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sábado, 5 de octubre de 2019

Carolina Sanín / Nuestro haber



Nuestro haber

OPINIÓN | “La advertencia gramatical no me limita, sino que me recuerda que yo estoy en la lengua, y me da movilidad dentro de ella”.

CAROLINA SANÍN
17 de octubre de 2018

Haber es un verbo que parece varios. Uno de ellos se usa como auxiliar para formar los tiempos del perfecto (“Nunca lo he dicho”, “Ellos ya se habían cansado de oírlo”) y se conjuga en todas las personas, en singular y plural. Hay otro haber que no es auxiliar, que significa existencia y solo se conjuga en la tercera persona del singular: “Hubo una confusión”, “Había muchos malentendidos”. Es un verbo impersonal, como el verbo llover. Que sea impersonal significa que no tiene sujeto; no hay nadie que realice la acción que el verbo señala. En la oración “Hay tiempo”, no solo el tiempo no está haciendo nada, ni siendo nada, sino que tampoco se está diciendo nada de él. No se está afirmando que él mismo exista, aunque se esté diciendo que él es lo que hay. En el uso del verbo haber que indica existencia, oímos que la existencia no es una acción ni un atributo ni un predicado de lo existente; que lo existente no es lo que existe, sino el complemento del existir (el objeto sobre el que recae la acción del verbo). En el uso siempre singular del verbo haber, podemos quizás observar, además, que la presentación de lo múltiple se resuelve en la existencia singular de lo único. Toda oración que se forma con el verbo haber se disuelve ante nuestros ojos si prestamos la suficiente atención. Nos deja ante la pregunta de qué es existir. Nos deja ante un misterioso ser. Nos deja ante el misterio del ser, por así decirlo. Nos deja en la oscuridad, conscientes de nuestra ignorancia.
Hay otro rasgo intrigante de ese verbo de nuestra lengua: haber es sinónimo de tener. En el papel de auxiliar, el verbo "haber" se usa con tal sentido; por ejemplo, decir que he percibido algo es decir que lo tengo percibido. Eso puede hacernos pensar que toda acción en el tiempo (es decir, toda acción, pues no hay acción fuera del tiempo) pasa a ser posesión. Y quizás también la existencia sea siempre un estado de posesión, en tanto que el verbo haber impersonal, que no es auxiliar, conlleva así mismo ese significado de tenencia. Si se observa a mediana distancia, la oración "Hay tiempo" parece equivalente a "Tenemos tiempo" (aunque si se observa de cerca, vemos que ni siquiera se le parece; que significa casi lo contrario de su aparente equivalente, pues nos excluye a todos los sujetos como poseedores). En el ámbito del verbo haber, la existencia es una tenencia por parte de otro indeterminado. Las cosas existentes en el universo son una hacienda —un tesoro, un haber— cuyo dueño no nombramos, o bien, cuyo dueño no existe. Existir es ser tenido, aunque por nadie. O es tenerse.
Cuando alguien corrige a una política o a un niño o a un escritor o a su madre, y le dice la frase antipática de: "No se dice 'Habían frutos de todos los colores', sino 'Había frutos de todos los colores'", está hablando de todo lo anterior. Aunque la corrección resulte desagradable, y aunque parezca que se hace por descalificar, y aunque el corrector no se haya percatado de lo que implica y significa su corrección, y aunque algún literato diga que la gramática es un pasatiempo burgués y un pedante escrúpulo de otros literatos, el conocimiento gramatical entraña una defensa del pensamiento y la salvaguarda de un espacio productor de preguntas. No insistimos en el uso gramatical porque así lo mande Dios o porque sea la ley o porque sea la heteronormatividad falogocéntrica del sujeto de enunciación hegemónico, etcétera, sino porque las leyes gramaticales son oportunidades para reflexionar sobre la realidad. Al hablar sin pensar en la lengua que hablamos, rechazamos —con el solo propósito de defender nuestra desidia— el conocimiento que la lengua propone y las preguntas que nosotros mismos (hombres y mujeres) nos hemos formulado en esa lengua a través de los siglos.
Cuando alguien me dice: "Se dice 'hubo', no hubieron", me da efectivamente una noticia de algo que ha ocurrido en mi lengua y de un problema que en ella se ha planteado. Me informa de una idea sobre el ser que en mi lengua se ha hecho decible, audible y corriente. Su recomendación no constriñe, sino que describe una manera como el pensamiento se ha explicado a sí mismo en español. En otras palabras, describe qué ha planteado, en español, la existencia sobre sí misma. La advertencia gramatical no me limita, sino que me recuerda que yo estoy en la lengua, y me da movilidad dentro de ella. Me recuerda que la lengua es mía y que no es solo mía. Me recuerda mi primera vinculación consciente con los otros, que es la vinculación entre hablantes. Y me recuerda que el vínculo es el vehículo compartido.
Algunos literatos hacen eco de la idea de que el interés en la gramática es antidemocrático y dicen que desdeña la expresividad y la creatividad renovadora de los individuos. Contra la gramática aducen, entre otras, la circunstancia de que algunos notables gramáticos nacionales fueran también políticos conservadores. Les parece escandalosamente retrógrado que alguien discuta sobre un punto gramatical, puesto que lo mismo hicieron los gobernantes del siglo diecinueve. Creen que su ataque contra la curiosidad gramatical rebosa de progresismo e igualitarismo; que el rechazo a la gramática redunda en un voto por la justicia social. No se dan cuenta de que el interés por la gramática trasunta el interés por la conservación del espacio público. Quien mira la gramática y la explora —y entonces decide si viola sus leyes o las doblega o las cumple o asume su promulgación— mira un espacio fundamental que es de todos y que todos tienen derecho de habitar y conocer —y que todos pueden también, venturosamente, vandalizar (como se hace en esta línea con el anglicismo)
Cuando protestamos porque un gobernante (como es el caso de nuestro presidente actual) no se interesa en conocer su lengua y en hablarla de la manera como la lengua sabe hablarse, denunciamos el desdén del gobernante frente a la nación, frente a la experiencia de los vivos y los muertos de la tierra, y frente a los haberes del país. Cuando insistimos en que nuestro gobernante debe conocer la gramática de nuestra lengua, consideramos que el gobernante debe someterse a la ley de todos. Cuando decimos que los jóvenes deben aprender la gramática de su lengua, sugerimos que los jóvenes deben conocer las leyes que rigen sus intercambios, no solo para cumplirlas, sino para sospechar de ellas y criticarlas. Quien aspira a "dominar la lengua" realmente aspira a darse cuenta de que la lengua sobrecogedoramente lo posee. Y, lejos de satisfacerse en la arrogancia, aspira a tener un vislumbre de la inmensidad de su ignorancia.
Educar en la lengua es educar en la razón. Es cierto que el conjunto de lo concebible —y obviamente el conjunto de lo real— excede la lengua, pero no es cierto que lo pensable la exceda. Todo lo que el logos puede armar y ver está, con sus infinitas variantes, dentro de la lengua, y solo puede conocerse en ella, que es su encarnación y su vida. Puede concebirse lo que no puede decirse —en ese caso, no se dice—; pero pensar que lo que se dice con torpeza supera el saber de la lengua no parece mucho más que una justificación grandilocuente de la frivolidad y el egoísmo. El conocimiento de la lengua no tiene que derivar en la normalización o en la uniformización; antes bien, es el error consuetudinario lo que tiende a convertirse en uniforme. Con argumentos supuestamente igualitarios contra la enseñanza de la gramática, se priva a todo el mundo de un instrumento crítico y de un instrumento de resistencia efectiva frente al poder. Al decir que la escritura gramatical es para ricos o para burgueses o para hombres heterosexuales blancos o para conservadores librescos se excluye a todo el mundo del conocimiento de su herramienta más básica y de su lugar propio. Y eso parece muy despótico.

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