le atrae. “Por muchos años el sur, y particularmente la Costa del Golfo, habían sido para América lo que la gente seguía diciendo que California era, y que California me parecía a mí no ser: el futuro, la fuente secreta de energía malévola y benévola, el centro síquico”, escribe.
Anota lo que ve, lo que sospecha, lo que siente. Lo que le desagrada y lo que le atrae. Sus cuadernos de notas eran álbumes con recortes de prensa, diálogos y transcripciones de sus observaciones que tipeaba al final del día. “Esas notas representan un estado intermedio de escritura, entre taquigrafía y primer borrador, compuestas en un estilo casual, inmediato. Son frases que son ideas para frases, párrafos que son ideas para escenas”, dice Nathaniel Rich en el prólogo.
“En Nueva Orleans en junio el aire es pesado con sexo y muerte”, es la frase de partida.
El último día hace su última anotación: una pelea con John. “Palabras feas y después silencio. Pasamos una noche silenciosa en el motel del aeropuerto y tomamos el vuelo nacional de las 9:15 a San Francisco. Nunca escribí en la pieza”.
“Joan Didion fue al sur a entender algo sobre California y terminó entendiendo algo sobre América”, concluye Rich.

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“No había nada que yo no discutiera con John. Como los dos éramos escritores y los dos trabajábamos en casa, nuestros días estaban llenos del sonido de la voz de cada uno. Yo no siempre pensaba que él estaba en lo correcto, ni él pensaba que yo estaba siempre en lo correcto, pero éramos cada uno la persona en que el otro confiaba. No había separación entre nuestras inversiones o intereses en ninguna situación”, dice en El año del pensamiento mágico, acerca de su marido y compañero por más de cuatro décadas.
Algunos años después de casarse habían adoptado a una hermosa niña recién nacida y la llamaron Quintana Roo, como la región que adoraban de México. Criarla no fue fácil: no podían contener las ansiedades y temores que la niña iba desarrollando.
Un día, Joan descubrió que Quintana, de cinco años, había llamado al manicomio para preguntar cómo podía saber si se estaba volviendo loca. La procesión de Quintana –y de Joan y John– iba por dentro, avanzando. “El nombre de la condición que parecía aplicar era este: desorden de personalidad borderline”, escribe en Noches azules.
La infancia de su hija Quintana no fue fácil. Tampoco la adolescencia. Pero hacia 2003 estaba enamorada y recién casada. Una gripe común que se fue complicando, la llevó el día de Navidad hasta la clínica. Mientras ella empeoraba a cada momento (la gripe ya se había convertido en una grave neumonía, que luego daría paso a una septicemia), John muere de un ataque cardiaco. Joan le estaba sirviendo un whisky y preparando la mesa para comer juntos, con el fuego prendido y la noche por delante.
El año del pensamiento mágico, su memoria sobre esta pérdida, fue un fenómeno de ventas, dio origen a una obra de teatro con Vanessa Redgrave, y generó conversaciones, debates y análisis. Es una memoria sobre el dolor, pero también es una reflexión sobre el duelo, sobre el horror cotidiano y la pena incontenible cuando se ha ido alguien irremplazable en nuestras vidas.
Luego fue el turno de Quintana. Noches azules es la entrañable y terrible secuela.

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Durante ese viaje al sur en 1970 estaban solo Joan y John en la carretera. Fuera de la rutina, de los deberes y del tiempo, conoció esa cadencia extraña y pesada de la zona, pero sobre todo, “su vertiginosa preocupación con la raza, la clase, la herencia, el estilo y la ausencia de estilo”.
Iba de motel en motel, de piscina en piscina, de aperitivo en aperitivo. Las fiestas, las costumbres, los jardines, los mozos, la naturaleza salvaje e invasiva como espejo de esos americanos blancos cansados de dar explicaciones. “El túnel del tiempo: la guerra civil fue ayer, pero se habla de 1960 como si hubiera sido 300 años atrás”, escribe. Entrevistando y reuniéndose con personas y personalidades, va haciendo este retrato de un lugar fuera del tiempo, pero extrañamente actual.
El choque entre el sur y el oeste remece. Especialmente porque es una división que los años solo han exacerbado. California nunca ha representado más el futuro, y el sur, un extraño y atemorizante presente. Cuando Didion pasó un mes, vio la abrumadora seguridad con que los sureños expresaban su clasismo, machismo y racismo, así como su rivalidad envidiosa con el norte y los “hippies” del oeste.
Acaso porque esas visiones del sur y del oeste, esas fricciones, esas desintegraciones, han adquirido una nueva vigencia tras el ascenso de Donald Trump. Entender el sur es entender Estados Unidos. “Los lectores hoy reconocerán, con alguna consternación e incluso horror, cuánto es aún familiar en estos largamente perdidos retratos americanos. Didion vio su era más claramente que nadie, que es otra manera de decir que ella fue capaz de ver el futuro”, dice Nathaniel Rich.
El secreto de que estos apuntes hayan durado décadas quizás recae en que no son versiones oficiales ni grandilocuentes. No hay expertos ni estadísticas. Sí la peluquera, la socialité, el rico empresario racista, la mujer objeto, la belleza, el clasismo, el calor, la humedad… La sensación de pasado, de distorsión. Están esos retratos más profundos, que solo a veces el periodismo puede captar y expresar.
El segundo viaje-ensayo de South and West es mucho más breve y más cercano: es a San Francisco, en 1976. Por petición de Rolling Stone fue a cubrir el caso de Patty Hearst, heredera millonaria secuestrada en su departamento de Berkeley y “eso me llevó a examinar mis pensamientos sobre California”, dice Didion.
La excusa del reportaje le sirve para reconocerse allí. Comienza a recordar todo aquello que la hace sentir en casa. Su niñez en Sacramento, glamorosa, bajo ese aire puro y sin estaciones definidas, acostumbrada a la aparición de estrellas de cine tanto como serpientes; viendo a los adultos en un permanente aperitivo, cobijada por el fuego de una chimenea que siempre representó refugio. “Crucé el Golden Gate usando mi primer par de tacos altos”, escribe mientras comienza a pensar en todo aquello que la ata a ese espacio, a ese territorio. Nunca escribió la pieza sobre el juicio Hearst, pero sus apuntes quedaron guardados. Son anotaciones sobre ser del sur o ser de California, pero sobre todo, acerca de qué es lo que a uno lo ata a un territorio. En su ensayo hay una suma de memorias, complicidades, vivencias y anclajes.
Como dijo la crítica Michiko Kakutani, del New York Times: “Quitando más de cuatro décadas, ella mapea las divisiones que astillan a América hoy, y extrañamente anticipa algunas de las dinámicas que llevaron a la elección de Donald Trump y que sorprendieron a tantos expertos políticos y de los medios”.
En efecto, el choque entre el sur y el oeste remece. Especialmente porque es una división que los años solo han exacerbado. California nunca ha representado más el futuro, y el sur, un extraño y atemorizante presente. Cuando Didion pasó un mes, vio la abrumadora seguridad con que los sureños expresaban su clasismo, machismo y racismo, así como su rivalidad envidiosa con el norte y los “hippies” del oeste. Su mirada crítica hacia los “otros” americanos, su preocupación por cómo los “verdaderos valores” entraban en crisis. Mientras sus entrevistados se despachaban varios vasos de whisky y vino blanco, la cronista constata cómo es de fuerte su solidaridad, una solidaridad engendrada por “la desaprobación externa”. Ve niños secándose con toallas con la bandera confederada, padres hablando del Ku Klux Klan, mujeres y hombres viendo la primera versión de la cinta Loving (sobre el primer matrimonio interracial) “como si fuera una película checa”. Didion mira a estos habitantes del sur como quien contempla una postal del pasado, y siente que su California natal está a galaxias de distancia. Nada une esas dos Américas.
Pero silenciosamente, como dice Nathaniel Rich, “esta manera de pensar sureña ha anexado territorio en las últimas cuatro décadas, expandiéndose alrededor, desde la línea Mason-Dixon adentro hacia el resto de la América rural”.
Didion expresa la extrañeza e incomodidad que le provoca ese mundo, y el desconcierto de su porfiada y orgullosa manera de permanecer casi inmunes a los cambios sociales, y que contrasta con la California colorida, desprejuiciada, abierta al Océano Pacífico.
Una América que mira hacia afuera sin miedo.
Ahí está su lugar, donde está más cómoda que en ninguna otra parte.

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