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jueves, 3 de octubre de 2019

Don Winslow / Adán y Magda


Torso
Michael Boubin

DON WINSLOW

ADÁN y magda



Centro Correccional Metropolitano, San Diego
2004


1


«Una cosa admirable de los estadounidenses —piensa Adán— es su coherencia».
Nunca aprenden.
Adán es un hombre de palabra.
Después del funeral, se reunió con Gibson y le dio un filón. Se sentó a la mesa delante de la DEA; había fiscales federales, estatales y locales, y respondió a cada una de las preguntas que le formularon y a algunas que no se les ocurrió formular. La información propició gran cantidad de decomisos de droga y detenciones de alto nivel en Estados Unidos y México.
Tompkins estaba cagado.
—Sé lo que me hago —le dijo Adán para tranquilizarlo.
Se guarda lo mejor para el final.
—¿Queréis a Hugo Garza?
—Andamos locos por cazarlo —responde Gibson.
—¿Puedes entregarles a Garza? —pregunta un agitado Tompkins.
Su cliente está ofreciendo ponerles en bandeja al jefe del cártel del Golfo, la organización de traficantes más poderosa de México ahora que la vieja Federación de Adán ha sido desmantelada.
Por eso a Tompkins no le gusta que los clientes intervengan en las negociaciones. Es como llevarte a tu mujer a comprar un coche: tarde o temprano dice algo que te sale caro. Los clientes tienen derecho a estar presentes, pero el hecho de que puedan no significa que deban.
Sin embargo, lo que dice Adán a continuación ya es demasiado.
—Quiero la extradición —afirma—. Me declararé culpable aquí, pero quiero cumplir mi condena en México.
México y Estados Unidos mantienen un acuerdo que permite a los prisioneros cumplir condena en su país natal por cuestiones humanitarias y para estar cerca de sus familias. Pero Tompkins está horrorizado y saca a su cliente de la sala.
—Eres un soplón, Adán. No durarás ni cinco minutos en una cárcel mexicana. Harán cola para matarte.
—En las prisiones estadounidenses también estarán haciendo cola —observa Adán.
Las cárceles a este lado de la frontera están llenas de narcos mexicanos y pandilleros cholos que no dudarían en aprovechar la oportunidad de trepar en la jerarquía liquidando al mayor informador del mundo.
Las medidas de seguridad han sido cruciales en el acuerdo de aceptación de culpabilidad que Tompkins ha estado negociando, pero Adán ya se ha opuesto a su traslado a unidades de «prisioneros protegidos» con pederastas y otros informadores.
—Adán —le ruega Tompkins—, como abogado y amigo, te pido que no hagas esto. Estoy progresando. Con reconocimiento de oficio de tu cooperación probablemente pueda conseguir que te rebajen la condena a quince años y luego pasarás al programa de protección de testigos. Acabarías saliendo en doce años. Puedes seguir viviendo.
—Eres mi abogado —dice Adán— y, como cliente tuyo, te estoy dando instrucciones para que cierres este acuerdo. Garza a cambio de la extradición. Si te niegas, te despediré y contrataré a alguien que esté dispuesto a hacerlo.
Porque hay que cerrar ese acuerdo, y Adán no puede revelar a Tompkins por qué. No puede contarle que durante meses se han mantenido delicadas negociaciones en México y que, en efecto, es peligroso, pero es un riesgo que debe correr.
Si lo matan, que lo maten, pero no va a pasarse la vida en una celda.
Así que espera y Tompkins vuelve a entrar. Adán sabe que no será fácil: Gibson tendrá que personarse ante sus jefes, que tendrán que personarse ante los suyos. Luego, el Departamento de Justicia hablará con el Departamento de Estado, que a su vez hablará con la CIA, que hablará con la Casa Blanca, y entonces el trato estará sellado.
Porque un antiguo ocupante de esa misma Casa Blanca autorizó en los años ochenta el acuerdo por el cual Tío traficaba con cocaína y entregaba dinero a las Contras anticomunistas, y nadie quiere que Adán Barrera saque ese esqueleto del armario y lo siente en el estrado.
No habrá juicio.
Morderán el anzuelo de Garza.
Porque los estadounidenses nunca aprenden.
2

Transcurridas tres semanas, los federales mexicanos, gracias a la información proporcionada por la DEA, capturan a Hugo Garza, el jefe del cártel del Golfo, en un remoto rancho de Tamaulipas.
Dos noches después, miembros del Cuerpo de Alguaciles de Estados Unidos sacan a Adán de San Diego y lo meten en un vuelo rumbo a Guadalajara, donde unos federales con uniformes negros y pasamontañas lo llevan a cumplir sentencia en la prisión de Puente Grande, situada a las afueras de la ciudad que había gobernado su tío como si se tratara de un ducado.
Un convoy integrado por dos coches blindados y un transporte de personal recorre la autopista de Zapotlanejo en dirección a las torres de vigía de la prisión, cuyos focos proyectan su halo plateado en una noche por lo demás negra.
El coche blindado que va en cabeza se detiene bajo una de las torres junto a un gran cartel que dice: CEFERESO II. Bucles de alambre de espino coronan las vallas y los muros de cemento. Desde las torres, los guardias apuntan al convoy con sus ametralladoras con mira telescópica.
Se abre una puerta de acero y el convoy se adentra en un gran aparcamiento para vehículos de suministro. La puerta vuelve a cerrarse. Dicen que cuando uno cruza el Puente Grande nunca vuelve.
A Adán Barrera le esperan veintidós años aquí.
Hace frío y Adán se enfunda el plumón azul que le han dado. Los guardias lo agarran de los codos y le ayudan a apearse del vehículo de transporte. Lleva las manos y los tobillos esposados.
Se apoya en una pared de cemento y los guardias le hacen una foto, le toman las huellas dactilares y lo «procesan». Le quitan las esposas y la chaqueta y, tiritando, se pone el uniforme marrón con el número 817 bordado en el pecho y la espalda.
El guardia pronuncia un discurso.
—Adán Barrera, ahora eres un recluso del CEFERESO II. No pienses que tu antiguo estatus te otorga alguna posición aquí. Eres un delincuente más. Si sigues las reglas, todo irá bien. Si desobedeces, sufrirás las consecuencias. Te deseo una exitosa rehabilitación.
Adán asiente y entonces lo conducen al COC, el Centro de Observación y Clasificación, para someterlo a una evaluación y asignarle alojamiento permanente.
Puente Grande es la prisión más dura e inexpugnable de México, y el CEFERESO II (Centro Federal de Rehabilitación Social) es su bloque de máxima seguridad, reservado a los criminales más peligrosos: secuestradores, narcos y convictos que han matado en otras cárceles.
El COC es la peor sección del CEFERESO II.
Aquí es donde van los malditos. Normalmente, su adoctrinamiento consiste en golpes con mangueras o descargas eléctricas con cables; a veces los empapan de agua y los dejan tiritando desnudos sobre el suelo de cemento. Puede que el aislamiento sea aún peor: no hay libros, ni revistas ni material para escribir. Si la tortura física no los destruye, el tormento mental les hace perder la cabeza. Cuando ha finalizado la evaluación suelen ser clasificados, y acertadamente, como dementes.
El guardia abre la puerta de una celda y Adán entra. La puerta se cierra.
El hombre sentado en el banco de metal es enorme —mide más de dos metros— y musculado, y lleva una espesa barba negra. Mira a Adán, sonríe y dice:
—Soy tu comité de bienvenida.
Adán se prepara para lo que se avecina.
El hombre se levanta y le da un fuerte abrazo de oso.
—Me alegro de verte, primo.
—Yo también, primo.
Diego Tapia y Adán se criaron juntos entre los campos de amapolas de las montañas de Sinaloa, antes de la Guerra contra la Droga de Estados Unidos. Corrían tiempos más cabales, más sosegados. Diego era un joven soldado de infantería, un sicario, cuando el tío de Adán creó la Federación original.
Diego Tapia, la antítesis física de Adán, tiene los hombros anchos, mientras que este es flaco y un poco encorvado, sobre todo después de un año en una celda estadounidense. Adán parece lo que es, un hombre de negocios, y Diego también: un barbudo loco de las montañas que no desentonaría en esas viejas fotos de los jinetes de Pancho Villa. Bien podría llevar bandoleras cruzadas sobre el pecho.
—No hacía falta que vinieras en persona —dice Adán.
—No me quedaré mucho —responde Diego—. Nacho te manda recuerdos. Habría venido, pero…
—No merece la pena arriesgarse —dice.
Lo entiende, pero le molesta un poco teniendo en cuenta que su condición de informador ha mejorado enormemente la riqueza y la posición de Ignacio Nacho Esparza.
La información que facilitó Adán a la DEA creó fisuras en la roca del narcotráfico mexicano, unas fisuras en las que Diego y Nacho se han colado como si fueran agua, llenando cada uno de los vacíos generados por la detención de un rival.
(Los estadounidenses nunca aprenden.)
Ahora Diego y Nacho tienen organizaciones propias. Juntas, bajo el apelativo de «cártel de Sinaloa», controlan un gran porcentaje del negocio y envían cocaína, heroína, marihuana y metanfetamina a través de Juárez y el Golfo. También gestionaron el negocio de Adán en su ausencia, distribuyendo su producto, manteniendo sus contactos con policías y políticos y cobrando sus deudas.
Fue Nacho quien negoció el regreso de Adán a México desde el lado estadounidense, lo cual conllevó grandes pagos y garantías aún mayores. Una vez organizado todo, Diego se cercioró de que, a su llegada, buena parte de los empleados de la prisión estuvieran en la nómina de Adán. La mayoría estaban ansiosos por embolsarse el dinero. En el caso de aquellos que se mostraron reacios, Diego se limitó a visitar la cárcel y mostrarles su dirección y fotografías de sus esposas e hijos.
Aun así, tres guardias rechazaron el dinero. Diego los felicitó por su integridad. A la mañana siguiente, los tres aparecieron sentados remilgadamente en su puesto con un corte en el cuello.
El resto aceptó la generosidad de Adán. Un cocinero recibía trescientos dólares estadounidenses al mes, un guardia con rango hasta mil y el alcaide un complemento salarial de cincuenta mil dólares.
En cuanto a los hombres que guardaban turno para matar a Adán, de los que había muchos, fueron asesinados a golpes de bate por otros reclusos. Los Bateadores, todos ellos empleados sinaloenses de Diego, serían los agentes de seguridad privada de Adán en Puente Grande.
—¿Cuánto tiempo tengo que estar aquí? —pregunta Adán.
—Aquí podemos garantizar tu seguridad. Ahí fuera…
No es preciso que Diego termine. Adán lo entiende. Ahí fuera todavía hay gente que quiere verlo muerto. Algunos tendrán que desaparecer, habrá que comprar a ciertos políticos y pagar cañonazos, unos cuantiosos sobornos.
Adán sabe que pasará una temporada en Puente Grande.

3




La nueva celda de Adán, situada en el nivel 1-A, bloque 2, del CEFERESO II, tiene sesenta metros cuadrados y dispone de una cama de matrimonio situada detrás de una partición privada, cocina completa, barra, televisor LED de pantalla plana, ordenador, equipo de música, escritorio, mesa de comedor, sillas, lámparas de pie y vestidor.

La nevera está surtida de filetes y pescado congelados, productos frescos, cerveza, vodka, cocaína y marihuana. El alcohol y las drogas no son para él, sino para los guardias, reclusos e invitados.

Adán no consume drogas.

Vio a su tío engancharse al crack y al que fuera un patrón poderoso, Miguel Ángel Barrera, alias M-1, el genio, el progenitor de los cárteles, un gran hombre, volverse un idiota lunático y paranoico, un conspirador de su propia destrucción.
Así que un vaso de vino a la hora de cenar es todo cuanto se permite Adán.
Un armario contiene una hilera de trajes y camisas italianos a medida. Adán lleva una camisa blanca limpia cada día —las sucias van a la lavandería de la prisión y vuelven planchadas y dobladas—, porque sabe que en este negocio, como en cualquier otro, las apariencias son importantes.
Ahora se dedica a juntar de nuevo las piezas que Keller desperdigó. En ausencia de Adán, la Federación se ha escindido en varios grupos grandes y en docenas de grupúsculos más reducidos.
El más importante es el cártel de Juárez, instalado en Ciudad Juárez, justo al otro lado de la frontera de El Paso, Texas. Vicente Fuentes parece haber ganado la batalla por el control de la zona. Perfecto. Es originario de Sinaloa e íntimo de Nacho Esparza, a quien permite que mueva cristal en su plaza.
El siguiente en importancia es el cártel del Golfo, o CDG, con sede en Matamoros, cerca de los puntos de entrada de Laredo. Dos hombres, Osiel Contreras y Salvador Herrera, reinan allí ahora que Hugo Garza está en la cárcel. También son cooperadores y permiten que el producto sinaloense pase por su territorio a través de la organización de Diego.
El tercero es el cártel de Tijuana, que Adán y su hermano Raúl utilizaron como base de poder para hacerse con la Federación al completo. Elena, la única hermana que le queda, intenta mantener el control, pero está perdiéndolo ante un antiguo socio llamado Teo Solorzano.
Luego está el cártel de Sinaloa, que opera desde el estado natal de Adán y es el lugar de origen del tráfico de drogas mexicano. Fue allí donde Tío creó la Federación y dividió el país en plazas que repartió como si fueran feudos.
Ahora tres organizaciones componen el cártel de Sinaloa. Diego Tapia y sus dos hermanos lideran una de ellas y trafican con cocaína, heroína y marihuana. Nacho Esparza dirige otra y se ha convertido en el Rey del Cristal.
La tercera es la de Adán, integrada por viejos fieles a la Federación. Diego y Nacho han ejercido de líderes mientras esperan el regreso de Barrera. Este, por su parte, insiste en que no tiene ambición de convertirse en jefe del cártel, sino en el primero entre sus semejantes sinaloenses.
Sinaloa es el núcleo. Fue su marga negra la que hizo crecer las amapolas y la marihuana que originaron el narcotráfico; fue Sinaloa la que proporcionó los hombres que lo dirigían.
Pero el problema de Sinaloa no es lo que tiene, sino lo que no tiene.
Una frontera.
La base sinaloense se halla a cientos de kilómetros de la frontera que separa —y une— México y el lucrativo mercado estadounidense. Si bien es cierto que ambos países comparten tres mil kilómetros de frontera terrestre y que esos kilómetros pueden utilizarse para el tráfico de drogas, también lo es que algunos de esos kilómetros son infinitamente más preciados que otros.
Buena parte de la frontera discurre por un desierto aislado, pero los lugares realmente valiosos son ciudades de paso como Tijuana, Ciudad Juárez, Nuevo Laredo y Matamoros. Y el motivo no guarda relación alguna con México, sino con Estados Unidos.
Tiene que ver con las autopistas.
Tijuana limita con San Diego, donde la interestatal 5 es la principal arteria norte-sur que lleva a Los Ángeles. Allí, el producto puede almacenarse y distribuirse por la costa Oeste o a cualquier punto de Estados Unidos.
Ciudad Juárez limita con El Paso y la interestatal 25, que conecta con la 40, la principal arteria este-oeste en todo el sur de Estados Unidos y, por tanto, un caudal de dinero para el cártel de Juárez.
Nuevo Laredo y Matamoros son las joyas del Golfo. Nuevo Laredo limita con Laredo, Texas, pero, lo que es más importante, también con la interestatal 35, la ruta norte-sur que llega hasta Dallas. Desde allí puede transportarse rápidamente el producto a todo el Medio Oeste de Estados Unidos. Matamoros ofrece un pronto acceso desde la ruta 77 hasta la interestatal 37 y después la 10 en dirección a Houston, Nueva Orleans y finalmente Florida. Además, Matamoros está en la costa, lo cual brinda acceso por agua a las mismas ciudades portuarias de Estados Unidos.
Pero la verdadera acción la llevan a cabo los camiones.
Se puede transportar producto por el desierto a pie, en caballo, en coche y en camioneta. Se puede viajar por mar y arrojar al océano montones de marihuana y cocaína envasada al vacío para que los socios estadounidenses la recojan y la lleven a la costa.
Todos ellos son métodos útiles.
Pero nada comparable a los camiones.
Desde que, en 1994, Estados Unidos y México firmaron el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, el TLCAN, decenas de miles de camiones cruzan a diario la frontera desde Tijuana, Juárez y Nuevo Laredo. Gran parte de ellos llevan cargamento legítimo; muchos otros llevan droga.
Es la mayor frontera comercial del mundo, con un negocio que ronda los cinco mil millones de dólares al año.
Habida cuenta del enorme volumen de tráfico, el Servicio de Aduanas estadounidense es incapaz de registrar cada camión. Incluso una campaña seria entorpecería el comercio entre Estados Unidos y México. Si a menudo es conocido como Tratado de Libre Comercio de Droga de América del Norte, no es por casualidad.
Una vez que el camión cargado de droga cruza esa frontera, tiene literalmente vía libre.
Las Cinco —las interestatales 5, 25 y 35— son las arterias del narcotráfico mexicano.
Cuando Adán gestionaba el negocio, no importaba: controlaba los pasos fronterizos de Laredo, El Paso y San Diego. Pero, en su ausencia, los sinaloenses se ven obligados a pagar un impuesto conocido como piso para mover su producto.
Un cinco por ciento no parece gran cosa, pero Adán tiene mentalidad de contable. Uno abona una tarifa plana por su actividad; por ejemplo, los salarios y los sobornos son solo un coste derivado del propio negocio. Pero hay que evitar los porcentajes tanto como la deuda; acaban con la vida de un negocio.
Y los sinaloenses no solo pagan un cinco por ciento de lo que ganan, lo cual asciende a varios millones de dólares, sino que no recaudan el cinco por ciento del negocio de otros, el piso que les correspondía cuando Adán controlaba todas las plazas.
Estamos hablando de mucho dinero.
Solo la cocaína representa cada año un mercado de treinta mil millones de dólares en Estados Unidos. De la cocaína que entra en Estados Unidos, un setenta por ciento pasa por Juárez y el Golfo.
Eso son veintiún mil millones.
Solo el piso supone mil millones de dólares.
Anuales.
Uno puede hacerse multimillonario distribuyendo su producto y pagando el piso. Muchos lo hacen y no es mala vida. O puede hacerse aún más rico controlando una plaza y cobrando a otros traficantes por utilizarla sin necesidad de tocar la droga o de acercarse a ella jamás. Lo que no entiende la mayoría de la gente es que los narcos más importantes pueden pasarse años o incluso toda su trayectoria sin tocar nunca las drogas.
Su negocio consiste en controlar el territorio.
Antes, Adán lo controlaba todo.
Era el Señor de los Cielos.
4



Para Adán, los días en Puente Grande son ajetreados.

Hay mil detalles que requieren supervisión.

Las rutas de suministro entre Colombia y México deben reabastecerse constantemente, y luego está el transporte hasta la frontera y la entrada en Estados Unidos.
También hay que gestionar el dinero, decenas de millones de dólares que vuelven desde Estados Unidos y que hay que blanquear, contabilizar e invertir en cuentas y negocios extranjeros. Hay salarios, sobornos y comisiones que pagar. Hay material que comprar. El negocio de Adán precisa montones de asesores que contabilizan el dinero y se vigilan unos a otros, además de docenas de abogados. Hay cientos de operarios, traficantes, vigilantes de seguridad, policías, militares y políticos.
Adán contrató a un malversador encarcelado para que digitalizara todos sus archivos y así poder controlar las cuentas en el ordenador portátil, que es reemplazado una vez al mes y recodificado. Utiliza gran cantidad de teléfonos móviles, que cambia aproximadamente cada dos días, y los guardias o los empleados de Diego le facilitan otros nuevos.
Los Bateadores gestionan el bloque 2. El resto de Puente Grande es un avispero de bandas, robos, ataques y violaciones, pero en el bloque 2 imperan la tranquilidad y el orden. Todo el mundo sabe que el cártel de Sinaloa dirige esa parte de la prisión en nombre de Adán Barrera y que es un santuario de calma y silencio.
Adán se levanta temprano, toma un desayuno rápido y se sienta a la mesa. Trabaja hasta la una, almuerza sin prisa y vuelve a su mesa hasta las cinco. Casi todas las tardes son tranquilas. Cada día acude su cocinero a prepararle la cena y elegir el vino adecuado. Al cocinero parece importarle mucho; a Adán, no tanto.
No es un esnob del vino.
Algunas tardes, los Bateadores convierten el comedor en un cine, con máquina de palomitas incluida, y Adán invita a sus amigos a ver una película y comer helado. Los invitados llaman a esas sesiones «noches en familia», ya que Adán prefiere las películas para todos los públicos —mucho Disney—, pues no le gustan el sexo y la violencia que pueblan últimamente la mayoría de los filmes de Hollywood.
Otras noches son menos saludables.
Un guardia de la prisión recorre los bares de Guadalajara y vuelve con mujeres. Luego el comedor se convierte en un prostíbulo repleto de licor, drogas y Viagra. Adán corre con todos los gastos, pero no participa en esas veladas y se retira a su celda.
No le interesan las mujeres.
Hasta que ve a Magda.
5



A los sinaloenses les gusta jactarse de que su montañoso estado produce dos cosas hermosas en abundancia: amapolas y mujeres.

Magda Beltrán es sin duda una de estas últimas.

A sus veintinueve años, alta, de piernas largas y ojos azules, Magda es una mezcla de los nativos mexicanos y de los suizos, alemanes y franceses que emigraron a Sinaloa en el siglo XIX.
Siete sinaloenses han sido coronadas Miss México.
Magda no fue una de ellas, pero sí fue Miss Culiacán.
Participaba en concursos de belleza desde que tenía seis años y ganó la mayoría de ellos. Así despertó el interés de representantes, productores de cine y, por supuesto, narcos.
Magda no era ajena a ese mundo.
Su tío era un traficante de la vieja Federación y dos primos suyos habían sido sicarios de Miguel Ángel Barrera. Habiéndose criado en Culiacán, conocía a traficantes, igual que el resto de la población.
Tenía diecinueve años cuando empezó a salir con ellos.
Los narcos rondan a las reinas locales de la belleza como buitres volando en círculos. Algunos incluso patrocinan sus propios narcoconcursos de misses para dar a conocer talentos. Cuando otros directivos de certámenes de belleza manifestaron su preocupación por que las chicas se asociaran con traficantes de drogas, un cómico local preguntó: «¿Y por qué no quieren que esas mujeres representen al producto más importante del estado?».
Es una combinación natural: las chicas son atractivas y los narcos tienen dinero para colmarlas de cenas exquisitas, ropa, joyas, vacaciones caras, balnearios, tratamientos de belleza…
Magda lo aceptaba todo.
¿Por qué no?
Era joven y hermosa y quería pasarlo bien, y si uno quería pasarlo bien en Culiacán, si quería salir con los cachorros —los niños de la jet-set, hijos de los barones de la droga—, debía ir donde estaba el dinero.
Además, los narcos eran divertidos.
Les gustaban las fiestas, la música, los bailes, los conciertos y las discotecas.
Si ibas del brazo de un narco, no hacías cola detrás del cordón. Te lo abrían y te invitaban a pasar a la sala VIP, donde servían Cristal y Dom Perignon, y los propietarios, si es que no lo era el propio narco, acudían a saludarte personalmente.
Algunas se enredaban con los narcos más viejos, que se obsesionaban con ellas, pero Magda evitaba esa trampa. Vio lo que les ocurría a algunas chicas un poco mayores que ella: un chaca, o jefe, de cincuenta años se enamoraba, la convertía en su amante y se aseguraba de que no se le acercara ningún otro hombre, en especial si era joven y atractivo. A veces se «casaba» con ella en una falsa ceremonia, falsa porque ya estaba casado (al menos una vez). La pobre chica desperdiciaba su juventud encarcelada en una casa de lujo hasta que el narco iba a la cárcel, era asesinado o simplemente se hartaba de ella.
Entonces tenía dinero, sí, pero también remordimientos.
Magda no tenía ninguno.
Tenía diecinueve años cuando Emilio, un prometedor traficante de cocaína de veintitrés años, asistió a uno de sus desfiles, la deslumbró y se la llevó a la cama. Era guapo, divertido, generoso y buen amante. Se imaginaba casándose con él y teniendo hijos cuando dejara el mundo de la moda.
Magda se sintió desolada cuando Emilio fue a prisión, pero, por aquel entonces, estaba compitiendo por ser Miss Culiacán y se ganó las atenciones de Héctor Salazar, un socio de su tío, aunque más joven que este. Héctor envió a su camerino una docena de rosas con un diamante dentro de cada una, esperó educadamente en la sombra mientras era coronada y después la llevó a Cabo.
Emilio era un niño; Héctor un hombre. Emilio era gracioso y Héctor se tomaba en serio el negocio y a ella. Emilio había sido un amor adolescente —el primero y, por tanto, hermoso en ese sentido—, pero con Héctor era distinto, dos adultos labrándose una vida juntos en un mundo adulto.
Héctor era muy tradicional; después de Cabo, fue a pedir la mano de Magda a su padre. Estaban planificando la boda cuando otro narco que también se tomaba muy en serio los negocios le metió a Héctor cuatro balas en el pecho.
Técnicamente, Magda no era viuda, pero en cierto modo lo era y se esperaba que actuara como tal. Estaba destrozada, lo sabía, pero también sabía que, en algún lugar, en una parte secreta de su mente, se sentía un poco aliviada por no tener que adoptar el papel de esposa y probablemente el de madre a tan temprana edad.
También descubrió que el negro le sentaba bien.
Jorge Estrada, un colombiano que había sido proveedor de cocaína de Héctor, asistió a su funeral y la vio. Era un hombre respetuoso, así que esperó lo que a su juicio era un tiempo prudencial antes de realizar un acercamiento.
Jorge la llevó al hotel Sofitel Santa Clara, en Cartagena, y, aunque a sus treinta y siete era mayor que Emilio y Héctor, era igual de atractivo, pero de una manera viril, no aniñada. Y Héctor tenía dinero, pero lo de Jorge era una riqueza generacional, como se suele decir, y la llevó a su finca en el campo y a su casa de la playa en Costa Rica. La llevó a París, a Roma y a Ginebra, y le presentó a directores, artistas y gente importante.
Magda no era una cazafortunas.
El hecho de que Jorge fuera rico era solo un añadido. Su madre, como han hecho generaciones de madres, decía: «Es igual de fácil enamorarse de un rico que de un pobre». Jorge le regalaba cosas —viajes, ropa, joyas (muchas joyas)—, pero no le regaló ningún anillo.
Magda no preguntó, no exigió, no importunó, ni siquiera insinuó, pero, después de tres años con él, tuvo que plantearse por qué. ¿Qué no estaba haciendo? ¿Qué estaba haciendo mal? ¿No era lo bastante hermosa o sofisticada? ¿No era lo bastante buena en la cama?
Finalmente le hizo la pregunta. Una noche, acostados en una suite en una playa de Panamá, le preguntó adónde iba aquella relación. Ella quería casarse y tener hijos y, si él no, tendría que seguir con su vida. Sin rencores; había sido maravilloso, pero tendría que seguir adelante.
Jorge sonrió.
—¿Seguir adónde, cariño?
—Volveré a Culiacán y me buscaré un buen mexicano.
—¿Esas criaturas existen?
—Puedo tener al hombre que quiera —respondió—. El problema es que te quiero a ti.
Él también la quería, dijo. Quería darle un anillo, una boda, niños. Pero… el negocio no había ido bien últimamente… un par de envíos interceptados… deudas impagadas… pero cuando se hubieran solventado esos pequeños reveses… esperaba retomar el asunto.
Solo había un pequeño inconveniente.
Necesitaba ayuda.
Había cierta cantidad de dinero en efectivo en Ciudad de México. Podía ir él mismo, pero allí las cosas estaban… difíciles… por el momento. Pero si iba ella, quizás a visitar a su familia, ver a sus amigos y recoger el dinero y traerlo en avión…
Magda lo hizo.
Sabía dónde se metía. Sabía que estaba cruzando la línea entre la asociación y la participación, entre salir con un traficante de drogas y blanquear dinero. Lo hizo de todos modos. Parte de ella sabía en el fondo que estaba utilizándola, pero otra parte quería creer en él, y había aún otra parte que…
… quería participar.
¿Por qué no?
Magda se crio en la pista secreta, se curtió en el negocio gracias a Emilio y aprendió mucho más, y a un nivel mucho mayor, por el mero hecho de estar con Jorge. Tenía experiencia y cerebro. ¿Por qué limitarse a ser un florero del brazo de un narco?
¿Por qué no podía ser una narca?
¿Una chingona, una mujer poderosa?
Otras mujeres, aunque pocas, lo habían hecho.
¿Por qué ella no?
Así que, cuando Magda preparó dos maletines con cinco millones de dólares en efectivo y se dirigió al Aeropuerto Internacional de Ciudad de México, no sabía, ni entonces ni luego, si iba a entregar el dinero a Jorge o si iba a robárselo y fundar su propio negocio. Tenía un billete a Cartagena y otro a Culiacán, e ignoraba cuál iba a utilizar. Podía ir a Colombia y comprobar si Jorge verdaderamente pensaba casarse con ella o regresar a Sinaloa y desvanecerse en la cuna protectora de las montañas, donde Jorge nunca osaría ir a reclamar su dinero (¿Qué iba a hacer? Si alegaba que la policía se lo había confiscado, ¿qué podía hacer él?)
Nunca tuvo la oportunidad de decidir.
Los federales la detuvieron cuando entraba en la terminal.
Ya podía decir a Jorge que la policía había confiscado el dinero. Delante de las cámaras anunciaron a bombo y platillo el decomisado de un millón y medio de dólares y la detención de una «importante blanqueadora de dinero que trabajaba para los cárteles colombianos».
A los medios de comunicación les encantó.
La fotografía de la ficha policial de Magda se vio en todas las portadas y en la televisión, combinada con imágenes suyas detenida y en el estrado, donde apareció tocada con una diadema. Los presentadores de los noticiarios sacudían la cabeza y soltaban sermones dirigidos a otras jóvenes tentadas por el narcomundo de «ostentación y glamur».
Incluso algunos periódicos estadounidenses se hicieron eco con titulares que decían «La cazadora cazada» o «Cerco a la bella».
A Magda no le divertía tanto, aunque los interrogatorios policiales fueron ridículos. A los federales no les interesaba qué hacía en el Aeropuerto Benito Juárez con cinco millones de dólares en efectivo, sino qué hacía en el Aeropuerto Benito Juárez con cinco millones de dólares en efectivo sin pagarles a ellos primero.
Reconoció que había sido un error ingenuo, que debería haber sido más lista y, si tuviera que hacerlo otra vez —es decir, si le diesen la oportunidad de hacerlo otra vez—, procedería de ese modo.
Ello la llevó directamente a la siguiente batería de preguntas. ¿Tenía más dinero?
No lo tenía.
Magda tenía varios miles de dólares en el banco, algunas joyas en los dedos y alrededor del cuello y algo en una caja fuerte en Culiacán, pero eso era más o menos todo. ¿Acaso no les bastaba con robarle tres millones y medio de dólares?
Por lo visto no.
Le permitieron llamar a Jorge para ver si podían negociar algo, pero no cogió el teléfono. Al parecer, había emprendido un largo viaje por el sudeste de Asia.
«Qué mala suerte», dijeron los federales en tono compasivo.
Mala suerte para ellos, peor aún para ella. Acabó siendo acusada y condenada por varios delitos de blanqueo de dinero, asesoramiento y complicidad con un jefe de la droga y tráfico de estupefacientes.
El magistrado le impuso quince años en una cárcel de máxima seguridad.
Como ejemplo para otras jóvenes.
Su internamiento en el CEFERESO II fue brutal.
De los quinientos reclusos del bloque, tres son mujeres, así que Magda era una chuchería, y más tratándose de una (antigua) reina de la belleza. La desnudaron, la «registraron internamente» en numerosas ocasiones para evitar el contrabando, la frotaron con desinfectante y la rociaron con una manguera. La empujaron, le dieron codazos, la cachearon, la golpearon y le hablaron una y otra vez de las múltiples violaciones en grupo que la aguardaban dentro, tanto por parte de guardias como de reclusos. Cuando la llevaron al COC, ataviada con un chándal de hombre, estaba casi catatónica de terror.
A su paso, los otros convictos le dedicaron «halagos» y amenazas.
Es entonces cuando la ve Adán.
6

—¿Quién es? —pregunta Adán a Francisco, el jefe de los Bateadores y su guardaespaldas personal.
—Dicen que el dedo fue Miss Culiacán —responde Francisco—. Hace unos años.
Ahora no parece una reina de la belleza, desde luego. Sin maquillaje, con el pelo sucio y enmarañado y el cuerpo oculto bajo un chándal que le viene grande mientras se desliza por el pasillo con los tobillos encadenados.
Pero Adán se fija en sus ojos.
Azules como un lago de montaña de Sinaloa.
Y los clásicos huesos de su cara.
—¿Cómo se llama? —pregunta Adán.
—Magda no-sé-qué —dice Francisco—. No recuerdo su apellido.
—Averígualo —indica Adán—. Entérate de todo lo que puedas e infórmame esta noche. Entretanto, asegúrate de que le den una manta. Y que la atienda un médico. No un carnicero de la cárcel; un médico de verdad.
—Sí, patrón.
—Y que nadie la toque —remacha Adán.
El mensaje, sumamente decepcionante, pues ya se han blandido cuchillos por quién la viola primero, es difundido: «Os cortaremos cualquier parte del cuerpo que la toque. Si la tocáis con la mano, os cortaremos la mano. Si la tocáis con la polla…».
Es la mujer del patrón.

7
Todo el mundo lo sabe, excepto Magda.
Cuando llega la manta de manos de un guardia que parece inquieto por el mero hecho de estar en su presencia, a Magda le resulta normal. Lo mismo sucede cuando entra en la celda una respetable doctora y pide examinarla. La mujer le administra un calmante suave para ayudarla a dormir y le dice que volverá para ver cómo se encuentra.
Al principio, Magda no se atreve a cerrar los ojos por temor a la amenaza de violación, pero el calmante hace efecto y, en cualquier caso, unos guardias se apostan delante de la celda dándole la espalda y sin mirarla en ningún momento.
Empieza a sospechar que está recibiendo un trato especial cuando le traen el desayuno en una bandeja y además es comestible, pero lo atribuye a su celebridad.
Dos días después, un guardia le lleva ropa nueva y bastante decente —dos vestidos, unas cuantas blusas y faldas, bragas y un bonito jersey— con etiquetas de elegantes tiendas de Guadalajara. Magda pregunta al guardia quién le envía esas cosas, pero él responde encogiéndose de hombros. La ropa es de su talla, y Magda piensa que tal vez la haya mandado su familia o Jorge.
No ha recibido noticias suyas, ni tampoco de sus parientes, pero el psiquiatra de la prisión la informó de que en el COC permanecería incomunicada, así que quizás haya llamadas telefónicas o mensajes esperándola.
La ropa la hace sentirse un poco mejor, pero no logra vencer la profunda depresión al imaginarse pasando unos meses en este lugar, mucho menos quince años. Así lo expresa en su primera evaluación con el psiquiatra, que insiste en dejar la puerta abierta y se sienta detrás de su mesa como si fuese una barrera.
Él le asegura que esos sentimientos son perfectamente normales, que se adaptará, sobre todo cuando salga del COC y se integre en la población general. Pero, para Magda, eso es inconcebible en un lugar con miles de hombres, y se pregunta si la meterán en una celda con las otras dos mujeres. Tampoco sabe si eso sería bueno o malo.
Al día siguiente llegan productos cosméticos. Es maquillaje caro, exactamente el que suele utilizar, y un pequeño espejo de mano. Al fondo de la caja encuentra una nota: «Cortesía de un paisano sinaloense».
Y ella pensando que era Jorge.
Pero ¿quién será?
Magda no es tonta.
Conoce el mundo narco y a sus integrantes. Hay docenas de sinaloenses en Puente Grande, pero solo unos pocos con medios para conseguir los privilegios de los que está gozando. Como la mayoría de los sinaloenses del negocio, sabe que Adán Barrera, el antiguo Señor de los Cielos, es uno de los internos.
¿Podría ser él?
«No seas presuntuosa», piensa, mirándose al espejo mientras se aplica maquillaje, una cosa sumamente banal que ahora le procura un gran placer. Es Adán Barrera; podría llevarse a la cárcel a la mujer más hermosa del mundo si se le antojara.
¿Qué iba a querer de ella?
Magda se examina a sí misma con franqueza: sigue siendo bella, pero está más cerca de los treinta que de los veinte. En Sinaloa, las mujeres de su edad son consideradas ancianas.
Pero, tres días después, llega por la tarde una botella de buen merlot con una copa, un sacacorchos y otra nota: «Unos amigos y yo vamos a celebrar una “noche de cine” y me gustaría saber si quieres ser mi invitada. Adán Barrera».
A Magda le da la risa.
Dentro de la prisión más brutal del mundo occidental, el hombre está cortejándola como si fueran alumnos de instituto.
Está pidiéndole una cita.
Para asistir a una «noche de cine».
Se ríe aún más cuando se da cuenta de lo que está pensando: «Madre mía. ¿Qué me pongo?».
El guardia sigue allí esperando respuesta.
Magda titubea.
¿Es solo una trampa para violarla en grupo?
«Si lo es, que así sea», concluye.
Debe arriesgarse, porque sabe que no puede sobrevivir quince años en este lugar como una reclusa «normal».
—Dile que me encantaría —responde Magda.

8




Lo que primero sorprende a Magda de Adán Barrera es su timidez.

No es una cualidad que suela apreciarse en un buchón.

Todo él es apocamiento, desde el tono de voz hasta la ropa, hoy un traje negro de Hugo Boss con camisa blanca.
Adán es un poco más bajo que ella y en su cabellera negra se adivinan algunas canas a la altura de las sienes. Sonríe retraídamente y baja la cabeza cuando le estrecha la mano y dice:
—Me alegro mucho de que hayas venido. Soy Adán Barrera.
—Claro —responde ella—. Todo el mundo sabe quién eres. Yo soy Magda Beltrán.
—Todo el mundo sabe también quién eres tú. —Adán ve la botella de vino y la copa en su mano izquierda—. ¿No te ha gustado el vino? Lo siento.
—Sí —dice Magda—, pero no quería bebérmelo sola. Pensé que sería más divertido si lo tomábamos juntos.
Se ha decantado por uno de los vestidos azules que él le envió. Al principio eligió el jersey y unos pantalones, que consideraba una indumentaria adecuada para una «noche de cine», pero luego pensó que, si le había enviado vestidos, era por algún motivo, y no quería decepcionarlo.
Adán la acompaña a la primera de cinco hileras de sillas plegables situadas delante de un gran televisor. Magda repara en que su fila está vacía, pero las otras están ocupadas por reclusos que intentan mirarla sin que se note. Junto a la puerta del comedor hay otros hombres, claramente en guardia.
Adán le retira una silla, Magda se sienta y él se sitúa a su lado.
—Espero que te guste Miss agente especial. ¿Sandra Bullock?
—Me gusta —dice Magda—. Trata de una aspirante en un concurso de belleza ¿verdad?
—Me pareció…
—Es muy considerado por tu parte.
—¿Te apetece algo? ¿Palomitas?
—¿Palomitas y vino tinto? —pregunta Magda—. Bueno ¿por qué no?
Adán hace un gesto a un recluso, que se dirige a una máquina de palomitas y vuelve con dos cuencos. Otro preso ofrece a Adán un sacacorchos y una copa. Abre la botella y sirve el vino.
—No sé nada de vinos. Supuestamente es bueno.
Magda voltea la copa y huele.
—Lo es.
—Me alegro.
—¿Tengo que darte las gracias por la ropa y los cosméticos? —pregunta.
Adán inclina la cabeza en un leve gesto afirmativo.
—¿Y por mi seguridad? —pregunta.
Adán asiente de nuevo.
—Aquí no te tocará nadie a menos que tú quieras que lo haga.
«¿Eso te incluye a ti?», piensa.
—Te agradezco mucho la protección —dice Magda—. Pero ¿puedo preguntarte por qué estás siendo tan generoso?
—Los sinaloenses tenemos que cuidar unos de otros —responde Adán.
Con otro gesto a un recluso da comienzo la película.

9



Ni la siguiente, ni la otra.

Pero Magda sabe que es inevitable. Necesita y quiere su protección, necesita y quiere las cosas que él puede darle. Aquí es como en el resto del mundo, pero es totalmente diferente en el sentido de que él es su única alternativa.

Magda quiere y necesita afecto y compañía («Y, admítelo —se dice— sexo»), y él es la única opción. Sabe que Adán nunca aceptará que sea para otro. No solo sería un rechazo y una decepción, sino también una humillación.
Magda tiene experiencia suficiente para saber que un hombre que se halla en la situación de Adán Barrera no puede permitirse una humillación. Podría ser literalmente mortal. Si te humillan es porque eres débil. Si eres débil, te conviertes en objetivo.
Así que, si quiere un hombre, debe ser Adán.
¿Y por qué no?
Cierto, Adán es mayor y no tan guapo como Emilio ni tan atractivo como Jorge, pero es mono y nada repulsivo, a diferencia de algunos de los jefes más longevos que ha conocido. Es simpático, educado y considerado. Viste bien, es listo, interesante y elocuente.
Y es rico.
En esta prisión, Adán puede procurarle una vida inmensamente mejor de la que tendría de no estar con él. Con él goza de protección y privilegios, amén de las «pequeñas» cosas que hacen que la vida en este agujero infernal sea tolerable.
Sin él, todo eso desaparece, junto con algo mucho más importante: su protección. Si lo pierde, sabe que pronto llegarán las agresiones sexuales y se convertirá en un objeto que pasará primero por las manos de los guardias y después de los prisioneros.
A las otras dos mujeres les ocurre.
Ofrecen sexo a cambio de licor, comida y drogas. Sobre todo drogas. Una parece catatónica la mayoría del tiempo y la otra, que ahora sufre una psicosis, se sienta desnuda en su celda y enseña los genitales a todo el que pasa.
Así que Magda sabe que es solo cuestión de tiempo que se entregue a Adán y, aunque se dice a sí misma que no es una violación, es lo bastante inteligente para saber que se trata de una relación de poder en la que ella es la dominada.
Adán es poderoso, así que puede tenerla.
Ambos lo saben, ninguno lo dice y él no fuerza las cosas. Pero Magda sabe que no puede prolongarlo hasta que Adán sea objeto de burlas, hasta que en la prisión se oigan risas y susurros porque está tomándole el pelo al patrón enamorado.
Si esas mofas llegaran a oídos de Adán, sabe que le cortarían el cuello y arrojarían su cuerpo a los perros.
Tendría que hacerlo para restituir su honor.
Magda ha oído historias sobre las mujeres que rechazaron al tío de Adán y terminaron decapitadas y sus hijos arrojados por un puente. «Este Adán —se recuerda—, este hombre educado y tímido, lanzó a dos niños pequeños por un puente».
O eso dicen.
Pero, en todo caso, ¿qué alternativa hay?
Así que, cuando después de cuatro «citas», Adán le pide que vaya a cenar a su celda, ambos saben que la velada acabará en su cama.

10



Adán mira a Magda desde el otro lado de la mesa.

—¿Te gusta la cena? —pregunta.

—Sí, está buena.
«Ya puede estarlo», piensa Adán. El pescado lo han transportado en hielo especialmente desde Acapulco. El vino debería contar con su aprobación. Ahora lo sabe todo acerca de Magda, por supuesto: su pasado, su romance de juventud con el joven traficante de cocaína y, lo que es más importante, su relación más prolongada con Jorge Estrada.
El colombiano había cometido una estupidez al no pagar a Nacho por introducir producto en el aeropuerto. Habría sido sencillo organizar una reunión y abonar una modesta cantidad, y Nacho habría ofrecido de buen grado el uso de su territorio.
Pero Estrada era demasiado arrogante o avaricioso para hacer tal cosa, y su consciente irrespetuosidad había llevado a su mujer a la prisión. Y lo que era peor, sabía que había un problema. Por eso la envió a ella en lugar de ir él mismo. Ahora es demasiado tarde; el caso de Magda, como el suyo propio, era demasiado popular para un pacto rápido y discreto.
Magda está observándolo.
—Lo siento —dice Adán—. Ha sido una distracción profesional.
—¿Ya te estoy aburriendo? —pregunta con el estudiado mohín de una aspirante en un concurso de belleza.
—En absoluto.
—Si hay algo de lo que te apetezca hablar… —extiende el brazo y le toca la mano. Es un gesto íntimo—. Adán, no quiero esperar más.
Se levanta y se dirige a la zona con muro de partición que compone el dormitorio. Dándole la espalda, empieza a desabrocharse el vestido, pero se detiene, voltea la cabeza de un modo que hace que su cuello resulte largo y elegante y dice «ayúdame, por favor», porque sabe que Adán quiere abrirla como si fuera un regalo.
Adán se sitúa detrás de ella y le baja la cremallera hasta la cintura. Luego se inclina y la besa en el cuello.
—Si haces eso —dice Magda—, no puedo impedírtelo.
Adán sigue besándole el cuello, le desliza el vestido por los hombros y le agarra los pechos. Luego le baja el vestido hasta las caderas y después por las piernas hasta que se amontona como un charco de agua a sus pies.
Magda se da la vuelta.
—Un giro de ciento ochenta grados es juego limpio —dice, bajándole la bragueta—. ¿Qué te gusta?
—Todo.
—Eso está bien —dice Magda—, porque lo hago todo.
Su romance con Emilio había sido pura pasión.
Simple y directo.
Con Jorge había llegado una mayor sofisticación y le enseñó cosas en la cama, cosas que a él le gustaban, cosas que a cualquier hombre le gustarían.
Ahora despliega todo su arsenal con Adán, porque esto no puede ser, de ninguna de las maneras, cosa de una noche, tras la cual él se dé cuenta de que ya tiene lo que quería y vuelva a arrojarla a la cuneta. Tiene que saber que el mundo sexual entero está en los dedos, la boca y el chocho de Magda, y que puede ofrecerle cosas que ninguna otra mujer le dará.
Pero también está claro que él tiene experiencia, porque Adán conoce el cuerpo de una mujer y no es egoísta. Magda se sorprende al notar que se avecina un clímax en su interior, más sorprendida todavía cuando se siente en la cumbre de esa cascada y aún más cuando ve que Adán sigue erecto.
Al ver que lo mira con curiosidad, dice:
—A mí me enseñaron que las damas primero.
Hay algo en sus ojos, un ligero brillo superior, que la invita a competir con él, así que hace algo que pensaba reservarse para otra ocasión y lo observa mientras abre unos ojos como platos, respira fuerte y gime («Ahora no te distraes, ¿eh?»); lo mantiene ahí unos momentos, echa la cabeza hacia atrás y le pide que diga su nombre.
Adán no lo hace y Magda se detiene y nota cómo se echa a temblar.
—Di mi nombre.
—Magda.
Ella empieza a moverse.
—Dilo otra vez.
—Magda.
—Grítalo.
—¡Magda!
Adán se corre dentro de ella.
Se siente segura.

11



Ambos empiezan una vida de extraña domesticidad dadas las circunstancias.

Magda, que ha sido oficialmente transferida del COC a la unidad en la que se encuentran las otras dos mujeres, ocupa la celda contigua a la de Adán y pasa casi todas las noches con él.

Adán se levanta temprano para trabajar y desayuna con ella. Magda se retira a su celda a leer o practicar ejercicio y almuerzan juntos. Él vuelve a trabajar y ella lee un poco más o ve la televisión hasta la hora de cenar.
Algunas tardes, Adán se toma una hora o dos libres y salen al patio a jugar a voleibol o baloncesto con otros reclusos o a disfrutar del sol. Por las noches, ven la televisión o una película, aunque, cada vez con más frecuencia, Adán quiere acostarse temprano y hacer el amor.
Está enamorado de ella.
Lucía era hermosa, menuda y delgada. El cuerpo de Magda es exuberante —caderas anchas, pechos grandes—, un huerto de árboles frutales en una cálida y húmeda mañana.
Y es inteligente.
Poco a poco, Magda revela su grado de conocimiento sobre el negocio. Desliza algún que otro dato sobre el comercio de cocaína y nombres de gente a la que conoce: amigos, allegados y contactos. Menciona los lugares que ha visitado —Sudamérica, Europa, Asia, Estados Unidos— para demostrar que, si bien está orgullosa de sus orígenes sinaloenses, tampoco es una chuntara, una palurda.
Para demostrar que podría ser un activo para él, y no solo en la cama.
Adán no lo duda.
No es cuestión de dudas, sino de confianza.

12



Magda ve el filo.

Un brillo a la luz del sol.

—¡Adán! —grita.
Barrera se da la vuelta y ve a un hombre menudo y delgado de unos treinta años avanzando hacia él empuñando un cuchillo a la altura de la cadera, como hacen los profesionales. El hombre embiste, Adán pivota y el arma le provoca un corte en la parte baja de la espalda. El atacante arremete de nuevo, pero dos Bateadores se abalanzan sobre él, le sujetan los brazos desde atrás y se lo llevan de la pista de voleibol.
—¡Vivo! —exhorta Adán—. ¡Lo quiero vivo!
Adán extiende los brazos y nota la sangre caliente y pegajosa que se desliza entre sus dedos. Primero lo sostiene Francisco y después Magda, y pierde el conocimiento.

13



El hombre que ha intentado asesinarlo ignora quién le ha contratado.

Adán le cree. Duda que pueda saberlo. Juan Jesús Cabray es bueno con un cuchillo en la mano. Está cumpliendo dos condenas de sesenta años por despachar a dos rivales en un bar de Nogales. En su día hizo un par de trabajos para el viejo cártel de Sonora, pero eso ya no significa nada. Ahora está atado a una columna de un almacén subterráneo y Diego se apoya con desgana un bate de béisbol en el hombro y se prepara para blandirlo.

—¿Quién te contrató, cabrón?
La cabeza de Cabray cae hacia delante como si fuera una muñeca rota, pero consigue sacudirla levemente y farfullar:
—No sé.
Adán está sentado incómodamente en un taburete de tres patas. Los siete puntos de sutura pican más que duelen, pero empieza a molestarle el costado. Quienquiera que contratase a Cabray dio varios rodeos para llegar hasta él y eligió a un hombre que no tenía nada que perder. Pero ¿qué tenía que ganar? Que su pobre familia recibiera un fajo de billetes, unos billetes que él ya no podía proporcionarles. Así que mantendría su silencio y utilizaría el único recurso que Dios dio al campesino mexicano: la capacidad de sufrimiento. Diego podría matar a aquel hombre a golpes y no importaría.
—Basta. —Adán acerca más el taburete y dice en voz baja—: Juan Cabray, sabes que vas a morir. Y morirás feliz, pensando en el dinero que recibirán tu esposa y tu familia. Eso es bueno, eres un hombre valiente. Pero, Juan… mírame…
Cabray levanta la cabeza.
—… Sabes que puedo ayudar a tu familia, estén donde estén —prosigue Adán—. Escúchame, Juan Jesús Cabray, le compraré una casa a tu mujer, le conseguiré un empleo donde no trabaje mucho, enviaré a tu hijo al colegio. ¿Tu madre vive?
—Sí.
—Me aseguraré de que no pase frío en invierno —dice Adán— y de que tengas un funeral que la haga sentirse orgullosa. Así que mi única pregunta es: ¿quieres que proteja a tu familia y la convierta en mi familia o quieres que los mate a todos? Tú decides.
—No sé quién me contrató, patrón.
—Pero alguien contactó contigo —dice Adán.
—Sí.
—¿Quién?
—Uno de los guardias —responde Cabray—. Navarro.
Dos de los Bateadores salen a toda prisa.
—¿Qué te ofreció? —pregunta Adán a Cabray.
—Treinta mil.
Adán se acerca y le susurra al oído:
—Juan Jesús, ¿confías en mí?
—Sí, patrón.
—Ahórranos tiempo —dice Adán—. Cuéntame cómo llegar hasta tu familia.
Cabray susurra que viven en Los Elijos, un pueblo de Durango. Su esposa se llama María y su madre Guadalupe.
—¿Y tu padre? —pregunta Adán.
—Muerto.
—Te está esperando en el cielo. —Torciendo un poco el gesto al levantarse, dice a Diego—: Que sea rápido.
Cuando sale de la habitación, oye a Cabray murmurar una plegaria. Desde el pasillo escucha el tiro de gracia.

14

—¿Quién fue? —pregunta Adán a Diego.
Están de nuevo en la celda. Adán bebe un trago de coñac para aliviar el dolor en el costado.
Diego mira a Magda, que está sentada en la cama.
—Podemos hablar delante de ella —dice Adán—. Al fin y al cabo, fue ella quien me salvó la vida, no tus hombres.
Diego se ruboriza, pero tiene que reconocerlo. Los responsables de custodiar a Adán han sido trasladados al bloque 4, la peor unidad de la prisión, donde van los pederastas, los asesinos y los lunáticos. No habrá noches de cine, mujeres ni fiestas. Se pelearán y matarán por restos de comida.
En los próximos días llegarán reemplazos.
Son voluntarios, hombres que se someten a condenas de cárcel voluntariamente, sabedores de que saldrán en unos años y les brindarán la oportunidad de traficar con drogas, de ganar una fortuna con la que, de lo contrario, no podrían soñar.
Navarro, el guardia, huyó en cuanto trascendió que el intento de asesinato había fracasado. Están buscándolo. El alcaide se disculpó a la desesperada y prometió una investigación exhaustiva y mayor seguridad. Adán lo miró fijamente. No hacía falta que nadie emprendiera una investigación ni que le proporcionara mayor seguridad; lo haría él mismo. Ahora hay cinco Bateadores apostados frente a su puerta.
—Supongamos que ha sido Fuentes —aventura Diego en referencia al jefe del cártel de Juárez.
La plaza de Juárez siempre estuvo conectada con Sinaloa y puede que ahora Vicente Fuentes esté preocupado porque Adán quiera recuperarla. Pero este había pedido a Esparza, vinculado por matrimonio con Fuentes, que le asegurara que él solo quiere ganarse la vida en su territorio.
«El intento de asesinato pudo haberse gestado en Tijuana —piensa Adán—. En mi ausencia, Teo Solorzano lideró una revuelta contra mi hermana y a lo mejor teme represalias ahora que he vuelto. Pudo ser un ataque preventivo».
—¿Qué hay de Contreras? —pregunta Magda.
—No tiene motivos para matarme —afirma Adán—. A Contreras le va mejor con Garza en prisión. Ahora es colíder del cártel del Golfo y gana más dinero, y todo gracias a mí. Además, envié a Diego a hablar con Contreras para asegurarle que no tengo planes para el Golfo ni ambiciones de recuperar mi antiguo trono.
«Pero Contreras abriga sus propias ambiciones —piensa Adán—. Pudo ser cualquiera de los tres, pero no lo sabremos hasta que demos con Navarro, y quizá ni por esas». Si este intento de asesinato es obra de alguno de los hombres que tienen en mente, es probable que el guardia ya esté muerto. Alguien en quien confiaba se ofreció a sacarlo de allí, lo llevó a algún sitio y lo mató.
Adán mira a Diego y sonríe.
—Veremos quién viene primero.
Diego le devuelve la sonrisa. Los tres grupos enviarán a un emisario para negar cualquier responsabilidad. El que llegue primero probablemente sea el que esté más nervioso, y con razón. Si hubieran logrado liquidar a Adán, ya estarían negociando con Diego Tapia y Esparza.
Pero, al haber fallado, estarían en guerra con ellos.
No es una posición agradable.
—Voy a derribar el pueblo de Cabray hasta los cimientos —afirma Diego.
—No —le espeta Adán—. Le di mi palabra. Busca a la familia y proporciónales exactamente lo que le prometí. Construye una escuela en el pueblo, o una clínica o un pozo. Lo que necesiten. Pero cerciórate de que saben quién es el benefactor.
Cuando Diego se va, Magda, que está hojeando la edición mexicana de Vogue, dice:
—A lo mejor estás buscando demasiado lejos.
—¿A qué te refieres?
—La gente que ha intentado matarte —apostilla Magda—. Quizá deberías buscar más cerca. ¿Quién se encargaba de protegerte? ¿Quién te falló?
La insinuación molesta a Adán.
—Diego es mi sangre. Es más hermano que primo.
—¿Por qué no te preguntas quién gana más con tu muerte? —insiste ella—. Diego y Nacho ahora tienen una organización y se han acostumbrado a ser sus propios jefes. ¿Nacho ha venido a verte alguna vez?
—Es demasiado arriesgado.
—Diego ha venido.
—Diego es así —replica Adán—. No le importa un carajo.
—O quizá sí.
«Diego no», piensa Adán. Los otros tal vez, aunque lo duda. Nacho era amigo íntimo y consejero de su tío y también fue un buen asesor suyo. Está casado con la hermana del cuñado de su hermana. Es familia.
Pero, quizá…
¿Diego?
Jamás.
—Pondría mi vida en sus manos —dice a la defensiva.
Magda se encoge de hombros.
—Ya lo haces.
Adán se sienta en la cama junto a ella.
—Si lo han intentado una vez —dice Magda—, volverán a hacerlo.
—Lo sé —responde él.
«Y algún día lo conseguirán —piensa—. En esta cárcel soy un objetivo inmóvil. Y, sea quien sea, si verdaderamente quiere verme muerto, lo estaré. Pero no tiene sentido obsesionarse con eso».
—Hoy me has salvado la vida —dice.
Magda pasa una página y responde:
—No es gran cosa.
Adán se echa a reír.
—¿Qué quieres a cambio?
Magda aparta la mirada de la revista.
—Tú me has salvado la vida muchas veces.
—Se acerca la Navidad —observa Adán.
—Tal como están las cosas en este lugar… —dice Magda con resignación.
—Lo aprovecharemos al máximo.
«Si vivimos lo suficiente»

Don Winslow
El cartel
Barcelona, RBA, 2015, pp. 37-64




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