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domingo, 6 de octubre de 2019

Francisco García Pavón / Costumbrismo sin culpa





Sonia Garcia, hija del escritor Francisco Garcia Pavon con el retrato de juventud pintado por Antonio Lopez.B. P.
Sonia Garcia, hija del escritor Francisco Garcia Pavon con el retrato de juventud pintado por Antonio Lopez.B. P.

Francisco García Pavón

Costumbrismo sin culpa 

Ser autor ruralista sonaba a franquismo sociológico y a una España solanesca sin lentejuelas expresionistas


ÁNGEL L. PRIETO DE PAULA
27 de septiembre de 2019

Hacia 1968, García Pavón había firmado algunos volúmenes de cuentos y tentado un relato policiaco a la española alrededor de Plinio, jefe de la guardia municipal de Tomelloso, que arrastraba colgado al cinto un sable de baratillo. Como el Quijote tras la primera salida, aquel personaje desvaído pudo reinventarse. Trasladado de los años veinte al tardofranquismo, el nuevo Plinio reapareció como un filósofo de secano que tiene cuatro viñas, mata el tiempo viéndolo pasar en el casino, y alcanza modestos logros detectivescos que obedecen, más que a un alambicado proceso deductivo, al “pálpito” que, como el deus ex machina de Eurípides aunque sin coturno, no precisa aclaración lógica. Junto a él, su Watson particular, don Lotario, veterinario inactivo tras la sustitución de mulos y bueyes por tractores y cosechadoras. El reinado de Witiza (1968) y El rapto de las Sabinas (1969) son sendos muestrarios de un mundo en desaparición. Buscando escenarios urbanos, García Pavón llevó sus personajes a Madrid en Las hermanas coloradas (1969), novela con la que, aunque ganó el Nadal, se desarraigó de su suelo nutricio.
Se entiende que los defensores del grand style miraran con condescendencia o desdén estas novelas, que verbalizan con una prosa espesa y llena de cuajarones enjundiosos, también de relámpagos deslumbrantes, el fatalismo ancestral, lo escabroso, lo libidinoso, los rituales de la muerte: no ultratumba y vida eterna, sino intratumba y muerte eterna. Para ponderar adecuadamente a García Pavón hay que justificar su costumbrismo, no exonerarlo de él: pues lo que molesta del costumbrismo es el ingrediente mesocrático (¿por qué detestaba Benet a Galdós?) o, peor aún, ruralista: ¿pero acaso no es costumbrista, solo que de otras costumbres, El gran Gatsby? Una infeliz serie televisiva quiso aprovechar el éxito de la saga de Plinio, incapaz de levantar cabeza tras aquel desafuero, que parecía un recuelo cutre de Crónicas de un pueblo.
En los festejos del 68, ser autor ruralista —no “de la naturaleza”— sonaba a franquismo sociológico y a una España solanesca sin lentejuelas expresionistas. Así que no confío en que los nietos de aquellos abuelos suspendan sus prejuicios. Y es lástima, porque más de uno se asombraría de esa prosa y del saber intrahistórico de unas gentes que forman parte irrecuperable de un tiempo, el de los años de la emigración desde la perspectiva de los que permanecieron, registrado gozosamente en la escritura de García Pavón. ¿No sirve también para eso la literatura?

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