Las grandes virtudes de Natalia Ginzburg
Rodrigo Hasbún
20 Enero 2017
A 100 años de su nacimiento, la obra de la narradora italiana sigue siendo bastante desconocida: autora de 31 libros, menos de la mitad está traducida a nuestro idioma. Algo difícil de aceptar, si se piensa que transformó la autobiografía, liberándola de cualquier indulgencia o egoísmo, y que leyendo sus novelas y ensayos da la impresión de estar ante una inteligencia pura que se deshace de lo superfluo para discutir los temas más delicados: el aborto, la adopción, la existencia de Dios y, por sobre todo, los afectos al interior de la familia.
1. Cuando en septiembre de 1939 estalló la Segunda Guerra Mundial, Natalia Ginzburg tenía 23 años, dos hijos pequeños y un matrimonio feliz con Leone Ginzburg, un todavía joven pero ya reconocido intelectual de origen judío. Meses más tarde debieron irse juntos a Pizzoli, un pueblo remoto en la región de los Abruzos al que él había sido desterrado por su activismo antifascista, que también lo había hecho perder el puesto como profesor. “Lo nuestro era un exilio”, escribiría ella años después en un bello texto dedicado a esa época, “nuestra ciudad estaba lejos, y lejos estaban los libros, los amigos, las vicisitudes varias y cambiantes de una verdadera existencia”. Eran tiempos difíciles pero, a pesar del silenciamiento intransigente y del invierno interminable y de Mussolini y los suyos, también eran tiempos solidarios y gratos (“fue la mejor época de mi vida, y solo ahora que ha pasado para siempre, solo ahora, lo sé”), bastante más que aquellos que estaban por venir.
En Pizzoli nacería el tercer hijo de la pareja y a los 26 ella publicaría desde ahí su primera novela, la prematuramente magistral El camino que va a la ciudad, ambientada en una región similar a esa en la que ahora vivían y en la que una muchacha joven queda embarazada de un hombre adinerado al que no ama pero del que se sirve para intentar que su existencia se sienta menos falsa. El libro aparecería bajo el seudónimo de Alessandra Tornimparte, puesto que no mucho antes se habían promulgado las leyes raciales que prohibían a los judíos publicar (más allá del apellido que había tomado de Leone, Natalia Ginzburg lo era por parte de padre).
Viuda joven con tres hijos, después de la guerra consiguió trabajo en la editorial Einaudi, que su marido había ayudado a fundar años antes. En la oficina de al lado tenía a Cesare Pavese y unos pasos más allá estaban Italo Calvino y Giulio Einaudi.
Como cabía esperar de un libro que usaba palabras nuevas para referirse a cosas viejas, provocó críticas entusiastas y despiadadas por igual. Leída a la distancia, la ligereza y la humanidad de esa primera novela, que anticipa la ligereza y la humanidad de toda su obra, son en verdad ejemplares. Lo que más impresiona, quizá, es la aceptación de la vida en todas sus formas. No se la juzga ni cuestiona, no se moraliza a partir de ella: se la acepta nada más, con alegría y tristeza y resignación, en un ejercicio de sabiduría constante que recuerda la de su tan admirado Antón Chéjov, del que mucho después, hacia el final de su vida, escribiría una iluminadora biografía breve.
Tras la llegada de las tropas aliadas y la caída de Mussolini en 1943, Leone decidió volver a Roma. Ella y los niños lo siguieron meses más tarde, huyendo de la llegada al pueblo de los alemanes. El final, ese final, no es feliz: a él poco después la Gestapo lo encarceló, lo torturó y lo hizo morir.
Con la dignidad y el estoicismo de sus personajes, Natalia Ginzburg volvió a atestiguar el desorden del mundo sin pestañar ni una sola vez.
2. Viuda joven con tres hijos, después de la guerra consiguió trabajo en la editorial Einaudi, que su marido había ayudado a fundar años antes. Aunque creyera que no servía para nada y que solo le hacían un favor, sus méritos eran incuestionables y se volvería pronto uno de los pilares de la mítica casa editorial. Natalia Ginzburg no estaba sola ahí. En la oficina de al lado tenía a Cesare Pavese (al que dedicaría uno de los perfiles más hermosos que se hayan escrito jamás, no mucho después de que él decidiera pegarse un tiro en un viejo hotel), y unos pasos más allá estaban también Italo Calvino y Giulio Einaudi. Habían sobrevivido y ya nada podría detenerlos en eso que hacían con tanta convicción: remover las aguas estancadas editando libros importantes.
Lo primero que le encomendaron fue traducir del francés una novela de ficción especulativa, a la que siguió un par más. Luego le tocó Proust, del que reescribiría en italiano los primeros dos tomos de En busca del tiempo perdido (más adelante haría también una versión de Madame Bovary). Por sobre todo, mientras traducía o editaba libros ajenos, Natalia Ginzburg se aferraría a la escritura, en la que todavía resonaban las bombas y las rabias anteriores, pero donde le interesaban más los gestos mínimos, las historias minúsculas, el caos familiar. Felizmente, como cuenta ella misma, en la oficina podía dedicarle tiempo a su literatura: “Entre aquellas paredes se trabajaba mucho, con intensidad y fiebre; pero quien trabajaba allí sentía reinar a su alrededor una inmensa libertad. Los que escribían novelas (…) sentían que allí no les estaba en absoluto prohibido escribir para sí mismos, estudiar o reflexionar, y que el trabajo para la editorial podían administrárselo como querían (…). No se percibía en absoluto, al menos en lo que yo recuerdo, la servidumbre del trabajo. Einaudi era un jefe caprichoso, voluble e imposible de contentar, pero tenía el don de tolerar que cada uno trabajara a su manera”.
Así, paralelamente a sus labores editoriales, tomándose tres o cuatro o cinco años entre una y otra, fue publicando varias novelas, todas ellas atravesadas por expectativas fallidas y relaciones inciertas y embarazos inoportunos: la rabiosa Y eso fue lo que pasó (en la que la protagonista, cansada de los desaires y abandonos, asesina a su marido), la nostálgica y generosa Todos nuestros ayeres (en la que por primera vez intenta reconstruir, en clave íntima, el pasado reciente), las breves y contundentes Valentino y Sagitario (en las que dos narradoras jóvenes atestiguan, con desapego y lucidez, el sigiloso resquebrajamiento de sus familias) y la extraordinaria Las palabras de la noche (en la que una relación imposible perturba la vida de un pueblo).
Para cuando salió esta última en 1961, habían pasado casi 20 años desde la aparición de su primer libro. Es fácil pensar que culmina entonces una primera etapa, signada por ese estilo diáfano y sereno con el que disecciona como nadie las emociones de sus personajes. Natalia Ginzburg sabía hacerse a un lado, desaparecía en sus propios libros, para que ellos se mostraran como eran: impredecibles y vulnerables y misteriosos.
3. Desde niña entendió que la literatura era lo suyo, y que pasara lo que pasara dedicaría su vida a ese oficio. Como en su familia le resultaba difícil hacerse oír, porque era la más pequeña de cinco hermanos y porque era mujer, aprendió pronto a elegir bien las palabras, a ser contundente en lo que decía y lo que guardaba para sí. “Comenzamos a callar de niños, en la mesa, ante nuestros padres que seguían hablándonos con aquellas palabras viejas, sangrantes y pesadas”, cuenta en un ensayo sobre su aprendizaje del silencio, que puede leerse también como una declaración de principios formidable. “Nosotros no abríamos la boca. No abríamos la boca como protesta y como muestra de desdén. No abríamos la boca para hacer entender a nuestros padres que aquellas grandes palabras suyas no nos servían de nada”.
Natalia Ginzburg, cuando todavía se llamaba Natalia Levi, callaba como un acto de resistencia y para resguardar las palabras propias, que más tarde servirán de algo a quienes supieran oírlas. Son rasgos que invitan a pensarla junto a otros escritores que crecieron en los años del fascismo y que vivieron de cerca la experiencia de esa guerra que había corroído y silenciado a Europa, una generación potente de la que en mayor o menor medida formaban parte sus compañeros de oficina Cesare Pavese e Italo Calvino, y también Elsa Morante, Pier Paolo Pasolini, Alberto Moravia, Giorgio Bassani y Primo Levi, todos austeros y desencantados, todos amigos queridos.
Como en las antiguas cenas familiares, sobre todo había hombres alrededor. Era, todavía, un mundo en el que se imponían. En sus libros Natalia Ginzburg lo cuestiona desde la perspectiva de sus narradoras. Son ellas las que ahora tienen la palabra y las que se enfrentan, a menudo cándidamente, en serio y en broma, a la indiferencia y brutalidad de ellos, y a su enorme confusión.
4. Se volvió a casar, esta vez con un especialista en literatura inglesa llamado Gabriele Baldini, y a fines de los 50 se mudaron juntos a Londres. Los años acumulados y la distancia propiciarían el ruido intolerable y necesario de la memoria, el viaje hacia adentro y hacia atrás.
Tenía el aire de conservar y custodiar dentro de sí un profundo silencio, podría decirse de ella, y también que no había perdido nunca el bien supremo de la incertidumbre.
Se sucedieron entonces dos libros fundamentales, la novela Léxico familiar y la recopilación de ensayos personales Las pequeñas virtudes. El pasado resuena de fondo más que nunca y se evidencia en las historias de quienes pueblan esas páginas: la familia de la escritora, los amigos, ella misma. No es excesivo decir que el lenguaje de la autobiografía se transformó para siempre con esos libros. Natalia Ginzburg despoja el impulso autobiográfico de cualquier indulgencia o egoísmo y lo abre hacia los otros, grandes personajes de la historia reciente de su país que entran y salen de esos libros como antes entraron y salieron de la casa de los Levi y de la casa de los Ginzburg. Ahí se los ve y se los oye sin disfraces, llenos de contradicciones y miserias y entusiasmos, mientras las cosas que decían iban formulando un léxico del afecto al que ella, como buena narradora de su tribu, prestó toda la atención.
En un lindísimo perfil dedicado a la escritora, concluye Juan Forn sobre ese par de libros: “Toda la Italia de preguerra y de posguerra está ahí, en pequeñas viñetas de vida fulgurante, contadas por la inútil de la casa, la menor de cinco hermanos, que no mandaron al colegio para que no se contagiara enfermedades, que se convierte en la recién casada que se electrifica sin entender del todo cuando oye a su marido y a Pavese inventar el futuro al lado de una estufa, la madre torpe devenida viuda de guerra que quiere hacerse invisible en las oficinas de Einaudi, la mujer de mediana edad que contempla todo eso desde una anónima ventana nocturna londinense, lapicera en mano”.
5. En 1963 le otorgaron el prestigioso premio Strega por Léxico familiar. Era el primer libro de Natalia Ginzburg en tener éxito comercial y su respuesta fue contundente: siguieron 10 años en los que no volvió a publicar una nueva novela. Dijo que ya no quería seguir usando el mismo “yo”, pero que por lo pronto no sabía cuál otro usar, y para exorcizarse se dedicó a escribir obras de teatro (entre las que destacan la tragicómica La entrevista, en su momento puesta en escena por Luchino Visconti y Laurence Olivier, y el salingeriano y desopilante monólogo La peluca), además de decenas de artículos y ensayos.
Deslumbra en ellos la inmediatez y la claridad de su pensamiento, la capacidad para desarmarlo todo sin depender de un gran aparato conceptual. La suya es una voz desprejuiciada, que entiende las cosas desde más de un lugar a la vez y que argumenta minuciosamente a partir de esa confluencia. Leyéndola da la impresión de que nos enfrentamos al despliegue de una inteligencia pura, de una mirada que se deshace de lo superfluo para hurgar únicamente en lo esencial. Dimensionando lo anterior, emerge además una conciencia moral que no teme ponerse a prueba discutiendo los temas más delicados o polémicos: el aborto y la adopción, la existencia de Dios.
Acompañando esas disquisiciones hay muchas otras más incrustadas en el reino de lo cotidiano. Con delicadeza y humor, en ellas Natalia Ginzburg indaga en temas tan variados como su propia pereza o la búsqueda de una nueva casa, su ambigua relación con la ópera, su frustrada experiencia psicoanalítica o una visita al pueblo de su tan admirada Emily Dickinson.
6. Tenía el aire de conservar y custodiar dentro de sí un profundo silencio, podría decirse de ella, robándole una frase que destinó a otro, y también que no había perdido nunca el bien supremo de la incertidumbre. Esa combinación inusual, que vuelve tan entrañable su escritura, es visible en sus fotos. En pocas aparece sonriendo. Casi siempre tiene el ceño fruncido y la mirada distante de quien ha visto el lado menos luminoso de lo humano. Se advierte en ella una fuerza férrea pero también, agazapada, sobre todo en las que sí sonríe (o en su intrigante cameo en El evangelio según San Mateo de Pasolini), una ternura y una alegría que explican de inmediato el cariño desmedido que tantos le tenían.
“Los libros auténticos operan el prodigio de devolvernos el amor por la vida”, dijo ella con su justeza habitual.
Además de los artículos y ensayos, y de algunos experimentos valiosos en los confines de la no ficción, dos novelas epistolares definen sus últimas décadas de escritura: la fulminante y conmovedora Querido Miguel, publicada en 1973, y la ambiciosa La ciudad y la casa, 11 años posterior. Poco antes de que apareciera esta última, tras ser nominada por el Partido Comunista como candidata independiente, aceptaría el cargo de diputada en el parlamento italiano.
“Me han preguntado varias veces si creo que los intelectuales, o los escritores, tienen el deber de implicarse en la vida política”, diría al respecto. “Yo no pienso que tengan ese deber. Pienso que, como cualquier otra persona, tienen el deber de rechazar la mentira de su propio pensamiento y, cuando hablan o escriben, de sus propias palabras”. Para entonces, claro, a sus sesenta y tantos, ella llevaba toda una vida practicando.
7. En un panorama literario como el nuestro, acostumbrado a celebrar los gestos ampulosos, quienes dedican su vida a construir miniaturas corren el riesgo de no ser tomados demasiado en serio. Natalia Ginzburg aborda temas graves y temas urgentes y temas descomunales con una sencillez engañosa. Resulta difícil aceptar que no se la lea más.
Escribió 11 novelas y 11 obras de teatro, cuatro colecciones de artículos y ensayos, un libro de cuentos, dos crónicas largas y dos biografías. De esos 31 libros, poco menos de la mitad se publicaron en nuestro idioma, en buena medida gracias al esfuerzo de las editoriales españolas Acantilado y Lumen. A 100 años exactos de su nacimiento, y a 25 de su muerte, a nadie debería quedarle duda: más allá de su maravillosa discreción, es una de las obras más singulares y relevantes del siglo XX.
“Los libros auténticos operan el prodigio de devolvernos el amor por la vida”, dijo ella con su justeza habitual.
Los suyos hacen eso mismo. Una y otra vez.
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